36

HAY MUCHO QUE NO SABES

Francesco dejó a mamá en la habitación.

—Se ha quedado dormida —dijo—. Está tranquila.

Me quedé mirándole a los ojos. Le brillaban como aquella noche en la que cenamos en su jardín y las velas formaban candilejas en su pupila mientras la música sonaba desde el salón. «Simona, ponga el volumen más alto». Al verle tuve la impresión de que iba a contarme algo más. Esa sensación de adivinar qué va a pasar me persigue toda la vida, por eso espero al mejor segundo para las fotos. Conozco el viento, las horas, el sol, las sombras, los momentos en los que alguien va a girarse, el helado que chorrea, el pañuelo que vuela, la mamá que abraza al niño, la falda que se levanta, el camarero que espera con la bandeja, el brillo de los coches, el reflejo de los charcos… la ciudad del revés.

—Si quiere, le acompaño a por un taxi. Paseamos mientras.

Me gustaba que a pesar de la confianza, de los años, siguiera tratándome a veces como hijo, otras como amigo. Invariablemente pasaba del usted al tú.

—No importa, Francesco. Está bien así, me apetece dar una vuelta. Mi hotel no está lejos. Así me da el aire.

—Bueno, pues así nos da a los dos.

Estaba claro que Francesco quería pasear conmigo, contarme algo.

Yo asentí.

—Vale, vamos bajando.

Me apoyé en la puerta y observé cómo cerraba con cuidado la de la habitación de mamá y se guardaba dos sobres en el bolsillo.

Los metió con cuidado.

Eran dos cartas.

A pesar de la edad, del tiempo, seguía con ese cuidado minucioso de prestidigitador que envolvía de mimo hasta el aire. En el fondo, era un creador de sueños. Había aparecido para cambiar nuestras vidas y ¡vaya que si las había cambiado!

—Voy a por los abrigos —me dijo—. Espera un minuto.

Me hizo un gesto para que cogiera las llaves del recibidor mientras él se ponía el gabán y se daba dos vueltas a la bufanda con un fuerte nudo en el cuello.

Me quedé mirando su bolsillo del que salían…

—Sí, son dos cartas —me dijo, respondiendo a mi mirada—. Me las dio tu madre hace mucho tiempo y creo que ya es hora de que las tengas. Hoy, cuando te vi en la iglesia del Trastevere me acordé de ellas. Las tenía guardadas en la cómoda.

—¿Puedo verlas?

Clavó sus ojos en mí.

—Son tuyas. Pero déjame que te cuente algo mientras caminamos.

Su voz.

Me puse nervioso como cuando me despertaba de niño con las notas de mamá. «Tu madre, Te Adora». Intenté ser adulto y esperar relajadamente a que Francesco quisiera entregarme las dos cartas. «Todo irá bien». Fui contando escalones para quitarme el pensamiento de la cabeza… A mi manera, claro. Como siempre.

Luego, ya en la calle, se encendió un cigarrillo y soltó el primer humo.

—¿Crees que he querido a tu madre?

Asentí sorprendido.

Me asaltó con la pregunta mientras cerraba de un suave golpe el portalón y se guardaba las llaves en el bolsillo. Cuando recuperé cada una de las palabras que me había lanzado noté la presión que le salía del pecho para responderse.

—La querré siempre, aunque no se acuerde —dijo sin poder mirarme.

Cuando el sonido de su voz llenó aquella calle vacía como un lamento, intenté pegarme a él con la mano en su brazo para que sintiera que yo era como su hijo. Hacía frío a esas horas; y la humedad y los recuerdos empezaron a destemplarnos.

—A ella le gustaba escuchar ópera, Justo. Y adoraba bailar por la casa descalza, se ponía la música muy alta y recorría el pasillo, de baldosa en baldosa, dando vueltas, como si volara. «Bailar es la única forma que tenemos de volar», decía.

—¿Mamá?

—Sí. ¿Es mágica verdad?

Sonreí.

—«La mejor forma de pensar es entrar en torbellino», decía. Yo empecé a hacerlo también. Insistía: «Hazlo, hazlo, hazlo, hazlo… no pares y verás». Y desde que entró en mi vida me convertí en otro remolino y cuando me atascaba con alguna de mis composiciones al piano me ponía a dar vueltas como un insensato, de la manera más atolondrada pero eficaz. «Te lo he dicho —decía ella acompañándome en la locura—. Dar vueltas mueve todo».

No podía imaginar así a mamá.

—Así era —contestó como si hubiera leído mi mente.

Guardé silencio mientras giramos hacia otra calle, esperé a ver que Roma a esas horas estaba despejada de curiosos para volver a saber más sobre mamá.

Estaba vacía la calle. Únicamente nosotros.

—¿Y cómo surgió todo? ¿Cuándo empezaste a querer a mamá? Ha pasado mucho tiempo, pero recuerdo veros a los dos apoyados en el muro que separaba las dos casas, nosotros ya nos habíamos ido a la cama. Liz estaba escuchando música y yo me había quedado mirando por la ventana… Os vi abajo, no sé cómo lo recuerdo, todavía era un niño que hacía barcos de papel…

—¿Nos mirabas?

—Tranquilo, no espiaba.

—Eres fotógrafo…

—Ojalá lo hubiera sido entonces… Soy fotógrafo ahora.

—Entonces… ¿cómo fue? Hazme el favor de recordarme aquella noche.

—Esa foto de vosotros dos la tengo grabada en la mente. No me ha hecho falta revelar el negativo. Era perfecta. Estabais cada uno a un lado del muro, quedaban copas de vino en la mesa, habías cogido dos y trajiste otra botella, el mar estaba absolutamente tranquilo, tal vez por esa razón se oía bien lo que decíais desde la ventana…

—Tu madre dijo que ya era hora de irse a la cama.

—¿Y crees que obedecí?

—Entonces lo parecía.

—Entonces tenía la edad de no hacer caso a nada.

—¿Y ahora haces caso?

—Ahora he ido aprendiendo a no hacer caso más que a mi cámara de fotos. Es como si fuera cargado con el corazón en la mano. Y pesa.

—Algunos recuerdos pesan. No es necesario cargar con ellos. Ya me entiendes…

—Sí. Lo sé. Y no te creas que no cuesta darse cuenta de ello. Creo que mi archivo es mayor que el de la propia revista… Prefiero hablar de aquella foto vuestra que nunca hice y que siendo niño me impactó tanto…

—¿El beso?

—El primer beso.

Francesco sonrió como si volviera a aquella noche.

—La besaste. Besaste a mamá. Y ella te cogió la cara con las dos manos. Creo que en ese momento me escondí detrás de la cortina…

Francesco se mostró repentinamente melancólico, inocente.

—La besé, sí. Nos besamos. Fue el primer beso y ella temblaba como si fuera una niña. Lo que no viste tras esconderte es que nos abrazamos, nada más. Estuvimos abrazados durante mucho rato. Callados, con el mar como testigo. Bueno, y tú tras la ventana. De eso me entero hoy. Qué gracia. Pensamos que ese beso debía quedar oculto en nuestra memoria porque estabais los niños en plena adolescencia y mamá no dejaba de decir después: «¿Qué van a decir, qué van a pensar?». Por eso tardó mucho en llegar el segundo beso. Pasaron semanas. Sin embargo, en cada buenos días, en cada saludo a media tarde, en esos momentos en los que yo me dedicaba a regar el jardín, la miraba como si volviera a besarla. Ella bajaba la mirada como si me dijera: «Espera».

Ante esas palabras, Francesco y yo sonreímos, seguramente porque todos los enamoramientos se parecen de una u otra manera. Tuve ganas de abrazarle como a un padre. Pero preferí seguir hablando como amigo.

—Pasó el tiempo, supongo.

—Pasaron semanas, tal vez más de un mes.

Me acerqué a su hombro para que sintiera mi empatía y le dije:

—Yo, querido Francesco, era la primera vez que veía besar a mamá. Nunca la había visto besarse. Hasta aquel día no me di cuenta de que mamá también era mujer, pensaba que sólo era mi madre.

Cogió mi brazo y me estrechó contra él.

—Tu madre ha sido maravillosa, Justo.

—Gracias.

—¿Gracias?

—Sí. Por haberla querido. Por aparecer. Por estar hoy. Fundamentalmente por estar.

Francesco se encogió de hombros con ese gesto tan suyo de restar importancia a las cosas.

—La amo. La amé aquella noche. La he amado. Y hoy sigue siendo mi Fedora.

Me detuve en seco.

—¡Fedora! ¡La ópera! Entonces, de niño, cuando saliste al jardín en aquella cena loca de luces y partituras voladoras, no supe que la protagonista de esa ópera era una viuda. ¿Fue entonces? ¿Aquella noche te enamoraste de mamá?

—No te lo vas a creer.

Suspiré.

—A estas alturas de mi vida creo que me podría creer que Roma se ha creado para vosotros. ¿Qué pasó?

—Cuando llegamos a la casa del acantilado no pensé que tendríamos vecinos, ni siquiera me interesó saludar y corresponder a la única casa cercana llena de vida. Vosotros. Yo llegué dispuesto a evadirme y a intentar recuperar el alma de la música, la había perdido, estaba inmerso en un pozo del que no había manera de salir. No había inspiración. Estaba siempre recurriendo a las mismas notas, a las mismas melodías… Me sentía fracasado. Había tenido dos grandes éxitos que servían para poder vivir durante mucho tiempo, pero la compañía seguía pidiendo más, querían más música, más canciones para emisoras de radio, para promociones… y yo escapé buscando. Lo que pasa es que cuando te marchas con un problema, el problema también se mete dentro del equipaje. Y en aquellas maletas que trajimos de Roma también se vino la ausencia de inspiración. Las hadas dicen, ¿no? El miedo a repetirse, a volver a contar lo mismo. Por eso sólo traje música clásica y mis óperas. Y así pasaron los días, las semanas… Sofía y yo nos poníamos al piano para aprender y buscar la chispa.

—¿Fue mamá el hada?

—En cierta manera. Curiosamente, cada día, mientras abría las ventanas para que entrara el sol, para dar la bienvenida al amanecer, mientras subía persianas y respiraba hondo para decir: «Hoy sí, hoy llega», empecé a recibir otro tipo de inspiración que venía directamente del corazón.

—El mar.

—El corazón. He dicho el corazón. Al abrir la puerta de casa, es una costumbre que sigo teniendo para dar los buenos días, para que entre el nuevo día, me encontraba un dulce nuevo en el primer escalón, rodeado con un corazón de tiza. ¡Un corazón relleno de dulce!

Y en ese momento sentí un escalofrío.

—Tu madre fue el hada. Ella me devolvió la música. Y con la idea más sencilla del mundo, de la forma más discreta, más hermosa, más…

Tuve que pararme en seco.

—Francesco…

Quise empezar a hablar para decirle que aquellos corazones eran para Sofía, que llegaba exhausto desde el horno, que el corazón se me salía del pecho, que corría ladera arriba hasta su casa, que mi amor por su hija era tan grande que fui incapaz de decir nada, que…

Pero en ese momento Francesco rompió a llorar.

—Qué fascinante idea tuvo tu madre… Dejaba corazones pintados en el suelo con sus dulces.

—Inesperado, ¿verdad?

—Algo así sólo pudo salir de ella. No lo olvido. Justo, no quiero olvidar nada. Me estoy haciendo mayor también. Y no quiero. Ya apenas puedo recordar aquellos días. Por eso te lo cuento. Nunca nadie ha conseguido devolverme la fe en la música y en el amor como ella. Como tu madre. Estuve callado todos aquellos días. Esperaba que apareciera, abría la puerta y allí estaba, otro dulce, otra bolsa con magdalenas, con hojaldres, con pasteles… y siempre, siempre, en medio de un corazón. ¿Me entiendes? Quise que quedara en silencio. Entre ella y yo. Imaginé que lo hacía a escondidas, sin que tú y Liz os dierais cuenta. Por eso aquella noche en la que nos viste besarnos…

—¿Qué dijo mamá?

—Ella no dijo nada, fui yo. Le agradecí que me hubiera entregado el corazón. ¿Quién deja el corazón en la puerta? ¿Quién es capaz de no molestar para entregar de esa manera su amor? Tu madre.

Avancé por la calle y encendí otro cigarrillo.

—¿Qué pasa, Justo?

No dije nada, no podía hablar.

—¿Estás llorando? ¡Estás llorando!… Soy un bobo, perdona. Tal vez me he puesto demasiado romántico con aquel recuerdo, pero es que ahora yo soy la memoria de tu madre. Guy de Maupassant decía que nuestra memoria es un mundo más perfecto que el universo que le devuelve la vida a los que ya no la tienen. Y no quiero que se me olvide nada, no quiero que se escape nada; mientras yo recuerde aquellos corazones que Teo dejaba en mi puerta, ella seguirá teniéndolo en algún lugar. Latiendo. No me importa que ya no recuerde nada, me basta con recordarlo yo.

No sabía qué decir porque todo se me había atragantado en la garganta de repente. La tía Visitación conmigo yendo al horno de la Reme, la elección de los dulces, la bicicleta que volaba hacia mi casa, mi timidez, la tiza gastada, el corazón sobre el corazón…

—Es el humo. Se me ha metido en los ojos.

Mi plan infantil para enamorar a Sofía se había vuelto invisible para ella; no obstante, durante semanas yo mismo había estado enamorando a Francesco como si me mandara Neptuno, el dios del mar, para vengarse. Como si el destino quisiera que aquel plan macabro que inicié una noche de San Juan fuera un castigo en el amor para mí y una bendición para mamá. Ella debía ser feliz. Y sin saberlo, lo hice.

Había sido un propósito magnífico, erróneo, pero magnífico. Todos esos días en los que yo esperaba de niño enamorado a que Sofía por fin se diera cuenta de mi existencia no estaban siendo más que el germen de otra felicidad. A veces los planes cogen atajos, van por su cuenta sin que nos percatemos de ellos. Las tardes en mi pueblo escuchando las canciones que ponía la tía, nuestras confidencias y nuestros secretos nunca contados, la limonada al fresco para poner letra a la vida de aquellos veranos. Había aprendido a pedalear más rápido, había aprendido a nadar donde no hacía pie, me peinaba con raya perfecta para bajar al jardín y que me viera Sofía más alto, más guapo, más apasionado… Y sin embargo…

—Tu madre me entregó el corazón. —Me quedé mirándole a los ojos. Tenía la impresión de que la vida a veces juega con nosotros cuando creemos que jugamos con ella. Francesco me sonrió y dijo—: Empecé a componer. A tu madre le encantaba la ópera, Justo. Su preferida era Las bodas de Fígaro. Quise que la viera en el Metropolitan de Nueva York; nos fuimos. Ese fue mi regalo de boda. Decía que no recordaba su boda, que no se había vestido de novia nunca, que quería entrar en un altar vestida de blanco y que un novio enamorado la esperara allí. Así lo hicimos.

—¿En Nueva York?

—Sí. Una tarde, justo dos días después de ver la ópera en el Metropolitan, decidimos que había llegado el día. Quedamos a las seis de la tarde en la iglesia de Sant Paul. Allí debíamos vernos. Yo me compré un traje en unos almacenes próximos al hotel, no lo recuerdo. Lo que recuerdo es verla salir del taxi, a las seis y diez, vestida de novia. Lloré al verla tan guapa, tan ¿radiante, decís vosotros? Sí, radiante. Estaba luminosa, era la protagonista de su vida por primera vez. Respiraba amor, respiraba vida. El taxista salió a aplaudir y todos los viandantes que estaban en ese momento en la calle se unieron como un coro de aplausos; mamá, tu madre, estaba tan alegre que no paraba de sonreír, ajena a aquel espectáculo que se había montado en la calle. Yo la miraba desde el primer escalón, muerto de amor. No sé qué música empezó a sonar, era de alguno de esos músicos callejeros que al ver la escena se unió a la marabunta. Sí, esa mujer, Teodora, era feliz.

—¿Os casasteis allí?

—No. Bastaba con eso.

Se emocionaba como yo al recordar el día.

—Llegó andando hasta el primer escalón de la iglesia donde yo esperaba con una flor. Me miró. Yo no había dejado de mirarla desde que salió del taxi. «¿Quieres casarte conmigo?», le pregunté. Ella sonrió y repitió mi pregunta: «¿Quieres, Francesco, casarte conmigo?». Los dos respondimos que sí a la vez. Y al besarnos, todo el público que había en la acera empezó a aplaudir como si fueran los testigos del enlace. Teo y yo ya éramos marido y mujer. No necesitábamos el altar, ni las firmas, ni los anillos… Nos bastó con el beso y la música de aquel acordeón que sonaba entre la gente.

—Dime que todo eso fue así. Dime que mamá se casó así contigo.

—Esos aplausos, esos vivas. Para otro podría parecer ridículo, la boda de dos adultos vestidos de fiesta para darse un beso en una escalinata… La cena fueron dos hamburguesas en la habitación. Nos las subimos de un espantoso puesto callejero que le recordaba a las películas. Fue así. Me dijo: «No lo olvidaré nunca». Ya ves… Ella lo ha olvidado, pero yo no.

Francesco rompió a llorar otra vez mientras sacaba una foto de su cartera.

—Mira. —Me tendió una polaroid—. Esta es la foto de nuestra boda.

Mamá y Francesco vestidos de novios se besaban en una foto sin enfocar, turbia, pero clara de sentimientos.

—Nos la hizo uno de los que estaban allí. Es nuestro álbum. Esta es nuestra historia.

—¿Puedo abrazarte, Francesco?

—Claro. Hazlo o volveré a ponerme a llorar.

Basta con que uno recuerde la historia para que la historia exista. Basta con que el amor quiera ser amor para que sea real. Basta con que los corazones lo sean para que lleguen a su destino. ¿Equivocado? ¡Qué más da! En ese momento sentí que no. Que toda mi vida había estado escrita para que yo fuera el guion de mamá. Que mi vida había sido una vida doble. ¿Quién puede decir que ha latido por dos?