17

LA CENA ESTÁ SERVIDA

—¡Justo!

El mar estaba algo alterado, como si conociera mi estado de ánimo. Pero no era él quien me llamaba, era mamá.

—¡Justo! ¡A cenar! —gritó desde la cocina.

Yo seguía bajo el sauce empapado todavía en sudor. ¿Cómo había llegado tan rápido desde la casa de las tías? ¿Cómo no había esperado a que abriera la puerta? ¿La habría cogido ya?

—¡Justo!

La cara de mamá estaba pegada en la cristalera, y al verme salir de entre las hojas del árbol, me guiñó un ojo y me dijo vocalizando: «Pa-sa den-tro». Sonrió.

Levanté los ojos hacia el otro jardín: nadie me contemplaba. Estaba vacío. Temblé de placer al imaginar que ELLA ya había rescatado mi regalo del corazón.

—¿Qué? ¿No oyes a mamá? —preguntó de pronto mi hermana Liz, que venía con el pelo alborotado como si ella fuera la que hubiera subido a toda prisa desde casa de las tías—. ¿Vienes o no vienes a cenar? ¿No oyes a mamá? —Intenté, sin remedio, hacerme de rogar—. Creo que has «cruzado la frontera», ¿me equivoco? Te he visto salir de su verja…

Yo, como es conveniente en estos casos, mentí.

—En absoluto.

—Te he visto —afirmó ella, poniéndose seria—. Y he visto que dejabas algo en la puerta. Lo sé. Y que pintabas algo. ¿Tu nombre? —Cogió aire—. Pero ahora, como eres mi hermano y yo soy tu hermana, me dices qué es lo que has dejado y pasamos dentro. Mamá nos espera.

Persuadido por su tono de voz, me levanté y me retiré los espaguetis verdes de mi cara, y recuerdo la sensación de agobio, no por las hojas, sino por mi hermana, que fue como si estuviera cruzando el Amazonas a machetazos.

—¿Me lo vas a decir?

Puse una mano sobre su hombro, igual que hacía ella conmigo para quitarme los miedos a las alturas en el acantilado, y le solté tranquilamente —no sé cómo, debió ser la genética familiar—, con tono de persona mayor:

—Ni es asunto tuyo ni te importa.

Hacía tiempo que mi hermana no se quedaba impávida ante mis palabras, porque siempre había sido al revés. «Ni te importa». Parecía como si el amor, súbitamente, cobrara fuerza en mis cuerdas vocales y hubiera hablado por su cuenta.

Retiré la mano de su hombro y ella ni se movió.

Yo eché a andar hacia casa.

—¡Justo Brightman!

Me giré. Era mi hermana otra vez. Mal asunto si utilizaba el apellido de papá.

—¿Qué? —contesté.

Se acercó a mí, cogiéndome de la mano.

—Deja de hacerte el chulo conmigo.

—¿Cómo?

—Que te has puesto muy gallito. Y te conozco.

—Yo también te conozco a ti.

—A lo mejor no tanto.

—Mejor.

—¡Deja de juguetear con las palabras!

—Vale —dije mientras echaba otra vez a andar.

—¡Tú! ¡Espérate! —gritó.

Yo inhalé hondo y me metí las manos en los bolsillos. Había perdido el miedo a las alturas y ahora, supongo que por el amor, había crecido también en autoestima.

—¿Qué me dirías si te cuento una cosa que sólo sé yo…? ¿Qué me dirías si te cuento el secreto?

—¿Cómo? —contesté.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

—Pues no lo parece.

—¿Cómo? —repetí.

De repente me puse nervioso.

—Somos hermanos —dijo Liz.

—¿Y de qué secreto hablas?

—El garaje.

Me sobresalté. El día del «plan» apareció otra vez por mi cabeza, como si un tren pasara de largo por la estación y dejara espantados a los pasajeros del andén. «¿Qué?».

—Es necesario que estés dispuesto a lo peor. Vuelve a meterte bajo el sauce, por favor.

—¿Qué te hace pensar que quiero saber tu secreto? —le pregunté.

Retrocedí un poco.

—Que es mejor para los dos.

Sus palabras me llenaron de dudas. De pronto me acordé del día de la fiesta, de cómo salí de casa con papá, del bar, de la conversación, de Ava Gardner esperando en la estación, de mamá al saber la noticia, de mi caja…

—No tengo otra alternativa, ¿no?

Ella rio mansamente.

—Mamá no lo sabe. —Nos callamos durante unos segundos; luego, mi hermana prosiguió—: Ni lo sabe ni se lo vamos a contar.

—No te estarás haciendo la interesante… —pregunté con voz meliflua.

—Lo único que quiero es compartir un secreto. Y así tú compartes el tuyo.

Bajé las defensas y dije:

—Pero si ya me has visto entrar en casa de los italianos, qué más te voy a decir.

—¡Ja! Pues lo que has dejado allí.

—Me da vergüenza.

—Ahora, de repente, al chulito le da vergüenza. Pues cuando te cuente yo…

—Sé que no pararás hasta sonsacarme todo.

—Adelante —indicó mi hermana.

Aquella tarde, mi madre había guisado ternera con verduras, mi segundo plato favorito después del calabacín rebozado con huevo. Y debía de tener los sentidos tan a flor de piel que podía oler la ternera humeante desde el sauce llorón. La luz del salón se encendió y la silueta de mamá se vio otra vez en el ventanal.

Mi madre nos hizo gestos con la mano de que pasáramos.

—¡Venga! —me dijo mi hermana apurada.

—Después te lo digo —sugerí.

Yo asentí con la cabeza a mamá. Y mi hermana aprovechó para lanzarme: «Eres un gallina», pero me dio igual. A mí lo que me daba era vergüenza y eso que ya había enterrado el único miedo posible: que supiera lo de la noche de San Juan. La tía Visi siempre me decía que «Dios estaba de parte de los buenos, que yo era bueno y que los buenos siempre ganan al final». Parecería razonable el argumento si uno supiera de antemano cuándo es el final, pero nunca se sabe. Ni siquiera con las mortajas preparadas en la talla justa.

—No te preocupes —me soltó mi hermana—. No se lo pienso decir a nadie. Además, lo mío es más fuerte.

—Cuéntame —le dije tranquilizándola.

—Ahora no me da la gana a mí.

—Tablas entonces.

Sin embargo, ella estaba dispuesta a hablar y mientras caminábamos hacia el porche me pidió que no se lo dijera a mamá. Fui a jurarle que no se lo diría, abrí la boca y ella lo soltó:

—Me he tirado a Ramón.

—¡¿A Ramón?! —pregunté sin dar crédito.

—¡No grites! ¡Sí!

—¿Al mostrenco? —susurré al verla alterada.

El olor a guisado era intenso cuando mamá abrió la puerta para dejarnos entrar. «No digas nada», me dijo pasando al salón. Evidentemente que no iba a decir nada.

Sucedió de repente. De repente supe que mi hermana era mi hermana de verdad, que todo lo que nos separaba nos unía más fuerte, que esas diferencias que se ven desde fuera no lo son desde dentro y que, a pesar de los tropiezos y de los genes, ella era «mi hermana, mi confidente». Los viejos barcos vislumbran los faros que los avisan del peligro de rocas, de escollos, de peligros. Y mis ojos, para ella, en ese momento, fueron eso: dos faros en los que evitó más obstáculos. Las preguntas. A partir de entonces la observé con atención. La empecé a mirar con otros ojos.

Pasamos a la mesa y los tres platos —con el consecuente y eterno hueco de papá— nos esperaban llenos de ternera guisada todavía humeante. Hummm. Nunca he vuelto a saborear ese gusto ni en los mejores restaurantes del mundo. El sazón de una madre se queda con ella. No creo que el paladar cambie con los años, cambian los recuerdos que pasan a ser fábulas de tu niñez.

Mi hermana me susurró «gracias», al mismo tiempo que me daba una patada bajo la mesa. Sonreímos. Creo que ella se quedó en esa mezcla de rechazo y deseo que provoca el sexo con alguien a quien quieres y no quieres al mismo tiempo, y yo, por el contrario, me teletransporté al jardín vecino como una cometa que necesita viento a favor para volar. Crucé los muros como Drácula cruzaba los siglos en busca de su amor.

—¿Está rico?

Ni mi hermana ni yo contestamos. Mamá optó por rellenar los vasos de agua.

Pensé qué estaría pasando en la otra casa. Oí incluso la voz de la vecina al sonreír descubriendo su regalo con mi corazón de tiza pintado en el suelo de su puerta. Yo había empezado a convertirme en su Romeo.

—¿Cómo te ha ido el día, Justo? Contadme, que nunca me contáis nada.

—Muy bien, mamá.

—Tienes mejor aspecto que antes. ¿Y tú, Liz?

—Como siempre. ¿Qué le ha pasado antes?

—Nada, que tu hermano ha visto a las tías muertas.

—¿Qué dices? ¿Muertas? ¿Cómo va a verlas muertas?

—Ya sabes, las cosas de las tías, que hoy las ha pillado probándose las mortajas a todas juntas y se habrá quedado…

—Flipando. Están locas.

—No están locas, están preparándose para el final. Es lo que me han dicho, que como engordan y adelgazan van cambiando de talla.

—¿Y tú, Liz?

—Yo, bien, gracias. De momento, muy viva.

Mamá se quedó extrañada ante la respuesta de mi hermana y yo salí en su ayuda:

—Las tías me han dado recuerdos. Y me han dado una bolsa de magdalenas para ti. Para desayunar, ¿no?

—¿Ha sido la Visi? —preguntó mamá.

—¡Quién va a ser! El resto se las habrían comido.

Experimenté la sensación que deben tener los fantasmas, atravesar paredes. Me desabroché un botón de la camisa y me arremangué. ¿Por no mancharme? No. Por calor. ¿Por qué no habría esperado a que me viera en pie frente a su puerta? ¿Le habría gustado? ¿Yo? ¿El dulce? ¿Los dos? Mi decepción era comprensible. El primer amor. Hoy, tantos años después, puedo decir que el único.

—¿Y qué demonios has hecho bajando a casa de las tías cuando debías estar con el cuadernillo?, ¿eh? Te avisé, seguro que ahora te toca quedarte.

—Para que me diera el aire.

—¿Aire?

—Hace buen tiempo, mamá —saltó mi hermana—. Yo a lo mejor también pido al ayudante que me arregle la bici, la mía.

—¿A Ramón?

Peligro, pensé.

—Sí.

A partir de entonces, vi las miradas de dos mujeres, no las de mi madre y las de mi hermana cruzándose entre ternera, ensalada, pan y jarra de agua, no. Vi el encuentro de dos mujeres que saben de aullidos y de parpadeos inconscientes. Liz tampoco me contó mucho lo que había sucedido y si iba a suceder más, porque ni me importaba ni estaba dispuesto a corresponderle con mis secretos. Bastantes tenía.

Desapareció la tensión cuando encendí la tele.