MAMÁ ESTABA ESPERANDO…
Roma, 14 de febrero.
—¿Quiere pasar?
—Gracias. Espero.
Y la puerta izquierda de Santa Maria in Trastevere se cerró haciendo sonar la madera vieja. Me quedé paralizado, porque de pequeño, ella me había dicho que allí encontraría la clave de la vida. «Cuando visites Roma no olvides pararte en la puerta y mirar con atención», me recordaba una y otra vez apretándome contra su pecho antes de dormir. Así que me detuve a mirar las verjas, sin querer pasar al interior.
Mi corazón, el de verdad, no el que hacía con vapor en los cristales, se detuvo.
Fue como si me cortaran en dos al ver mi nombre grabado en una de las lápidas de las catacumbas que cubrían por completo las paredes: JUSTO.
JUSTO, JUSTO, JUSTO, JUSTO… Es como si más allá de los mensajes de mamá que me dejaba todas las noches sobre la almohada escritos a mano hubiera algo del pasado escrito desde hace siglos. Mi nerviosismo fue en aumento, y eso que mamá estaba dentro esperándome, así que me asusté al notar en mi muslo una mano. Resultó ser la de una mujer que pedía limosna postrada en la entrada.
—Señor, por favor, señor… para mis hijos —lamentó en un italiano extraño.
Al ir a sacar algunas monedas le di la vuelta al bolsillo y rodaron todas las que llevaba encima, me arrodillé para ayudarla y me enfrenté a su mirada. Eran los ojos de una mujer morena que me recordó incomprensiblemente a la Visi. Como si todos tuviéramos un doble en otro lugar, como las velas de Andersen, en otro candelabro, viviendo diferente. Las monedas rodaron como mi cabeza guillotinada de la impresión. Uno de los euros había ido caprichosamente dando vueltas hasta tocar y frenarse en la puerta de la iglesia; al ir a gatas en su búsqueda, me encontré con que ya mismo estaba hincado en mi destino.
La mano ennegrecida de la señora paró el baile de la moneda que viraba ruidosa y en ese silencio del mármol oí el interior de la iglesia. Y yo, de rodillas.
Me puse de pie y vi otra vez mi nombre escrito en los mármoles. Justo, justo, justo. Una y otra vez. Justo, Justiniano, justicia. Tal vez a eso se refería mi madre cuando hablaba de la «clave de la vida» que encontraría en Santa Maria in Trastevere. O tal vez no. Tal vez sólo debía encontrarla a ella dentro, esperándome después de tanto tiempo.
Miré en derredor hacia las lápidas, buscando el inicio de todo, no sólo de aquel puzle de trozos de mármol ancestral.
Me fijé en un ancla que a la derecha de la puerta central se distinguía perfectamente, dos cabezas más arriba de mi nombre; y en un barril de madera que, sencillo y naif, parecía flotar en un mar invisible junto a un barco de vela que asomaba en otra de las lápidas. Todo a la misma altura. ¿Era un jeroglífico aquella mezcla de iconos? ¿Era el mensaje de mamá?
—¿Quiere pasar? —me dijo un señor que en ese momento salía del templo.
—No lo sé.
—¿Cómo?
El barco de la lápida seguía navegando en mi cabeza como si me llevara nuevamente al vértigo de cuando papá me echó al mar para que aprendiera a nadar, sin manguitos, sin ayuda, sin hacer pie, sin salvación y con las estúpidas risas de mi hermana en la orilla repiqueteando como las campanas del campanario en ese momento.
—Lo que usted quiera —me dijo el señor—. A veces no se sabe cuando se sale o cuando se entra.
—Entro. Yo entro —dije por responder al absurdo.
Sin embargo, con mamá esperando dentro de la iglesia, ese gesto de cruzar la puerta de Santa Maria in Trastevere significaba lo contrario: entraba, pero por fin iba a salir. Salía del laberinto en el que llevaba años silenciado, exactamente desde aquel día en que cambié el rumbo de mi familia con las manos en los bolsillos y los zapatos nuevos. El plan sacudía mis sienes a la misma velocidad que lo golpeó entonces.
Mi cuerpo de pequeño y adulto a la vez.
Se abrió la puerta de la iglesia y vi cómo se cerraba la del bar del pueblo, la cruz a mi izquierda, el grifo de cerveza a mi derecha, el cartel de horarios de misas a un lado, los precios de las tapas y bocadillos al otro, la barra del bar con las vitrinas empañadas, el altar cubierto con el mantel de puntillas, la mujer que agarraba el rosario, la vecina que apretaba el monedero con las fotos de sus hijos, el olor a velas, el humo de los puros caliqueños, los bancos de madera, las sillas de aluminio y escay… Todo emergía a la vez, mezclado y ordenado en un caos de recuerdos infantiles.
Metí la mano en el bolsillo y estaba vacío, no como aquella vez. Toda la vida intentando hacer feliz a los demás y me había olvidado de mí, del nombre que estaba grabado en las lápidas de la entrada y en mi carné. Pero no me había olvidado de ella, ni de la forma en que dejaba ladeada la cabeza.
La vi de espaldas.
Estaba la iglesia vacía, pero aunque hubiera estado llena en esa semipenumbra de velas a los santos con plegarias atendidas y no atendidas y mosaicos que jugaban reflejando ligeros brillos en el techo, la habría distinguido. Uno no olvida a su madre en la vida, nunca. Ni su mirada cuando llegas del colegio y te dice: «Pasa, ya está la comida, lávate las manos», ni cuando se acerca a ajustarte bien el cuello del jersey que se ha torcido con la camisa nueva recién planchada o cuando te vuelve a meter las sábanas y las mantas por los bordes de tu cuerpo como si fuera su cuerpo para abrigarte y darte las buenas noches con su beso. El beso que te lanza con la mirada al salir por la puerta y apagar la luz. El beso que se queda en tu almohada y en sus ojos.
Al verla sentada, inmóvil, pensé que rezaba a su modo. Esperé de pie recordando el sonido de sus pasos cuando se iba hacia el baño y notaba desde mi habitación que cerraba lo que papá se había dejado abierto, que ordenaba las cosas y recorría la casa apagando las luces: pasillo, entrada, cocina… después de limpiar todos los restos de galletas que había dejado en la mesa al robar «dos galletas más», recoger vasos usados y vaciar ceniceros.
La cantidad de cosas que no me gustaba comer de pequeño y ahora desearía comerlas.
Pensé en eso.
Mamá estaba en los últimos bancos, sentada y con las manos sobre los muslos. El pelo cepillado, la chaqueta sobre los hombros, la espalda arqueada ligeramente por la escoliosis, el temblor de sus dedos, sin anillos. Comencé a darle vueltas al mío de forma nerviosa antes de empezar a andar hacia ella. Casi podía sentir su perfume de siempre, el que le regalé en su cumpleaños y decidió hacerlo suyo. «Es mi favorito», dijo desde entonces a sus amigas. Caminé hacia ella con ganas de abrazarla y de cerrar el capítulo más importante de mi vida.
«Mamá —pensé—. ¿Te acuerdas?».