8

EL CUMPLEAÑOS DE MAMÁ

—Ponme otra cerveza —dije después de beberme el último trago caliente. Había llegado demasiado pronto al Trastevere y me había cansado de dar vueltas para hacer tiempo recordando no sé qué perdido por el laberinto empedrado y agarrado al móvil esperando su llamada. En fin, recordando mi vida, mis días, mi primer piso de soltero en la Via di Pelliccia, número 5, aquel estudio de una habitación, cocina y baño y mi primera cámara Nikon que me recordaba a la de Robert Capa—. Pero, por favor, me gustaría doble.

Hacer tiempo es algo que me habría gustado saber hacer, de momento estaba más acostumbrado a perderlo. Si supiera hacerlo como quien amasa pan, habría hecho tiempo para alargar aquel día de junio en el que se estrenaba el cine de verano. Años después, cuando recordase aquella noche del 23, juraría que no fue como pasó. No exactamente.

—Tome.

—No, no me deje patatas fritas.

—¡Oh, caballero! —dijo el camarero—. ¿Prefiere otra cosa?

Negué con la cabeza. Él hizo un gesto con la mano que podía significar cualquier cosa. Italianos.

Ampliando las fotografías de la chica me di cuenta de lo perfecta que era tirada boca abajo en la cama, de la piel tan suave, blanca y limpia, de las piernas duras y las tetas virtuosas. Aquella mujer ampliada en mis fotos era ahora recuerdo —otra vez— de un momento feliz. Parecía ser un coleccionista de instantes y mi memoria emocional empezaba a estar tan llena como esa cámara de fotos.

Bella donna —dijo el camarero, invitándose a la conversación.

—Vaya que sí.

—¿Suya?

—¡Oh, no! Mía es sólo la cámara.

—Afortunado. Parece una actriz. Una de esas de los cincuenta.

Sin Ava Gardner anunciada a bombo y platillo en aquellos carteles que recorrían el pueblo aquel 23 de junio de 1980 mi plan se habría venido abajo. Todo el mundo hablaba de la estrella de Hollywood. Yo podía pasear tranquilo por las calles en las que retumbaba la megafonía y la charanga junto a las vecinas que abrían sus puertas de par en par mostrando los portales encalados y relucientes de cera. Algunos chiquillos de mi edad —algunos de ellos amigos— corrían tras la furgoneta mirando el generoso escote de Ava en una vieja foto del bellezón salvaje. El estreno sacudía Calabella. Yo sacudí mi conciencia. A esas horas de la tarde ya tenía todo listo para aquella extraña noche de San Juan en la que no pedí deseos, los hice realidad.

La vida obliga muchas veces a remar contracorriente y todos somos salmones buscando el origen de todo. Lo había dicho aquella chica de Buenos Aires al apagar las luces. Así se sintió ella: como una mujer que me perdía en el mismo momento de sentarse a hablar. Qué manía con recordarlas a todas. Me detuve unos segundos al apagar la cámara y me puse en pie para mirar la calle.

—Pues el tiempo ha cambiado, para fortuna nuestra.

Yo miré extrañado al camarero.

—El tiempo. —Hizo ademán de mirar al cielo, levantando la barbilla hacia donde colgaban las copas del revés—. Es una primavera adelantada, justo ayer la tormenta era de órdago. Caían truenos.

—Endemoniados —dije mientras se llevaba las patatas, las devolvía al cuenco grande y yo daba el primer sorbo a la espuma manchándome los labios.

—Parecía Ángeles y demonios, como la película. Todo dramático.

—No la he visto, pero sí vi ayer la tormenta desde el taxi. Le aseguro que me impresionaba más la velocidad del taxista con semejante tromba de agua y unos parabrisas de segunda mano.

—¡Oh, los taxistas romanos! ¡Son héroes!

—Dirá que son héroes los clientes —dije escandalizado.

—Qué cosas dice.

—Pues la pura verdad.

El otro camarero, que calentaba la plancha para los bocadillos, se echó a reír y meneó la mano dando a entender que no le llevara la contraria.

—Hay mucho imprudente, tiene razón. Cierto, cierto. Pero a los romanos nunca nos pasa nada en el coche: nos salva tanta iglesia, que estamos protegidos por los santos y por Dios.

Las carcajadas que se escuchaban del salón del interior parecían la respuesta al comentario del barman. «¡Echa más whisky! —gritaban—. No te quedes corto». Unas risas llenas de alcohol que se me hicieron familiares como si el tiempo manipulara los recuerdos de forma disimulada. Es verdad que la melancolía de los que bebemos solos en las barras de los bares forma parte de nuestro gen, pero en ese momento quería tener la fiesta en paz y en solitario. Me daba igual hablar de taxistas suicidas o de patatas fritas. Pero sin pretenderlo fui prestando más atención al ruido de dentro. Así que me resigné, como si necesitara una excusa para sonreír y me colé buscando el aseo mientras atravesaba el saloncito de los que celebraban algo alrededor de botellas y copas desordenadas. Los miré.

—Soy yo —me dijo uno con bigote y aspecto triunfante que levantaba la mano—. ¡Felicíteme!

—Felicidades —dije, esbozando una sonrisa gratuita.

—Me acabo de separar. ¡Hoy! ¡Primavera adelantada!

—Enhorabuena.

—¿Qué le parece? Elija sitio. Brinde con nosotros, el protocolo exige que los turistas se unan a la fiesta.

—Muchas gracias, no puedo. ¿El aseo?

El borracho meneó la cabeza para indicarme el camino que esa tarde-noche él y todos recorrerían varias veces. Aposté a que aquellas carcajadas de ahora serían lágrimas mañana, pero allí estaba aquel hombre celebrando una liberación en medio de amigos sacados de una comedia italiana.

El baño olía a alcanfor, la bolita que bailaba en el urinario estaba desgastada por los pipís de todos y, sin querer, me evocó el armario de las sábanas de la tía Visitación donde todo era orden. Esa mezcla entre limpieza y rancio. Quizá —como el desgastado amor de los que brindaban más allá del pasillo— los olores van tapándose unos a otros para disimular que la cosa no va bien.

Desde una distancia prudencial los brindis se oyen extraños, así es la vida. Los amores, igual. Tienes que alejarte para ver si hubo amor.

Me pregunto qué diferencia hay entre un brindis de boda y un brindis de adiós: el mismo vino, la simulada alegría, los mismos amigos invitados, tal vez los mismos perfumes.

La alegría es indiferente al vestido.

Al salir del aseo sonreí e insistieron otra vez en que bebiera algo con ellos. Sin duda alguna, esa invitación no habría tenido hueco en la boda, pero sí en la celebración de la libertad que los mantenía borrachos y felices alrededor de una mesa llena de jarras vacías.

—Gracias de nuevo, estoy esperando. Haciendo tiempo.

—¿Tiene usted novia? —me preguntó uno que se balanceaba en las patas traseras de la silla.

Vacilé pensando si no era mejor seguirles el juego:

—En mi cabeza sí.

—Amigo mío. —No habían entendido la respuesta—. Si va a enamorarse, elija bien. Y si no, siga jugando.

—Eso último es precisamente lo que llevo haciendo bastante tiempo. —Proseguí la frase, dirigiéndome a la zona de la entrada donde había dejado mi consumición y mi chaqueta—: Demasiado tiempo.

En la barra me esperaba una cerveza caliente, así que decidí pagar y salir a la calle para sentarme en la concurrida plaza Trilussa, que mira pequeña y desafiante al puente Sisto huyendo de aquella celebración. De nuevo aquella Roma empedrada me recordó a las carreras en las que evitaba resbalones con mis primeros amigos. Me pregunté por qué todas las ciudades bonitas tienen esos adoquines desgastados y brillantes. Los recuerdos que dejan tantos paseos se evaporan a medida que va pasando el tiempo, los años, pero se quedan las sensaciones. A cada uno le da por una cosa, a mí, por los olores y el reflejo constante de los suelos mojados. Hubo un tiempo en el que casi todas las fotografías que hacía para la revista incluían un charco que daba la vuelta a la ciudad.

En eso estaba pensando cuando un mendigo me pidió tabaco. «Ehh… claro, desde luego». Compartimos mechero para iluminar el cigarrillo y la mímica de la amistad momentánea que se genera entre fumadores. Nos hicimos una mueca de «gracias», y él se alejó mientras yo me sentaba en el borde de la fuente como si fuera a hacer un monólogo de mi vida ante los turistas que fotografiaban el monumento al poeta conmigo de actor invitado.

Al vibrar la llamada en mi bolsillo se me cayó el cigarrillo al agua y casi también el móvil.

Era un mensaje.

«Hemos llegado. Estamos en Santa Maria in Trastevere, dentro».

Respiré como si fuera a agotar la vida en ese instante. Las emociones de aquel día me habían robado la tranquilidad y no conseguía relajarme de ninguna manera. Saqué la cámara del bolso y disparé hacia el puente para respirar en cada foto. En realidad, mirar la vida a través de la cámara era como hacerlo a través de un rifle. Sólo que yo me había ido matando a mí mismo con tanta nostalgia. Mi fracaso sentimental, mi acumulación de recuerdos, falta de autoestima, trabajo como pilar de vida, melancolías varias, mi atasco familiar, mamá…

Guardé la cámara de fotos y pensé en cómo hablarle a mamá de todo aquello. A decir verdad, lo había intentado muchas veces, y por mi profesión o por mis miedos había ido retrasando la decisión hasta hoy: su cumpleaños.

Quizá lo que ahora pienso se lo debí contar también a ella en un primer momento a modo de confesión. La mayoría de los que se confiesan lo hacen para vomitar o para repartir el dolor. Yo he preferido tragar y callar. Una vez una vidente me dijo que yo llevaba tres reencarnaciones de monje y vivía mejor en el silencio que en la palabra: me lo debí de creer y me hice fotógrafo. Yo, tan incrédulo. Tal vez por esa razón comía y bebía solo en los bares, porque puedes tragar sin hablar.

No me costó conservar un secreto que luego, con la edad, se fue evaporando como se evaporan las cosas que has hecho voluntariamente. Y la recompensa que significó, cuando todo empezó a ser de otra manera, fue indescriptible. A la edad de doce años cambié el destino de mi familia y el mío propio. Crecer a partir de aquel día fue mucho más fácil y mantener reservado mi profundo secreto velado a todo y a todos empezó a ser hasta divertido, porque los hombres somos así: no nos gusta compartir los sentimientos.

Siempre he admirado a las mujeres, tienen una especie de electricidad que las conecta con sólo darse la mano; se aprietan y comparten los sentidos y con el disimulo que da la naturalidad de sus genes se entienden con mirarse nada más, no les hacen falta palabras. Empecé a comprenderlas en el patio de la casa de la abuela, allí todas se comunicaban con suspiros de distinta fuerza, medias sonrisas y vaivenes de cabeza. Todas cosiendo, todas relacionándose en silencio. Mi vocación era verlas, observarlas, y descifrar quién estaba enamorada, quién enfadada y quién tenía ganas de volar de allí. Isolina siempre estaba resfriada, pero no era «de médico», era un estado de ánimo, se sonaba los mocos sin parar y ya no sabías si eran lágrimas no derramadas o un largo constipado por haberse dejado robar al novio. «Por lenta», decía Honorina. Maravillas tenía siempre el aliento fresco —caramelos de menta que escondía en el bolsillo izquierdo para no compartir con las otras, sólo conmigo— y bienoliente como las albahacas que se prendía del pelo. «Gitana —soltaba Ciriaca—, pareces una gitana poniéndote yerbas». Pero a Maravillas le daba igual, me guiñaba un ojo igualita que Visi y se sacudía la falda quitándose arrugas como diciéndole a la otra: «Me da igual lo que digas, vieja envidiosa». Pero no lo decían, no lo verbalizaban. Era todo mudo. Corazón y cuerpo.

Yo acababa de tomar conciencia de algo que sólo podía comprenderse viviendo entre mujeres cómplices y que me iba a venir muy bien para mi madurez y mi profesión: los gestos. Me equivocaba poco, aunque a veces fueran contradictorios con sus estados de ánimo. Si María Montaña se iba a la nevera a comer «porque tengo un hambre que no me cabe en el pecho» —ella estaba bien gorda—, no siempre significaba falta de apetito, sino falta de abrazos. Esperanza le llamaba «rolliza» y ella contestaba con la cólera de la ironía:

—No estoy gorda, estoy rellena de dulce. No como tú, enjuta de sal.

—Repolluda —espetaba la otra.

—Envidiosa.

—Oronda.

—Resentida.

—Pesada.

—…

—¡Callad! —cerraba Visi. Y la obedecían. Pero podían continuar. ¡Vamos! Cuanto más crecía la descalificación, más atendían las otras; todo sin levantar la vista de la costura, una competición de bordados y manualidades con telas para vestir todo, absolutamente todo, que acababa rellenando pesados cajones de cómodas que se vencían al abrirlos porque no había manera de utilizar tanto delantal, tanta toalla con puntilla y tanto tapete. El desafío alrededor de la estufa catalítica en invierno y a la fresca en verano fueron los primeros juegos olímpicos que presencié. Un día me atreví a preguntar: «¿Para quién es todo esto?», y el silencio crujió.

—Para los hijos, para ti. Para que lo guardes bien y te acuerdes de las tías.

—Pues no voy a poder moverme de esta casa. Para llevarme todo esto necesito dos camiones.

—No seas desagradecido, Justo.

—Ha salido al irlandés. Este hijo no es suyo, Teodora.

—¡Cómo no va a ser mío, Esperanza, si lo parí yo!

—Yo sé lo que me digo.

—Coge la bici, Justo, ve por pan a la Reme.

—¿Cuánto compro?

—Ya lo sabe ella, lo de siempre.

Era mi madre salvando la situación de la herencia textil. Aunque ella, como yo, sabíamos que no había manera de cargar con tanta puntilla en ninguna mudanza. Me lanzaba un beso desde su silla y me subía a la bici en la que mi padre había puesto una cesta «de chicas» para los recados.

—Mírale qué guapo —soltaba Visitación, salvando aquel cónclave de agujas—. El que vale, vale. Y el que no, que haga los recados de noche.

Sonreí recordando su frase mientras encendía otro cigarrillo en la plaza Trilussa para caminar hacia Santa Maria in Trastevere. El mismo mendigo me miró para pedirme otro y arrugué la cajetilla indicándole que se había acabado la mercancía, la tiré y eché a andar en busca de mamá.

«Voy ya. Besos».