MUNDO RARO
Me llamo Justo Brightman, pero me llaman el hijo del irlandés porque mi padre es de allí, de Irlanda, aunque todavía no hemos ido; mi hermana sí, porque nació allí antes de que se conocieran mis padres y por eso se llama Liz y por eso también odia que la llamen Isabel, de hecho ni se gira; mi abuela muerta se llama Tránsito; mi tía favorita, Visitación, que es muy inquieta; y mi madre, Teodora, aunque ella firma como «Te Adora», porque me quiere mucho.
—Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé, mamá.
—Mi pequeño Justo…
—Mamáááá.
—¿He dicho algo mal? —decía, arrugando la frente igualita que la tía Visi.
—¡No, no! —le respondía—. Pero ya soy mayor. Me dijiste que cuando fuera mayor dirías que ya no soy tu pequeño Justo.
Ella sonreía.
—Tienes razón, pero eres mi pequeño y quiero que seas justo.
La gran pregunta. ¿Por qué había decidido llamarme así? Porque lo que oí de mis abuelos, que ya no están, es que «la justicia es la balanza que equilibra las cosas». ¿Me tocaba ser como mi nombre?
—Entonces, debo ser justo mamá —pensaba sin decirle nada—. Y lo voy a ser.
—Te he dejado un papel —solía decirme cada vez que dejaba lista mi habitación, ventilada y con olor a colonia.
—¿Qué pone?
—¡Aaah! —Sonreía, levantando su mano al dejarme solo.
Me convertí en un niño que esperaba sus notas encima de la cama, un niño que a los cuatro años ya sabía leer despacito y en voz alta delante de los demás. A los cinco iba al colegio solo, caminando por el bordillo de la acera según indicación materna. A los siete sabía subirme a la tapia de la finca de los olivos sin ayuda de nadie, sólo había que encajar el pie en el lugar adecuado de las piedras y apoyarse en el pecho para alcanzar la cima. Me llevaba la merienda y alguno de mis cuentos de la biblioteca —ya era socio—, y me quedaba allí, en lo alto, vigilando la tarde como un guardián, masticando mortadela y pasando páginas ante la presencia de los gorriones que paraban a por migas que se me caían del pan y de los cipreses que sobresalían poderosos y viejos. A los diez, como en alguno de esos cuentos que no devolvía, como un espía aficionado, empecé a esconderme bajo la mesa camilla del comedor para escuchar conversaciones de mis tías. Sentía entonces un leve escalofrío. Cuando me deslizaba bajo las faldas de terciopelo verde empezaba mi mundo interior, lleno de gnomos y de ilusiones escondidas. Allí, bajo la mesa, asistía a las sofocadas risas de la tía Visi que contaba chistes verdes; pero también presencié las ásperas palabras de papá. Recuerdo algo que entonces no sabía, lo que empezó siendo un juego de escondite acabó siendo un lugar de huida.
Papá no era como parecía.
A veces habría querido salir, pero era muy pequeño. Aunque me llamara Justo no había llegado el día para serlo.
Fue entonces cuando empecé a perder la inocencia, engordar los miedos y administrar la vergüenza. Mi capacidad para el silencio, todavía hoy, y mi corta estatura me ayudaban a ser un gusano retorcido bajo la tabla redonda. Podía aguantar horas. De hecho, sucedía así. Sin saber muy bien por qué razón, en aquellos momentos, sentía que era mejor esperar allí. Si papá gritaba, si vociferaba dando golpes en la pared, si mamá temblaba, si se enredaba en una retahíla de insultos y desprecios… yo estaba allí. Mi presencia, aunque fuera a escondidas, era mi forma de duplicar el corazón. Dos contra uno. ¿También mamá tendría miedo?
Cuando salía de mi madriguera, bajo las faldas, al notar que no quedaba nadie en el salón —me ayudaba un agujero de un «quemado» por donde miraba—, iba directo al aparador donde estaba el tocadiscos. Allí esperaba a que entrara mamá, escudriñando disimuladamente entre los vinilos como si buscara qué banda sonora ponerle a la tarde. «Pongo la música y tú lees las letras en voz alta», me pedía. Yo lo hacía. ¿Cómo podía negarme? Por eso llegué a leer muy bien las letras de las canciones de Serrat. Por eso y porque leía en misa, y al llegar a casa me pedía que leyera las portadas del periódico de los domingos a las tías para que se viera mi velocidad ante las palabras más complicadas. Era su forma de buscarme una ocupación que contentara a papá. Aunque lo único que no me gustaba leer en voz alta eran sus notas, los papeles doblados en cuatro que dejaba mamá sobre mi colcha o entre los almohadones: «Me gustaría ser más expresiva algunas veces, pero te quiero tanto que no lo sabrás nunca. Tu madre. Te Adora».
Sólo un tipo de amor madre e hijo puede surgir de una relación así. Supongo que todo empezó allí, el día que empecé a vivir para ella. Se pueden repartir las tartas en trozos pequeños, pero no se puede repartir el amor.
Mi madre tiene nueve hermanas y todas son muy particulares: Filomena, Ciriaca, Iluminada, Isolina, Maravillas, Esperanza, Honorina, María Montaña y, claro, Visitación. Se peinan unas a otras, se intercambian collares y parlotean en conversaciones cruzadas como extrañas pasajeras de tren, porque se tratan de usted en privado y de tú en público. «Cuestión de familia», dice la mayor, que es la que protege a todas de la manera más caótica en la casa familiar, justo al revés de lo que haría cualquier familia normal, aunque no creo que haya familias normales. Si las hay, deben ser aburridísimas.
—Iluminada, mire bien si está el fuego encendido. Hay que poner los botes de la conserva.
—Honorina, repase los bordes, que se oxidan con el agua de un año a otro. Que estén secos, mírelos bien.
—Iluminada, el fuego está vivo. Bien vivo. Voy a poner la cazuela con agua a hervir.
Así, de usted. Y en la calle de tú. Bueno, hasta que se enfadaban y se gritaban tuteando barbaridades propias del bar al que me llevaba mi padre a comer boquerones en vinagre.
Creo que nosotros estamos marcados por el nombre, como si en lugar de bautizarnos a toda la familia nos hubieran marcado a fuego como a los caballos. Yo mismo, Justo. Y como no hay otro Justo en la familia, me toca a mi serlo. Hoy es el día marcado. Hoy. Los mismos caballos del señor Aza, que esta mañana han empezado a engalanar bien temprano con los abalorios que hacen las mujeres en las clases de labor: un montón de borlones de colores que cosen con cascabeles para que, al pasar por la calle Mayor, «los caballos parezcan más alegres que su trote y contagien de optimismo a los deprimidos». Esto no es mío, lo leen siempre en el pregón y parece el padrenuestro porque a todos les suena igual pero lo aplauden.
Visitación amaneció esa mañana enredada en la manguera del riego para las plantas del patio en el que se pasan media vida todas ellas; cantaba: «Tú me acostumbraste a todas esas cosas y tú me enseñaste que son maravillosas; sutil llegaste a mí como la tentación, llenando de inquietud mi corazón…». «Corazón» lo cantaba alargando la «o» para parecer una cantante auténtica porque se olvida de todo cuando canta y a mí me gusta mucho cuando lo hace, cuando se olvida de las cosas y canta como si no hubiera nadie alrededor. Me convertí en su espectador trágico, único, porque los aspavientos que hace al cantar están rotos de dolor, sobre todo cuando canta aquella de: «Si Dios me quita la vida antes que a ti, le voy a pedir que concentre mi alma en la tuya para evitar que pueda entrar otro querer a saborear lo que es tan míoooo…». Aquella mañana, sin embargo, puso en repeat la de «Tú me acostumbraste… en tu mundo raro». Mundo raro. Mundo raro, como una premonición del «cómo se vive sin ti».
En eso me quedé pensando.