10

BUSCANDO SILUETAS EN LAS VENTANAS

Mi hermana me ayudó a perder los miedos a las alturas. De hecho, nos íbamos al acantilado y me obligaba a ponerme en el borde para que «sintiera la muerte». Esas palabras son de ella, mayor que yo y más loca que la tía Visi y la tía Honorina juntas.

Era irlandesa y rara. No sé si una cosa tenía que ver con la otra o eran consecuencia de ser todo junto. Aunque ser raro en aquella familia no era lo extraño, era lo normal. Así que a mí me tocaba ponerme en el borde del acantilado, cagado de miedo, con el aire dándome en la cara y la mano izquierda de mi hermana apretando mi hombro derecho. «Te protejo», decía. Yo rezaba porque me protegiera el aire, que me daba bastante más seguridad que ella.

—Mira al infinito.

—Lo hago.

—Tú no mires hacia abajo, mira al horizonte… Allá, a lo lejos.

—Sí, sí.

—¿Lo ves?

—¿El qué?

—Los barcos, ¿qué va a ser?

Yo sólo veía nubes volando a toda velocidad. Nubes que se deshacían, nubes que se juntaban, que se recomponían en dibujos nuevos.

—Si miras a lo lejos, pierdes el miedo.

—Sí, sí. Ya miro.

—¿Y no te parece bonito?

—¿El qué?

—Eres tonto. Los barcos que te digo.

—Sí, sí. Muy bonitos.

Intentaba girarme pero ella me volvía la cabeza para que siguiera mirando pegado al borde del quebrado. A Dios debía de caerle muy bien porque Él se ponía de acuerdo con la meteorología y soplaba flojito cuando Liz estaba indomable.

Las costumbres de mi hermana.

Empezó a beber cerveza muy pronto y yo opté también por imitarla. Eructábamos a la vez como un absurdo aprendizaje de madurez. Era su forma de cuidarme. Todo esto empezó a suceder cuando los vecinos ya estaban instalados en la casa de al lado y el invierno comenzaba a secar las flores y hacer imposible el paseo por el borde del acantilado. Yo no tenía más que esconderle la bufanda a mi hermana para que decidiera quedarse en casa caldeándose cerca de la chimenea. Mi madre había contratado a un hombre del pueblo que venía con un tractor lleno de leña, que arreglaba el garaje y las cosas que se nos estropeaban y, al mismo tiempo, cuidaba el jardín. Quiero decir que se encargaba de las podas y de dejar los árboles como manos de vieja, llenos de nudos y ramas torcidas. El tipo era un ignorante que subía en moto con el perro pastor corriendo detrás y que se volvía de la misma manera al pueblo, en la moto. Ciertas personas decían que era el hijo del alcalde, porque se le parecía mucho y porque también tenía encargos del ayuntamiento y de varios concejales. Amén de que, según mi tía Visi, había una estrecha relación entre la madre del muchacho —hombre hecho y derecho ya— y la autoridad de Calabella. No necesitaba más datos. Ramón era el hijo ilegítimo de don Manuel, y como le había salido tontaina y algo bruto, pues le tenía entretenido sin que se notara que lo abandonaba a la buena de Dios. Con todo, era un buen tipo, a nosotros nos hizo sentir seguros porque era fuerte, callado y rústico como la leña que descargaba en la parte de atrás. A mi hermana le parecía un mostrenco, aunque le reía a veces las gracias. Cuando llevaba tres meses en casa haciendo las gestiones agrestes de hombre necesario para una casa con una mujer y dos hijos, atropelló a su propio perro y sin gesto de dolor en su cara lo apartó de la carretera, lo dejó en el arcén, vino al garaje, sacó una pala de entre las herramientas, se fue con la pala, hizo un agujero hondo y enterró al pastor alemán sin soltar una sola lágrima. «Un mostrenco», dijo mi hermana para definirlo.

—A lo mejor lo ha llorado al irse de nuestra casa —le dije—. Me da pena. Bastante tiene con que al perro que le acompañaba todos los días lo ha matado él mismo.

—Este no llora. Es un bestia, te lo digo yo.

—No tienes ni idea —le repliqué—. Lo que pasa es que tú le tienes manía. El hombre viene a hacer todo lo que nosotros no hacemos porque mamá prefiere que haya alguien fuerte y tú le llamas «mostrenco». Estamos solos, deberías estar agradecida.

—Te refieres a que no está papá.

—Claro.

—Entonces, ¿te recuerdo que tú no lloraste tampoco cuando murió?

Noté su odio en la respuesta. Ella se creía más hija de papá que yo porque no era hija de mamá y me echaba en cara que yo fuera el chico valiente que aguantó aquel día también sin llorar.

—Esto no me gusta, Liz. Yo soy chico. Ahora soy el hombre de la familia. Lo dijo mamá.

—¡Ja! Igual de tosco que este.

Callé para reflexionar. Al fin y al cabo, Liz era mi hermana, y perder ante ella podía significar volver al acantilado a hacerme el valiente.

—A mí que se mantenga íntegro no me parece mal. No es tan mayor como parece. Debe tener treinta y es… íntegro.

—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó, mirándome como una necia.

—De mamá.

—Pues no te hagas el listillo conmigo.

—Ni tú la chula.

—Ya lo sé —dijo Liz—. Pero no podemos hacer nada. Echo de menos a papá y me molesta la gente que no llora.

—Por mí no lo digas.

—Ya lo sé. Tú lloras por bobadas.

—Yo lloro por lo que me da la gana —dije, intentando salvarme.

—Debes de ser la primera persona en el mundo que elige llorar.

Me quedé pensando, porque tenía razón. Entonces y ahora he elegido llorar como si obedeciera a los dolores que se avivan. Al ir paseando hoy por Roma, nada más salir del hotel, al abandonar a la chica, lo he vuelto a hacer: llorar como si una balsámica suavidad me calmara por dentro y por fuera. Es un instante, pero como todos los instantes sé que tiene fin. Me desahogo, son lágrimas voluntarias, rompo el dique, sin heroísmos, sin más objetivo que llorar como huida. Mi cuerpo lo agradece ahora y entonces de la misma manera.

—¿Qué? —preguntó para que dijera algo.

—Mira, los vecinos —dije sin hacerle caso.

—¡Odio que me cortes! —me espetó mi hermana, resoplando como un bufido de vaca.

—Es que no tengo ganas de reñir.

Por un momento, hasta se me olvidó que mi hermana estaba allí. La nueva vecina y su padre paseaban abrigados hasta la nariz por su jardín con dos bufandones gordos de color verde, charlando en voz baja; fue verlos y callarnos. La chica estaba triste y se abrazaba a su padre con cariño y frío. Noté cómo mi hermana se veía reflejada en el espejo vecino, porque se separó de mí unos metros y escondió sus manos, que es algo que hacía cuando se ponía nerviosa.

—Los vecinos —repetí, subrayando el plural.

—Ya veo.

—Decías que no te caían bien.

—No dije eso, dije que no me parecen simpáticos.

—Bueno, más o menos —dije—. ¿Tú crees que deberíamos pasar a saludarlos?

—Eso deberían haberlo hecho ellos. Son raros.

En ese momento sonreí. Al escuchar eso sentí que acabaríamos siendo amigos, nadie como mi familia para llevarse bien con los raros.

—¿Los oyes? —dijo mi hermana, haciéndome gesto para que me callara.

—Sí.

—Hablan en italiano. Pero no sé qué dicen.

—Normal. No sabemos italiano.

—Calla, listillo.

Él andaba y silbaba una melodía que ella repetía con la misma intensidad, entonando a la vez en un juego de imitación cómplice. Nos asomamos cerca de la valla para escucharlos mejor. Para empezar, no eran palabras, era música. Al menos no todo lo que decían. «Do, re, mi, do, re, mi». Liz no quería seguir mirándolos y se fue hacia casa, la entendí porque ella se fijaba en él y yo no le quitaba los ojos a ella. La misma escena es idéntica y diferente según quien la mire. Quizá como el dolor. O el amor, en aquel caso.

La única parte de la valla que nos separaba de los vecinos podía saltarse y decidí hacerlo una de aquellas tardes en las que Liz prefería escuchar música con sus auriculares y yo escaparme al jardín del sauce llorón en el que tampoco hacía tanto frío si permanecías escondido entre las ramas colgantes. Más allá de los macizos de flores que cuidaba mamá y que podaba el «mostrenco», había un sitio pelado de hojas. Por allí pasé al otro lado. Y cuando digo al otro lado quiero decir exactamente eso. Unos metros más allá de mi adolescencia estaba ella, la vecina italiana, la que susurraba canciones junto a su padre.

Todo mi jardín se hizo pequeño comparado con lo que podía suceder al cruzar la valla.

Tenía ya trece años y supongo que ella también tenía mi edad porque cuando caminaba sus ojos quedaban a mi altura. Y su boca. Así que apreté los labios y crucé.