32

POCO ANTES DE LA CENA DE CUMPLEAÑOS

Roma.

Francesco había estado en la penumbra de una de las columnas de Santa Maria in Trastevere. No sé cuánto rato, ¿me importaba? Me di cuenta al levantar la cabeza del hombro de mamá. Me sonrió con condescendencia, como diciéndome: «No molesto, sigo aquí», y volví a dejar caer mi cabeza en el hombro de mamá.

—Mamá, tengo algo que decirte.

—Seguro que es algo bueno.

—No lo sé. En aquel momento pensé que sí, que era bueno. Ahora… —Respiré hondo—. Mamá, llevo toda la vida dándole vueltas y nunca he acabado de asumirlo. Pero necesito compartirlo contigo. Tal vez no te acuerdes bien, pero sucedió la noche del 23 de junio de 1980. Era un niño.

—¿Estás bien? ¿Estás sano?

—Sí, mamá.

—¿Has comido?

—No tengo hambre.

—Entonces por eso estás mal. Debes comer. Si no comes bien, nunca tendrás buenas siestas.

—De acuerdo, mamá.

—Y… ¿tienes novia? Supongo que tienes una nueva chica guapa con la que te vas a casar. Me gustaría ser abuela y cuidar de tus hijos cuando te vayas, cuando lo necesites… Si quieres viajar, los dejas en casa, no hay problema, yo soy… yo seré una buena abuela. Claro que a lo mejor lo que vienes a decirme es que ya lo soy y que vas a tener a un niño. Háblame, dime cómo es esa mujer encantadora.

En ese instante vi cómo Francesco iluminaba alguna de las velas de un santo. Su propia respiración se las apagaba y las volvía a encender con paciencia.

—Mamá, quiero hablarte de algo que pasó hace treinta años.

Ella se volvió hacia mí.

—¡Treinta años! Eso es mucho tiempo.

—Mamá, no el suficiente para que lo haya olvidado. Era la víspera del día de San Juan, el 23 de junio de 1980. Pensaba que la vida tenía que cambiar.

—Pero, por Dios, todo ese tiempo. Mi querido Justo.

—Tu querido Justo lleva años con más recuerdos de los necesarios y no hay día que no me haya levantado pensando que quizá no estuvo bien.

Mamá me miró con aire extrañado.

—¿Y por qué ahora es necesario?

—No lo sé. Si te soy sincero, no lo sé. Pero algún día tenía que ser.

—Háblame de ese 23 de junio de…

—1980.

Cerró los ojos como si volviese a aquellos años de juventud.

—Eran las fiestas del pueblo, la víspera de la noche de San Juan. Las tías estaban listas para la procesión y la charanga ensayaba en nuestra puerta, había mucha música. Papá y tú estabais en la cocina, él fumaba y tú enfriabas la comida que habías preparado para esos días. La tía Visi se había encargado de poner plantas nuevas en la puerta y entre todas ellas habían encalado la fachada, la parte baja, esa que siempre tenía un color más fuerte. Liz andaba con unos zapatos nuevos para la fiesta y, recuerdo, le hacían daño porque era la primera vez que se los ponía. Se quejaba, quería haberlos estrenado antes para poder bailar en la verbena. Yo, en principio, tenía todo listo. Ya me había vestido con mi pantalón y mi camisa nueva para acompañar a papá hasta el ayuntamiento. Era el día de la llegada de la estrella, venía Ava Gardner a inaugurar el nuevo cine de verano. ¿Recuerdas el frontón del colegio? Pues por detrás habían pintado una pantalla y habían instalado muchas sillas, parecía un cine de verdad, el cine de verano. Ava, la gran estrella, tenía que ser recogida en la estación, el coche oficial lo conducía papá, que llevaba un traje de chófer con rayas en los pantalones…

—Ava Gardner, ¿la actriz?

—Sí. Tenía mucho éxito entre los hombres de la época y eso que el momento de esplendor había pasado para ella, pero la llegada de una estrella tan famosa en nuestro pueblo suponía el revuelo más grande del año, de la década. Papá andaba muy nervioso, él hablaba inglés, la celebridad era de origen irlandés, como él, y en el ayuntamiento habían ordenado que fuera el encargado de tratarla y traerla «como a una estrella». Liz subió enfadada a mi habitación, le dolían los pies y tenía rozaduras en los talones. Yo estaba allí, con mis cosas. Decía que no estaba guapa, que no le gustaba su vestido y que quería parecer una chica, no una niña, que esa noche todos los chicos iban a estar en la fiesta y que ya era hora de gustar. Empezó a pintarse con los coloretes que guardabas en la cómoda, le dije que iba demasiado pintada y que era una india en lugar de una mujer. No parecía una chica de quince años, créeme. Estaba nerviosa. Pero bueno, aquel día todos estábamos nerviosos. Yo… yo más. Me senté en suelo del balcón de mi cuarto para escuchar los músicos que se preparaban para la procesión, para los pasacalles, para la verbena de la noche. Justo entonces entraste en mi habitación. Me pillaste llorando.

Mamá me miró triste. Yo seguí contando:

—Era un día magnífico. Y nada lo iba a enturbiar. Nada. Pero te dije que los músicos estaban fumando y que me picaban los ojos. En ese momento papá subió rápidamente a la habitación y dejamos de hablar.

—¿Qué decía?

—Sobre todo que había que darse prisa, que ya estaba bien de dar vueltas.

—¿Y por qué?

—Por la estrella, por Ava. Estaba obsesionado. Una actriz que iba a subir a su coche nuevo del ayuntamiento, con la que iba a tener la oportunidad de hablar en inglés, iba a ser distinguido. Se sentía único.

Mamá hizo una ligera mueca y sentí que los recuerdos se colaban en el pasado.

—¿Qué es eso que llevas?

—He traído todas tus notas. Las he ido guardando desde que era niño.

—¿Mis notas? ¿Es mi letra?

En mi mano tenía todas las cartas usadas, releídas, gastadas por los años y por las veces que las había plegado y desplegado; todas juntas como una gavilla de lavanda.

—Me acompañan desde que tengo memoria y creo que han recorrido todo el mundo. Se vinieron conmigo a Buenos Aires, han estado en Nicaragua, en Mozambique, en Singapur, en Moscú, en Sídney… Siempre has venido conmigo. Tus notas. Tus textos. Tus sueños. ¿Lo ves? Aquí las tengo. Sabes mejor que nadie de mis inseguridades, de mis miedos… Son los mismos que cuando era pequeño. Pues quiero que sepas que cuando nadie creyó en mí, leía tus cartas y me convencía de que era un tipo fuerte que podía con todo y todo eso que siempre me has dicho. Tus «Todo irá bien». En los hoteles, esas noches en las que esperaba la hora perfecta para salir a hacer las fotos… ahí estaban tus cartas, como si estuvieran latiendo por si fallaba mi corazón. Y cuando no eran ellos, cuando era yo el que no creía en mí, volvía a releerte. Mira —dije mientras desplegaba uno de los papeles—. «Me gustaría ser más expresiva algunas veces, pero te quiero tanto que no lo sabrás nunca. Tu madre. Te Adora».

—¿Mis notas? —susurró mamá, mirando el manojo de papeles.

—Todas. Las tengo todas. Las he ido guardando. ¿Te acuerdas?

Entonces levantó la mirada a mis ojos vidriosos y me dijo:

—Tú sacabas buenas notas. Fuiste bueno y buen estudiante. ¿Te acuerdas tú?

—Claro, mamá. Claro que me acuerdo.

Me di cuenta de que no se acordaba de nada porque yo nunca había llegado más allá del notable y que todos esos papeles no eran más que papeles en blanco, en una memoria en blanco.

—Has viajado conmigo por todo el mundo. ¿Sabes que fui premiado por un reportaje de una misa de Harlem? Fue como fotografiar a las tías cuando se vestían de fiesta, lo publicaron en todos los medios. Pues fue tras leer una de tus cartas en Nueva York.

—Nueva York es bonito.

—Nueva York es precioso, pero sólo tiene edificios y gente solitaria.

—Y Roma, ¿cómo es Roma?

—Mamá…

Rompí a llorar. En ese momento en el que mi madre no era más que un mar sin barcos, extraña y lejana, sentí cómo me abrazaba Francesco por la espalda. «Tranquilo», me dijo. Y se sentó a su lado, hablándole con las manos entrelazadas.

—Teo, amor, Roma es preciosa. Roma es una ciudad que te va a encantar, la vamos a visitar cuando quieras. Ya verás cómo es la Fontana y cómo se come de bien. Está llena de restaurantes… ¿Te gusta la pizza? ¿Prefieres pasta? Pues esta noche vamos a Roma y cenamos en el mejor restaurante de la ciudad. Mira, amor, Roma es una ciudad en la que nunca hemos estado, verás que preciosidad.

Temblaba.

—¿Llegamos a Roma? ¿Podemos llegar? ¡Nos da tiempo! —dijo mamá, mirándole feliz.

—Al salir de la iglesia estaremos en Roma mi amor, será como magia. Verás. Sólo tienes que cerrar los ojos cuando yo te diga y he preparado una ciudad llena de luces de color amarillo y he pedido que cuelguen la luna más grande en el cielo para ti.

—¿Hay fuentes?

—¿Quieres que haya fuentes, Teo? Pues déjame que avise para que haya una nada más salir a la plaza.

Desde que le vi aquella tarde cuando llegó en aquel coche que frenó tras el camión de la mudanza tenía el mismo aire sereno y especial. Nunca había dejado de ser ese tipo de hombre insólito y excepcional. No había perdido ni un pelo aunque ya era gris plata, peinado como siempre, con los dedos. Un gesto que no había dejado de hacer para retirarse el flequillo con esas manos largas y duras, ya ajadas, que tienen los pianistas.

Levantó uno de esos dedos como si fuera a empezar a dirigir la orquesta y se acercó una muchacha que estaba en la puerta. «Dile a Riccardo que acerque el coche y vuelve para ayudarnos a subir a Teo, que pronto salimos», indicó en voz baja. Luego se dirigió a mí.

—¿Qué ocurre, Justo?

—No lo sé, Francesco. No lo sé.

—Has venido a ver a tu madre. Hoy es su setenta y cinco cumpleaños. Ella está feliz y todos estamos felices.

—¿Ella?

—Sí, ella. Lo que pasa es que no se acuerda, pero me acuerdo yo. Y eso me basta.

—Había olvidado lo buena persona que eres.

—Vamos, vamos… Déjate de ironías. Y no te culpabilices. La memoria se fue yendo, poco a poco. Lo único de lo que uno no es consciente al principio es que ya nunca vuelve después.

—Al mismo tiempo que yo estaba de viaje, ¿verdad?

—He dicho que no te culpabilices. ¿Crees que no has podido despedirte? ¡No está muerta! Está viva, está guapa, está aquí, ¡con nosotros, Justo! ¡Con nosotros! Y te lo digo en serio, me alegra que hayas venido al cumpleaños. Para ella es muy importante.

—Para ella… ¿Tú crees? ¿La has visto?

—La veo cada día y cada día le digo que la quiero. Y a veces me pregunta cómo me llamo, me dice que soy un señor muy elegante y que tiene miedo por si nos ve su marido. Pero yo le digo que es un amor secreto. Que sólo lo sabemos ella y yo.

—Un amor secreto.

—Es bastante parecido… Ella no sabe quién soy y para ella muchas mañanas soy un auténtico desconocido. Venga, Justo, atorméntate ahora por pensar que no has estado cuando empezó a perder los recuerdos… ¿De qué sirve? Es así, ya está. Los recuerdos los tenemos tú y yo. Muchas personas, con memoria, de esas que entran y salen a los bares, a las iglesias, a los bancos, han olvidado las cosas más importantes de su vida y es como si también tuvieran alzhéimer. Hay quien no recuerda quién le dio su primer beso, ni dónde, ni siquiera qué llevaba puesto aquella noche en la que llegó el amor. ¿Sabes que hay quien no recuerda por qué dejó de amar? Y peor, ¿por qué amó? Qué le conquistó. Ese olvido es el más terrible. Y se ponen a mirar fotos desordenadas y no les viene ni el olor de aquellos árboles, ni el sonido de la música que no quedó grabada en la foto… El olvido de esos que se han hecho ricos y no recuerdan cómo era subir en autobús, ni cuánto vale un café porque siempre los invitan… Ese es otro olvido. Y tú y yo no tenemos ese problema.

—Pero lo tiene mamá. No recuerda quién soy.

—¿Recuerdas quién es ella? ¿Tú recuerdas quién es ella?

—Mi madre.

No pude decir nada porque Francesco calló para que escuchara las dos palabras que acababa de escupir como un exabrupto. «Mi madre».

—Tu madre.

Miré la nota que todavía llevaba desplegada en la mano: «Me gustaría ser más expresiva algunas veces, pero te quiero tanto que no lo sabrás nunca. Tu madre. Te Adora».

Recuerdo perfectamente cuando mamá me dejó aquella nota en mi mesilla de noche. La dejó junto a un libro que me había regalado para mi cumpleaños, un libro que no envolvió; decía que los regalos no tienen que estar envueltos en papel porque la sorpresa crea falsas expectativas. Esa fila de palabras estaba en una hoja que había arrancado de una de mis libretas de dos rayas y estaban escritas con un rotulador verde. ¿Cómo conseguí acordarme? ¿Cómo había podido quedarse atrapado en mi memoria aquel recuerdo? ¿Cómo no era capaz ahora de recordar el libro en el que estaba? De hecho, lo hice, aparté la novela y me tumbé con la nota en mi cama porque leer algo que sonaba a su voz me parecía un regalo mayor. Era su letra con su emoción temblorosa en la firma y ese juego de palabras «Te Adora».

Sentí hervir en mí una especie de recuerdo: mamá quería que a toda costa fuera feliz y me vino a la mente el olor de las pisadas sobre la lavanda la tarde del 23 de junio, víspera de San Juan, mientras yo quise cumplir su deseo.

—¿Cómo empezó a olvidar todo?

—Primero los nombres. Un día me llamó Thomas.

—¡Thomas! Mi padre —exclamé sin pensarlo siquiera.

—Tu padre, sí. Al principio pensé que eran esos típicos errores que nos suceden a los que ya hemos tenido pareja y se nos complica la tarde porque viene de forma casual un viejo nombre. A mí me daba igual. Ni soy ni he sido celoso. Pero pasó, me llamó Thomas.

Le contemplé un instante y volví a preguntar:

—¿Pasó muchas veces?

—Pasó varias. Hice como que no me daba ni cuenta. Pero ahí estaba. Su nombre. Me fastidiaba que le viniera a la cabeza… pero si yo le daba importancia ella se ponía nerviosa, porque no se había dado ni cuenta y me repetía: «¿Qué he dicho? Dime, ¿qué he dicho?».

—Thomas —repetí.

—No creas que no me atormentó. Sucedió varias veces. Otro diría que demasiadas, pero no. Dejó de suceder y empezó a preguntar por la hora. «¿Qué hora es?», yo le contestaba, y al rato, como si no me hubiera escuchado, volvía: «¿Qué hora es?».

—Quizá deberías haberme llamado entonces —dije.

—¿Porque tu madre no recordaba la hora? Vamos, Justo, por favor. No he hecho montañas de pequeñas cosas y si no me dolió que nombrara a tu padre tampoco era de recibo llamarte para que vinieras a… ¿hacer qué? ¿Presenciar que se estaba evaporando su memoria? ¿Ver que mamá estaba repitiendo preguntas a pesar de recibir la respuesta? No.

—Podía haberme despedido…

—¡Justo, qué dices! Esto no es así. No sabes cómo ni cuándo va a evolucionar. Ni tampoco con qué velocidad. No es un viaje, no hay despedida. —Respiró y me cogió del brazo para echar a andar hacia la calle. Siguió—: Un día llegué a casa y estaba sentada en el rellano, me miró y me dijo: «No se abre la puerta, debo haberme equivocado de llaves, maldita sea». Yo pensé que era eso, que había salido de casa a comprar y que se había confundido. Pero no. Estaba enfadada, de un mal humor terrible, raro en ella, y con las llaves en la mano, cabreada. «¿Lo ves?, Voy a tener que tirar todo a la basura, llevo más de dos horas aquí esperando a que llegaras», me dijo. Lo había intentado y desistió cuando no había manera de abrir; en lugar de bajar a la calle o pedir una copia al portero, se había sentado en el escalón a esperar… Saqué mis llaves y la ayudé a levantarse del suelo, «Vamos, Teo, entra, un error lo tiene cualquiera, a mí se me olvidan las partituras día sí, día también». Cuando entramos colgué mi chaqueta, dejé el maletín de mis cosas en el recibidor y me di cuenta de que acababa de dejar sus llaves colgadas. Sus llaves —matizó mirándome fijamente—. Su llavero. Que no había error, que era ella la que no había acertado. No quise decirle nada para no alterarla, se había ido a la cocina a guardar todo en la nevera entre gritos de «Todo esto ya está perdido, todo esto es basura, lo voy a tener que tirar»; pero esa misma tarde, después de comer, pregunté a un amigo doctor y me dijo que era uno de los primeros síntomas del alzhéimer. No quería creerlo, no podía creerlo. Me negaba a perder a mi Fedora. Me pasé la tarde diciéndome que no podía ser, que con ella no, que conmigo, que me consumiera a mí el maldito alzhéimer. Pero no. La mujer más bella del mundo, mi mujer… tu madre había empezado a irse. Fue voraz, como si se la comieran. Olvidaba los nombres de las cosas, dónde las ponía, repetía preguntas: «¿Qué hemos comido?», «¿Quién ha llamado?»… Y así se fue evaporando.

—¿Fuiste al médico?

—Por supuesto. Y a cenar cada noche a un restaurante distinto. Y a decirle te quiero cada mañana. «Me lo repites mucho más que antes», me decía ella. «Es que te quiero cada día más, Teo, no lo olvides». Y ella sonreía. Quería taponar esa fuga de memoria con más vida, intentar paralizar la sangría del pasado con más futuro. Le proponía planes, más viajes, más conciertos… Y me decía: «Estás loco, nos vamos a quedar sin dinero». ¡Y a mí qué más me daba el dinero! No podía pagar su historia, la nuestra.

Francesco estaba llorando.

—El mañana sólo existe en nuestra cabeza —le dije para calmarlo.

—Y el ayer. Me di cuenta de eso, que ya no tenía mañana y que estaba perdiendo el ayer. ¿Imaginas? En ese momento decidí que yo tenía que ser todo eso. Si ella se evaporaba, yo no. Y mientras yo estuviera y recordara todo, ella también estaría y recordaría todo.

—Nos quedan las fotos.

Hubo un largo silencio. Qué paradójico. Pensé que tal vez por eso me he pasado la vida haciendo fotos. Las capturas de las felicidades ajenas han sido mi manera de parar el tiempo. Mientras mamá olvidaba, yo detenía el tiempo alrededor del mundo.

—Olvidamos. Olvidamos muchas cosas. Es terrible… Nos pasamos media vida viviendo y media vida olvidando. Media vida queriendo correr y la otra media intentando frenar. Qué absurdo. Qué prisas, ¿para qué? Ya hemos llegado aquí, ¿y qué? La meta no vale la pena.

—La meta no me gusta —dije.

—La meta es terrible. Yo me esfuerzo por andar despacio, evidentemente ya no soy aquel que corría sin asma, el que subía y bajaba las escaleras sin más ansiedad que contar los escalones de dos en dos, ahora… prefiero la calma. Voy despacio, intento dormir poco, desayunar tranquilo con Teo, no esperar el viernes porque los viernes llegan y se olvidan. Disfruto los lunes, los martes, los miércoles… Y leo en voz alta, para mí y para ella. Le gustaba París era una fiesta y se lo sigo leyendo como si fuera nuevo para ella. Ella ha olvidado que era su novela favorita, incluso que nos fuimos a vivir junto a Saint Germain durante unos años para hacer realidad su sueño. ¡Qué años! ¡Qué locura! Quiero conocer la casa de Gertrude Stein, quiero comer en Polidor, correr por el Louvre… Lo hicimos todo, incluso… Incluso amarnos una noche bajo la Torre a riesgo de ser vistos. —Suspiró mientras yo descubría con la boca abierta una vida desconocida. Él, como un anhelo que quedaba todavía atrapado en sus pensamientos, añadió—: Supongo que yo también he olvidado otras cosas, pero intento recordar por los dos…

Francesco relató cómo había vivido con mamá, qué le gustaba cenar, adónde iban, qué le daba risa, cuál era su fila favorita del cine, incluso su manía por abanicarse con ruido y pedir café con hielo y limón liando a los camareros romanos. Me habló de todos esos tiempos que han pasado de forma paralela a mi vida.

Mi vida a veces no ha sido mía.

—Y bien, ¿en qué trabajas actualmente, Justo?

—Tengo que volver a Londres… Quieren otro reportaje, otra visión de la ciudad, ¡como si la City no tuviera ya bastantes miradas!

—Siempre hay una nueva forma de mirar…

—Bueno, lo intento. Los fotógrafos de ciudades tenemos esa fortuna, la ciudad espera y se mueve lentamente. Es como el vals.

—¿Sigues en la revista?

—Me permiten lo que quiera y para mí eso es muy importante, libertad. Soy libre, hago lo que quiero y encima les gusta. Me apetece madrugar para sacar un amanecer entre dos callejuelas, madrugo. Me apetece quedarme en una terraza hasta que anochece para enfocar la silueta de dos enamorados, espero. A veces creo que me pagan por vivir.

—Y por esperar.

—Esperar, llevo toda la vida esperando.

—¿A qué?

—No sé, debe de haberse convertido en mi forma de vida. A decir verdad, no tengo ni idea.

—Eso es muy de tu madre. Nunca sabía lo que quería hasta que tenía el pálpito. Y ahí, supongo que como tú, ¡disparaba!

Flash. Prefiero la palabra flash. No me gusta disparar. Los fotógrafos somos pintores rápidos… aunque esperemos.

—Tanto móvil, tienes razón, ahora todos son fotógrafos. Mira Roma, está llena.

—Ese es el riesgo, por eso estoy buscando otra meta.

—¿La tienes muy avanzada?

—Voy por el principio.

Me callé y volví a hablar para corregirme mientras me encendía un cigarrillo.

—A decir verdad, no avanzo.

—¿Qué es lo que te preocupa, mi querido artista?

—Todavía no lo sé.

—Y… ¿cómo se llama la chica?

—No lo sé.

—O sea, no hay chica. No estás enamorado.

—Siempre estoy enamorado. No he dejado de estarlo.

—Eso parece interesante.

—Mi problema es que siempre he ido buscando el enamoramiento, sin más. Y después de las primeras citas… me he cansado.

—¡Flash!

—Supongo que podríamos llamarlo así.

—El amor existe. A veces está en la casa de al lado.

Tragué saliva, como si el mar de aquellas olas de entonces me atragantara los recuerdos.

—Supongo que sí. Pero no ha aparecido.

—O sí. Y no se ha dado cuenta. A veces hay que mirar bien. El cielo tiene las mismas estrellas y somos nosotros los que cambiamos de posición. Así que no me vengas con que la tierra es plana y que ya has visto a todas las chicas de este mundo…

—Han ido cambiando, como las estrellas.

—Y tú, sin moverte del sitio. Esperando disparar… —Arrugué la nariz, él continuó—: Bien, bien… Habíamos quedado en que no te gustaba disparar.

—Sí… He estado a punto de encontrar a la chica de mi vida varias veces, pero…

—¡Error! Si era la chica de tu vida, lo habrías notado. Cuando hay duda, siempre es no. Te lo digo como consejo musical. Cuando una nota no encaja… no encaja… No pruebes a poner un do donde va un la porque al final la música no suena.

Como un resorte salió de mi boca la pregunta:

—Y… —Temblé no sé por qué maldita y vieja razón al preguntar por ella—. ¿Sofía? ¿Qué tal?

—¿Sofía? Sofía no para, ya sabes. Hace lo que quiere, vive a su ritmo, en su mundo… Imagínate qué vida —dijo con gesto de admiración—. Deberíais recuperar la camaradería que teníais entonces… Me extraña que nunca hayáis quedado después de todo lo que vivimos, sois familia…

—Nos vemos poco. La última vez, como siempre, nos cruzamos en un aeropuerto. Parece que sea nuestro lugar de encuentro. Curioso, ¿no? Cuando yo vuelo, ella aterriza. Cuando yo llego, ella…

—Vuela. ¿Verdad? Es su estado. Dice que es la música de la libertad… Como si la música ya no fuera libertad en sí misma. Normal que dejara la dirección y se hiciera pianista de jazz. ¡¿En qué estaría pensando yo?! Le gusta, le apasiona. Yo insistiendo en Chopin, en Beethoven, en Vivaldi… en todos los maestros y ella escuchando a escondidas a Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan… Jazz, Sofía es jazz. Yo señalando con la mano hacia un lado del cielo y ella, ya ves, miraba hacia otro. No me di cuenta. O sí… y no quise. Mira por dónde, ahora soy yo el que también escucha ese tipo de música. —Hizo una pausa para buscar un nombre mientras se levantaba el flequillo blanco—. ¿Has escuchado a Norma Winstone? ¡Qué mujer más extraordinaria, y qué hermosas son sus canciones! Deberías. —Asentí—. Entonces me di cuenta de que lo que podía hacer es dejar que Sofía volara.

—Volar, ella siempre hablaba de volar —dije, recordando el acantilado y aquella vez que bajó con su bañador blanco casi transparente.

—Ay, mi pequeña Sofía… Ha salido a su madre. Es la mujer más impredecible del mundo y eso es incompatible con la música, digamos, incompatible con la música seria que yo quería. No tiene horas, no tiene lugar, ni tiempo, ni… es ella, Sofía. El año pasado estuvo en San Sebastián, en el Kursaal, junto con Diana Krall. Ambas pusieron el recinto a reventar, qué locura. Aunque ella es una pesadilla para los organizadores. Se perdió por la ciudad, apareció justo para subir al escenario, mojada de la lluvia, con su traje negro empapado de agua y el pelo sobre la cara…

Pude sentir lo mismo que cuando la vi salir del agua. El tiempo. Qué paradójico y qué terrible es el tiempo. Entonces éramos dos adolescentes, ella algo mayor, con ambiciones distintas y con el destino ya marcado en alguna de esas estrellas que señalaba Francesco Bertone por las noches. ¿Somos, si somos persistentes, lo que soñamos?

—Y claro —siguió—, da recitales en los lugares más insospechados del mundo, donde, según ella —matizó Francesco—, encuentra magia, feeling, dice. Riesgo e inconsciencia… Todos lo hemos hecho, ¿no es verdad? Al final, va en los genes. Y lo que no viene en los genes va en las ganas de ser.

Paré para encender mi cigarrillo apagado. No sé por qué, me quedé pensando en los telares coloreados del abuelo. Fue él el que siguió hablando.

—Lleva un tiempo viviendo en Londres, con su niño y su gato.

—Su niño y su gato —repetí mecánicamente.

—Imagina.

No quise imaginar. La última vez me enseñó una foto de carné del pequeño y fue como verla a ella de nuevo, pero con pelo corto.

—El gato ese loco que tiene se pone en el piano, maúlla a veces. Otras calla. ¿No los has visto? —Negué con la cabeza—. No di crédito la primera vez que asistí a uno de sus conciertos, de sus recitales improvisados. Ella, el público y el gato. Era todo tan… Parece una de las protagonistas de Georges Méliès. Acelerada y recién salida de un truco de magia. ¿Has visto alguna de esas películas en blanco y negro? ¿Esas que aparecen y desaparecen con efectos de humo y fuegos artificiales?

Pensé en La invención de Hugo y en el invernadero del realizador abarrotado de máscaras, disfraces y monstruos marinos. Había visto la película en Londres y también aparecían dos niños como protagonistas.

—Pues ella es así.

—¿Sigue tocando las Gymnopédies? —pregunté para no saber nada de la primera respuesta, del niño al que acababa de mencionar.

—¿Lo recuerdas?

—Sí, eran pocas notas… Erik Satie.