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HOY

Cuando mamá me escuchó detallarle todo lo que había pasado aquella víspera de San Juan no se inmutó. En el fondo, mi regalo por su setenta y cinco cumpleaños no era más que un desahogo, una liberación personal. Necesitaba compartir con ella todo el peso y la angustia de treinta años atrás. Sin embargo, después de arrojar parte de la historia como si fueran cromos en una partida en el suelo de un patio de colegio, seguía prisionero de mi pasado. Sostuve su mano entre las mías. Sentí el frescor de sus dedos nudosos y el olor de su piel, ese olor a madre que protege.

—Espera.

—Mi regalo no es un regalo normal.

—Cielos, Justo. ¿Qué vas a hacer? —preguntó Francesco.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer? Seguir hablando con ella, eso es todo. Contarle la verdad de algo que pasó hace mucho tiempo.

—Sí, pero… Es una mujer frágil.

—Te equivocas, querido italiano, mi madre es una mujer muy fuerte.

—Lo sé. Me refiero a ahora. En este momento.

Francesco nos había dejado en una cafetería próxima al restaurante donde íbamos a cenar juntos, en la Via della Vite, mientras subía a casa a por un pañuelo. El señor Bertone se dijo que probablemente aquel momento era necesario para los dos. Se preguntó quién era él para cortar la confesión. Pidió un café con leche para mamá y un expreso para mí, que fue enfriándose en la taza sin que llegara a echar azúcar.

—Querría hablar con mamá un rato más antes de la cena.

—Es tu madre, Justo. ¿Quién soy yo para decirte que no?

—Gracias.

Se me encogió el corazón pensando que lo único que pretendía era vomitar recuerdos en una pared tan blanca como la de aquel cine de 1980. Hablaba solo. Como en Santa Maria in Trastevere. Solo. Por eso únicamente insistí en que no me soltara la mano.

—¿Qué me contabas, hijo?

—Que entonces me entró pánico.

—¿Eso es todo?

—No, mamá. Ya me conoces. No he parado nunca. Y aquel día tampoco pude parar lo que había empezado.

Silencio.

—¿Volviste a casa?

—A por ti.

La oscuridad pareció caer de pronto sobre Roma al mismo tiempo que se encendían las farolas amarillas. Me di cuenta al mirar el suelo mojado dónde se reflejaba la luz.

23 de junio de 1980.

El coche que anunciaba la llegada de Ava Gardner casi nos atropella intentando no derrapar con las ruedas frenadas. Me caí al suelo y cuando mi padre le gritaba como un energúmeno al conductor «Hi-jo-de-pu-ta-hi-jo-de-pu-ta», yo me eché la mano al bolsillo para ver si seguí allí mi secreto y no se había salido. Contuve el aliento.

—¿Te has hecho daño?

—No, papá. Sólo me he caído por culpa de las yerbas del suelo.

—Estas malditas tradiciones españolas van a acabar con la vida de alguien. El coche se ha deslizado por su culpa. Qué manías de…

—Tom. ¡Thomas! —El alcalde don Manuel gritaba desde la puerta del bar que había pegado al ayuntamiento, donde nos esperaba—. Mira qué cochazo te he preparado para que vayas a recoger a la grandísima Ava Gardner.

Nos acercamos. Para sorpresa de mi padre, el alcalde se preocupó por mí al verme quejarme del brazo.

—¿Qué te ha pasado?

Me había rascado el codo con el resbalón.

—Nada, que por las mariconadas de las yerbas, el coche del altavoz casi nos atropella. Porque iba lento, si no, lo muelo a hostias. Mi chaval se ha caído. Pero es fuerte. Es hijo de irlandés. ¿Verdad?

Mi padre me miró y asentí. Él escupió un perdigón al suelo como si bautizara la tarde y sellara la hombría de los Brightman. Creía que por estar siempre rodeado de mujeres yo iba a acabar siendo una de ellas, no me pasaba una. Yo lo achacaba a eso.

—Bueno, no es nada… No ha sido nada, Justo, ¿verdad?

—Nada. Sólo un tropiezo, he patinado.

—¡Mierda! —se oyó de pronto.

El dueño del bar había puesto un arco de ramas con banderitas para decorar la entrada y a mi padre se le enredó el pelo fijado con brillantina en una de ellas.

—Bichos raros, ¡malditos capullos!

—Anda pasa, que te quejas de todo.

El alcalde me guiñó un ojo y se volvió, sonriente, hacia el interior del bar.

Bebió un sonoro trago en cuanto se sentó a la mesa en la que esperaba uno de los concejales íntimos de don Manuel. Metí las manos en mis bolsillos y pegué los codos a mi cuerpo. Oí a la primera autoridad como, subiéndose el cinturón, pedía bebida.

—Creo que hoy es el día más grande de la historia de nuestro pueblo.

—No se ponga serio, don Manuel. Es fiesta.

—Pues si es fiesta, que se note —dijo mi padre.

—¡Coño! ¡Que viene la Gardner! —espetó el alcalde.

Papá estaba ilusionado. En la calle, uno de los bedeles pasaba un trapo al capó del coche que debía conducir mi padre para traer a la estrella. Se quedó mirándolo.

—¿Qué? ¿Te gusta? Con este coche pasas a la historia. Ya verás. La verdad es que me ha costado traerlo, pero merece la pena. Ahora no hay que echar cuentas, lo que hay que echar es cojones. Y estas cosas son las que hacen a un pueblo importante. Va a acordarse de este día de San Juan todo vecino de Calabella.

—Y no me engañes, tú lo haces para pasar a la historia tú, maldito canalla.

—Hombre, soy el alcalde. Traje, coche y contrato. ¿Quién paga? Yo.

—Bueno, basta —dijo el concejal—. Aquí hay que poner algo sobre la mesa, que ya me estoy cansando de palabras. Que este día es inolvidable.

Apenas lo dijo, las canicas de Justo Brightman salieron despedidas hacia la pared y se abrieron en un abanico que desapareció por el suelo de todo el local. Debían de estar muy entretenidos los tres hombres de la mesa con su conversación sobre la estrella de Hollywood, porque nadie prestó atención al niño. De hecho, parecían completamente absortos con sus gestos obscenos y sus tosquedades sobre lo que harían si tuvieran al mito frente a frente.

—¡Cógela, Justo! ¡Esa! ¡La del caballo! —gritó Thomas Brightman en un momento de la charla.

El irlandés se refería a la botella de whisky que el camarero acababa de colocar sobre la barra con un golpe seco. La máquina de café pitaba como un motor de coche viejo y las tortillas de patata calientes que acababa de poner bajo la vitrina nublaron el cristal. Justo cogió la botella y fue hacia la mesa donde estaba sentado su padre con los otros dos.

—Imagino que debe de conservar las mismas peras que entonces. Ya no es una muchacha. Ava tenía veinticinco años cuando vino a Tossa de Mar, era 1950, ¿no? O 1951… Así que ya debe andar por los… ¿qué edad tiene? ¿La nuestra?

—La tuya, dirás.

—Pienso arrimarme bien a ella en el cine.

—¿Aunque sea al aire libre?

—¡Vamos! Aunque esté mi mujer.

—Pero si no hablas ni inglés —dijo Thomas—. Así que el que va a estar pegado a ella voy a tener que ser yo.

—Jodido irlandés —masticó el alcalde mientras el señor Brightman masculló unas palabras que no entendieron ninguno de los dos.

Volvió a sonar la megafonía del coche que daba vueltas al pueblo anunciando la visita, y el grupo de vecinos, formado por cerca de un centenar de personas, empezó a echar a andar hacia la calle por la que volvía la procesión. Se oían las campanas y los tres hombres miraron el reloj activados por un mecanismo masculino de idéntico gesto. Justo arrugó la frente. Miró también su reloj y entonces sintió que ya había llegado la hora de llevar a cabo su plan. En un bolsillo llevaba la dosis letal y en otro más canicas. Cuando se oyeron los tubos metálicos de la puerta anunciando la llegada de algún vecino volvieron a caerse las canicas. Entró un señor con su mujer del brazo, ambos arreglados para la fiesta. Él con un traje azul marino y corbata de idéntico color al vestido rojo coral que lucía la señora con mantilla negra.

—¡Un carajillo de coñac y una cola!

—¡Voy! —dijo el camarero, incorporándose a la barra.

Justo anheló estar en casa con su madre y sus tías, que ya habrían empezado a salir hacia la calle en grupo, abanicos en mano, y no arrastrado por la fatalidad. Sintió ganas de abrazar a su padre y decirle que tenía que ser un hombre feliz porque él quería ser un niño feliz y cuánto habría disfrutado jugando al fútbol con él y sus amigos. Decirle que quería seguir subiéndose a sus hombros, ir a disparar latas con la escopeta de balines en el campo o echar partidas al futbolín como el resto de los padres. El señor Thomas Brightman le guiñó un ojo para hacerle sentir cómplice de la tarde de éxito que le había caído entre manos y quiso contar al alcalde lo orgulloso que estaba de su hijo, que era un buen estudiante, un chaval sano y deportista y que un día tenía que ayudarle a sacarse el carné cuando volviera de la universidad.

Pero ninguno de los dos hizo nada de eso.

Thomas bebió un trago de whisky quejándose de lo malo que era y Justo apretó su mano en el bolsillo pensando que el futuro, ese que tal vez debería haber tenido, ya nunca sería así. Que no habría balines, ni fútbol ni hombros a los que subirse.

No tardó mucho en pensar en mamá.

Había imaginado que su vida era como esas del Oeste donde el padre protege desde la puerta a toda la familia con los revólveres en la cintura y grita: «Id dentro, esto es cosa mía», empuñando uno con fuerza y acercándose a los caballos. Había imaginado que, dentro de la casa, mamá y su hermana se abrazaban temerosas como madre e hija y que las tías aparecían asomadas a las ventanas, entre los visillos, como espectadoras del valiente padre que estaba en la puerta firme y seguro, defendiéndolas como un fuerte. Pensaba que todos los niños y las niñas vivían en escenarios felices, brincando por las escaleras y abrigándose del frío en la chimenea, alrededor del árbol, como en las películas, o abriendo los regalos de Navidad en círculo, destapando juguetes desmontables sin pensar que lo desmontable en piezas era precisamente aquella familia.

Había imaginado que la vida era como los victoriosos finales de Julio Verne, en los que se abrazan y, después de suspirar, sonríen. Pero resultó que todas esas cosas sólo pasaban en los libros felices en los que las aventuras siempre acababan bien. No había reproches, ni monstruos submarinos, ni problemas para salir a la superficie, y si los había, apenas eran meros contratiempos que se cerraban con la última página.

Y también imaginó que los vaqueros siempre eran los buenos.

Pero no pensó que las madres sufrían.

Ni que el escondite bajo la mesa era un juego para contar y esperar a que te encontraran y no un lugar en el que descubrir el dolor con los ojos hundidos y la humedad de otras lágrimas.

Justo Brightman nunca supo por qué sus padres acabaron así y tampoco se encontró nunca en disposición de averiguarlo. Él mismo había fracasado varias veces en el amor, chicas que sustituían a otras con el único cambio de nombre y ambición, y que se convirtieron en una búsqueda constante de la felicidad. Supo que aquellas broncas de sus padres, a quienes de niño consideraba los progenitores perfectos, eran el pan nuestro de cada día. Y olvidó, poco a poco, en qué rincón de su memoria, y de la de ellos, se había perdido la chispa del amor. Si alguna vez la hubo. Acabar convirtiéndose en su padre fue su pesadilla y al mínimo infierno, a la mínima discusión con alguno de sus amores, decidía poner fin. «Me decepcionas, Justo. Las parejas son también esto. Superar los problemas». No. No era también eso. Su fracaso emocional y sentimental fue a lo largo de su vida una huida en busca de aquellos finales felices. Justo Brightman tuvo siempre la firme convicción de que en su vida, más pronto que tarde, aparecería esa mujer que no viniera acompañada de monstruos ni de voces más altas que otras; y, error, que sonriera igual que sonreía su madre antes de todo.

Por supuesto, no fue así.

Aquellos breves amores de fin de semana en los que parecía que durarían juntos toda la vida, las esperas a la salida del trabajo, las cenas preparadas a conciencia durante horas, los regalos buscados por toda la ciudad fueron repitiéndose a lo largo de su vida. Él se enamoraba, sí. Pero nunca sabía hasta cuándo. Como las nubes que tapan los días de sol, el elegido para cargar las culpas de sus numerosos fracasos fue él mismo. Al principio pensó que el peso de aquella infancia había creado un ser temeroso al amor, pero con los años, cercano ya a los cuarenta, se dio cuenta de que el único responsable de no saber amar era solamente él.

Después de todo, qué mejor que cargar con el culpable para abofetearle cuando es necesario.

Tal vez por eso Justo fue fotógrafo de edificios y no de rostros. El temor a una mirada fija en su objetivo era como soportar la vida de otro dentro de él. Qué mejor que unas fachadas, inertes, coloristas, mutantes, calles, arboledas, ventanas, balcones, balaustradas, semáforos, toldos de cafeterías, reflejos en el suelo, lluvia en los cristales, el vapor de las chimeneas… «Nadie da tanta vida a una ciudad como Justo Brightman», decían las revistas de viajes. «Brightman es capaz de iluminar una ciudad muerta y de venderla como el mejor de los destinos». Eso sí, hablar, enamorarse, discutir… no. Se quedaba en el segundo verbo. Paralizado ante la incertidumbre de repetir un pasado que volvía a su cabeza como un martillo de ciudad.

De modo que Justo cumplió su plan. Miró a la calle, que volvía a estar llena de gente arreglada para la fiesta de San Juan, donde el coche de su padre esperaba limpio y brillante a que el irlandés se subiera uniformado y ebrio hacia su destino. A petición del alcalde —insistió varias veces en ello—, Thomas iría solo, sin compañía, a recoger a la estrella de Hollywood para que nadie incordiara a la señora en una visita tan esperada. Al irlandés le pareció perfecto; «Mejor», dijo exactamente.

—Mejor yo solo. No quiero estorbos conmigo.

Eso lo dijo de verdad. Quería disfrutar del recorrido hablando en inglés con ella, interesado como estaba por verla en persona después de tantas películas a sus espaldas y en su memoria.

—Pues venga, ya es hora —concluyó el alcalde—. Vete a por la señora Gardner.

Cuando llegó el momento, para sorpresa de Justo, su madre apareció en el bar acompañada de la tía Visitación, que saludó a la autoridad local con efusividad.

—Qué bien huele, doña Visitación.

—Serán las Maderas de Oriente.

—O será el día, que le sienta bien.

La tía se humedeció los dedos con saliva y con un gesto de coquetería femenina se recogió hacia el cuello uno de los mechones que escapaban del moño.

—¿Qué hacéis las dos aquí? ¿A qué habéis venido? —dijo el irlandés a la madre de Justo.

—He venido a recoger al pequeño. Como tú te subes a por la actriz, he pensado que era mejor venir a por él, que lo conozco, que al final se enreda… Aquí se va a montar una buena con tanta expectación, no para de llegar gente. Me lo llevo con nosotras hasta la iglesia, ¿verdad, Justo? Y luego ya vamos al cine para cuando lleguéis, así cogemos buen sitio.

—Pues bien. Que se vaya contigo. Aquí ya no tiene nada que hacer. Además, yo ya tengo que irme a mis cosas a la estación.

—¿Te subes ya a por la actriz?

—Pues claro, ¿qué quieres, que espere a que llegue yo…? A las mujeres hay que recogerlas como se merecen. Y más a este bellezón.

—A ver si un día…

—¿Qué?

—Nada, nada.

Las tías Isolina y Montaña tocaron con los nudillos en la ventana del bar llamando a sus otras hermanas. «Estamos aquí fuera», vocalizaron desde la calle y lanzaron un gesto animado para que salieran con ellas.

Nadie se dio cuenta de nada. Fue mientras hablaban. Thomas Brightman se acabó de un sorbo la copa de whisky y se secó la boca con la palma de la mano. La madre le ajustó el pañuelo del bolsillo y hubo un amago de beso que él evitó girando la cara hacia el camarero.

—¡Luego comentamos!

—No pierda detalle, capitán.

—Descuida.

Un abrazo entre padre e hijo cerró la historia. Al menos cerró la historia que quedó para siempre en común. Y a pesar de que los fantasmas nunca acaban de irse, aquel espontáneo abrazo fue el último, con el detalle importante de que sólo uno de los dos tomó consciencia de que ya no habría ninguno más. Thomas Brightman salió a la calle evitando a las mujeres y se subió al coche entre los aplausos de los vecinos que sabían que en poco más de media hora llegaría acompañado de la rutilante estrella norteamericana para inaugurar el esperado cine de verano.

Justo y el alcalde se quedaron mirando cómo arrancaba ruidosamente el motor y se despedía dando una vuelta a la hoguera que ya estaba lista en medio de la plaza para la noche de San Juan. En ese tiempo en el que su padre giró hacia la calle Mayor chafando con los brillantes neumáticos negros la lavanda cortada para la romería, contó cuidadosamente las canicas de su bolsillo. El otro ya estaba vacío.

Una, dos, tres, cuatro… cinco, seis, siete… Contó lentamente hasta que dejó de oírse el motor. Como si dejara de latir un corazón.

Aquella fue la última vez que Justo abrazó a su padre con vida. Cuando, al cabo de unos quince minutos, llegó a casa con sus tías y su madre, subió al baño a limpiarse el sudor de la cara. Poco después se dijo: «Ya está, fin. He matado a mi padre y no lo volveré a hacer». Pasó la mano por el mármol de la repisa donde había machacado las pastillas, echó agua de colonia y tuvo la sensación de que el espejo ya no reflejaba al niño. Había crecido. Frente a él había otro, mayor, más preocupado, despeinado y triste. Se preguntó por qué no reflejaba la felicidad que debía sentir. Había acabado con todo.

En ese punto, Justo temió haberse equivocado y rompió a llorar como lo que era: un niño de doce años que acababa de perder a su padre. Era una sensación extraña porque todavía nadie le había dicho nada. En la casa sólo había voces de mujeres. En la calle, música. En su cabeza, la muerte. Quizá ya se había salido de la carretera, quizá se había estrellado en alguna curva o el coche seguía dando vueltas por la ladera de la montaña previa a los túneles de la estación.

Paso junto a la cocina. Esa cocina que es para siempre la infancia de todos, entre las cazuelas, los cajones con cubiertos y manteles de diferentes tamaños, los trapos y una alacena llena de latas de conserva y botes de tomate frito.

Mi infancia.

Yo.

Lo recuerdo ahora perfectamente: la música de la tía Visitación se escucha desde el pasillo y tararea un bolero de amor. Oye, corazón. Las horas pasan. Papá no llega. Las campanas anuncian la hora. Todos deberíamos estar ya en plaza. La noche se ha echado encima. Los músicos dejan de tocar. La calle se llena de gente. El murmullo se hace grave en la puerta de nuestra casa. Tocan el timbre. La tía Visi agarra a mamá como si presintiera que algo malo ha pasado.

Todo se para en seco.

—Han encontrado el coche en las curvas de la estación, antes de llegar. Se ha salido. Apenas a dos kilómetros del pueblo.

Mamá deja caer un bote de tomate al suelo que lleva en la mano y estalla en las paredes, tiñendo todo de rojo.

El día de la muerte de papá acabó con aquella nota que encontré en la cama:

«Quiero que sepas que te quiero, pero me cuesta decirlo en voz alta. Me gustaría que se cumplieran todos tus sueños, porque es lo único que deseo en la vida, que tú seas feliz. Siempre pienso qué va a ser de ti si no estoy, pero eres fuerte, eres justo, mi pequeño Justo.

Todo irá bien.

Recuerda que te quiero. Pero que te quiero mucho y de verdad. Estudia y come bien.

Tu madre, Te Adora».