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UN CORAZÓN DULCE

Consideré que no podía dejar pasar esa oportunidad.

—De modo que vienes a mí cuando necesitas buscar sorpresas, pequeño Justo…

—No, tía, también he venido a verte. Y ya no soy pequeño —repliqué.

La tía Visitación me pellizcó los mofletes hasta que me sacó la risa.

—Y… veamos… qué necesitas esta vez. Venga, dime.

Dudé porque no sabía cómo explicar tantas emociones juntas: el bañador, la coleta, las partituras, las fotos en el puerto, los mechones sobre la cara, la música de Satie, su cuerpo bajando por las escaleras, el beso en la mejilla… Me vio distraído y meditabundo en mis cosas.

¡Plas! Dio una palmada.

—¡Me has asustado!

—¡Ensaimadas cubiertas de azúcar! Eso te vas a llevar.

—¿Qué?

A ella le daba igual que yo estuviera ensimismado. Jamás he conocido una persona tan resolutiva.

—Son como espirales, como caracolas de mar —empezó a explicarme como si tuviera que alargar el tiempo y las palabras—. Estoy segura de que le… te gustarán. Veo que estás muy veraniego…

—Ya sé lo que son las ensaimadas.

—Pero como estás en Babia…

El pitido de la olla exprés me salvó de tener que ilustrar sus rodeos sobre la ensaimada. «Voy dentro, me arreglo y salgo», dijo yendo a la cocina del patio. En ese momento entraron Esperanza y María Montaña, que venían de la compra. «Aunque vivas en la casa de la abuela, bien que te gusta venir a ver a las tías, ¿eh?». «Claro». «Un beso a cada una, venga». La olla había dejado de pitar. Ya vestida —sólo se había quitado el delantal y ajustado las horquillas—, salió apurando un vaso de leche que dejó en el recibidor.

—Visi, no vaya dejándose las cosas —replicó Isolina, que colgaba el bolso en la percha.

—Pues me ayuda, lo coge usted y lo lleva a la cocina. Que otras veces es al revés. Justo y yo tenemos prisa.

—¿Adónde vais?

—A comprar…

—¿El qué?

—Sueños.

—¿Y… a cuánto están?

—Lejos de nuestra edad.

Salimos caminando al horno de la Reme. Ella tarareaba por lo bajini. Yo, enganchado a su brazo, por exigencia, iba recordando las notas del piano.

—Dijiste que anotara en una libreta todo lo que me pasa, pero no me da tiempo.

—Eso es porque te pasan muchas cosas. Cuando estás embelesado no te da tiempo más que a contar los días. Simplemente pasan.

El olor del pan recién hecho llegaba hasta la esquina, es como si crujiera el aire. Todavía hoy, treinta años después, sigo cerrando los ojos cuando paso por una panadería que respira pan y me imagino con la tía Visitación llegando al horno. Íbamos azorados. Los cristales empañados, la puerta semiabierta, el papel cortado en trozos, los montones de chocolate en lingotes en las vitrinas, el peso del cesto, las barras unas encima de otras, los dulces con azúcar, las magdalenas… y la Reme diciendo: «¿Qué?».

—Vale, tía, me llevaré ensaimadas.

—¿Cuántas quieres?

—Queremos dos —contestó la tía.

—Eso, queremos dos —repetí yo.

—Y ponme tres barras de cuarto, crujientes.

—Tu hermana se ha llevado ya otras tres…

—Se lo comerá en bocadillos, menuda es ella.

—Hala, que vaya bien, me meto al horno. Da recuerdos a tu madre.

—Vale.

—Sabes que no soy de chismes ni de hacer preguntas… Pero como soy tu tía y tu confidente te diré que…

—Otra vez con las ensaimadas… Qué manía te ha dado.

—Justo, a ver si entiendes lo que quiero decir.

—Seguro.

—Es una espiral, al final te lleva al desenlace. Parece que estás dando vueltas como si no llegaras nunca, pero siempre se llega al corazón.

La tía Visi era muy lista. Yo cogí mi bolsa de dulces y corrí con la bicicleta a toda pastilla por la calle Mayor hasta la salida de la gasolinera. Sin parar. Mi pueblo, a veces se me olvidaba, me parecía el pueblo más bonito de toda la Costa Brava. El mar era un azul turquesa resplandeciente y jugaba con las rocas y riscos creando pequeñas playas, mínimas, a veces de arena, otras de piedras, de difícil acceso, en las que uno imaginaba que aquellos veleros de señores ricos que extendían sus toallas en la cubierta eran barcos piratas que nos conquistaban. La costa hasta mi casa era rocosa y formaba muchos acantilados, algunos hasta más altos que el mío, pero en ninguno habitaba Sofía.

Mi hermana se había besado en aquellos bosques de pinos altos y espesos, llenos de nidos y piñas estériles, con el mostrenco, con su Ramón. Era su lugar de escondite, pero yo era más silencioso y más ágil buscando y encontrando senderos por los que colarme hasta su secreto. A ella, aquellos bosquecillos verdes le recordaban a Irlanda, a mí a las novelas de misterio. Los senderos, algunos hechos a fuerza de pisarlos, bajaban hasta las calas y se formaban vertiginosas pendientes en las que más de uno se había roto la crisma o, en el mejor de los casos, el brazo.

—Justo, ¿recuerdas aquello que te dije? Lo que te confesé.

—Claro que sí… Pero no he dicho nada.

—Bien. Nada.

—Nada, ¿qué?

—De aquello con Ramón. Desapareció el asunto.

—¿Cómo que desapareció?

—Justo Brightman, ¿cómo quieres que te lo explique?

—Entonces, lo olvido. ¿No?

—Justo, por favor. Claro.

—¿Y estás segura? —Creo que en el fondo me hacía ilusión ser tío tan joven, me hacía sentir mayor e importante.

—Soy mujer. Ya han pasado los días.

No insistí.

Estuve pedaleando casi media hora. No había sido mi intención alejarme del camino, pero así sucedió. El paisaje, cuando se está enamorado, es otro paisaje. Sí, aunque sea lo mismo de siempre, es otro. Mis pensamientos giraban ya desde hace semanas en círculos en torno a ella y por absurdo que me parezca ahora, el aire libre, las carreras en bici con aquel objetivo, aquel agotamiento, el sol en mi cara, el viento, acababa por perderme y me servía de ayuda. Ahora me pasa igual, muchas veces, buscando la mejor foto para la revista, me dejo llevar, sin saber dónde, como si buscara a Sofía en la desembocadura de cualquier calle. Como si en el lugar menos pensado fuera a aparecer el amor. A veces, caía exhausto en el jardín, ya en mi casa, bajo el sauce llorón, sintiendo el frescor de las hojas verticales sobre mi cara hasta que me dormía.

Mi paisaje. Mi lugar de conquista. Mis sueños.

La bicicleta se quedó apoyada en los maceteros de la entrada, donde la lavanda. Salí a la calle y fui hasta la casa de Sofía, entré con cuidado hasta llegar al escalón de su puerta, dibujé un corazón en el suelo con la tiza y dejé el regalo en el centro. Las espirales directas al corazón. Luego, lo recuerdo bien, estuve haciendo barcos de papel con los restos de los recortes de las revistas de Liz hasta que volví a quedarme dormido.