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LA PRIMERA MAGDALENA DE LIMÓN

Miércoles, julio de 1981. Calabella.

—Mamá, ¿dónde has dejado las velas?

Liz salía al jardín con una palmatoria en la mano que había encontrado en el desván.

—¿Para qué las necesitas?

—Cosas mías. Me apetece poner velas en casa. Lo he leído en las revistas, hablan de la luz tenue y de que da buena energía.

—¡Pero va a parecer Navidad y estamos a julio!

Vi que Liz se encogía de hombros, pero no era por el calor de aquella tarde y los meses que faltaban para diciembre, era porque para ella había empezado de otra manera el buen tiempo. Y sentí un gran bienestar.

—En el cajón del taquillón de la entrada tengo las que usamos cuando hay tormenta…

—Bueno, no me importa, pondré una de esas. Me sirve.

Las velas de los apagones iban a tener por primera vez otra función.

En mi árbol —iba a decir palmatoria—, bajo la sombra del sauce, se estaba muy bien. Yo esperaba con una leve impaciencia jugando con los cromos repetidos que no podía pegar en mi álbum y necesitaban ser cambiados entre mis amigos. «¿Vas a estar todo el rato ahí?», dijo mamá. Me asomé por entre las ramas y me volví a esconder. Ella sacudió la cabeza y me señaló la mesa con los deberes de verano, aquel cuadernillo insoportable, pero yo tenía la mente en otro lugar.

No recuerdo todos los detalles de aquella tarde, pero sé que cambió todo para siempre. Llevaba horas bajo el sauce llorón pensando en nada, aunque probablemente ya había pensado en todo. En ella. Por entonces, la vecina y su padre se sentaban en un banco que habían puesto mirando hacia el mar, allí leían y se quedaban callados, que era lo que más me intrigaba. Aunque a los trece años las intrigas permiten crear mundos más gigantescos que los reales y todo se hace fascinante. Más aún cuando ella dejaba su libro en el regazo y se ponía a cantar en voz bajita ante la mirada de su padre… y de la mía.

Yo era muy capaz de todo, pero no era capaz de hablar con aquella chica nueva que se había instalado en la casa de al lado y que me quitaba todo el tiempo para pescar y para bajar a casa de las tías donde me ponía morado de pasteles de canela, cabello de ángel y bizcochos de limón.

Esperando a que la vida se fuera acercando a mí, salí de mi escondite de ramas pendulantes y me senté en la orilla de nuestra verja, desde donde se veían perfectamente los quehaceres de los nuevos vecinos. Cuando uno vive pendiente de los demás acaba olvidándose de uno mismo, eso me pasó. Llegó mamá hasta mi lugar.

—¿Has hecho los deberes? ¿A que no?

Al mirarme comprendió que, si no los tenía hechos, por lo menos no había que buscar la razón para mi despiste, y que la clave iba a resultar mucho menos nociva que la vagancia adolescente.

—Dentro de un rato los tengo hechos —le prometí, poniendo cara de bueno.

—Dentro de un rato no puede ser, Justo. Dentro de un rato vamos a cenar. Y quiero que los tengas hechos antes y te duches y te pongas el pijama y…

—Vale, mamá.

Movió la cabeza hacia los lados, zarandeándola, y preguntó:

—¿Qué hacías?

Mi respuesta se hizo esperar unos segundos por mi vacilación; opté por coger la mano de mamá para alejarnos del lugar de espionaje y evitar que se oyera algo al otro lado.

—Nada, miraba el mar.

—Ya veo.

—Está revuelto —dije.

—¿El mar o tú?

—No digas tonterías, mamá, ¡el mar!

—Pues vamos para dentro —dijo—. Si está revuelto, es que va a cambiar el tiempo.

—Supongo.

—Por lo que miras el mar, me da que ya debes de ser meteorólogo. Te quedas muchas tardes. Y eso que te daba vértigo.

—Bah, el vértigo se supera.

—Con los años, ¿no? —soltó mamá, riéndose.

Procuré hacer bien los ejercicios de matemáticas, pero mi mente estaba todavía más allá del jardín, cruzando la valla, al borde de su piscina, entre los arbustos que rodeaban su paseo de piedras.

—¿Los has hecho?

—Los he hecho.

—¿Y están bien?

—Yo qué sé. Haré lo que pueda.

—Me parece que tú sabes perfectamente cuando las cosas están bien, así que no te pongas farruco.

—Pareces la tía Visitación, mamá.

—¿Por lo de farruco o porque te dejo a tu aire?

—Por lo de farruco.

Mamá me puso cara de «eres un sinvergüenza», que era la cara que más me gustaba porque era incapaz de no reírse. Tenía entonces los ojos abiertos y miraba haciendo mohínes.

—Pues ve a ducharte y cenamos.

Cerré mi libreta con los deberes a medias y mis libros de ciencias naturales en los que me gustaba ponerle ojos a los árboles, antifaces a los animales y casas con chimeneas a todas las montañas de los Alpes que siempre estaban nevadas.

—¡Venga! Que es para hoy —apremió mamá, yéndose a la cocina—. Y al volver, pones el hule.

—El hule que lo ponga mi hermana.

—¡Noooo! —se oyó gritar desde la habitación—. Listillo, te toca a ti. Esta semana yo quito la mesa, así que tú la pones.

Mamá cerró los ojos y se fue hacia dentro. Yo me duché pensando en la vecina. Nunca hasta entonces había experimentado esa sensación y ya se convirtió en habitual desde aquella tarde. En un principio me pareció sórdido, incluso sucio, pero habitaba en mí una necesidad de esconderme —ya no sólo bajo el sauce llorón—, sino en el baño. Si no era amor, por ahí andaba. La chica me motivaba demasiado y decidí que ya me estaba haciendo mayor a la vista de todos. Aquel pensamiento hizo que las prioridades cambiaran por completo, incluso mi forma de andar cuando me acercaba a la valla. Aquella chica era efectivamente perfecta, un ángel que ocupaba todos mis pensamientos, y mis oraciones. Verla sentada en el banco o mirar su silueta tras su ventana, donde tocaba el piano moviendo la cabeza a un compás que no podía escuchar, era suficiente para que el reloj fuera innecesario. La observaba discretamente, abandonado durante horas, en un ahora que parecía siempre porque nada me apetecía más que llegar a casa y buscar su sombra como una extensión de mí.

Y así es cómo, al día siguiente por la tarde, bajé a casa de las tías con mi bici y estuve hablando con la tía Visitación mientras amasaba en la madera el dulce que estaba preparando. Tenía un montón de harina, agua, levadura, azúcar, limones y, lo más interesante, una botella de anís del Mono de la que iba pegando sorbos. «Hay que agotarla, que se caduca», me decía guiñando el ojo como una borracha de feria.

—¡Te la vas a acabar! ¡Tía, te la vas a acabar!

—Pues claro, eso quiero. ¿O cómo te crees que vamos a tocar villancicos en Navidad? Con esto, runrún.

Me meaba de la risa.

—¡Pero si falta mucho! Aunque mi hermana ha puesto velas en casa.

—Tu hermana es muy rara, pero no se lo digas. Las velas, en misa.

—En misa también hay vino.

—Y aquí anís, ¿lo ves? Es santo. Mira… ya no queda.

Le dio la vuelta a la botella para que la última gota cayera en la masa del bizcocho.

—Que se anime la masa —dijo riéndose o borracha.

—¿Me das la botella?

—No, que esta la guardo, que somos muchos y luego todos querréis cantar y tocar.

—¡Ya te vale, tía!

Cogió un pellizco de masa y me manchó la cara de blanco mientras me decía: «Payasete, pa-ya-se-te». Le calculé que se había bebido media botella por el intenso brillo de ojos que llevaba y las muecas que me hacía con el hocico como si tuviera un tic; y daba gusto, porque se ponía a cantar y a amasar olvidándose de todo y de todas. No es que estuviera ella sola allí, abandonada, es que las otras habían huido escaleras arriba al verme llegar. «Quédate con la Visi, que nosotras tenemos faena y labores», me dijo Isolina haciéndose la jefa y tirando de la falda de Honorina, como si hubieran encontrado una salvación a la tajada que llevaba su hermana. Yo dije que sí con la cabeza y me quedé allí abajo, sin molestar mucho, pero cuando me cansé de mirar y de estar limando corteza de limón, tal y como me pidió mi tía, aproveché entre estrofa y estrofa de sus boleros para meterme a investigar.

—Tía, ¿tú has estado enamorada alguna vez?

—Todos los días.

—¡Qué dices!

—Por eso canto.

Ya sabía que estaba loca, no era ninguna sorpresa, y que no me servirían sus respuestas; me equivocaba.

—Me refiero a amor del verdadero.

—¿Amor verdadero? ¿Dónde has oído tú eso?

—En las revistas de mi hermana. Hablan de amor verdadero. Y en sus canciones.

—Chismes de niñata, que tu hermana es mayor, pero es una niñata. Tiene cada cosa… «Amor verdadero, amor verdadero» —dijo poniendo voz de pito—. ¡Ja! Menuda marrullera es tu hermana, si no fuera tu tía, te diría lo que pienso…

—También eres tía suya —le dije.

—Pero menos.

—Bueno…

—Es un poco mosquita muerta —masculló entre dientes y anís.

—Pero tía… ¿existe?

—¿El qué?

—Pues el amor verdadero.

—Como los gatos. Claro.

—¿Lo dices porque son mimosos?

—Ja, ja. Buena observación. No había caído en eso.

—Y… ¿cómo se nota?

Ya me daba miedo hasta preguntar porque se había puesto evasiva. Daba risa, pero entre la botella vacía y la mesa llena de harina se arrancaba a cantar por lo bajini para que yo me dejara de preguntas.

—Entonces… si existe como existen los gatos y se puede ver… ¿cómo se nota?

—Levadura.

—¿Qué?

—Pásame la levadura. ¿La ves? Sin ella, estas magdalenas no son nada, tienen sabor, pero no son nada. La vida igual. Sin amor, no es vida. Por eso canto.

Esbozó una sonrisa que acabó en trago de anís de un vasito que tenía reservado entre los trastos de la pastelería. No me enteré bien si mi nueva vecina era la levadura o si era el amor lo que hacía crecer las magdalenas. Aquel era su sitio, y la tía Visitación reinaba como nadie entre canciones y harinas.

«Tú me acostumbraste a todas esas cosas y tú me enseñaste que son maravillosas», repetí con ella. Luego dejé de escucharla, y el bolero se quedó como una banda sonora de mis pensamientos. Me di cuenta de que el valor para saltar la valla era aquella levadura y que necesitaba tragármela toda para superar los miedos. Decidí, mientras metía una cuchara en el bote de cabello de ángel, que había llegado el momento de actuar más allá de la valla del jardín, que no podía quedarme parado entre sobres de cromos repetidos y deberes de matemáticas. Y como si me hubiera leído el pensamiento, entonces ella intervino.

—Por cierto, ¿de quién te has enamorado?

—De nadie, tía. Es por saber.

—Nada, nada, menudo tunante estás hecho —siguió—. Soy una vieja estúpida. Pues escucha con atención. Te recuerdo que también lleva limón.

—¿El amor?

—… Y las magdalenas.

En lugar de quedarme a preguntar más cosas a la tía Visi, que andaba borracha y canturreando sus boleros, miré la bandeja de dulces que ya estaban fuera del horno enfriándose en la repisa de la ventana del patio y cogí uno antes de marcharme. Lo envolví en papel de estraza con mimo y lo puse en la cesta de mi bici.

—Te espero mañana.

—Besos, tía.

—Me temo que no vas a faltar próximamente…

—¿Qué?

—Nada. Ve con cuidado… con todo.

Sin atreverme a levantar los ojos del suelo, salí de allí con el cuidado y las mismas dudas con las que había bajado hasta la casa de las tías. No tuve tiempo ni de revisar mi vieja habitación en la que habían puesto las máquinas de coser y los rollos de tela con los que hacían bolsas del pan bordadas con iniciales y mantelitos de cuadros para las vecinas.

Aunque nadie me crea, no pensé en ningún momento en papá. Aquella casa era tan diferente sin él que sólo su ausencia la hacía ajena, nueva, incluso opuesta a todo lo que había vivido.

Me marché arrastrando la bici por la acera de la vieja carretera, pensando en la levadura, en el limón y en el regalo.

Cuando llegué a la casa de los vecinos, dibujé un corazón en el papel y abandoné la magdalena con cuidado en la puerta para que no me oyeran. Creo que toqué el timbre.