7

ROMA

Treinta años después.

Roma, 14 de febrero.

Hotel de Russie. Via del Babuino, 9. Sexta planta.

Un radiante cielo azul cubría Roma cuando abrí las ventanas de la habitación. La tormenta había pasado. También la resaca. Me desperecé contemplando las copas de los árboles y los restos arqueológicos que salpicaban el patio interior del hotel. La habitación olía a sexo, ropa y vainilla por una vela que seguía consumiéndose en la mesa junto a la cámara de fotos. La chica seguía durmiendo, desnuda, revuelta entre las sábanas blancas.

Hacía un año que no visitaba Roma. A diario subía y bajaba las escaleras de la plaza de España con el objetivo absurdo de que la altura me alcanzara para ver el mar y la niñez. Lo hacía todas las veces que volvía y pateaba el empedrado de callejuelas desde el Panteón hasta el Tíber, con ganas de perderme, pero ya no me perdía. Envidio tanto a los que se pierden todavía… Esa magia de la primera vez cuando llegué y vi que todo era grandioso se fue perdiendo a pesar de los flashes ajenos y los miles de turistas boquiabiertos que la inundan. Me fui acostumbrando a la belleza como quien se acostumbra al amor y deja de darse cuenta de que está ahí, al lado. A su lado. Esta vez era diferente: mamá cumplía setenta y cinco años. Abandoné mis recuerdos y me levanté.

Pasé al baño y abrí el grifo de la ducha para que se llenara todo de vapor. Me gustaba ducharme entre la niebla y mantenía todavía —todavía— la costumbre de dibujar corazones en el cristal cuando todo se empañaba de vaho.

¿Cómo se llamaba la chica? Intenté escribir su nombre mientras me cepillaba los dientes y no arranqué con ninguna letra. No lo recordaba, sólo me venía a la cabeza que me había prestado el cargador de su móvil cuando se me fue alargando la noche en el Caffè della Pace y que por estar pegado al enchufe acabamos compartiendo mesa, cervezas y, visto lo visto, cama. Creo que había estado cenando solo en la plaza Navona y que había agotado la batería enviando fotos y trasteando con las aplicaciones.

Saqué una botella de agua del minibar y aproveché para tomarme un omeprazol y una aspirina. Tenía sed. Me quedé mirándola desde el marco de la puerta y respiraba profundamente, con una sonrisa feliz, como si continuara soñando. Cogí la cámara de fotos y enfoqué en su poderoso culo italiano. Hice varios disparos con la única finalidad artística de su desnudo y me metí en la ducha excitado.

Siempre que iba a Roma acababa en el mismo café; conservaba el sabor de la dolce vita y la mezcla perfecta de diversión y calma. Sólo había que acertar con la hora y con la clientela. Si tenía suerte y estaba el pianista, le pedía que tocara las Gymnopédies, de Erik Satie. «Porque no hay gente y porque eres tú, que siempre la pides, ¿qué tendrá?…», decía abriendo la tapa negra.

—Nadie recurre a canciones tan tristes. Tengo curiosidad por saber qué esconden estas cuatro notas francesas para ti…

—La próxima vez te lo contaré, la próxima vez. Esta vez no tengo…

—¿Corazón?

—Tócala.

—Esto es Roma, no Casablanca.

—Precisamente por eso.

Y el piano del Caffè della Pace sonaba para mí.

Había pisado muchos locales de moda alrededor del mundo y al final los que más se acercan a su pasado son los que acaban siendo más agradables para los turistas. Como los vaqueros de aquella caja forrada de mi niñez, acostumbraba a sentarme solo en las viejas barras. La maldita fiebre de los diseñadores había liquidado lugares entrañables y me rebelaba contra esos que acaban siendo idénticos estés en el país que estés. Mi falta de hogar se veía compensada en bares como el Caffè della Pace donde la madera, el mármol y los cuadros viejos me recordaban a la casa de las tías.

Cuando estaba bebiéndome una segunda botella de agua empezó a vibrar el móvil en la mesilla de noche.

—Perdona la voz, me levanto ahora.

Era Bernardo, el subdirector de la revista, que me avisaba de mi nuevo destino. Tenía mucho trabajo y quería ver mi disponibilidad. Desde que había decidido trabajar por mi cuenta me sentía más libre y más independiente, no soportaba que me fueran dando órdenes cada hora encerrado en una redacción.

—¿El próximo miércoles? Creo que puedo. Sí, sin duda. Ahora estoy en Roma, he venido al cumpleaños de mi madre. La semana que viene puedo estar en Londres sin complicación.

—¿Roma? ¿Otra vez? —rio por el auricular—. Siempre te han ido mucho las italianas, sorprendentemente. Debe de ser por la dificultad, ¿no?

—No te creas. Será por lo que sea, te digo que estoy por el cumpleaños de mi madre. He venido a pasar unos días.

—¡Qué buen hijo eres, Justo! Y qué romántico.

Se podía oír el retintín de su voz y me puse furioso.

—No bromees, es un asunto familiar. He dormido pocas horas y estoy todavía medio sonámbulo.

—¿Saliste? Habrás inaugurado la noche, estoy convencido. Yo creo que te hiciste fotógrafo para andar mirando mujeres, pedazo de canalla.

—Sí, claro. Y para andar sin patria, maleta a cuestas —dije, cambiando de tono.

—¿Eso qué es?, ¿una canción de Serrat?

—Déjate de coñas. Si quieres hablamos luego, estoy…

—… ¡Lo sabía! Justo, no soy un idiota, estás con alguna italiana en la habitación de algún hotel y has aprovechado la cama doble que pagamos la revista.

—Vale, vale. Para. Espera a que te llame luego y concretamos el reportaje de Londres. No tengo ningún problema.

—He pensado que le demos una vuelta a la ciudad.

—A la ciudad pocas vueltas se le pueden dar ya fotográficamente, es como Roma, como París…

—Venga, Justo, eres de los mejores fotógrafos de viajes, no me vengas con excusas. Si te tenemos es porque le das una visión que nadie le ha dado, tu forma de enfocar o de mirar, llámalo equis. Al fin y al cabo, los lugares son siempre los mismos, es la actitud.

—No te preocupes. Hablamos.

—Espero que si me cortas, no me decepciones, es porque tienes a la chica a tono, aprovecha. ¡Quién volviera a los cuarenta!

Bernardo se rio y tuve la convicción de que su vida estaba prácticamente acabada sentimentalmente al nombrar mi edad. «Si alguna ventaja tiene ser fotógrafo freelance, es eso que tienes ahí», añadió. Estoy seguro de que había sido un viajero de poco equipaje y muchos kilómetros hasta que se casó y tuvo dos niñas caprichosas que frenaron su rebeldía. Bernardo nunca supo por qué aceptó el cargo de dirección con el que suspendió esas escapadas a cambio de un despacho de grandes ventanales, sueldo de varios ceros y una silla giratoria que volcaba para volver a soñar con el pasado. De girar por el mundo había pasado a girar sobre sí mismo. Aceptó, tal vez con la secreta esperanza de que en algún momento había que parar en algún lugar y formar una familia feliz. Como si la felicidad de los demás tuviera que parecerse a la de uno mismo.

Volví a dejar el móvil en la mesilla de noche y vi como se despertaba la chica italiana.

—¿Te llamas Gina?

Asintió mientras se desperezaba dejando los pechos a la vista y tiraba de mi toalla para que me tumbara junto a ella en la cama. Hicimos el amor rápidamente como animales desconocidos, como un puro desahogo genital en el que no hay corrección ni hechos extraordinarios —después de todo, pensé, éramos dos desconocidos sin datos y con ganas—; me levanté buscando el ordenador con la excusa de que tenía que enviar unos correos al trabajo.

—Ya veo que no eres de los que invitan a cenar. —Tuve que pensar mi frase antes de responder a eso. No me dio tiempo. Ella siguió—: No es que haya puesto esperanzas, tranquilo, es que eres de los que se curran la conquista, pero dejan pocas palabras para las despedidas. ¿Me equivoco? —Fui a abrir la boca para hablar. Me puso la mano en mis labios—. Non ti preocupare. ¿Ves mis manos? No soy una mujer de anillos, tampoco espero uno de esta cita.

—Eres muy habladora —me desenganché a decir sin acertar con la frase.

—Supongo que el día acaba de empezar y los dos tenemos muchas cosas que hacer. ¿A qué te dedicas?

—Soy fotógrafo.

—Ah, sí, me lo dijiste anoche —dijo, y se pasó la mano por los ojos para despertarse—. ¡Qué memoria! Y… ¿eres fotógrafo de bodas, de prensa, de modelos…?

—De ciudades —respondí.

—Ah, esas no se mueven. No tienes que invitarlas a cenar.

—Te equivocas. Las ciudades se mueven más de lo que imaginas.

—No creo que tengas tiempo de explicarme eso, supongo.

—No sé. Hoy estoy muy ocupado. Es… trabajo. Tengo varias reuniones. En cualquier caso, gracias por ofrecerte, Gina. No suelo quedarme cuando…

Y entonces ocurrió. Casi quedo como un cretino al intentar acabar la frase para justificarme. Levanté la mirada buscando una salida y la ventana me ofreció un cielo despejado. No así mi cabeza. Cuando volví los ojos hacia ella, estaba mirándome fijamente.

—Es una pena.

—Supongo.

—¿No me vas a preguntar a qué me dedico?

—Creo que me lo dijiste anoche.

—¿Ah, sí? Pues a mí me da que no. De pequeña solía evadirme de la misma manera de las preguntas incómodas, me lo invento todo, creo que somos bastante parecidos.

—Supongo —me repetí.

—¿Puedo ducharme? —me dijo para zanjar la conversación. Era de las que se levantan cubriéndose los pechos con la sábana.

—Por supuesto.

Observé cómo se dirigía desnuda hacia el baño caminando de puntillas como si llevara tacón, moviendo las caderas y los hombros de manera lasciva. De pronto tuve más sed y más ganas de sexo. Siempre me pasaba lo mismo, empezaba a sentir el deseo cuando las relaciones se acababan. Aunque, a decir verdad, aquello no era una relación. Pero me recordó a todas las anteriores: ponía el punto final y empezaba a amarlas ese día. En el olvido se me daba mejor querer.

Se metió en el baño, lleno todavía de vapor, y se perdió en la niebla como aquellos ciervos del cuadro del salón; yo empecé a vestirme y a recoger la cámara de fotos y la cartera para dar una vuelta por Roma. Al cogerla cayó una tarjeta con el nombre de Alejandra en el dorso y un teléfono largo de un restaurante bonaerense, De Ollas y Sueños, de Monte Grande. Había pasado unos meses vagabundeando por Argentina. Encontré aquel lugar pequeño en el que invitaban a pasar con un divertido cartel: My kitchen is for dancing. Estaba lleno, pero me hicieron hueco junto a una ventana, bajo unas fotos. «Soy crítico gastronómico, ¿puedo?». Sé que no me creyó, pero cuando se fue quedando vacío hizo lo mismo: «Soy crítica de hombres, ¿puedo?». Y se sentó en la silla vacía que me había hecho compañía aquella noche. Le gustaba Europa y hablaba un perfecto francés, y eso era suficiente para unirnos en una animada conversación llena de giros, de la política a la cultura, y de la cultura al coqueteo. Y así fue cómo acabamos apagando las luces en su habitación después de una botella de un delicioso vino. En aquellos días de ruta hasta el glaciar de Perito Moreno no fue la única, pero sí la única que me impactó. «Igual que existen diferentes colores de ojos, existen diferentes formas de ver el mundo. ¿Tan difícil es de comprender?».

Tras los días en la provincia de Santa Cruz fotografiando el imposible azul del hielo, hice unos cuantos viajes cortos por Chile, Perú, Ecuador y Colombia. Allí fue cuando me dije que lo mejor era volver ya hacia casa con los reportajes hechos, las tarjetas de la cámara llenas y una veintena de hoteles diferentes en los que intentas ser diferente también. Qué extraño, viajar era huir. Pero ¿de qué? ¿En busca de qué?

Unos minutos después, Gina salió envuelta en una toalla grande y empezó a vestirse con la ropa que andaba desperdigada por el suelo de la habitación.

—¿Puedes darme un zumo de la nevera? —dijo mientras se enfundaba las botas.

—Claro. ¿Naranja?

—Me da igual, es por tomar algo. Porque estoy segura de que no pensabas tampoco invitarme a desayunar. —Se detuvo un instante y sin resistir el tono sarcástico se limitó a decir—: Yo también tengo trabajo, no importa. No hagas esfuerzos por ser cortés.

Me lanzó una sonrisa de suficiencia y supe que correspondía a «Eres un guapo orgulloso que no sabe lo que quiere». Quise acercarme a ella, darle un abrazo y preguntarle por su trabajo, pedirle el teléfono y volver a besarla. Pero no me salía, como otras veces. Sin dejar de mirar cómo se había ido poniendo el tanga, los vaqueros, el sujetador, la camiseta, el jersey y el abrigo marinero fui recordando la noche: el beso en la mesa de mármol que hay en la esquina junto a la escultura, la risa al tirar con el cargador sus maquillajes en el suelo enredados con el cable, el taxi camino del hotel, el lúbrico magreo en el ascensor del hotel, la cama y su olor a perfume de vainilla.

—Disfruta de la ciudad y hazle muchas fotos. Roma es siempre una buena opción. No cambia de cara. Nos gusta así, desconchada, desordenada, sucia y terriblemente bella. ¡Ah! Seguro que no tienes que invitarla a cenar. Es la mujer perfecta.

Un rayo de sol se coló entonces en la habitación dividiendo la escena en dos mundos y no tuve que moverme de mi sitio.

—Ah, por cierto.

—¿Qué?

Sonrió, parpadeó con burla y me dijo:

—Te equivocaste, me llamo Sofía.

Unos segundos después, se oyó el golpe seco de la puerta al cerrarse. Oí sus pasos por el pasillo porque me quedé en silencio, absorto en la memoria, en el recuerdo de otros tiempos. Me fastidió su chulería al corregirme, pero me dolió más escuchar el nombre de Sofía.