POR CAMINAR EN TUS ZAPATOS
Roma, 14 de febrero, 17.30.
«¿Recuerdas, mamá, cuando te dije que te compraría unos zapatos con mi primer sueldo?». Rememoré, como si lo estuviera volviendo a decir con aquella voz de niño que crece con ganas de ser mayor urgentemente, mientras miraba a mi madre sentada en la iglesia, de espaldas, y a mi derecha se colaban unos turistas, de esos que van con prisas y mapas desplegados. «Quiero que mi primer dinero sea para comprarte unos zapatos. ¿Verdad, mamá? ¿Verdad que será mi primer regalo?». «¿Lo recuerdas?».
Los rayos del sol habían entrado sin permiso en la basílica de Santa Maria in Trastevere. Las sombras y los reflejos eran un juego de colores que enmudecía mi presencia. Llevaba el bolsillo del abrigo lleno de tus notas, coleccionadas y conservadas y releídas y aprendidas y pegadas y tatuadas. Todo eso que siempre me escribías para dejarlo junto a la almohada yo lo tenía guardado desde el primer día. Primero fue quedándose en la caja forrada de vaqueros del Oeste, luego pasó a una carpeta que me sobró del instituto y, con los años, cuando empecé a viajar por el mundo con la cámara, las metí en sobres como si fueran cartas para leerlas como si me acabaran de llegar y me hablaras. En realidad, llevaba años guardándote a ti. Porque guardar tus letras era guardar tus pensamientos y, siempre, como la raza humana es débil por naturaleza y yo lo he sido en más ocasiones de las necesarias, recurría a ellas como quien recurre al alcohol para subirse el ánimo. Y en cada nota yo me descubría como un ser nuevo.
—Cuando te encuentres mal, sube el volumen de la música.
Ya me hubiera gustado parecerme a la tía Visitación en esos momentos de anemia emocional y hacer caso a sus palabras. «Menos mal que no has salido a tu padre, menos mal», decía ella. Y lo repetía moviendo las alas de su falda para volar a su modo y quitarse las migas de la comida al mismo tiempo. La respuesta que quedaba entre líneas era que el segundo armario de la cocina estaba muy desatendido —afortunadamente— desde que él murió. El único vino que quedó en nuestra nueva casa era el jerez para las comidas, el anís de la Visi y el moscatel para las visitas que mojaban la tarde con roscos de canela y conversaciones sobre el tiempo.
La iglesia romana tenía el olor que tienen las iglesias cerradas. Esa paz extraña que mezcla madera, cirios calientes y la humedad de la piedra que va sorbiendo perfumes e inciensos. Igual que la capilla de Calabella. Lo único que de verdad me apetecía era sentarme al lado de mamá y hablar largo y tendido de los recuerdos, pero me invadió de lleno una repentina culpa. «Todo ha ido bien, ¿de qué te puedes quejar? Soltaste únicamente las cuerdas del barco y la nave desapareció mar adentro», me dije. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que la Madre y el Niño del altar éramos tú y yo, que no habían cambiado las cosas tanto, que seguías confiando en mí y que, a pesar de los traspiés y los errores, seguirías haciéndolo. Pero continuaba parado. Debería decir paralizado. Todavía estaba pegado a la pila del agua bendita como si papá me fuera a empujar al fondo. Mi defensa ante un jurado sería: «Entonces era un niño. Mi intención era ser feliz». Pero una parte de mí, esa que a veces recapacita y remueve los cajones, seguía castigándose por el pecado.
—Tía, y si he pecado… ¿qué hago?
Noté que la Visi se concentraba.
—Vamos andando hacia la calle, que te dé el aire, que los niños no pecan, que si pecan es de buenos, y tú eres bueno. Y… ¿sabes qué?
—¿Qué, tía?
—Que el tiempo cura los pecados de niño. Porque se olvidan y porque el resto los olvidamos.
Me abrazó y me llenó la cara de restos de azúcar.
—Yo, que lo sepas —remarcó—, no me he dado cuenta de tu pecado y si la tía Visi no se ha dado cuenta de tu pecado es que nadie se ha dado cuenta de nada. Así que no lo vuelvas a repetir y punto.
Efectivamente.
—No, no. Si no lo voy a repetir.
Silenciamos los dos. Nadie dijo nada por unos segundos. Mi corazón iba tan alterado que podían moverse los botones de mi camisa. Arrancó ella a hablar de nuevo.
—El tiempo pasa y… —añadió—: El tiempo está de tu parte.
—Y tú, tía, ¿estás de mi parte? —pregunté cómplice, ofreciendo pistas infantiles con ganas de agarrarme a las alas de su falda.
Se lamió los dedos en los que debían quedar más restos de azúcar de algún dulce que estaba haciendo y me dijo:
—Querido Justo, el tiempo, yo y todos estamos de tu parte. No podemos cargar con el pasado, Justo, no podemos.
«¿Recuerdas, mamá, cuando te dije que te compraría unos zapatos con mi primer sueldo?», repetí hacia dentro en una muda pregunta mientras te miraba sentada de espaldas.
Ese ser producido que era yo, cuyo nacimiento llegó en una madrugada llena de lluvia (cuántas veces me lo habías contado el día de mi cumpleaños, ¡cuántas!, para que me hiciera a la idea del parto, de las lentas contracciones, de lo feliz y atropellada que fue mi llegada), estaba allí. Toda nuestra breve historia —cambiada con un perverso plan infantil que revolvió la casa, la familia y hasta la vida del pueblo— había sido distinta. O no, a lo mejor en el destino estaba que yo hiciera aquello y que nos tocara ser felices. O sí, en mis manos había estado cambiar el rumbo de todo.
Te los compré y estoy seguro de que lo recuerdas. Te compré con mi sueldo aquellos primeros zapatos porque era una promesa y porque siempre decías que necesitarías el tacón para ser tan alta como yo, que había crecido mucho y que sería como ir a mi paso caminando. Toda mi vida he pensado en esos zapatos, en los tuyos. Y mi mayor obsesión desde niño ha sido crecer para trabajar y esperar cuatro semanas a que me pagaran para —lo recuerdo como si fuera hoy— ir a la zapatería a elegir unos de tu número. El 38. Así fue.
Y cuando sonaron las campanillas de metal de la puerta de aquel establecimiento al que iba por primera vez, porque yo tampoco he sido de comprar muchos zapatos, sino de agotarlos por comodidad, sonó tu voz con esos carrillones y fue como si alguien arrancara las hojas de los meses de muchos calendarios, una tras otra, arrastrando el tiempo a la fuerza, para que desde aquel día en que te lo prometí de pequeño y ese otro día en el que cumplía la promesa no hubiera más que una insignificante elipsis temporal.
Un joven dependiente se aproximó a mí para ver qué deseaba.
—Unos zapatos de madre, de mujer, quiero decir.
También recuerdo su cara de sorprendido. Yo ya era fotógrafo y esos gestos de pasmo, como de sobresalto y recelo, sabía lo bien que quedaban al revelarlos en el laboratorio. Pero no llevaba mi cámara, llevaba el dinero en el bolsillo.
—Para mi madre.
—Para su madre —repitió como un eco.
Y en ese momento en el que él, ya fuera de la incertidumbre absurda, dijo «su madre» en una resonancia de dependiente que empieza en el trabajo y quiere ser amable, yo me metí las manos en los bolsillos —como de niño, ¿recuerdas?— para que la reverberación de la palabra no hiciera más estrépito en mi emocionada ilusión: tus zapatos.
—Mi madre lleva el número 38 y es una mujer muy sencilla. Querría algo normal.
Me giré buscando algo que me recordara a ella entre aquella inmensa galería de pares impares y precios en rojo.
—¿Ha pensado en algún color?
No contesté. Me quedé abstraído en un reluciente mar que, entre unas barcas cubiertas de redes y velas plegadas, aparecía pintado en un cuadro tras el mostrador. El cielo, más claro que el mar, también azul, me llevó al verano. En Roma, esa tarde de reencuentro, hacía frío. De hecho, tenía los pies helados y podía sentir todos y cada uno de los azulejos bizantinos de la basílica de Santa María bajo los míos. Siempre hace frío los 14 de febrero.
Te acuerdas, mamá, ¿verdad? Dime que te acuerdas de cuando llegué a casa con la caja envuelta en un papel de camelias dibujadas —aún no lo sé, porque nosotros nunca tuvimos camelias en el jardín, pero debían recordarte a Francia y a esos libros de Hemingway y su París— que busqué a propósito para la caja. Era como si llevara un joyero. Esos zapatos eran la promesa y la confirmación de que todas tus notas sobre mi almohada habían surtido efecto, que igual que yo cambié nuestra vida con mi plan, tú habías cambiado la mía con tus palabras. Qué poco hablabas en persona y cuánto hablabas entre líneas.
Sonó una música de órgano en el templo y te moviste ligeramente en el banco buscando de dónde venía el sonido. Yo me estremecí porque todavía no estaba preparado para sentarme a tu lado.
Me invadió de lleno todo tu amor al meter mi mano en el bolsillo y como en un sistema braille notar tus letras en mis yemas. Cerré los ojos. Al abrirlos eché a andar hacia tu asiento para ponerme a tu lado, pero con ganas de acurrucarme en tus brazos.
Hablé. Me temblaba la garganta.
—Mamá. Soy Justo.