CAMINANDO A SANTA MARIA IN TRASTEVERE
Roma, 14 de febrero.
A lo largo del día de cumpleaños de mamá, tras abandonar el hotel y la suerte de aquella chica, tuve tiempo de parar en muchas cafeterías para pensar cómo iba a explicarle todo tantos años después. Fui sumando cafés como quien suma preocupaciones, uno tras otro, una tras otra. Ni siquiera me di cuenta de que no tenía ni sueño.
Estaba picoteando una galleta cuando el camarero volvió con otro espresso.
—Mi señora dice que cuando tomamos mucho café es que tenemos prisa porque suceda algo.
—No sé si es mi caso.
—¿Está casado? ¿Turista?
—Ni una cosa ni la otra. Estoy de cumpleaños. Y creo que me falta lo principal.
—Por favor, no me diga que falta…
—Exacto. El regalo.
El camarero frunció el ceño.
Mamá nunca había querido que le hiciera regalos porque era «gastar por gastar». «A mí, con que me quieras mucho me basta», decía. Pero yo fui incapaz de dejar a mi madre sin regalo ningún año, ya podía ser un absurdo jarroncito del mercado de los jueves en Calabella, un jabón envuelto en papeles de colores o una pulsera que había hecho con bolitas de madera pintadas. Esta vez, contraviniendo a mi forma de ser y quebrantando mi historia, le había hecho caso y venía vacío.
Se había acabado la infancia y también había puesto fin a las sorpresas. Es más, tenía la sensación de que ella ya sabía cuál iba a ser mi regalo, por llamarlo de alguna manera. «Me harías el favor de quererte», me decía siempre.
—Muchacho. El café frío es un espanto. Le pongo otro. Corre a cuenta de la casa… y de sus pensamientos.
Ahora fui yo quien meneó la cabeza como agradecimiento. ¿Somos en algunos momentos transparentes como una fotografía mal revelada? Supongo que sí.
—Deje de darle vueltas a su quebradero. En el caso de que sea pasado, es pasado. Y si es futuro, no ha llegado.
—¿Y si es todo a la vez?
—No entiendo muy bien. Lo siento, pero ahí sí que ya no sé adónde quiere llegar.
—Lo voy a resumir: mi madre cumple años y le debo una explicación desde hace treinta años. Y lo único que me está salvando es este bendito café que tanto me gusta. Reconozco que esto no es una respuesta, pero aquí me tiene.
—Las madres… Cómo nos perdemos cuando no están… ¿Cree que no va a ser capaz de entenderle? Estoy seguro de que sí. Si ella vive aquí en Roma, ya tiene ganado la mitad. Ellas no necesitan explicación, las tienen todas. Estoy convencido de que eso que tanto le preocupa no tiene ni la mitad de peso del que usted le está poniendo. ¿Es usted religioso?
—No lo sé.
—Pues le invito.
—No, no, no… por favor.
—Si estuviese mi madre viva, desearía tener la misma preocupación que usted. En cierta medida le envidio. Hable con ella. Todo irá bien.
Suspiré al recordar la frase y prometí volver al café. Algunos recuerdos te parecen tan extraños, tan increíbles que, pase el tiempo que pase, tienen el mismo olor a madre. Y aunque no tengas deseo de que regrese esa época, vuelves sin querer.
Decidí almorzar en un lugar próximo a la Fontana di Trevi, Il Chianti, una vinería en la que me pasé de tinto por culpa de la lluvia y el violento frío húmedo que vestía la ciudad, en la que ya había estado y que encontré de nuevo por casualidad al salir de mi hotel. Revisé las fotos de la chica de la noche anterior y amplié en el visor varias veces su cara pegada a las sábanas como una mezcla de sueños y deseo. Después aumenté sus pechos, su culo y el sexo adivinándose entre las nalgas. A lo mejor me estaba cansando de fotografiar ciudades y la erección estaba pidiéndome volver a la carne femenina.
—Vino, acqua, ¿qué desea, señor…?
—La carta, por favor.
Retiré la servilleta, eché aceite en el plato y mojé uno de los panecillos como si volviera a su cuerpo, con el hambre que deja el placer y la satisfacción. Tenía tanto apetito en ese momento que me habría comido todo lo que, a modo de poema a mano venía escrito en la carta, pero los pensamientos que iban y venían me convertían el estómago en un espectáculo de ansiedad incapaz de decidir.
Los dos hombres de la mesa de al lado estaban parloteando —gesticulando a mano alzada como típicos italianos—, mencionando apellidos de políticos corruptos y fuentes de información de dentro de la administración, así que deduje que eran periodistas del Congreso confiados de que la escasa clientela en aquella vinería no molestaba a sus confesiones. Los dos bebían animosamente y soltaban las únicas carcajadas del local, así que pedí el mismo vino que ellos. La etiqueta y el resultado de bravura que les provocaba era perfecto para mi indecisión. Comí pasta rellena y pedí burrata para acompañar.
—¿Más vino?
El camarero vació la botella en mi copa.
La lluvia se había detenido y me di cuenta de ello cuando quise fotografiar la ventana de la vinería. Había estado mirando la galería de imágenes del móvil por entretenerme y me apeteció enviarle una foto a la chica de Buenos Aires. «Como si comiera contigo, besos», tecleé en el abecedario y disparé la foto sin flash para no parecer un quinceañero. Ya no caía una gota, apenas las que se descolgaban de las flores del exterior lagrimeando ligeramente. El pavimento de adoquines brillaba reflejando Roma dos veces, pensé en aquella bobada de «Roma al revés es amor» que decíamos en el colegio. Una simpleza que sólo entendíamos los españoles. Ni franceses ni ingleses, ni siquiera los italianos, podían hacer la gansada de jugar con el espejo de la palabra AMOROMA. «La ingenuidad se pierde si quieres perderla —decía Visi—. Mira a la Honorina, qué majadera es y lo contenta que vive».
—¿Qué vas a hacer? ¿Matarla? Matarla no puedes, la tienes que dejar.
Lo repetía siempre con las mismas palabras como un calco de ella misma. Yo, entonces, pensaba que nunca dejaría de sorprenderme ante su abanico de disparates. Pero la vida pasó muy rápida y de la misma manera que cicatrizó heridas y puso tierra sobre los recuerdos, yo empecé a perder la ingenuidad como quien nada hacia lo hondo. Un día notas que no haces pie y ya tienes que aguantarte de otro modo. Flotar siempre viene bien, pero no te mueves. Toca nadar. Nadar para buscar la arena, nadar para dejarse llevar. «O para escapar», oí en mi cabeza como si me hablara papá.
El barco que teníamos… Bueno, la barca que teníamos, corrijo, era una chalana azul marino, blanca y azul turquesa con las letras en rojo —Teodora— pintadas en la proa y con la popa cuadrada. Tenía poco fondo y no era muy grande, así que servía para salir a pescar y pasar la tarde en verano cuando queríamos aprender a nadar sin manguitos. Papá me los quitó de golpe una mañana y me lanzó como si fuera comida para los peces. Acabé tragando agua y, esto es más importante, tragando orgullo. Hice lo que pude para salir a flote y manotear para mantenerme a salvo mientras me miraba orgulloso.
—Eres un hombre, ¿no?
—Claro que sí —decía yo, escupiendo agua salada.
—Los Brightman somos fuertes y siempre seremos fuertes.
—Sí, papá.
Yo escupía agua y él echaba humo de su puro puesto en pie en una barca que se balanceaba.
—Procura nadar, si no te ahogas.
—Ya —dije. Si no hubiera nadado, me habría ahogado, claro. Y habría muerto y supongo que se habría lanzado a por mí al mar, pero no sucedió ni una cosa ni la otra. Ni yo morí ni él se lanzó a salvarme. En la orilla, tumbada mirando al mar, con los brazos cruzados, estaba mi hermana Liz desternillándose para que la oyera.
—¿Te lanzo un salvavidas? ¡Justo! ¿Te lanzo un salvaviiid…? —gritaba descoyuntada.
—¡Déjanos, Liz, y deja de reírte del pequeño Justo! —gritó papá, haciéndose cómplice mío. No sirvió de mucho porque las olas parecían estar de parte de ella, engulléndome y burlándose de mí. Y yo realmente no veía modo de asumir mi misión en el agua de aquella manera tan drástica: morir o aprender a nadar. Pero resultaba evidente que si papá quería que aprendiera la vida a golpes, lo mejor es que no hiciera pie. ¿Qué pasó? Que mi vida ha sido una continua manera de mantenerme a flote, haga o no haga pie. Siempre perdido, equivocándome de dirección, metiendo la llave en habitaciones de hotel que no eran la mía y saliendo de corazones que tampoco lo han sido.
Lo único que le angustiaba a mi padre en aquel verano en el que rasgó los manguitos con una navaja de su llavero era que yo no demostrara que era un hombre de la familia, irlandés, un auténtico Brightman.
—¿Tienes miedo a la muerte? —me dijo al ayudarme a subir a la barca.
—No a la mía —solté, escupiendo sal.
Las letras rojas del nombre de mamá (Teodora) se reflejaban también en el agua. Me di cuenta de que ella era la que me ayudaría a flotar, el bote de salvación en el que podría confiar siempre, aunque me lanzaran sin protección en aguas turbulentas. La infalible brújula interior que me haría mantener el norte toda la vida. Hoy también. Por eso, al volver a la barca y tumbarme al sol en la tabla de madera que cruzaba la chalana de babor a estribor fue como si me abrazara a ella de cuerpo entero.
Papá remó hacia la orilla.
Liz seguía tumbada tomando el sol.
El mar era inmenso a mis espaldas.
Había aprendido a flotar.
Cuento todo esto porque los periodistas que hablaban en voz alta de política y corruptos, algo habitual en Italia en uno y otro sentido, ya no estaban en su mesa y yo me había quedado con la mirada perdida en unas garrafas llenas de corchos de botellas colocadas bajo unas viejas redes de mar. La mente se va donde quiere, tan lejos como quiere y vuelve tan pronto como notas que nada existe ya. Me sigue pasando esto muchas veces. Lo llamo evaporarse, porque desapareces sin tu propio permiso, unas veces por una imagen, otras por un aroma. Precisamente eso. Me puse la mano en la frente, la tenía fría, tal vez de la evaporación momentánea. No sé si el camarero había dejado allí la cuenta, mi café ya estaba frío, el tiramisú derretido y en la ventana había empezado a salpicar el agua de las flores que colgaban y lagrimeaban lluvia. Miré la escena y decidí apurar lo que quedaba de vino tinto. Allí, exactamente dentro de ese restaurante, olía a lavanda. Pero no a lavanda de perfume, sino a lavanda de la que llenaba la calle en mi pueblo para que la pisaran las mujeres vestidas de fiesta y trotaran sobre ella machacándola en polvo y polen los caballos engalanados. Un intenso olor a lavanda.
El ventilador de madera del techo de la vinería no se movía.
Llamé al camarero varias veces. No aparecía. Insistí. Cogí mis cosas y fui a pagar a la caja, justo al girar a mano izquierda, tras el arco donde se acababan las mesas y empezaba la salida, estaba la clave de la ausencia de atención. Allí, como en una Capilla Sixtina de botellas de vino de mil y una etiquetas diferentes, estaba besándose con una mujer que, por edad, parecía la dueña del restaurante; ella, sentada junto a la vieja máquina registradora, con los recibos pinchados en un clavo, y él abrazándola en un beso que me dio pena romper.
Tosí. Tan típico. La tía Esperanza habría hecho lo mismo si pillara a Isolina besándose con uno para separarlos. Yo, para diferenciarme de la genética, me giré hacia la puerta como si hiciera tiempo. ¡Tonto de mí! Los besos furtivos parecen eternos hasta para quien los evita. Justo en ese momento vi pasar a la chica del hotel caminando con un paraguas rojo en la mano.
—Lamento estropear el momento, me gustaría pagar, tengo prisa…
La dueña se volvió alarmada hacia mí con cara de desagrado.
—Disculpe. Sí. Esto es…
—¿Cuánto?
—A ver… Mmmm… Al café está invitado.
—Gracias.
—Un segundo y le doy la cuenta.
Oh, desde luego no quería dejar escapar el momento, además había escampado y la calle empezaba a llenarse otra vez de turistas en dirección a la Fontana di Trevi, lo que haría más difícil encontrarla en la multitud.
—¿Ha tomado tiramisú, verdad?
—No. Bueno, sí.
La señora arrugó el entrecejo mientras el camarero afirmaba con la barbilla que sí, que había pedido postre. Y, por lo visto, no le había hecho ninguna gracia que me dejara el plato sin tocar cuando fue a recoger la mesa. Volví la mirada hacia la puerta y sentí una punzada como las de siempre, esas que te dicen que llegas tarde otra vez. Así que allí estaba, intentando pagar y detener el tiempo en la calle. El rostro de la señora reflejaba perfectamente el fastidio por haberle roto el momento romántico con su amor y al mismo tiempo yo estaba notando que el mío se estaba también esfumando.
—Quédese con el cambio —dije, dejando el billete de cincuenta euros en el mostrador.
—Gracias. Disfrute Roma.
Ya en la calle encendí un cigarrillo, ese día no dejaría de fumar hasta el encuentro con mamá, y eché a andar hacia la Fontana, que se me apareció de pronto atestada de gente con helados a pesar del frío.
—¿Es usted español?
—No —dije.
—Disculpe.
No había modo de parecer invisible en un lugar así, preferí inventarme que era extranjero a todos cuantos paseaban y sentarme en el muro de la derecha ajeno a la multitud, consciente de que ya había perdido a la chica. Me giré a uno y otro lado, pero ya era evidente que era absurdo ponerse a buscar en medio de la zona más bulliciosa de Roma.
Me quedé sentado con la cámara en la mano, pero no quise encenderla.
Había nacido en una familia llena de gente y aprendí a ser silencioso en medio de las turbulencias. También es cierto que, con la perspectiva de los años, reconozco que eso también me había supuesto una cierta tendencia a la melancolía, y confieso que sucumbía a la soledad voluntaria. Lo hice bajo las escaleras de la casa de la abuela y lo repetí bajo el sauce llorón de la casa del acantilado. ¿Cuánto tiempo podía esconderme? ¿Cómo hacerme invisible? No sé. Me evaporaba como seguro de vida.
Estaba helado y pelín húmedo porque la piedra desde la que observaba a la gente mantenía el relente de la lluvia. «No puedes enfriarte, Justo —pensé—. Veo que vuelves a evaporarte y te quedas sin reaccionar». Hacía frío. «¿Qué quieres, constiparte? ¿Eh?». La gente subía y bajaba las escaleras de la Fontana, echaba su moneda con la mano derecha por el hombro izquierdo y sonreía para la foto. «¿Por qué no bajas, haces lo mismo y lanzas la moneda —me pregunté—? A lo mejor aparece la chica a la que has expulsado esta mañana».
«Es que no sé si quiero volver», me dije.
No se podía lanzar una moneda desde donde estaba apoyado; los japoneses abarrotaban todos los metros cuadrados de mi zona y taponaban el acceso. «¿Ves el frío que hace? Estás helado». Un café caliente en un café. Eso habría sido lo ideal, porque estaba húmedo y aislado, y me habría venido bien para recuperar el aliento. Nunca he hecho las cosas en orden desde aquel día de verano en el que anunciaron a Ava Gardner, y me he acostumbrado a improvisar. Tenía una larga batalla conmigo por mis costumbres, hábitos, manías… Llámalo como quieras.
«Por el amor de Dios, sal de aquí, te sobra gente, te falta abrigo».
Crucé la plaza entre la muchedumbre buscando ya lo imposible. Probablemente lo que no buscas aparece cuando es el momento, y en ese momento lo que buscaba era un café caliente. No dejaba de rondarme el relato de La vela de sebo, que había leído en el suplemento del periódico. Quedé sobrecogido al verlo, volvió a la memoria una tarde de Calabella.
—¿Tienes velas, mamá? ¿Dónde las has puesto?
Liz llevaba una palmatoria en la mano.
—Sí, claro, por supuesto… ¿Para qué las quieres?
Es como si me hubieran destapado aquella caja forrada con dibujos y fotos del Oeste que guardaba en casa. Me sentí desnudo, abrigado únicamente por el recuerdo.
En la prensa hablaban del hallazgo del considerado primer cuento del autor de El patito feo, Hans Christian Andersen: la historia de una vela que no hallaba su lugar en el mundo hasta que una caja de cerillas acudió en su rescate, iluminándola y dotándola de todo su sentido. Ese cuento, aventuraban, podría haber sido el primero de todos los que escribió el danés y había permanecido inédito durante casi dos siglos hasta su descubrimiento por un familiar. La prensa lo calificaba de «sensacional». A mí me daba miedo.
Escrito en tinta sobre papel amarillo, decía una tal Patricia Tubella, el documento fue encontrado en el fondo de una caja que contenía parte de los archivos de una familia danesa, los Plum. Durante su niñez, el autor contaba sus confidencias a la viuda de un vicario, Madame Bunklefod, a quien años más tarde quiso dedicar su primer cuento: «Para Madame Bunklefod de su devoto H. C. Andersen», rezaba la inscripción que el joven adjuntó en el manuscrito redactado cuando tenía unos catorce años. La familia heredera de la dama hizo una copia y la envió a unos familiares cercanos, los Plum, en cuyo legado ha permanecido desde entonces. Nadie había reparado en ella y en el valor que encerraba… hasta ahora.
Pensé en el secreto que debía contar a mamá esa misma tarde. Su regalo de cumpleaños. Una mezcla entre obsequio y confesión infantil dormida durante treinta años.
—¿Puede hacernos una foto?
—¿Perdón?
Estaba en mis ensoñaciones, como siempre. Cavilando.
—Que si puede hacernos una foto… Por favor.
—Bueno.
—¿Lo ve?, hemos notado que era español. Se nota. ¿También es turista?
—¿Cómo? ¿Por?
—Por la ropa.
—No sé qué decir. Estoy en Roma…
—¡Por amor! —me cortaron al unísono.
—Esta ciudad es perfecta —arrancó la chica, estirando la mano hacia mí con el brillo de su dedo anular—. Nosotros nos acabamos de casar.
—Yo también —dije.
—¿Nos ponemos aquí? —dijo ella, haciéndose hueco entre la barandilla y la multitud—. ¿Estamos bien?
—El amor sienta bien siempre —le contesté, intentando ser cómplice.
—Gracias —dijo el chico, agarrándola fuerte como si hubiera sentido que le arrebataban la propiedad.
—¡Qué ilusión, también recién casado!
—Ajá. Sonreíd.
Disparé varias veces para que pudieran elegir alguna de las fotografías porque la chica no dejaba de arreglarse el pelo mientras pegaba la cara a la de su novio, «su marido», como repitió masticando las letras. Enfoqué en la pupila de aquella recién casada y el verde de sus ojos me fue suficiente para evaporarme. Escuché la perorata que iba largando como un padrenuestro sin prestar mucha atención. Él y ella iban a pasar unos días en Roma, luego marcharían a Venecia y de allí en tren a Verona; me lo fueron contando mientras sonreían y volvían a guardar la cámara —a todas luces un regalo de bodas— en la incómoda bolsa negra que llevaba él en bandolera.
—¿No conoces Verona?
—Sí, sí —les dije.
—Tenemos tantas ganas… ¿Te gustó?
—Fui enamorado. Enamorado gusta todo. El lugar es lo de menos.
No sé si me entendieron porque hablaban del viaje como dos vendedores de agencia que van grapando papeleo y folletos con imágenes artificiales, más pendientes de los kilometrajes que de las emociones. Por entonces, yo me había vuelto a apoyar en el muro del otro lado de la fuente. Pensé en la pereza que me daban los viajes organizados al milímetro, horarios, desayunos, autobuses y, por el contrario, lo maravillosa que era la improvisación.
—De modo que… se nota que soy español.
Mi padre habría sacado la vena irlandesa para marcar el apellido en la cara de dos desconocidos.
—Sí. Cuando has nacido en un sitio, se nota. ¿No?
—No lo sé, la verdad.
—Yo creo que sí.
Se alejaron.
—¿Y si la vela decide pedir ayuda a una cerilla para arder en otro lugar? —dije cuando ya no me escuchaban, clavando la mirada en el agua de la fuente que reflejaba un fondo de monedas llenas de deseos.
La pequeña y entrañable historia de la vela fue probablemente escrita entre 1822 y 1826. Luego ya vinieron los cuentos que han sido leídos por generaciones y generaciones de niños. Todos menos la historia del encuentro entre una inocente vela y una caja de cerillas que logra insuflarle, dramáticamente, las ganas de vivir. La luz había sido una constante en las novelas de Andersen: «¿Habrán podido pasarlo mejor las velas de cera en sus candelabros de plata? ¡Me gustaría saberlo antes de consumirme!».