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EL ÚLTIMO CAPÍTULO

En la vida hay días mágicos. Seguramente tan mágicos como cuando mamá, Liz y yo cruzamos aquel espeso bosque de pinos que nos llevó hasta la casa del acantilado y empezamos a vivir la vida de otros, de los que habíamos soñado ser. Días en los que todo sucede.

Y allí estaba. En Roma de nuevo y con mamá ya dormida en casa con su Francesco, con la tranquilidad de haber cenado bien, juntos alrededor de una mesa llena de recuerdos.

A veces, los faros, aunque vacíos de luz, iluminan más. Saber que están es suficiente.

Yo fui el faro de mamá cuando entraba a oscuras en mi habitación a dejar sus notas escritas sobre mi almohada. No necesitaba entonces luz alguna para encontrarme. Hoy ya sé que yo tampoco necesito ninguna. Está.

Estoy.

Estuve.

Estamos.

Allí, aquí.

Roma está llena de esquinas, de laberintos que juegan a sorprender al viajero con un monumento, con una plaza mal iluminada, con columnas que desafían a la historia y cafés que han bebido de miles de historias. No sé si los romanos se sienten como los turistas, no sé si ya se han acostumbrado a vivir saltando charcos y adoquines con estrellas.

Cuando se vive y trabaja dando vueltas por el mundo, hay lugares a los que uno necesita volver. Naturalmente, Roma. No sólo porque ese fuera el hogar de mamá, su destino, y no su eterna obsesión por repetir París era una fiesta. Curioso. Al final, fue Roma. Tanto releerlo para buscar la solución a los sueños atrapados y sólo había que mirar al horizonte, más allá del faro, más allá de los barcos que dejaban la estela blanca, más allá del jardín… Mamá había encontrado su papel de Fedora en brazos de un italiano loco que la amaba y, sobre todo, que la cuidaba en su olvido recordándole diariamente con mimos que la vida había pasado bien, que nos había tratado bien.

Mamá sonreía. Y eso era lo más importante. Aunque esa sonrisa fuera una mezcla de borrón y felicidad.

Sonreía.

Ella lo había olvidado todo. Ella era hoy, sin ayer. Pero afortunadamente, todos y cada uno de nosotros recordábamos que tras la muerte de papá —sigo midiendo todavía mis palabras— ella había sido por fin una mujer feliz. Muy feliz.

Ese día, todavía eran las doce menos cuarto de la noche, me esperaba algo más. Después de leer las dos cartas, las doblé y respiré hondo. La vida. Mi vida. Todo resumido en papel.

Anduve durante unos minutos.

Recordé la canción que tarareaba la tía Visi. «Tú me acostumbraste a todas esas cosas y tú me enseñaste que son maravillosas… en un mundo raro».

La plaza de España estaba casi vacía, apenas dos parejas de enamorados que se sentaban en los primeros escalones presos de su futuro. Hice como aquella vez que perdí el miedo a las alturas, subir hasta lo más alto de la escalinata para resumir aquel día de cumpleaños. Al fin y al cabo, aquello era el acantilado más cercano que tenía a mano. Me senté un rato allí arriba para ver mi vida desde las alturas.

«¿Por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti?».

—Hola.

—¿Hola?

Era Gina, o Sofía, la chica con la que me había despertado esa mañana en el hotel. La chica del cargador de móvil en el Caffè della Pace.

—¿Todavía por aquí?

—¿Y tú? No es tarde solamente para mí.

—Dando vueltas.

—¿Con el frío que hace?

—He salido de cenar hace un rato con mi familia y necesitaba aire.

—¿A que ya no recuerdas mi nombre, querido Giusto…? Apuesto a que lo has olvidado otra vez…

—Te equivocas —le dije—. Pero me gustaría llamarte Gina. Sofía me recuerda a otra vida y no sé si me apetece repetirla.

—Acepto, qué remedio. Llámame Gina. Y… yo a ti, ¿cómo debo llamarte?

Me quedé dudando.

—¿Te gusta Francesco? —respondí.

—¿Es el nombre de tu padre?

—No, mi padre se llamaba Thomas. Irlandés.

—Vaya, eres el hijo del irlandés. Suena a película.

Tenía razón. Sonaba a película. A película de cine de verano, con personajes gigantes en la pantalla recién pintada y murmullos de fondo, con un bar atestado de público y puestos de algodón de azúcar y vinagretas, con hoguera de San Juan apagada y fuego en la montaña.

—Si esto es una película…, yo, que he elegido los nombres, también debería elegir el final.

—¿Y qué final propones?

—Todavía no lo tengo pensado.

Gina se quedó callada, y mientras encendía un cigarrillo doble que sacó de su bolso, dijo:

—Es de noche. Estamos sentados. Piensa que todavía seguimos en la sala del cine. Muchas películas, cuando empiezan, sabes cómo van a acabar… Previsibles. Pero no por eso son peores películas.

Pensé en el tango que cantaba la tía: «Perdón si me ves lagrimear, los recuerdos me han hecho mal».

—Mi padre era un tirano. A todas las películas de mi infancia le faltan los últimos quince minutos. El cine acababa a las diez menos cuarto, pero mi padre exigía recogerme a las nueve y media. No sé el final de muchas historias. Sólo de la mía.

Se volvió hacia mí para preguntarme:

—¿La sabes? ¿Sabes el final?

—Hoy sé que sí. —Me toqué el bolsillo con la carta que había guardado en mi chaqueta. La sentí en el corazón—. Hoy he recuperado a mi madre. Pensaba que ya no estaba, pero está. Como las estrellas…

Levantamos los dos la cabeza.

—No hay.

—No se ven, querrás decir. Pero están.

—¿Pretendes conquistarme así?

—Tal vez.

—Pues estás muy pasado…

Y me miró otra vez.

Y me sonrió.

Y yo volví descaradamente la mirada a las no estrellas.

—Pasado y algo distante, pero me gustas.

—Me alegro mucho.

—¿Crees que esa es una respuesta para una chica que acaba de decirte que le gustas?

—Como dices que estoy pasado, no sé cómo responder con algo actual. ¿Qué debería decir? Puedo hacerte una foto, se me da bien.

—Ya me di cuenta de que me hiciste esta mañana alguna en el hotel… Podemos estar callados, mejor. ¿Te molesta el silencio?

—No, si no es incómodo.

—De acuerdo.

Nos quedamos callados ambos. Sin estrellas. Los dos. Sé de esos pequeños combates dialécticos que fluyen cuando deseas acabar en la cama.

Se rio con una carcajada contagiosa a los pocos segundos.

—Y ahora… ¿Hablo yo o hablas tú?

—Has empezado tú. Has roto el pacto.

—No había pacto.

—Entonces… ¿Pasamos a hacernos preguntas?

—¿De qué tipo? —pregunté.

—Pues preguntas… como por ejemplo: ¿tu canción favorita?

—Creo que Tú me acostumbraste, es un bolero. Pero te va a sonar antigua.

—No vayas ahora a hacerte el clásico, sólo he dicho que estabas pasado y no es lo mismo. ¿Qué dice esa canción?

—«Yo no concebía cómo se quería en tu mundo raro y por ti aprendí…».

—Cantas bien.

—Sólo tarareaba…¿Y tú, tu canción?

—No tengo canción favorita, pero esta mañana escuché a Nina Zilli, L’inverno all’improvviso.

—¿De qué va?

—¡De qué va! ¡Es una canción, no una película! Qué bobada.

—Vaya —exclamé con ironía—, yo te he cantado una frase del bolero. Y ahora tú ni siquiera me explicas tu canción.

—Se puede traducir como Y de repente, el invierno. Espera.

Gina abrió su bolso y sacó su iPod y los auriculares. Seleccionó la canción entre sus listas y puso un auricular en mi oído y el otro en el suyo. Los dos sentados en medio de unas escaleras vacías compartiendo Roma y una canción. Le dio al on y sonó.

Me miró de reojo.

Yo disimulé dejándome caer en el escalón helado.

La miré de reojo.

Disimuló retirándose el pelo de la oreja para ajustarse el auricular mejor.

Cuando acabó la canción me preguntó:

—¿Te ha gustado?

En ese segundo de duda no sabía si se refería a la canción o al hecho de compartir por primera vez unos auriculares como si tuviera de nuevo veinte años. Respondí:

—Me ha gustado.

—¿Entiendes la letra?

Mentí para que me la tradujera aprovechando que teníamos butaca y película en vivo en la plaza de España.

—Deberíamos caminar un poco —dije, devolviéndole los auriculares—. Además, veo que tienes frío.

—No me había dado ni cuenta. Tienes razón, hace frío.

—Ahora no sé si ofrecerte mi chaqueta…

—¿Por?

—Por lo de antiguo —dije.

—¿Me lo vas a estar recordando siempre?

Hubo un silencio y esta vez no fue intencionado.

—Sí. Te lo voy a estar recordando siempre.

Gina se mordió los labios y me pareció que se mordía un beso como los de la noche anterior. Los besos que no das se acumulan. Yo estaba nervioso. Escuché La felicità en voz muy baja, como un fantasma que estuviera silbándonos en la espalda.

—Perdona —dijo—, no me había dado cuenta.

El iPod seguía sonando en su bolso.

—El hotel está cerca, ya lo sabes.

—Pensaba que me ibas a llevar de viaje…

—¿Adónde te gustaría ir? —le pregunté.

—No conozco París.

—Te encantará, te encantaría.

—A ver si rompo la magia y me pasa como a los japoneses, que van pensando en Amélie y les entra el síndrome ese extraño por contraste con las expectativas.

—No te imagino entrando en crisis nerviosa —respondí.

—¿Son muy estirados? —preguntó Gina curiosa.

—Se lo hacen. Los que yo conozco no lo son. Pero les gusta mantener el mito del parisino exquisito aunque vayan sin peinar.

—Nada que ver con el romano, ¿no?

—¡Dios mío! —dije mordaz.

—No te vayas a burlar, que mi último novio era italiano.

—¡Vaya! —exclamé con ironía—. Ya ha salido el gordo de la lotería.

—No pensarías que a los cuarenta iba a ser virgen y que iba a estar esperando a un español que ha recorrido medio mundo cámara al hombro sentadita en unas escaleras, esas cosas pasan en Verona, no aquí…

—Para, para, para. Que rompemos la noche.

—No creo. Anoche nos fue bien.

Y me miró otra vez.

Y me sonrió.

—Tengo ya bastante años —arranqué a hablar—, dentro de poco seré de esos señores que se creen todavía jóvenes. He malgastado mi vida en un montón de días idénticos, viajes idénticos, noches…

—Ibas a decir mujeres, ¿verdad?

—No lo sé. No soy capaz de pensar. A lo mejor sí. Mujeres idénticas. Necesito que esto cambie.

—Yo también.

—¿Hombres idénticos?

—No, yo también necesito que esto cambie. A lo mejor esta es nuestra oportunidad.

Me sentí profundamente conmovido ante la sinceridad. La chica era guapa, hablaba bien, tenía todas esas cosas que siempre he ido buscando. Y ahora, aun pareciendo igual a las demás, parecía distinta.

Gina inclinó la cabeza sobre mi hombro.

Hacía frío.

—¿Habrá alguna cafetería abierta por aquí? Podríamos tomar un café caliente.

—Esta es zona de turismo. Pero a estas horas…

—Y si es zona de turismo, ¿qué hacías aquí?

—Nada. Absolutamente nada.

—No te creo.

—Sí, créeme. No hacía nada.

—Va. ¿Buscabas turistas?

Gina se encogió de hombros como si claudicara y dijo:

—Te buscaba a ti.

—Vaya…

—Esta mañana salí del hotel llamándome Gina y he dado vueltas todo el día para tropezarme contigo. Al verte preparado con una cámara de fotos pensé que irías a los lugares típicos de Roma. Te has pasado el día en Santa Maria in Trastevere, encendí una vela mientras dejabas unos papeles.

—No me di ni cuenta, ¿estabas allí?

—Ah… —dijo, alargando la mano y cogiendo la mía—. Aquí me tienes ahora. Tampoco soy una chica tan exquisita, tan rara… Al final soy una chica normal que se ha acostado con un chico una noche y que se ha quedado pillada. A vosotros no os pasa, ¿verdad? Pues a nosotras sí. Y así he ido todo el día, pensando que había salido demasiado pronto de tu habitación, que era más chula, que era más valiente, que puedo vivir sin enamorarme otra vez, que puedo pasear tranquila y sentarme en cafés a tomarme algo. Y no. Esta mañana me he puesto a llorar en la puerta del hotel, de tu hotel. ¿No querías hablar? Pues mira, estoy hablando. ¿Y qué hora es?

Miró su reloj.

—Tarde. Es tarde —contestó.

—Es la hora —dije.

—¿Qué hora?

—A lo mejor es la hora de comenzar. El invierno llega de improviso a veces. Y otras, la primavera. ¿Sabes que ahora es verano en Argentina? ¿Sabes que hay noches que duran veinticuatro horas en el polo?

—¿Y qué? Estamos en Roma.

—Podemos estar donde queramos. Lo aprendí de mi abuelo. Un día te contaré…

Gina intentaba comprender a qué me estaba refiriendo, se lo leía en la mirada. Yo me volví a ver de niño descorriendo telares con paisajes de otros lugares del mundo, fantasías dibujadas que servían para trasladarse allí donde uno quisiera. Las cosas podían ser difíciles en aquel tiempo del abuelo, pero él las hizo de color, hizo vivir a los vecinos en lugares que jamás pisaron, pero, por el contrario, pudieron soñar. ¿Quién iba a creer que habían estado en la Fontana, en Rusia, en los Alpes, en los Campos Elíseos? ¿Qué más da? La fantasía. La falta de estrellas. Allí están. Como el faro de mamá, sin luz. Pero está. Ella está. Y yo, en ese momento de esa noche romana, estaba sentado junto a una chica maravillosa que temblaba de frío y de pudor.

—Mi abuelo era original, muy fantasioso. Y yo quise estar en todos aquellos lugares que él sólo pudo soñar.

—Esos telares que dices…

—Tendremos tiempo. Incluso, si quieres, puedo llevarte a verlos. ¿Te apetece acompañarme? Hace mucho que no vuelvo a la casa del acantilado.

—¿Dónde es?

Señalé con el dedo hacia el final de la calle.

—Allá.

—En la otra orilla. En España. ¿Vendrías conmigo?

Sonrió.

—No nos conocemos.

—¿Y? Anoche tampoco nos conocíamos. Ahora nos conocemos algo más. Además, yo también llevaba tiempo buscándote.

—No mientas.

—Bueno… Déjame que sea un antiguo.

Ahora era yo el que tenía frío.

—Además —dije—, me gustaría regar las lavandas. Estarán secas. Hace tanto tiempo…

—Lavanda. Me encanta la lavanda.

—Pues entonces no vengas por mí, ven por la lavanda.

La vida. No sé si está escrita. Pero mamá había sido tan precisa eligiendo el poema: «Cuando emprendas tu viaje, debes rogar que el viaje sea largo, lleno de peripecias, lleno de experiencias… Debes rogar que sean muchos los días de verano; que te vean llegar con alegría a puertos que tú antes ignorabas…».

Suspiré.

Nos besamos. Éramos dos barcos que sienten que han llegado a puerto. Bueno o malo. Mejor o peor. Pero puerto, tierra firme al fin y al cabo.

—Creo que mañana voy a tatuarme por primera vez.

—No te pega —dijo, encendiéndose otro cigarrillo mientras se levantaba de los escalones.

—Precisamente por eso.

—¿Y… se puede saber qué has pensado dibujarte? ¿O además de ser de los que no guardan el teléfono, ni recuerdan el nombre… también eres de los que se hacen el interesante como si fuera un misterio?

La miré como si hubiera cambiado todo de repente. No había misterio. Ya no había secretos. Y los que quedaban estaban por vivir. Gina no era Sofía, el único acantilado que teníamos a nuestros pies eran los escalones de la plaza de España; pero, a decir verdad, me había despertado con ella en una habitación de hotel y, muy probablemente, también iba a despedir el día con ella.

—Un corazón —le dije.

Me agarró el brazo y bromeando me replicó:

—Al final de la novela vas a ser un romántico.

—No lo sé.

—Eso se sabe. No hace falta que lo noten los demás. Cuando uno es romántico lo sabe, se pasa la vida siéndolo. Va en el gen.

—¿Ser romántico es genético? ¿Tú crees?

Se encogió de hombros y se encendió el cigarrillo que se había apagado. Aproveché para encendérselo yo, como si prendiera el faro mientras ella seguía hablando.

—Me fijé esta mañana en que eres de los que dibuja corazones en el vapor de la ducha. Aparecieron en la mampara de cristal cuando me duché yo. Me resultó gracioso verlos.

—¿Por qué?

—Porque yo también los hago. Soy de las que dibuja corazones en los espejos de los hoteles. De niña lo hacía con vaho. Soltaba aire por la boca y…

En ese momento nos besamos intensamente como si hubiera un «siempre» común. Roma jugó su palíndromo: amor.

—¿Por qué un corazón tatuado? —insistió Gina, agarrándome la mano y empezando a descender las escaleras. La miré, y como si toda mi vida se fuera en ese suspiro de vaho, le contesté:

—Para que por una vez en la vida no se evapore.