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ROMA, A LA SALIDA DE LA IGLESIA

Riccardo hizo un gesto con la mano avisando de que todo estaba listo y Francesco se acercó a mamá. «Vamos, mi adorada Fedora, ya tengo preparada la fuente».

Observé la felicidad de mamá al sentir la cálida voz de su amor hablarle al oído. No era más que una mujer mayor, sin memoria, frágil, arrugada y bella, una muñeca en manos de su director de orquesta. Temblaba. Al caminar juntos entendí que bastaba con que uno conservara la memoria en su corazón para que el recuerdo existiera.

—¿Está la fuente? —preguntó mamá.

—Está la fuente y hay mucha gente emocionada que ha venido a verla, pero es sólo tuya… porque tú la has pedido. Pero déjalos que se diviertan, no saben que es para ti.

Mamá caminaba como a tientas —la iglesia estaba bastante oscura a esas horas— hacia la puerta, emocionada. Yo todavía andaba con mi gavilla de cartas en las manos, con la primera desplegada, y sin encontrar el momento para empezar a explicarle lo que yo había venido a contar y deshacer un nudo de treinta años atrás. Dejé que caminaran hacia la salida y me retrasé un minuto, yendo a la estatua de san Antonio, famoso en Roma por tener sus manos llenas de los deseos de los peregrinos y fieles. Allí estaba, iluminado por cirios muy finos. Arrugué la carta de mamá y la dejé mezclada entre las demás notas que se amontonaban de forma desordenada. Ni me di cuenta de que una joven estaba también depositando algún papel en las manos del santo.

Si por alguna razón del destino mamá había querido que nos viéramos en aquella iglesia, no era casual.

Tras dejar mi papel entre cientos de papeles anónimos, volví la mirada al altar: la Madre y el Hijo.

A la salida, en línea recta, la mía, caminando lenta. Aceleré el paso y me abracé a ella para que, si en algún pequeño resquicio de memoria se podía colar el recuerdo de aquellas noches felices en las que me dejaba sus cartas, lo sintiera con mi abrazo.

Francesco me tendió la mano de mamá para que no perdiera el equilibrio y salió a la calle con Riccardo para preparar el coche en el que marchábamos hacia la cena de cumpleaños. El señor Bertone tenía mucha amistad con los dueños del restaurante Mario, próximo a la plaza de España, en la Via della Vite, donde cenaban todas las semanas desde que vivían en Roma, y había reservado la mesa de siempre.

Salieron. En ese momento, mamá, instintivamente, se cogió más fuerte de mi brazo.

—¿No te acuerdas? —le dije.

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Es normal, yo era muy pequeño. Lo hacía muchas veces en las ventanas. A ti te hacía gracia. Siempre lo estaba dibujando. En esa época tú me veías crecer…

Eché vapor en el cristal de la puerta de la izquierda de la iglesia, por donde había entrado aquella tarde, y cuando fui a levantar la mano sucedió algo que no habría imaginado…

Mamá dibujó un corazón.

—Justo… —murmuró.

No respondí.

—¿Por qué lloras?

Me sonrió y me dio un beso.

Allí estábamos, los dos, ese 14 de febrero, dos trozos de familia rota, inmóviles, desconocidos y tan conocidos, mirándonos, sin saber qué parte de grieta se había abierto para que ella mecánicamente hubiera levantado la mano para acabar lo que yo había empezado a dibujar como tantas veces. El corazón iba desvaneciéndose mientras veía cómo el verde de sus ojos también había ido convirtiéndose en gris, pero pensé que jamás un corazón había estado tan firme, tanto tiempo, en el cristal.

—Has crecido mucho.

—He comido bien, mamá.

—¿Lo ves? Los hijos deben crecer y comer bien. La vida es larga y no sabes qué puede pasar.

—Guardo la foto —le dije, enseñándole de nuevo la fotografía que traía entre el libro. Arrugó los ojos como si se acordara de todo. Estaba rígido, como un pan a punto de ser rallado.

—Era verano… —dijo—. Esto fue después de…

—De eso quería hablarte, mamá.

22 de junio de 1980. La víspera.

Aquella tarde anterior a todo, la tía Visi estaba bailando con la música que se había grabado en su radiocasete. Jugaba con las columnas del patio como si danzara con ellas, estaba feliz de vivir. Desde mi habitación, que daba a la calle y también al patio, se escuchaba su voz y la de Miguel Bosé. Me asomé a verla.

—¡Justo! —gritó ella—. ¡Baja a bailar conmigo! ¡Acompáñame! «Con la paz de las montañas te amaré, con locura y equilibrio te amaré, con la rabia de mis años, como me enseñaste a ser, con un grito en carne viva te amaré…».

Sonreímos y bajé con ella.

El 23 de junio, por la noche, se celebraba la hoguera de San Juan. El evento tenía lugar en la plaza del ayuntamiento, lo suficientemente apartado de la fachada y del escenario de la verbena. Durante varios días las peñas del pueblo eran las encargadas de ambas cosas y las madres de ayudar con la intendencia de bocadillos y bebidas. Mis tías, a pesar de no ser madres, pero por tener alma de ello, ayudaban yendo y viniendo, para eso habían ido a la peluquería y se vestían con las novedades del armario.

Visi tenía claro que había que vivir. Había venido a la vida de invitada especial y si nadie se había fijado en ella era seguramente porque ya era ella lo suficientemente vital consigo misma. ¿Quién va a la playa y no ve el mar? Pues a ella le pasaba eso, nadie había conseguido ver en ella la alegría que desprendía, que regalaba. Y se quedaban con su locura de vivir impetuosa y tarambana.

—Habrá que ensayar para mañana, Justo.

—Pero yo contigo no me voy a poner a bailar.

—Pues no bailes, tú te lo pierdes… Que no hace falta bailar agarrao. Hay que bailar. Los médicos dicen que es bueno.

—¿Qué médicos?

—Los de las revistas.

—¿De veras?

—Un día verás, lo recomendarán en las consultas.

—¡Ja! ¡Estoy seguro!

—Créeme, créeme… Soy una visionaria.

La tía Visi me abrazó con fuerza e intentó que bailara «Te amaré, te amaré como no está permitido…».

—Y como visionaria, ¿qué ves?

—Que nos lo tenemos que pasar bien.

—¡Oh, vaya, por favor! Me encanta, claro, son fiestas. Pero… —dudé al hablar—, ¿ves algo más?

—No lo sé. ¿Debería ver algo más? —preguntó ella.

La tía Visi me tendió la mano sonriente para seguir con la música y se echó a reír. Pero noté que se había quedado pensando porque yo salí hacia el salón para evitarla.

—¿Va todo bien, Justo?

—Sí, sí. Es que estaba con la…

—¡La música de tu tía, no para! Su sitio es el manicomio, no esta casa.

Al oír aquellas palabras me enfadé:

—La tía no está loca, la tía es feliz.

—Tu tía es una soltera que vive amargada, como las otras, como todas, como tu madre.

Así hizo acto de presencia papá aquella tarde. Por miedo y amor callé y salí de allí. «Voy a mi habitación». Nada más salir me arrepentí de mi decisión: me tenía que haber quedado a defender la felicidad, pero me pasó lo que me sucedería muchas veces a lo largo de mi vida, que el miedo, en lugar de paralizarme, me hacía huir. Cerré la puerta. Aquel pensamiento me daba náuseas. Me encerré en la cocina para beber agua fría de la nevera de la misma botella, algo que tenía prohibido, hasta agotarla. Pero romper las normas sólo supe hacerlo a escondidas. Miedo. Ese miedo que alguien te instala en el cuerpo y se queda pegado a los huesos como en las noches de frío.

Deseé matarlo. Y deseé morir.

Mientras apuraba la botella de agua, mamá entró en la cocina, me contó que había hecho un flan y que si le ayudaba a volcarlo en un plato. Sabía que me gustaba el flan y sabía que adoraba aún más rascar el azúcar que se quedaba pegado a la flanera.

—Cuidado al rascar, no te hagas daño con el cuchillo. Coge mejor un tenedor.

Yo quise seguir sacando azúcar como si estuviera extirpando la rabia del fondo con el cuchillo empuñado en mi mano. La fuerza desordenada, desenfocada, irreflexiva.

—Justo, cuidado, toma esta cuchara.

—No.

—¡Justo, cuidado!

Me corté.

—Te estaba avisando. ¡Justo, te lo estaba diciendo! Ven aquí. Ven al grifo. A ver, pon la mano. Va… ¡Ay, Justo…! Es que no hay manera, es que no me haces caso… No saques la mano del agua, espera que voy a por tiritas. ¿Sigue sangrando? Te lo estaba diciendo, te lo estaba diciendo… Ahora te has cortado.

—¿Qué ha pasado? —Entró tía Visitación.

—Nada, que le he dicho que no usara el cuchillo para arrancar el azúcar y no me ha hecho caso.

—Y te has cortado.

—Sí.

—Dame la mano.

La tía me apretó fuerte el dedo y me miró en lo más profundo de mis ojos, buscando el pozo de rabia.

—¿Con qué ha sido?

—Con el cuchillo —le dije.

—Con el cuchillo —repitió mamá.

—Me lo llevo al ambulatorio.

—No hará falta, esto para de sangrar —dije yo para no ir.

—Claro que parará de sangrar, no te vas a morir, es para que te pinchen la inyección del tétano.

—A ver, que lo vea —dijo mamá, destapando una tirita.

—Mira. —Le enseñé el dedo.

—Te has cortado bien —añadió la Visi para preocuparme—. Lo mismo te tienen que dar puntos. Me lo llevo. Ponle la tirita.

Miré a los ojos de mamá y, preocupada, me agarró la cara para darme un beso y cuchichearme un «Te quiero».

—Lo sé, mamá. Perdón, te pido perdón.

Mamá estaba visiblemente pálida.

—¡Por Dios, Teo! No dramatices, querida. Que no se va a morir. ¡Vamos!

Cogió el bolso y nos fuimos caminando al ambulatorio que estaba a sólo dos calles. Aquello parecía ser el anticipo de lo que iba a pasar pocas horas después.

Nunca había oído a la tía Visi hablar en ese tono tan grave y seco a mamá.

Era mi tía. Pero también era la hermana mayor.

Me pusieron mucha agua oxigenada, salía espuma como en la orilla del mar, luego mucha mercromina, una venda que abultaba más que mi dedo y me dieron un vaso de agua para calmar las lágrimas, porque desde que llegué al centro sentí que me tendrían que coser.

Mis sueños infantiles por aquel entonces eran tener un brazo escayolado para que me escribieran mis compañeros de clase palabras y dibujos obscenos, pero no me que cosieran la carne.

Paramos en la farmacia.

—Dame una caja de optalidones.

—¿Otra? Pero si te llevaste la semana pasada, Visitación.

—Mujer, entre unas cosas y otras… Somos muchas hermanas y quien más, quien menos, acaba echando mano del frasco.

—Voy para dentro, espera.

—¿Son para mí? —pregunté a la tía.

—No, hijo, son para la tía y para tu madre, si hace falta. Los optalidones no son para niños. Son para penas de mujer.

«Penas de mujer», dijo, lo recuerdo hoy a pesar de los años, y bajé la vista.

Oí el ruido de cajones, cómo la farmacéutica los abría y cerraba para traer una de las cajas hasta el mostrador.

—Toma, llévate dos. Pero ve con cuidado.

—Tere, la que no va con cuidado es la vida, que nos golpea.

Esa era mi tía.

—¡Ay! Pero a la vida no le podemos dar optalidones, así que ve con cuidado que el otro día la hija de Amable se quedó dormida. Vamos, llegaron a comer su marido y sus hijos del colegio y ella estaba sentadica en el sofá. Dormida como un lirón.

—Se tomaría alguno más. La pobre está muy mal. No me extraña…

—Venga, toma.

Me miró a mí.

—Y tú, pequeño Justo, ¿qué ha sido? ¿Un corte?

Asentí.

—Nada, que se ha puesto a arrancar el azúcar quemado del flan con un cuchillo, así, sin miedo. Que es muy valiente, ¿verdad?

Ella me sonrió por primera vez.

—¡Pero cómo haces eso! ¡Muchacho!

Me encogí de hombros.

Apenas volvimos, mi primera preocupación fue ir a ver a mamá. La tía, antes de entrar corriendo, me dijo:

—Tu madre.

—Sí, mi madre —respondí.

—Que la cuides.

No era la tía que yo conocía, estaba seria y parecía que buscaba la manera de no llorar.

—Repito, Justo, que la cuides, que eres el hombre de la casa.

—¿Y papá?

—¿Me has oído bien?

—Sí, tía.

—Dame la mano. A ver cómo llevas la venda. No te duele.

—Un poco.

—No, he dicho que no te duele. Que a tu madre la alarmas.

—Vale, no me duele.

—Muy bien. Y recuerda… Tu madre es mi hermana, pero es tu madre. Y aunque seamos muchos, a veces está muy sola. Que la cuides. Que la cuides siempre.

Y de pronto, allí.

En casa.

Me descalcé y pasé corriendo a la cocina. Mamá estaba en ese momento poniendo el tapón de la olla para que empezara a soltar vapor de la presión. Qué paradoja.

¡Shhhhhhhh!

Yo ya sólo pensaba en las palabras de la tía Visitación cuando el pitido ensordecedor llenó la cocina.

—¡Mamá, estoy curado!

—¿Qué te han hecho?

—¡Apenas nada, vendarme y ponerme espuma oxigenada! ¡Mira!

Mostré mi dedo.

El pitido empezó a bajar la presión porque mamá puso la olla bajo el agua fría del grifo.

—Ve a la mesa —me dijo.

¿Qué vi? Un plato de porcelana con todos los cristalitos de azúcar que había quitado cuidadosamente de la flanera puestos para mí. Cogí uno. Me encantaban.

Para encontrar el sabor dulce de las cosas tendría que cortarme muchas veces en la vida. No lo sospeché entonces. Porque los pensamientos no tienen fecha. Se esfuman y un día reaparecen. Yo no lo sabía entonces. Tampoco puedo decir que lo sepa con certeza hoy, a mis cuarenta y tantos años. Yo, el hijo del irlandés, me he pasado la vida viajando, fugándome de mí mismo, buscando ciudades como esos marineros que aparecían en mis tebeos del Corto Maltés. Puertos. Como si en los puertos fuera a tropezarme conmigo mismo. Faros. Como si fueran a iluminarme de los escollos. He sido hijo ilegítimo de tierra y de corazón. Porque con las ciudades, como en el amor, cuando ya había visitado todo, cuando ya conocía los rincones de la piel de las fachadas, los codos de las esquinas, el perfume de las aceras… volvía a huir en busca de otro puerto. Otro nombre de mujer. De ciudad. Nunca he tenido hueco.

Pero vayamos a los hechos.

Aquella tarde fue una de las más aciagas de mi vida.

Ese día había estado en el ambulatorio, me había cortado en un dedo, habíamos comprado optalidones para las penas de mujer y tenía una misión para la eternidad: mamá.

Creo que decidí subir a mi habitación para ordenar mis cromos…

—¿Y hasta cuándo va a durar esto?

Hubo un silencio.

La voz tirana era de papá.

—¡No lo sé!

Mamá contestaba también con la voz fuerte.

De pronto es como si el techo de mi habitación se me cayera encima. Hubo un golpe seco.

Mamá empezó a sollozar de pronto. Y yo empecé a ahogarme en la habitación. Abrí la puerta y bajé con cuidado hasta el salón, me oculté tras la puerta de cristales geométricos y los vi multiplicados mil veces. Como también se multiplicaba el dolor. Mamá se tapó la cara con las manos y mi padre tenía el brazo todavía en el aire.

—No me hables así.

—Te hablo como me da la gana.

—Tom, por favor, no grites. Los niños. Los niños nos van a oír.

—Me da igual que nos oigan tus hijos.

—Por favor…

El corazón se me salía del pecho. El de verdad. Me temblaban los labios y tenía ganas de romper el cristal, de hacer un ruido y que notaran mi presencia. Pero me quedé acurrucado en el suelo, como un perro que espera miedoso.

—Mañana es fiesta. Mañana hablamos…

—¡Hablamos ahora! Aquí el que manda soy yo. ¡Yo!

—Lo sé, Tom, si nadie ha dicho lo contrario. Tú eres el padre de familia. Por favor, baja la voz.

—¡Bajo la voz si me da la gana! ¡Tú no tienes que darme órdenes! ¿Sabes? ¿Quién te has creído que eres?

—¿Va todo bien? —preguntó la tía Isolina, que abría la puerta en ese momento.

—Sí, Iso, ahora salgo —dijo mamá.

—¡Salga usted! —gritó papá.

—Perdón, sólo venía a preguntar a Teo…

—¡Que salga!

El portazo que se oyó en toda la casa dejó un sonido a muerte. Era el vacío. Temblé. Prefería escuchar los gritos. En ese momento nada se oía. Es como si todo se hubiera sumergido bajo el agua. Ahogándonos.

Mamá estaba pálida.

Papá enfurecido, sanguíneo, como cuando estaba borracho.

El silencio.

La familia.

Los cristales geométricos.

Mil veces papá, mil veces mamá. Repetidos. El caleidoscopio del mal. Ella seguía cubriéndose media cara con la mano, se notaba el dolor desde el otro lado de la puerta. Agazapado, presenciando el suplicio de rodillas, estaba yo. Un niño de doce años en 1980 que tenía nueve tías, una bicicleta, una hermana y un padre que hacía el invierno cuando quería. Me mordí el labio y sangré al mismo tiempo que la mano de mamá se iba tiñendo de sangre que bajaba goteando por su brazo hasta el codo.

En el suelo, las gotas.

En mi boca, el sabor.

—Toma —dijo papá, sacando el pañuelo de letras bordadas de su bolsillo—. Sécate.

—Gracias.

Mamá se tapó la ceja partida que abochornaba al amor que en algún momento hubiera existido en aquellas cuatro paredes. Callada, como yo, apretó fuerte para que dejara de sangrar la herida. «Necesitarás puntos, di que te has caído».

Me quedé pálido.

«Di que te has caído».

—No te preocupes… Voy a la cocina a curarme. Seguro que no es nada, seguro que para enseguida. Me pongo una tirita y mercromina, y ya está. No es la primera vez.

—¿Qué has dicho?

—Nada.

—¿Has dicho que no es la primera vez?

Temblaba como al principio.

—He dicho que no es la primera vez que me caigo. Que me hago una herida.

—Y no será la última.

El poder de la memoria ha hecho que olvide que en ese momento las lágrimas se mezclaron con su sangre. El poder del miedo me mantuvo callado como un soldado miedica tras el cristal. El poder de papá no era la fuerza, ni siquiera aquella herida que manchaba el suelo gota a gota. El poder de papá era el silencio. La casa estaba en silencio. Bajo el agua. Ahogados. Por eso nunca superé el miedo a bucear. Por eso crecí así. Pero la culpa no es suya, la culpa es mía.

Ahogados.

«Y no será la última».

Deduje que todas aquellas heridas que otros días había ayudado a curarse a mamá habían sido fruto del mismo invierno. Las quemaduras, los cortes, los moratones… Y las tías diciendo: «Tu madre, que siempre va con tantas prisas que siempre le pasa algo».

Era media tarde del 22 de junio de 1980. Cuando mamá se giró hacia la puerta y sentí que podía percatarse de mi presencia, y lo que es peor, que papá podía darse cuenta también, subí huyendo las escaleras hasta mi habitación. Cuando oí la puerta abrirse y cerrarse volví a bajar como si no pasara nada.

—Hola, mamá.

En un primer momento se giró hacia la alacena.

—Hola, Justo. ¿Qué quieres?

—Nada, que tenía hambre.

—¿No has merendado?

—No, no me acordé. Salí con la bicicleta. Están preparando las calles con yerbas para la procesión de mañana. Ha pasado un tractor echando el manto por el suelo.

Mamá seguía callada. Intentaba curarse de espaldas.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—Nada, que me he dado con la puerta. Estaba buscando los botes vacíos de la conserva para rellenar con los embutidos.

—¿Te ayudo?

—Ya sé dónde están, no hace falta, sal a la calle si quieres con la bici.

—Digo con la herida. ¿Te ayudo?

Al girarse hacia mí comprobé que estaba llorando por un ojo, porque el otro seguía cubierto con el pañuelo bordado de papá. Era casi rojo ya.

—Abrázame, que mamá es una tonta que se va dando con todos los sitios…

La memoria es mala. El pasado se evapora. Pero recuerdo perfectamente que aquella tarde me abracé a mamá como si quisiera cicatrizar su herida y la mía. Hundido en su pecho sentí el olor a talco y a lavanda.

Esa maldita mentira y ese miedo se curaban cuando nos abrazábamos así.

Pasó un largo rato.

Minutos.

Amor.

—Esta es la razón por la que te quiero tanto… —dijo, secándose las lágrimas—. ¿Lo ves? He dejado de sangrar. Qué boba soy. No va a volver a pasar.

—No va a volver a pasar.

Esto último lo dije yo. Y lo dije de verdad.

Cuando oí a la Visi cantar de nuevo por las escaleras que llevaban al patio me sentí bien y pensé que la vida tenía que ser así, fácil y liviana, y no esa incertidumbre honda y gris en la que papá había convertido la casa.

23 de junio de 1980. El plan.

El sonido de la fiesta era evidente. Y el dolor de la tarde anterior martilleaba mi cabeza. ¿Era por él? ¿Era por mamá? ¿Era por mí, por no haber sido capaz de parar otra vez otra de las sacudidas?

No contaré aquí detalles escabrosos, porque lo maravilloso de la memoria es que va borrando las partes menos gratificantes de la vida. Qué pena que para ser feliz haya que olvidar. Pero qué necesario.

Dejaré en los renglones todo lo que no quiero recordar. Pero pasó.

Ahora me veo peinándome esa mañana de junio en el baño que compartíamos Liz y yo. Había cerrado la puerta con pestillo, no por pudor, sino para evitar que alguien me leyera la mente mientras me reflejaba en el espejo todo lo que tenía preparado para cambiar el rumbo de la familia. Mi plan. Además, era la noche de San Juan. No se me ocurría deseo mejor para el día más esperado del año. Lo dije antes, al principio, tal vez no lo recuerdas: yo había elegido esa noche para convertir a mi familia en una familia feliz. Aquella noche todos pedían deseos; en cambio, yo los hice realidad.

Todavía era por la mañana. Sería alrededor de mediodía.

* * *

Hace un hermoso día. Un día de junio. Uno de esos que en la tele dicen despejado. Parecido al del amanecer de hoy en Roma. En el baño de mi casa de pueblo el vapor de la ducha inunda todo de vaho, pero no tengo fuerza para hacer un corazón como es mi costumbre. En el baño de la habitación del hotel, esta mañana, he sentido ver a aquel niño que hizo realidad sus deseos de la manera más terrible. Tengo miedo. ¿Cómo lo hago? ¿Qué pasa si fallo? ¿Cómo es posible que tenga que ser yo? ¿Y si no hago nada? Hacía meses que era consciente de lo que estaba pasando en casa. Tenía la impresión de estar haciendo el doble de daño a mamá si seguía callado. Cuanto más lo pensaba, más vueltas le daba a mi plan. Quizá hasta llegaría el día en el que me haría insensible al dolor y dejaría de sentir compasión. ¿Era yo quien tenía que mover ficha? ¿Había preparado bien todo? Y si no era el día más oportuno… Si fallaba… Si alguien se daba cuenta… La caja forrada con mis fotos de vaqueros estaba lista. ¿Y yo? ¿Lo estaba?

Aun así, me siento decidido. En mi interior ya no soy un niño de doce años. El dolor de mamá me hace crecer como si bajara en bicicleta desde la carretera del acantilado.

* * *

—¿Sales ya? ¿Piensas estar toda la mañana metido en el baño? Yo también me tengo que arreglar.

—Vete al de las tías —contesto desde dentro como si me sintiera descubierto.

—¡No! Este es mi baño también. En el de las tías huele a laca y no se puede ni respirar. Déjame pasar.

—Acabo ya. Me queda poco.

Liz se dio cuenta de que algo no iba bien aquella mañana. Su tono de voz en lugar de crecer había ido descendiendo, como cuando quería convencerme de algo.

—Justo, ¿estás bien? —preguntó repetidas veces desde el otro lado de la puerta.

Me callé. La mentira era más ruidosa que el silencio. Sabía que estaba pegada a la manivela para poder escuchar algo que le oliera a sospechoso. Lo hacíamos los dos. Podía notar la respiración en la madera.

—Tengo que arreglarme… Tengo que peinarme… Me aprietan los zapatos.

—Yo también.

—¡Justo! ¡Va!

—Ahora no puedo.

Me miro aterrorizado en el espejo. Pero estoy seguro. En ese encierro lo único que necesitaba era aire y empiezo a angustiarme con los pensamientos. Levanto la cabeza hacia el ventanuco que da al patio. Sólo veo pasar pájaros espantados por la música de la calle. Retiro con la toalla el polvo de los optalidones que ha quedado en la repisa del baño y con la colonia perfumo cada rincón, como si allí dentro empezara a oler a muerte.

Decido descorrer el pestillo… Liz oye cómo el metal se abre y habla de nuevo con tono de hermana mayor.

—Ya era hora. O te crees que eres el dueño… ¡Tengo que arreglarme!

Antes de que ella ponga un pie en el interior, me giro y hago un corazón en el espejo. A ella no le extraña.

—¡Justo!

—¿Qué?

—Estás raro.

—¿Y tú qué sabes?

Sin mirarme, me responde tranquila, como si quisiera intimidarme con su observación:

—Nunca dejas los corazones abiertos.

Trago saliva. Pienso que es cierto y tiemblo.

—No, pero… ¡Ciérralo tú! —grito cuando ella me devuelve la mirada.

En aquel momento hui corriendo por el pasillo hacia las habitaciones de las tías con la mano apretando el bolsillo. En la calle se oía la megafonía: «Ava Gardner visita nuestro pueblo».

Me asomé desde uno de los balcones del salón que separaba las habitaciones de las tías como si fueran puertas de Alicia en el País de las Maravillas para ver el coche que pasaba con las fotos pegadas en la parte trasera y el bedel gritando por el altavoz con ese sonido eléctrico: «Hoy, noche de San Juan, estreno del cinema de verano. Esta noche la actriz Ava Gardner visita nuestro pueeeeeblo». Llevaba el codo apoyado en la ventanilla de la puerta como si fuera la barra de un bar. El ruido es necesario hoy, pienso.

El saloncito fue llenándose de mujeres: las de mi familia. Lo noté sin que hiciera falta que me diera la vuelta, atento como estaba al anuncio estridente del coche del ayuntamiento: el sonido de los tacones y la mezcla de perfumes, laca y talco llenó la estancia.

—Justo, ¿puedes deshacerme el nudo de la cadena? Se ha vuelto a quedar hecha un sambenito.

—Un Cristo, dirá —repuso Filomena a su hermana Isolina.

—Hecha un Cristo, vale. Qué quisquillosa es usted también. Igual que la otra.

—Puntillosa.

—Susceptible también.

—Y seca.

—¡Paren! —soltó Maravillas—. ¡Paren ya!

—Los nudos y los hijos para quien los hace.

La tía Visi meneó la cabeza.

—Usted, como el aceite: arriba.

Me detengo en esto porque la bulla de la megafonía, los collares y el golpeteo de los tacones mitigó mi nerviosismo. Atormentado como estaba, cualquier cosa en esa serpiente de familia ya no llamaba ya la atención. Y mucho menos yo.

—Justo, tú tienes los dedos más finos, ayuda a la tía con el nudo de su cadena.

—Toma.

La cogí y se me deslizó hasta el suelo. Temblaba.

—¡Cuidao! Que es la que me regaló padre.

—Nos regaló una igual a las nueve —dijo Esperanza—. No se haga la protagonista con el pequeño Justo.

Luego se digirió a mí en plan misericordiosa.

—Mira a ver si lo deshaces, que con las prisas se han quedado los eslabones apretados y no hay manera…

—Lo intento.

—Pero bueno, no tiene sentido. Tenemos un montón de cosas que hacer, Justo se tiene también que arreglar —dijo la Visi inflexible hacia su hermana—. ¿Por qué no coge otra cadena? Póngase la medalla en una mía. ¿Qué más dará? Deje el nudo para otro día.

—Qué manías —subrayó Montaña—. Haga caso a la Visi, Isolina.

—¿El qué? ¿El qué? ¡Mátenme a gritos! Ahora voy a parecer una maniática porque se me ocurre pedirle al chiquillo que me ayude con la cadenita. Me ponen mala.

—Se lo he pedido yo, tranquilas —frenó mi madre, recogiendo la cadena del suelo, donde seguía por culpa de mis nervios y el mareo.

—No hagan más gordo lo que no es nada —dijo la Visi, calmando la situación absurda.

Cogí la cadena de las manos de mi madre y se derritió el lazo como si el destino quisiera anunciarme que todos los problemas iban a evaporarse en mis manos con sólo cogerlos.

—Toma —se la devolví a Isolina.

—Este crío va a llegar lejos.

—Y nosotras con él —apostillo la Visi, que tiró de mi brazo para salvarme de aquel berenjenal en el que se había transformado la cadena de hermanas.

—Ha sonado el teléfono, pero no era nadie —dijo Isolina.

—¿Cómo que no era nadie?

—Pues eso, que cuando lo he cogido se ha cortado. Ha pasado dos veces.

—Se habrán equivocado —soltó la tía Visitación.

—A ver si son anónimos o cosas de esas.

—Vamos, no diga tonterías —recalcó la tía—. ¿Ha sido ahora?

—Sí, ahora mismo. Acaban de llamar y me han colgado al decir «dígame».

Visitación salió hacia el teléfono. Allí, en una butaca tapizada de verde, acababa de dejarse caer María Montaña para calzarse los zapatos. La seguí y oí cómo llamaba en voz baja a alguien de las fiestas.

Al abrir la puerta me di de bruces con mi hermana. Me enseñaba los dientes. No era ira, era dolor.

—Me hacen daño los zapatos, mamá. Me aprietan. Si me hubieras dejado ponérmelos cuando te dije, hoy ya no tendría problema, me voy a pasar el baile sangrando.

Mamá suspiró y contempló las marcas que le hacían en los talones.

—¿Te has puesto crema?

—No. ¿Cómo me voy a poner crema? Se me va a hacer un empaste con las medias.

—La piel es buena.

—¡La piel es dura, mamá!

—No puede ser que te hayan rozado con sólo ponértelos.

—Tengo pies de gorda.

—No eres gorda, Liz. Tendrás los pies hinchados porque llevas nerviosa toda la semana.

—Porque son nuevos y ¡porque quiero ir al baile! Y la culpa es tuya por haberme hecho esperar hasta hoy.

—Vale, como tú digas.

—Sí. Como yo diga.

—Pues una tirita en el talón lo soluciona… Voy a por ella.

Mamá, abnegada y colchón de manías, enfrentamientos y malos humos, echó a andar hacia el baño para buscar solución a la inoportuna rozadura de mi hermana. Lo que faltaba aquel mediodía es que Liz también se pusiera borde.

—¡La tirita se me pega! Y la tirita… ¡se me va a enredar con las medias! Es que pareces boba, mamá —gritó mi hermana encolerizada.

—¡Cállate! —solté yo.

Lo dije desde las tripas.

—Vete a la mierda.

—Si no sabes aguantar el dolor de pies, no vas a aguantar nada en la vida.

—¿Tú de qué vas?

—Voy de nada. La que me das miedo eres tú.

—Soy mayor, puedo…

—¿Qué vas a hacer? ¿Eh? ¿Qué vas a hacer? ¿Pegarme?

—Eres un puto crío.

—Y tú una malcriada que lloriquea por unos zapatos de domingo. Me da asco ser tu hermano. Has hecho llorar a mamá. ¿Quién eres tú para llamarla boba?

—¿Pero qué te has creído…? Eres gilipollas. Eres igual que ella.

—Y tú eres…

Cogí aire.

—… tú eres igual que papá.

En ese momento que mamá buscaba solución en su baño salió mi padre de la cocina donde había estado fumando un cigarrillo en la repisa en la que se enfriaban los platos y de repente todo se hizo silencio. La mirada fue pólvora. Mi madre sin llegar a la puerta todavía, mi hermana coja con el zapato en la mano y yo, observando y con el plan de mi vida temblando en mis dedos y en mi bolsillo. Me sorbí los mocos de puro miedo. Pero sabía que era el último miedo. Así que aquel silencio que gritaba respeto y temor con su mirada se me hizo menor. Me apreté las manos, y, sin querer, la herida que yo llevaba en el dedo empezó a manchar la venda de rojo. Al sentir que sangraba escondí la mano en el bolsillo.

Estábamos callados. Nadie habló hasta que llegó mi madre con la caja de las tiritas.

—¿Qué pasa?

Era papá.

—Liz, que le hacen daño los zapatos —intentó explicar mamá, quitando hierro.

—Creo que lo he oído —contestó él, soltando el último humo del cigarrillo—. Ahora dame el zapato.

Mi hermana tendió el zapato hacia papá temerosa de que acabara estampado en la pared.

Silencio.

Silencio de todas las hermanas que pululaban fingiendo hacer tareas de nada.

Yo miraba.

Papá levantó la otra mano y todos nos asustamos. Mamá se hundió en los hombros. Era un martillo.

Se puso de rodillas con el zapato en una mano y el martillo en la otra, agachado como estaba le dio un golpe seco a la piel del talón y sin levantarse dijo:

—Toma, ya está blando.

El golpe de hierro contra la piel rompió el silencio. En el suelo se quedó una marca como si fuera sangre. Algo rojizo. Creo que sólo me di cuenta yo en ese momento, porque mi madre ayudó a mi hermana a calzarse para que saliera de la habitación callada y con los dos zapatos puestos. Ya nadie se quejaba. Algo a lo que ya estábamos acostumbrados. Fui tras ella.

—Liz, es normal que te duela un pie. Dicen que tenemos uno más grande que el otro. Igual pasa con las orejas. Las manos. Los ojos. Dicen que no somos simétricos. Eso sólo pasa en los espejos.

No abrió la boca. Yo creo que iba sangrando, pero con tal de permanecer almidonada, como las puntillas de misa, callaba para no demostrar dolor.

Me callé cuando ella se metió en su habitación y cerró su puerta. Mi hermana era mi amiga, pero como sólo era hija de mi padre, prefería a veces hacerse la irlandesa. Evidentemente, yo había salido a mamá.

—Justo, date prisa con las cosas. Ahora subo.

Mamá me hablaba desde abajo donde parecía que se habían calmado las cosas.

—Me doy prisa.

Era mi única obligación en ese momento, darme prisa, acelerar mi plan para no perder tiempo. Miré a la virgen de escayola que había en la pared, pero no recibí respuesta. Mi hermana había puesto música y se escuchaba desde mi cuarto. La imaginé maquillándose para la fiesta. Era la canción que ponía cuando se pintaba las uñas. Estaba enamorada. Le había pillado algún chupetón en el cuello y yo ya sabía de eso. Me intenté distraer mirando por el balcón donde los músicos ensayaban y charlaban de la fiesta. Subía el humo de sus cigarrillos. Saqué de mi bolsillo el papel doblado con los optalidones picados en polvo. Lo volví a doblar, lo puse en mi escritorio y pasé varias veces una piedra por encima, una que había pintado en el colegio con mi nombre: Justo. Lo hice hasta que el polvo fue casi talco. Insistí con silencio y cuidado. «Me quedo relajada, me duermo, con una me quedo en el limbo». Se lo había oído a la tía muchas veces. Yo piqué alrededor de diez pastillas. «Desapareces, es la mejor manera de quitarse un problema de encima». Un problema. «Te duermes». Te duermes. «Es lo mejor para desaparecer un rato». Desaparecer. «Bendito alivio». Abrí el papel para comprobar que no se iba a notar nada al echarlo en la bebida. En el baño había pasado varias veces uno de los frascos de colonia como rodillo. La piedra con mi nombre hizo el resto. Cuando me puse a pensar en lo que tenía que hacer me dieron nauseas, pero sabía que sería la última vez. La única vez.

* * *

Doblo el papel como si fuera una carta pequeña. Cuatro veces.

Lo dejo dentro de la baraja que anudo con una goma dentro de mi caja de vaqueros. Sólo son unos minutos hasta que me cambie de ropa para el día de fiesta.

En el fondo, no soy más que un niño de doce años que no quiere tener nada en común con lo que le rodea. Pienso en la conversación entre mamá y tía:

—Trata de olvidarlo. No le des más vueltas. Eso no va a volver a pasar.

—Eso espero. Hoy no puedo más.

—Aguanta, Teo. Te lo dice tu hermana.

—Me encuentro mal. No para. Es un día sí, un día también.

—Dame un abrazo.

—Me duele.

—¿Te duele aún?

—Sí.

—Deberías tomar una decisión, Teo. Así no podemos seguir, ni tú ni nadie. Y los chiquillos un día se van a dar cuenta.

—Hoy me ha gritado mucho.

—Lo sé.

—Ayer también.

—Vuelve a pasar, lo sé, vuelve a pasar.

—Posiblemente tenga razón, no soy una buena mujer.

—¿Quieres callar, quieres no decir tonterías? Mírame a la cara y no vuelvas a repetir esa tontería. Si mamá estuviera aquí, esto no estaría pasando… Es que no estaría pasando…

—Menos mal que no está. No soportaría darle problemas.

—Tú no eres el problema, que te quede claro.

—No quiero darle vueltas. Es tarde. Me temo que es tarde para todo.

—Ahora sí que no le des vueltas, trata de olvidar lo de hoy y mañana hablamos. Está en tu mano. Y si no, en la mía.

—Visi, deja de decir tonterías. Me aguanto, seguro que ya es hoy, que no va a pasar.

—Tómate algo para dormir. Te traigo una pastilla.

—Bien. Como si no me despierto…

—Teo, no digas tonterías, están tus hijos. Si no eres fuerte tú, lo voy a ser yo. Te advierto que no se cómo estoy disimulando delante del resto.

—Soy una ingenua.

—Ahí sí que no te voy a llevar la contraria. Eres una ingenua y si sigo así es porque… Me controlo, me voy a callar. Es tarde y están tus hijos durmiendo.

—Estoy rendida.

—No llores, Teo, ¿eh? Por favor.

—¿Crees que me habrán oído los niños?

Varias veces. No era la única vez. Pero entonces no entendía nada. Pensé que eran cosas de mayores. De esas que parecen ocultas en sus conversaciones y en las que colarse es delito.

Aprieto el papel doblado entre las cartas. El plan no tiene vuelta atrás. Ojalá. Me voy al balcón a mirar a los músicos que están ensayando para la charanga.

—¿Todavía estás aquí? —me dice mamá al abrir la puerta de mi habitación—. ¿Qué haces?

—Mirando a los músicos. Ya han llegado.

Lo digo sin girarme hacia ella. Me lloran los ojos.

—¿Te gustaría ser músico? —vuelve a preguntar.

—No sé.

—Entonces, ¿qué te gustaría ser? Dime.

Abrí la boca para hablar, pero estaba demasiado alterado para contestar la verdad, así que susurré algo inaudible incluso para mí.

—¿Qué?

—¿A ti qué te gustaría que fuera, mamá? —dije sin girarme todavía.

—Feliz.

Parecía que tenía la respuesta preparada, como si supiera que era lo único que deseaba en la vida a los doce años. Que todos, sobre todo ella, fueran así: felices.

—Estás muy callado, Justo. ¿Todo va bien? —me preguntó.

Seguía agarrado a los barrotes del balcón, entre geranios y el humo de los músicos de la calle.

—¿Pasa algo, Justo? —insistió mamá.

Yo asentí con la cabeza. Sabía que, si contestaba, rompería a llorar. Por eso seguí así, agarrado a los hierros de forja, hasta que noté cómo ella se acercaba —el calor de las madres es diferente a cualquier calor— a mi espalda.

Así que tuve que arrancar mis palabras del alma como en una confesión:

—Creo que soy mayor —balbucí.

—¿Y por eso estás de rodillas ahí? Anda, ven.

Al girarme hacia ella me vio llorar y yo creo que entendió todo lo que pasaba dentro de mí —las madres…—, todo eso que se estaba concentrando en mi pecho como una bola de ansiedad, pero no me dijo nada porque las madres son así, entienden lo que nos pasa, pero no necesitan palabras. Estaba nervioso y me apretó entre sus brazos como si fuera niño otra vez. Ella olía todavía a solomillo con tomate frito y yo, niño adolescente que quiere ser mayor, le dije:

—Mamá, hueles a frito.

—Llevo toda la mañana… —arrancó a explicarme como si tuviera que dar razones de su trabajo.

Me vi en sus ojos, reflejado en sus pupilas agotadas por el cansancio y ahí sentí que para ella sería siempre pequeño, tan pequeño como el muñeco que, vestido como yo, aparecía en sus ojos vidriosos. La abracé para quererla mucho y me abrazó para protegerme mucho.

Ese silencio fue sonoro.

A veces, ayer como hoy, se escucha el amor cuando más callado estás.

Oí subir a mi padre por las escaleras y nos soltamos.

—Justo, hoy papá está muy nervioso. Debes acompañarle a recibir a Ava Gardner. Es una actriz muy conocida. Para él es el encargo del ayuntamiento más importante y ahora te vas con él y le apoyas.

—Sí, mamá.

—Recuerda que no se tome nada en el bar. No vaya a pasar algo. Tú me entiendes… Ya eres mayor.

Asentí.

Respiré hondo. Me tragué el nerviosismo que me quedaba y su inquietud en una bocanada de lágrimas.

—Si vais al bar, haz que no beba.

—Lo sé, mamá.

—El ayuntamiento le va a dar una plaza de conductor y es lo…

—¿Qué pasa? —Era papá. Llegaba tirándose de las mangas como un militar que se ajusta el uniforme—. ¿Qué decís? —exclamó.

—Nada, que Justo se acaba de arreglar y se va contigo. Te acompaña hasta el coche. Vas muy guapo con ese traje. Es muy elegante.

—¿Qué te falta? —me dijo mi padre, sin atender a las palabras de elogio que decía mamá.

—Esperadme abajo los dos, voy a por la rebeca a la habitación.

—Vale, mamá.

—Va. No tardes.

—Estoy con ganas de ver a la actriz. Nunca he visto a una actriz —le dije a papá, aparentando mi emoción por la fiesta.

—Y nunca vas a ver a una como esta. Es la mujer más guapa del mundo. De sangre irlandesa, como nosotros. Y sólo falta una hora para verla. Yo voy a ser el primero. Pero a ti te lo voy a contar todo y te lo contaré en inglés, para que no se entere nadie…

—¿Yo puedo ver sus películas?

—¿Las que echan en el nuevo cine?

—Sí.

—Ya te diré. Pero es una mujer muy mujer para un crío como tú. Ya verás.

—Y… ¿es muy famosa?

—En todo el mundo. No sé cómo el paleto del alcalde ha conseguido que venga a inaugurar esto. Será por los amigos que tiene en Tossa, porque aquí en Calabella poca cosa. ¡Políticos!

—Las tías han dicho que Ava estuvo enamorada de un torero español que también era muy famoso.

—¡Bah! Habrá estado con todos. Lo que no haya hecho la Gardner no lo ha hecho ninguna de tus tías ni en sus mejores sueños. —Papá hablaba sin quitar los ojos del coche que anunciaba a la estrella y que en ese momento pasaba por nuestra calle—. Voy bajando, no te apures mucho…

—Vale, papá.

Miré cómo bajaba las escaleras y cuando constaté que no había ningún ruido en la planta de las habitaciones me fui directo al armario donde estaba mi caja. Respiro hoy como entonces. Parece que veo el papel doblado entre las cartas, los muñecos y las monedas. Metí el secreto en el bolsillo y me despedí de la virgen de escayola que me miraba como si supiera todo lo que iba a hacer.

Dudé un momento, y después, cuando me disponía a bajar las escaleras, volví a la puerta.

—Perdona —susurré.

Ese 23 de junio de 1980 era un hervidero de músicos y vecinos a la espera del gran acontecimiento. Al mismo tiempo que me serviría para desaparecer entre la multitud, también me hacía sentirme vigilado.

—Qué buen día de fiesta. Es que parece dibujado.

Las tías estaban en la puerta y nos despidieron a papá y a mí como si tuviéramos la misión del año.

Recuerdo que alguien tocó al timbre. En mi interior sentí que era una alarma. Levanté la vista.

—Le acompañas y vuelves —dijo mamá cuando echamos a andar los dos por la calle tapizada de hierbas aromáticas. Me hizo un gesto que entendí perfectamente. Pero no tenía ninguna intención de hacer caso a mi madre. Al contrario. Necesitaba que todo fuera como de costumbre. Nadie se daba cuenta de la gravedad de la situación. Sólo yo.