EMPECÉ A ENAMORARME PERDIDAMENTE DE ELLA
1 de agosto de 1981.
No me atrevía a saltar la valla. El señor y su hija —todavía no sabía los nombres de nuestros vecinos— caminaban con sus papeles de música por su jardín y la mano acompasando las notas tal y como el padre iba indicando. Señalaban al norte, al sur, al este y al oeste, pero se suponía que eran «compases».
Había ido cambiando el entorno, no sólo porque el señor italiano cuidaba las plantas con un mimo calmoso y podaba los árboles subido a una escalera de tijera, también había hecho un camino de piedras en forma de ese que llegaba hasta su banco de madera que, fijado al suelo, miraba al horizonte, y la mesa vieja de unos dos metros de largo había pasado de ser un trasto estropeado a parecer una extensión del mar, pintada de azul índigo, como dijo mi hermana Liz. Las cosas iban cambiando. De momento parecía que no deseaban mantener una relación con nosotros, sólo una privada y muy simple con su entorno. Madrugaban, desayunaban en el gran ventanal que daba al porche, su porche, y se ponían la música a sonar. Parecía piano. «Es él el que toca», dijo mi hermana. «O ella», dije yo en su defensa.
En mí crecía un enamoramiento ingenuo e intranquilo, como son todos los enamoramientos al principio. Y esperaba que salieran al jardín con obstinado entusiasmo. Allí es donde se ponían con los compases y con esa forma tan femenina de lanzar la mano al norte, la mano al sur, la mano al este, la mano al oeste… que parecía volar.
Yo no sabía que las mujeres tenían las manos tan delicadas porque las de mi familia siempre llevaban callos de coser, de picar almendras, de subir troncos para el hogar o, simplemente, de apretarlas para rezar. Ella, la vecina, tenía los dedos largos y finos, «como para tocar el piano». Esto también me lo dijo mi hermana. O la tía cuando le pregunté. No lo recuerdo. Pero sí me acuerdo de lo que me dijo:
—A las personas que tocan el piano se les alargan los dedos porque necesitan llegar a las teclas negras. Es como el cura, que de abrir los brazos en misa los tiene más largos. ¿No lo ves? Debe ser cosa de Cristo.
Yo no sabía que con la ilusión o con el esfuerzo podíamos cambiar nuestro cuerpo. Yo, creo, agudicé la vista. Y el oído, porque de tanto escucharlos ya estaba aprendiendo italiano.
—Sabato pomeriggio, domenica, tempo libero, vuole andare a casa sua, come ti chiami, di dove sei, dove abiti… piacere… bene… grazie…
Necesitaba seguir conquistándola. Me fui al garaje a por la bici, grité: «¡Ahora vuelvo, mamá!».
—¿Has adelantado algo en el cuadernillo?
—Sí, ciao! —dije. Y me lancé por mi particular camino de baldosas amarillas hasta casa de las tías.
Mamá me dirigió una sonrisa benevolente.
—Ciao —contestó.
El camino de arena a toda velocidad era como las nubes del oeste que tanto me gustaban, parecía que en lugar de sobre dos ruedas —remendadas con parches por el mostrenco— iba sobre un caballo de manchas indio galopando en busca de tesoros. Esa sensación se me repitió de mayor cuando en vez de saltar charcos imaginaba que evitaba océanos. Corrí, o debería decir, galopé con mi bici hasta girar la curva en la que ya se divisaba el pueblo, dejando mis miedos en casa. Las manos me temblaban en el manillar —las riendas— por los baches, por los nervios, por las ganas, por el deseo, por todo.
—No vayas deprisa —me había dicho mamá mientras cerraba la portezuela—. ¡Y ten cuidado!
Pero el «ten cuidado» me pilló ya lejos. Como siempre te pillan las advertencias.
La casa de las tías —antes de la abuela Tránsito— estaba abierta de par en par y desde la misma calle se oía el murmullo del agua del grifo del patio al que ataban un pañuelo para que chorreara recto y salpicara menos. Ese trapo siempre me pareció un fantasma, porque no dejaba de moverse con el agua en su interior. Absurdo, sí.
Antes de que pudiera dejar la bici apoyada en la entrada, junto al paragüero de los sombreros, me sobresalté.
—¡¿Qué ha pasado?! —grité.
Se giraron todas. La Isolina, la Filo, la Ciriaca, la Iluminada, Maravillas, la Esperanza —gruñendo—, la Honorina, María Montaña masticando algo y, claro, la Visi. Todas al tiempo, como uno de los compases de música de los italianos. Pero no dijeron nada. Vamos, como si nada.
—¿Que qué ha pasado…? —repetí, esta vez con menos énfasis porque ellas me miraban serenas y sin el alboroto de otros días.
—Aquí estamos.
—Ya veo.
Era lo único que podía certificar. Que sí, que estaban. Todas. Dispuestas en abanico negro.
—¿Quién ha muerto? —solté al verlas.
Debería haberme callado, pensé. Mamá siempre tenía razón: «Ante la duda, mejor callar».
Aquel aquelarre de tías vestidas de negro era el escenario de un cortejo fúnebre pero rodeadas de geranios, pentas y clavelinas.
—Alguien ha muerto, ¿verdad?
Nunca lo había preguntado así desde que desapareció mi padre, pero aquello fue otra cosa.
—Es el final de una etapa, Justo.
—¿Quién? —espeté, volviendo a meterme las manos en los bolsillos.
—Nosotras.
Ahora, treinta años después y vistas tantas noticias por el mundo, con las fotografías que he realizado a lo largo de mi vida, habría pensado en un suicidio colectivo, en una secta satánica de mujeres vestidas de negro. Entonces no. Entonces no había oído hablar de eso, ni siquiera había leído La casa de Bernarda Alba, que era —lo miro con la distancia de la tranquilidad— lo más parecido a aquel cuadro de tías vestidas de luto, velos sobre la cara y rosarios entre los dedos.
—¿Vosotras? ¿¡Estáis muertas!? ¿Os habéis muerto todas? —Miré el grifo. Y el pañuelito que mantenía el agua en un chorro fijo me pareció que iba a echar a volar sobre sus cabezas haciendo la función de fantasma—. ¿Todas muertas?
La bici se descompensó del paragüero y cayó. El estrépito fue definitivo. Me derrumbé en el suelo del susto. Y las «muertas» se arremolinaron sobre mí para salvarme, con el acierto de que Isolina, ella tenía que ser, arrancó el pañuelo mojado de la espita del patio para refrescarme la cara. (De buenas intenciones está hecha la vida). Fue sentir la cara mojada y el pañuelo blanco en mis ojos y… creer que yo, como ellas, también estaba muerto. Esa niebla de algodón húmedo sobre mi rostro sólo es comparable a la primera y última vez que tomé drogas en un garito de Londres.
—¡Justo! ¡Justo! ¡Justo!
—¡Mi niño!
—¿Qué pasa? ¡Despierta!
—¡Vamos!
—No pienso moverme hasta que despiertes…
—¿Pero qué te pasa?
Nunca conté a nadie lo sucedido. Sólo ahora. Y aguanté con los ojos cerrados porque, tumbado en medio de tías, geranios y clavelinas, me rasqué los bolsillos y luego intenté mover los dedos de los pies tal y como había visto en las películas del Oeste. Estaba vivo.
—Ha vuelto —dijo la Visi, estudiando mi cabeza en busca de heridas.
—Ya abre los ojos —soltó la gorda de la María Montaña, dejándome sin aliento con su peso muerto sobre mi pecho. Si ellas eran las apóstoles de Dios en la tierra, ya podía darse por seguro la Creación; aquella marabunta de monas y afecto para levantarme era tan excesiva como agobiante.
—He vuelto, sí. Y estáis locas. Todas estáis locas.
Entonces, lo pienso ahora, debería haber dicho que estaba muerto y que se fastidiaran. Pero como estaba la Visi, me daba pena.
El funeral de mujeres vestidas de luto se descompuso y rompieron filas hacia sus sillas. «Ay, creía que todo había terminado», «El susto que me he llevao», «El hueco de angustia que se me ha puesto en el pecho no se me va», «Traiga agua del Carmen», «Venga, Isolina», «Vamos», «Y anís».
A lo largo de los años he asistido a muchos funerales y la mayoría se parecen, pero nunca había participado en el mío.
Mientras se retiraban los velos de la cara y se guardaban los rosarios en sus cajitas, yo me fui hasta la entrada para ver mi bici y ponerla bien. Esta vez la apoyé entre dos sillas de boga que pesaban más y la mantenían recta. Una semana después, por cierto, el mostrenco amigo de mi hermana me puso un caballete para que pudiera apoyarla donde quisiera sin miedo a muertes. «Te lo he robao del taller del José», me dijo al atornillarlo. Supuse que lo había desatornillado de otro lugar.
—¿Dónde te creías que estabas? —me preguntó la Visi.
—En el infierno —repuse—. En algún lugar del limbo.
—Pero muchacho, ¿no ves que estamos todas?
—Ya lo veo.
—¡Estupendo! —soltó Maravillas sin venir a cuento.
—Toma agua del Carmen. Mantiene la calma.
Yo obedecí y sólo el olor a dulce me colocó como a los borrachos. Aquello era azucarado y alcohólico a partes iguales.
—Es suave, un caramelo. ¡Venga!
Me puse la mano en la frente porque todavía tenía el agua del trapo del grifo chorreándome por las pestañas. El sol entraba en el patio y también ayudó a poner luz en aquel funeral.
—Justo, nos estábamos probando las mortajas.
No daba crédito.
—Pero pensáis moriros… ¿ya?
—No, es por las tallas.
—Mírame —soltó María Montaña—. Como subo de peso una semana y bajo la siguiente…
—Bajar no baja, más bien sube —dijo perezosamente la Honorina.
—Despiérteme cuando se calle, guapa.
En aquel instante sentí que la muerte, para ellas, era una fiesta, que se preparaban como si fuera el día de la patrona. Que les daba igual vivir que morir, pero —por si acaso— preferían estar listas para ese momento.
Las observé a todas. Todas de negro. Alguna con las costuras abiertas y sujetadas por alfileres, otras con los hilos colgando y la aguja peligrando por la rodilla.
—Pero… ¿todo va bien? —pregunté.
—Sí —repuso la Ciriaca de una forma totalmente irreflexiva—. Claro que va bien. Esto es todos los años, que se empeña la Isolina que hay que estar listas para el Señor.
—Sin ofender, pero es el único señor que va usted a catar.
—Calle, indecente.
La tía Visi sonrió iluminando la negrura, lo que sirvió para salir del naufragio de muertes y mortajas preparadas en el que se habían instalado. Nada me calmaba más que su risa.
—¿Qué diferencia hay entre un vestido de boda y una mortaja?
—El color.
—Al menos la mortaja te vale para toda la vida.
—… eterna.
—¿Y no sería mejor que os hicierais vestidos de novia…? —dije sin dejar de frotarme el brazo.
—¡Ah, no! Eso da mala suerte.
—¿Y esto no?
El olor a melocotones me llevó al interior de la cocina, cogí dos y me los metí en los bolsillos de la cazadora.
—¿No quieres magdalenas? —comentó la tía Visi—. ¿Magdalenas de chocolate? Las he hecho con una cobertura dulce buenísima que seguro que te apetece…
—¿Tienes?
—Las acabo de hacer. Están calientes. ¿No hueles?
—Mmmmm… Vale.
—Ya voy yo —se ofreció la Isolina.
Se levantó de la silla y la acompañó a la cocina. Al pasar a mi lado olí su perfume, imaginé que además de mortaja, también se irían al otro mundo perfumadas con Joya. Mi tía favorita me envolvió una en una bolsa de papel y las restantes en otra diferente. «Me temo que te vendrá mejor llevar una separada», me dijo.
En cualquiera de las circunstancias de la vida habría pensado que me leía el pensamiento. Fue un gesto feliz —más que la escena con la que me había encontrado al llegar— y que hablaba de la conexión que siempre tuve con mi tía.
—¿Te acuerdas del título de la canción? —me preguntó, dándome las dos bolsas.
—¿La del otro día? —me hice el inocente.
—Pues claro, ¿cuál va a ser?
—Contigo en la distancia.
Abrí las puertas de la entrada y contemplé la calle. La sensación de libertad y amor que proporciona tener un destino es incomparable con nada; salí de allí después de ver resucitar a las mujeres de mi casa y con la vida como rumbo en mi hoja de ruta: ella. ¿Por qué no había de hacerme caso? ¿Por qué aquella chica extranjera de flequillo al viento no iba a girarse alguna vez hacia la valla de mi jardín? ¿Por qué no, en uno de sus compases al norte, al sur, al este y al oeste, iba a tropezarse con mi mirada? Tenía mi magdalena para ella. Mi felicidad era comparable a la levadura que había hecho estallar aquella masa de azúcar, harina y ralladura de limón. Yo iba en esa bolsa. Entregársela en secreto, otra vez, en su puerta, era como entregarme yo.
Me senté en la bici y eché a correr, debería decir a galopar otra vez, porque la calle en cuesta de los Remedios fue como una corriente de aire que jugaba a mi favor, levantando mis ruedas del suelo, llevándome mis pensamientos hacia ella.
«¡Mírame! —pensaba con los brazos extendidos en el manillar—. ¡Mira quién corre hacia ti!».
Las magdalenas rebotaban en la cesta de la bici, sin peligro, sin perderlas de vista, con la sensación de que habían desaparecido los vértigos, los miedos y el empuje de aquellas olas que estallaban en el acantilado. Todo eso que sientes la primera vez que te enamoras y que es imposible de ocultar, porque el amor, como el dinero, tiene campanillas.
De buena gana habría entrado volando por la ventana, pero es evidente que la fantasía puede más que la realidad. Me detuve unos segundos en la valla de la entrada a la vivienda de los italianos. Apoyé la bici en su coche y caminando con sigilo llegué a la puerta de su casa, que es como decir que llegué al amor. Por suerte, no había nadie.
Dejé la bolsa con la magdalena en el suelo y… —¿por qué no hacer lo mismo que en la anterior ocasión?— dibujé con una tiza un corazón rodeando el regalo.
«Abrirá, me entenderá, me buscará, me mirará en el jardín…», pensé nervioso mientras cerraba el corazón de tiza.
Toqué el timbre y, frenético, me subí a la bici para ir corriendo a mi casa. Volando. No me giré ni un solo segundo, y mucho menos en una propiedad privada. Creo que fue entonces cuando se me pellizcó el pantalón en la cadena de la bici, o en los pedales, porque no lo recuerdo, y tiré fuerte para salir de allí; en aquel momento, me pareció que tal vez podía salir su padre.
—¿Dónde estabas?
—He bajado a merendar con las tías… Estaban muertas.
—¿Qué dices?
—Probándose las mortajas, han dicho.
—Y por eso estás tan blanco, imagino, ¿no?
Tenía hambre y me senté bajo el sauce para comerme una de las magdalenas de la tía Visitación. ¿Nervioso? Mucho. Todo lo nervioso que se puede estar cuando sabes que has encendido por segunda vez la mecha de la pólvora.