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LA VIDA EN CAJAS

Julio de 1981. Calabella.

Cuando murió mi padre nos cambiamos de casa a una que mi abuela Tránsito había utilizado sólo en los veranos, cuando sus hijas, mi madre y mis tías, eran niñas, y que tenía unas ventanas enormes que daban a un jardín con un sauce llorón que parecía el rey de la tierra. Yo también había empezado a serlo, porque ya medía un poco más y tenía una bicicleta nueva de mayor.

El paisaje hasta allí era mágico. Y creo que con esto anuncio todo lo que sucedió a partir de entonces. La carretera estrecha que salía desde Calabella se adentraba en un bosque con pinos altos, fuertes y frondosos cargados de piñas. Olía a eterno verano. Una mezcla de salitre del Mediterráneo y hojarasca mojada por la brisa que llegaba hasta allí. De vez en cuando, las ramas de uno y otro lado de la carretera se unían y formaban largos túneles espesos y oscuros que a veces permitían colarse al sol para dibujar sombras de animales y mariposas —o eso veía yo— en la calzada. Siempre pensaba que a nadie le extrañaría que allí estuviera escondida la puerta al centro de la tierra de Julio Verne o los bandidos de mis películas del Oeste. Incluso gnomos. O unicornios.

La carretera serpenteaba subiendo hasta la colina. Había pocas casas y quedaban ocultas entre los pinares y flanqueadas por muros de piedra no muy altos que tenían buganvillas y palmeras altísimas (mucho más que las que el alcalde había puesto en la avenida principal de la feria) que a veces se torcían buscando la línea del mar.

Cuando el bosque empezaba a clarear y las curvas se convertían en una pequeña recta, mamá señaló con la mano: «Aquella es».

Una casa a las afueras del pueblo, en el cabo, pegada a los riscos desde los que se veía el mar Mediterráneo a nuestros pies como si estuviéramos subidos en un faro. Estaba pintada de blanco, pero casi no se veía la pared porque la cubría una gigantesca buganvilla de dos colores, rosa y rojo, y una hiedra que se enredaba por los balcones como si fuera la auténtica propietaria del lugar. Cuando llegué allí pensé que por primera vez en mi vida iba a vivir dentro de una de esas casas de cuento que tienen lámpara de cristal con muchos colgantes que brillan.

—Esto es una preciosidad —dijo mamá—. No lo recordaba así.

Liz dejó pasear su mirada.

Habíamos caminado apenas unos kilómetros y sin embargo parecía que era otro mundo. Tan cerca y tan lejos.

—Habrá que recortar todos estos matorrales de romero, dejarlos bonitos. ¡Mirad! Tomillo, lavandas…

Mamá sacó las llaves del bolso y abrió a la primera.

—Pasad.

No había arañas de esas y tampoco había luz, así que tuvimos que abrir todas las ventanas para iluminar las habitaciones. Fue como destapar un arcón lleno de secretos. Todo me parecía perfecto, ¡el suelo era de madera! Y crujía. Los muebles estaban cubiertos con sábanas que íbamos sacando y doblando una por una. Descorría las cortinas y en cada ventana aparecía la hiedra saludándome a modo de bienvenida. «Pareces la dueña de la casa», le dije. Como hacía viento se movían sus hojas y el ruidito en los cristales parecía que nos contestaba mediante código morse, aunque mi madre dijo que vivir rodeado de verde era «excesivo pero refrescante». «La dejaremos así, sería una pena cortarla». Y, por supuesto, las ramas tintinearon como un mensaje secreto de agradecimiento. En los cuentos de la biblioteca había siempre un desván; aquí también; estaba lleno de sillas pequeñas, pizarras, lavamanos, estufas de hierro, braseros, calentadores de cama —esto lo dijo mi madre cuando cogí uno—, planchas viejísimas oxidadas, mecedoras con la nea rota por el medio y cómodas medio abiertas de las que asomaban trastos como llaves, herramientas, más sábanas y ropa de época, pensé en ese momento. Todo aquel tesoro amontonado y lleno de polvo era un universo nuevo que se ponía en bandeja para un niño libre que llegaba allí con ganas de descubrir secretos y de desplegar aquellas gigantescas alfombras enrolladas en tubo para volar por encima de las nubes como Aladino. Desde la ventana central, justo la que quedaba en el medio de la fachada, entre las dos aguas del tejado, se veía un horizonte maravilloso, como si estuviera construida únicamente para ese fin: sentarse allí y mirar.

—¿Cuál va a ser mi habitación, mamá?

Mi hermana se animó con mi pregunta.

—¿Podemos elegir?

—Yo ya he dejado mi bolso en la que voy a dormir, así que vosotros podéis elegir la que queráis. —Mamá sonreía por primera vez. Me fijé, porque no recordaba esa cara—. La mía fue la habitación de la abuela Tránsito, será como estar acompañada por ella. ¿Habéis visto su foto con el abuelo? Qué guapos eran. Mirad.

Mi hermana Liz y yo miramos el marco que colgaba de un cordel desgastado.

—¿Éramos ricos? —preguntó mi hermana.

—¿Los abuelos, dices? —contestó mamá—. No, ¿por qué?

—Por la foto, están en un sitio de lujo.

—Eso eran decorados. La mayoría de las fotos son así. Posaban delante de chimeneas y cortinajes pintados. En el desván debe de quedar alguno de los que utilizaba el abuelo en la fotografía, estarán enrollados.

Pensé en las alfombras de antes.

—No nos dejaba tocarlos. Eran sus joyas, los cuidaba como a nosotras. Yo creo que todo el pueblo posó delante de esos telares. Fue un gran fotógrafo, sobre todo de retratos.

—¿Fotógrafo? ¿El abuelo fue fotógrafo?

—Sí. Retratista.

—Se parece a ti —dije.

—¿Verdad? —respondió ilusionada.

—Sí —dijo Liz, aproximándose a la foto—. Os parecéis bastante.

Fue su primer acercamiento a mamá después de la tragedia. Empezaba a considerar que nadie tenía la culpa de lo que había pasado. Eso, al menos en ese momento, cerraba muchas heridas.

—Está roto el cristal, podríamos cambiarlo.

—Es cierto, qué pena. Cuando tengamos tiempo y nos hayamos instalado, buscamos sus cajas de fotos, deben de estar por aquí. Hace mucho tiempo que quiero revisarlas… Tan guapos… son los años veinte. La abuela y el abuelo vivieron un tiempo cerca de París, ahora no recuerdo el lugar, por eso va con ese vestido de novia… ¿Dónde fue? No me viene a la cabeza. Siempre lo nombraba ella, donde se conocieron, donde se casaron. Se me ha ido.

—¿Y por qué se vinieron?

—El abuelo quería recorrer mundo. Pero eran otros años. Además, la abuela quería venirse a esta casa, quería que naciera aquí su hija.

—¡La Visi!

—Sí. La tía Visitación fue la primera de una larga historia de amor.

Las tías se quedaron en la casa vieja —por «respeto y compañía», según había sugerido la tía—. Venían los vecinos, preguntaban y repetían el pésame, mamá apenas salía de casa y Liz y yo buscábamos la vida con los amigos de Calabella. La búsqueda de amor obsesionaba a mi hermana, y a mí la búsqueda de tiempo libre. En vano. Siempre tenía recados que hacer. Debía estar allí, «por si acaso». Me balanceaba en el columpio del patio donde tía Visitación seguía cantando canciones de Olga Guillot, pero mezclando las letras, Honorina tejiendo tapetes de ganchillo, Filomena y Ciriaca amasando dulces para engordar más a María Montaña, Maravillas buscando el amor de las canciones de Visi en los hombres del bar, Esperanza haciendo paseos con los perros que ladraban como ella y la pobre Isolina hablando sola.

Nosotros fuimos haciéndonos a la casa nueva tan fácilmente que se diría que habíamos nacido allí.

Nunca me pareció mamá tan feliz como en aquel lugar. Las ventanas siempre estaban abiertas y sobre las mesas ponía flores que recogía del jardín y ramas de la hiedra en pequeños jarrones. Había rescatado objetos del desván y, limpios de polvo y llenos de recuerdos, los iba colocando en diferentes lugares de la casa. Entonces me di cuenta de que todo iba bien, de que había merecido la pena. ¿Puede ser que hubiera cambiado hasta su tono de voz?

—¡A comer!

—Ya voy, mamá.

—Díselo a tu hermana.

Cuando crecían mucho las ramas de aquel sauce llorón, podías esconderte dentro y sentir el fresco de las largas hojas mojadas. Yo cerraba los ojos y caminaba entre las lianas, enredándome como en un laberinto de espaguetis fríos que colgaban del cielo. A mi hermana Liz ya le daba igual que la llamaran Isabel o Marisa y a mamá le seguía gustando que pegara la cara en el cristal de la cocina.

—Haz un corazón.

Y yo hacía un corazón de vapor en el cristal y notaba cómo la sonrisa al otro lado era gigante. Así que me pasaba el día haciendo corazones en las ventanas, tanto cuando estaba fuera como cuando estaba dentro.

—Haz uno tú, mamá.

—A ver…

—Simplemente deja el aire salir de tu boca, que manche el cristal empañándolo —le explicaba—, y cuando veas que ya está blanco haces con el dedo un corazón.

—Bufffff…

Soplaba ella y soplaba yo.

Durante meses el mundo cambió como si fuéramos supervivientes separados del pueblo, tal vez solitarios, pero intentando que la vida retomara su curso.

Una de aquellas tardes, justo cuando yo montaba en la mesa un puzle de un paisaje de molinos en una campiña que encontré en la cómoda del desván y que nunca había sido estrenado —debía de ser del abuelo— y mamá en el jardín releía París era una fiesta, sucedió.

—¿Qué ocurre? —gritó mi hermana, repantingada desde el sofá.

—Parece que llega alguien.

—¿Quién será?

—No sé. Ve a ver —añadió sin quitarse los auriculares.

Un camión de mudanza había parado en la puerta del camino con un frenazo que marcó el suelo varios metros y tras él un coche de matrícula extranjera llegó dando bocinazos. Mamá levantó la vista de su lectura, pero como no esperaba a nadie, volvió a su París; yo, que siempre he sido un atolondrado y he ido exhalando sorpresas, corrí hacia la verja de nuestro jardín atravesando las hojas del sauce llorón hasta ver qué pasaba en el camino. Allí me di cuenta de la matrícula rara en aquel coche azul brillante como el mar, del frenazo negro y de la gente que empezó a salir. Los empleados de la mudanza abrieron el camión de par en par y vi una vida entera metida en cajas, aquello estaba hasta los topes. El conductor del coche hizo una maniobra más, y como no calculó bien la curva de la calzada, se quedó con la rueda trasera suspendida en el bordillo, luego salió. Era un hombre alto, delgado, con flequillo que se movía hacia todos los lados y que intentaba apartarse de la cara con la mano izquierda mientras con la derecha agitaba una carpeta. La chica que iba sentada detrás —la ventanilla estaba bajada— no quería salir y seguía de perfil en el coche. «Como Cleopatra», diría mamá después cuando se lo relaté en la cena.

Mirándolo en retrospectiva, probablemente yo debería haber salido a ayudar y decir «Hola» a aquellos nuevos vecinos que venían a instalarse en la casa de enfrente. Una vivienda de dos pisos con tejado de pizarra que también miraba al mar en el cabo. Pero en aquel momento no pude dejar de contemplar el perfil de aquella chica tan guapa que, aun disgustada, me pareció la niña más hermosa del mundo.

—¿Quiénes son?

—Deben de ser los nuevos vecinos —le dije a mi hermana Liz, que acababa de llegar a la verja con los auriculares en el cuello.

—Mamá no había dicho nada de que fuéramos a tener vecinos. No parecen de aquí.

—Es que son extranjeros.

—¿Y tú cómo lo sabes, listo?

—Pues por la matrícula, mira. Tiene otras letras y los números están desordenados.

—No lo veo.

—¡El camión no! Mira el coche, es diferente. Gigante.

—Serán ricos.

—Qué bien tener vecinos ricos.

—Y tienen mil cosas en cajas.

Ya estaban bajándolas a la acera y las dejaban pegadas a la verja. Habían hecho una cadena de tres hombres y sin perder un segundo andaban ya manos a la obra.

—¿Y ella?

—¿La chica?

—Sigue en el coche. No sale. El padre ha ido dentro, no se le ve.

—Pues a mí no sé si me apetece ahora tener vecinos. Con lo bien que se está sin las tías dando por saco.

—Pues no tenemos más remedio.

—No lo entiendo. Nos dijeron que estaba abandonada.

—Será de una herencia. La nuestra es de la abuela. A lo mejor es de otra abuela.

—Ojalá viviera, así nos contaría quiénes son.

A los dos nos dio un pellizco nombrarla y nos callamos con la complicidad de dos hermanos.

—Yo me voy a ir para dentro —dijo mi hermana, recolocándose los auriculares—. Tu esperas, ¿no?

—Sí. Me quedo.

—Cotilla.

—No tengo nada que hacer… —dije sin dejar de mirar entre la verja y la hiedra.

—¡Ah! ¡Ya sé! ¡La chica!

—¡No grites, Liz!

—¡Huyyyy…! Me voy a lugar seguro. Te dejo babeando que mires a la chica y te deleites con su carita de porcelana fina de las que no se rompen.

—¡Vete a la mierda, Liz!

—Esa tía es una estirada, ni se mueve.

—¿Y tú qué sabes?

—Soy chica. Lo sé.

El problema es que yo era chico y mi corazón ya no estaba entre las hojas verdes de hiedra vigilando la escena de la mudanza; había volado hasta el coche de la chica extranjera. Es como si esas canciones que cantaba Visi me sirvieran en ese momento a mí. Tan cursis y tan redichas, con esas letras de Campanitas de cristal. Me sentí ridículo y feliz tarareando Como si un ángel con manos de seda… Liz Brightman me dejó allí y salió con ese aire de autosuficiencia que tenía salpicado de pecas. Mi madre llegó caminando con su París en la mano para asegurarse de que todo estaba bien.

—Son vecinos —le dije, rojo como los tomates.

—Qué bien, así no estamos solos.

—Ya. Así no estamos solos —repetí.

Deduje que mamá había visto mi corazón elevarse desde el coche, pasar por encima del camión, desaparecer entre las cajas, revolotear perdido y sobrevolar la valla para llegar hasta mi pecho atravesando la hiedra, porque me agarró del brazo como si fuéramos novios y me dijo: «Qué mayor te estás haciendo, casi somos iguales, ¿te has dado cuenta?». Y yo, al contrario que en cualquier otra ocasión, cuando me habría ilusionado por mis nuevos centímetros, sentí un inmenso pudor, una bola de vergüenza atravesada en la garganta porque se notara en ese instante de aquella tarde de verano que ya no era un niño. Precisamente en ese momento yo no quería ser mayor.

—¿Pasamos?

Asentí.

—¿Sabes qué vamos a cenar? He hecho calabacín con huevo revuelto, que sé que te gusta, y para después pechugas empanadas. Y si quieres salsa de tomate, te dejo ponerte, pero debes prometerme que…

Pero no la oí a ella, sino a los obreros que se pasaban unos a otros la vida en cajas.

Simplemente tuve que aceptar que aquella tarde había conocido el primer pinchazo del amor. Un amor que llegó de perfil. Jamás acabé el puzle del paisaje de Irlanda porque la pieza que me interesaba estaba justo en la casa de enfrente.