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EL DÍA DESPUÉS

Podía oírlos a todos en la planta baja, rezando tímidamente, y pienso ahora que debería haberme bajado a velar el féretro de papá, pero más que ver aquella caja lo que me resultaba desesperante era escuchar los sollozos de mamá. Adivinaba el drama familiar bajo mis pies y me quedé pensativo, tratando de comprender sus lágrimas. Me acerqué a las escaleras y, desde allí, sentado en el escalón y en pijama, asistí a una escena que se alargaba horas.

Liz no paraba de llorar junto a las tías, que la tenían agarrada por los hombros para que sintiera el afecto familiar. La tía Visitación servía vasos de agua con hielo porque hacía un calor terrible; el ventilador del techo y otro que habían puesto con un alargador subido a una silla movía los pétalos de las coronas de flores en las que ponía «Tu familia» y «Te recordaremos» escrito con letras doradas. Sonaba raro leerlo separado, sin ninguna conexión entre las dos frases, como si estuviera hecho a propósito por el florista, pero las cintas se movían y a mí se me mezclaban las letras y el significado. Las imaginaba despegarse y volar por encima de sus cabezas, huyendo también del cazador, por encima del féretro.

Mi hermana se inclinó y le tocó la cara a papá. Mamá se quedó a su lado.

—Papá —dijo gimiendo.

Yo apoyaba la cabeza en los barrotes de las escaleras y miraba mi reloj nuevo. Encendía el botón de la luz verde y la apagaba de manera nerviosa. Así estuve mucho rato hasta que sentí la respiración de papá en mi cuello. Bajé corriendo las escaleras hasta el velatorio y me abracé a mamá lloriqueando, más indefenso y desabrigado que nunca. Asustado.

—Justo, súbete a la habitación, aquí no haces nada.

Su voz era temblorosa. Yo respondí seco:

—No quiero.

—Venga —dijo Esperanza, cordial pero concluyente, que estaba de pie, acercándose a mí—. Te llevo a la habitación y me quedo contigo.

—Que no quiero, que me dejéis.

—A papá no le gustaría que lo vieras así, y menos tú, que eres su pequeño.

—¡Era! ¡Está muerto! —soltó mi hermana.

—Liz, no hables así a tu hermano. Él no tiene la culpa.

—Hablo como quiero.

—Visi, llévatelo a la cocina.

Era mi madre la que reaccionaba para separar el drama en varias cintas, como las letras de las dos coronas.

—Venga, vamos a la cocina. Esto no es plato de buen gusto… Vamos. Te pongo leche con Cola Cao y nos quedamos un rato hasta que te entre el sueño otra vez. Hablamos de lo que quieras.

—Tía —dije—. Es que no quiero hablar de nada.

—Bueno, pues te pongo la leche y te hablo yo… Te cuento cosas. ¡Será por anécdotas! ¿Hago torrijas? ¿Quieres? Y les echas toda la leche condensada que quieras, como a ti te gusta.

Me despedí con un beso de mamá y me alejé en dirección opuesta al féretro, hacia los cristales donde la caja se veía en un siniestro e infinito caleidoscopio.

—Pobre, el niño. Tan chico y sin padre.

—Así es —dijo la otra vecina.

—El hijo del irlandés… el único muchacho de la familia.

—Se va a hacer mayor antes de tiempo. Si algo bueno tiene esta desgracia, es que estos golpes le servirán de ayuda. Será un niño fuerte. Si no lo es ya.

—¿Cómo olvidarlo?

—Fíjate, la vida, se viene enamorado, buscando fortuna, deja su paraíso y… ¿Quién le iba a decir?

—Parecía tan decidido para todo…

Chirrió la puerta al salir y dejé las conversaciones atrás. Mi paraíso era yo. En ese momento, la cocina.

Visi ya estaba cortando el pan duro mientras yo me apoyaba en la ventana, abiertas las hojas de par en par al patio, y miraba el limonero atado con cuerdas. «Ya has oído, ahora eres el hombre de la familia y debes crecer rápidamente, mamá te necesita; y tu hermana, aunque no lo parezca y se haga la fuerte, también —me dijo—. Tu hermana también», remarcó. Era lo último que esperaba en ese momento, un sermón de mi tía. Después de todo, y por mucho que me dijeran, tenía toda la vida por delante para llorar o para olvidar. Hice poco caso porque estaba ausente, pensando que hacía unas horas mi padre había estado allí sentado, fumando, mientras se enfriaban los platos de solomillo y longanizas al aire del limonero para las fiestas. Yo miraba la luna entre las ramas retorcidas mientras revolvía respuestas y recuerdos.

El calor era insoportable, más con la sartén de aceite hirviendo y el humo que subía al extractor; me descalcé y moví los dedos en el suelo sintiendo los azulejos que estaban fríos. Fui caminando como un autómata por la cocina, sin pisar las rayas, poniendo cada pie en una baldosa, mientras ella bañaba el pan en la leche y disponía un plato con huevo batido y otro con azúcar para amontonar las torrijas al sacarlas fritas.

A partir de entonces, los recuerdos volvieron a mi cabeza de forma inconsciente. Primero los del día anterior, en plena fiesta del pueblo, con la procesión de la patrona, el bar y el alcalde, las copas y las canicas de colores rebotando en el zócalo y, ahora, botando en mi cabeza. Recuperé el camino que hice con él hasta llegar al coche, hablando de Ava Gardner, mientras pisábamos lavanda cortada y hierbabuena de la romería, el cucurucho de altramuces que me pedí al pasar por uno de los puestos de la feria y los chicles que compré con lo que llevaba en el bolsillo. «Sobra con los altramuces —me dijo papá—, te va a entrar dolor de tripa y luego me dirás que te lleve a casa». «Bueno», dije resolutivo. Y salí del bar un segundo y los compré sin que se diera cuenta.

Nosotros, aquella peripatética familia, vivíamos entre la culpa, las mentiras y el disimulo. Disimulo como eufemismo de disfraz.

Ahora, mientras la tía musitaba anécdotas para entretenerme (que yo no escuchaba), el cristal geométrico de la puerta en el que hice corazones se me antojó perverso. Vi el féretro de papá otra vez repetido mil veces, como si la puerta cerrada que nos separaba quisiera recordarme de manera infinita que él estaba muerto.

Me giré hacia las torrijas asustado. Era inevitable.

—Un niño que ve morir a su padre va a tener que ser un niño fuerte.

—Soy fuerte. ¿No ves que no lloro?

—Pues vas a tener que llorar, Justo, guardarse las lágrimas no es bueno. Un día te pesarán y el dolor será peor. Ahora eres pequeño, mi pequeño Justo… Ven aquí. Llora.

Era un deseo extraño. Me cogí a sus faldas y esperé abrazado a ella un rato hasta que comprendí que posiblemente la necesidad de llorar que imploraba para mí era únicamente para desahogarse ella.

Oí que la puerta se abría a mi espalda.

—¿Estás bien, Justo?

Era mamá.

Yo me encogí de hombros. Ni siquiera entonces, ante la obviedad del dolor y un padre muerto, podía dar una respuesta definitiva.

—Deberías haberte quedado arriba, aquí están todas las tías, las vecinas, que van a estar toda la noche, y los amigos de papá. En breve amanece y vendrá hasta el alcalde.

—Os pongo torrijas.

—¿No crees que estarás mejor en la cama? Mañana va a ser un día largo también.

—No lo sé. Era papá.

—Justo, hijo, esto es muy duro para todos y más para ti.

—Come tú también, Teodora, que la tarde ha sido muy larga y la mañana va a ser peor. No estás en condiciones de estar así todo el rato, sin comer aunque sea un poco.

—Visi, tengo un nudo en el pecho, en el estómago… Estoy que no estoy. Ya habrá tiempo de comer.

—Sí, Teo, habrá tiempo de comer y de hablar, tiempo va a haber para todo. ¡Será por tiempo! Pero ahora así no te quedas. Comes algo. Coge una torrija. Están recién hechas. Soy tu hermana mayor, no me hagas que parezca nuestra madre.

—¡Ojalá estuviera ella todavía! —se lamentó mamá.

—Si estuviera ella, muchas cosas no habrían pasado…

El tono de la tía había ido engordándose conforme se dirigía a mamá.

—Es que… —empezó a derrumbarse sobre la mesa—. Ahora no sé qué va a ser de nosotros.

—Mira, te puedo dar muchas razones por las que vas a levantar la cabeza, vas a comerte esta torrija y vas a llevar una vida normal. Estamos aquí todas. Y ellos.

Yo estaba pegado a la pared, como un calendario, nervioso y preocupado por mamá, que se abatía con la cabeza escondida entre sus brazos.

— …Y como no quiero hablar más de lo que me toca en una noche como esta, me voy a callar. Bastante has pasado, Teo, bastante…

—No entiendo a qué te refieres.

—Soy tu hermana. No hace falta que me engañes, pero sobre todo no te engañes a ti. Piensa en Justo, tu pequeño.

—De vez en cuando me recordaré que no soy como él me veía. Como me hizo creer.

—No, querida, no somos como nos ven. Somos como queremos. —Se calló y me dijo, cambiando el tono de voz—: Justo, cariño, ven aquí.

La tía se levantó y me pidió que fuera a consolar a mamá. Obedecí enseguida y me quedé con ella, partí la torrija en dos con los dedos y empecé a comer mi trozo para que se animara también ella.

—Si como yo, comes tú. ¿Vale, mamá?

La tristeza de mamá había acaparado de tal manera mis pensamientos que estaba olvidando que papá estaba fuera, metido en un ataúd, vestido de traje de boda, con los pies atados con un pañuelo, una sonrisa incomprensible, rodeado de gente y con dos cintas —«Te recordaremos», «Tu familia»— en las únicas dos coronas que estaban dejadas caer en el aparador.

—Háblame del colegio —me pidió, acercándose el plato.

No sabía por dónde empezar.

—Hemos puesto cartulinas en la pared, por grupos. Yo voy con Marc, Ferran, Germán y Manu. Hemos hecho un trabajo de una ciudad con todos sus monumentos y las fechas importantes desde su creación.

—¿Y cuál habéis escogido?

—Roma. Me parecía la más llamativa.

—A papá le habría gustado que cogieras Irlanda y que hablaras de San Patricio y de sus tréboles.

—Ya, pero a mí me gusta más Roma y he convencido al resto. Hemos dibujado el Coliseo, una fuente de Trevi, una columna… y una perra que da de mamar a dos bebés que se llaman Rómulo y Remo.

—Bueno, está bien. ¿Y habéis sacado buena nota?

—Era sólo una exposición, de momento lo hemos puesto todo en la pared. En grupos. Otros han hecho África, como si fuera un país, pero doña Mercedes les ha dejado. En el fondo han dibujado animales y árboles. El nuestro es mejor. Lo hemos titulado «Ayer, hoy y mañana».

—Qué bonito —dijo la tía, uniéndose a la mesa—. Parece un bolero. ¿Lo ves, Teo?, qué hijo tienes… Ya verás cuando sea mayor. Al final, las cosas llegan y este muchacho va a ser… Por ti.

Mamá se tomó una pastilla con un vaso de agua.

—Verás, hoy las cosas son muy raras, pero todo cambia. Te lo digo yo que tengo más años que nadie. Es la única colección que merece la pena, los años. Las primaveras se repiten, llegan nuevas, y los otoños, y los inviernos… Incluso habrá más noches de San Juan. Si lo bueno es que os quedan muchos hasta el ensayo general.

Tía Visitación me cogió del brazo mientras Esperanza recogía los cacharros de las torrijas y rellenaba más jarras de agua. Fue ella la que se comió el último trozo después de guiñarme un ojo.

Salió secándose las manos y llamó a Isolina para que se acercara a por las jarras y cambiara los vasos sucios por limpios.

—Quizá habrá que pensar en lo que quieres ser de mayor.

—¿Cómo dices, tía?

—¿Que qué te gustaría?

—Quiero ver mundo. Yo quiero viajar.

Pero mamá no me escuchaba, estaba pendiente de las voces del salón donde velaban a papá muerto. «¿Quieres comerte lo que me queda?», me dijo limpiándose el azúcar de las manos. Mamá me cogió la cara y me empezó a dar besos llenos de lágrimas. Estaba totalmente destrozada y yo, en cambio, asistía a aquella ceremonia de adiós como si fuera un espectador, hierático y ausente, al que no le gusta lo que está pasando.

Mamá me apretó las manos entre las suyas y me sentí responsable de su temblor.

El desfile de la caja, a hombros por los amigos de mi padre, bajo las bombillas de colores de las fiestas se me hacía chocante. Pero así es la vida, insólita. Como yo, a falta de lágrimas, decidí estar antipático, callado y sin decir nada hasta que acabó el funeral y todos volvimos a casa. Papá fue enterrado en un nicho «alto», según oí a las tías cuando entrábamos en el patio. «Cerca de Dios», dijo Isolina. «Allí está bien», contestó Visitación, abriendo puertas y descorriendo cortinas.

No fui en toda la semana al colegio, fingiendo que estaba con dolor de cabeza. Entendieron que la pena ante la ausencia real de papá me había llegado de improviso. «Ahora es cuando empieza el duelo —decían—. Pobre Justo». Mamá se pasaba el día sin decir nada, a veces suspiraba, y se volvía para que no viera que se le llenaban los ojos de lágrimas.

Yo creo que mamá lloraba porque con papá también había enterrado alguno de los años más felices de su vida.

Yo, esos años, no los vi.

Cuando lo pienso, me doy cuenta de que nunca conocemos del todo a nuestros padres. Que mamá también fue niña. Que jugó con sus amigas. Que soñó con ser maestra, enfermera, cantante… Que estrenó su vestido nuevo y lo paseó por la calle sintiéndose la más guapa. Que sintió vergüenza al ponerse por primera vez el bañador delante de los chicos. Que se emborrachó con alguna copa y se puso graciosa y bailó hasta el amanecer. Que se durmió alguna noche pensando que llegaría el día de su cumpleaños. Que soñó con el hombre de su vida. Que tuvo su primera cita a escondidas de los abuelos, sus padres. Que todo se mezcló. Que tuvo su primer desengaño y sus primeras lágrimas de amor. Que no pensó que el dolor llegara tan pronto, ni tampoco que los años fueran sumándose rápida e inexorablemente sobre sus hombros.

El alcalde no suspendió las fiestas por su amigo, mi padre muerto. Sin embargo, llovió toda la semana sin parar. Los mozos tuvieron que desenchufar las luces de colores y los banderines de papel que se enredaban con los cables mojados de manera peligrosa. Las tías se pasaron todos los días en misa y nos comimos todo lo que se había preparado en tuppers para las fiestas de San Juan.

Pronto llegó el sol, como yo tenía previsto.