LAS ESTRELLAS SE ILUMINAN SI QUIERES
Unos días más tarde, mi hermana estaba tumbada en su cama mirando el techo. Tenía unas pegatinas de estrellas que no se veían con la luz encendida y por eso se quedaba a oscuras, porque provocaba —según ella— un efecto muy agradable «sentirse iluminada por su constelación». Yo tenía algo parecido, pero en forma de virgen, una que me trajo la tía Visi de Lourdes y que cuando apagabas la luz se ponía brillante y te acompañaba toda la noche como un faro. Bueno, te acompañaba hasta que te dormías, porque en mis desvelos descubría que la figurita ya no estaba encendida. Sólo tenía que encender la luz y que se cargara otra vez de fósforo fluorescente.
—¿Crees que puedo estar embarazada? —dijo en voz baja en cuanto cerré la puerta de su habitación estrellada.
No me dio ni tiempo a reaccionar.
—¿Lo has hecho del todo?
—Pues claro que lo he hecho del todo. ¿Cómo, si no?
—Y… ¿ahora?
—Pues silencio en esta casa. Te callas. Y si me engordo, me tiro por el acantilado.
—No seas bruta.
—¡No tengo ningún miedo!
—Si no tuvieras miedo, Liz, no dirías eso. Lo asumirías.
—¡Niñato!
—Odio que me hables así. A ver si te crees que me chupo el dedo. La mayor eres tú, pero yo no voy andando a gatas. Ya son trece años y sé más cosas de las que tú te crees.
—¡Ja! ¡Trece años…! —repitió con ironía.
—Pues mira, sí. Te recuerdo que la que se le ha olvidado que ya no los tiene eres tú. Y, además, si no te gustaba el mostrenco, ¿por qué lo has hecho?
Entonces se oyó un chirrido proveniente de las escaleras. Debía estar subiendo mamá. Nos quedamos paralizados. Podía significar que nos había escuchado o que, mosqueada, sospechaba algo al no vernos ni en el jardín, ni en el salón, ni en ningún sitio de la casa. Las estrellas del cielo de la habitación desaparecieron al encender mi hermana la luz. Y del mismo modo que se hace de día, se perdió la magia de la falsa noche. Los dos fingimos que estábamos hablando de una de sus revistas de Fotogramas.
La puerta se abrió. Era mamá.
—¿Qué hacéis?
—Hablar —espetó mi hermana, como si mi madre tuviera toda la culpa de su asunto.
—No me hables con odio, Liz. Soy tu madre, no tu enemiga. Os estaba buscando por toda la casa y sólo he subido a ver qué pasaba. Si pasa algo… Ya imagino que estáis hablando.
—Pues entonces, ¿para qué preguntas?
—¡Liz! ¡Soy tu madre!
—Pero ¡no eres mi padre! —soltó a bocajarro. Yo tragué saliva.
Mamá suspiró y abrió la boca como los peces que sacas del mar con la caña enganchados en el anzuelo; a medio camino entre el desconcierto y el ahogo mortal.
Entonces lo que se oyó es el chirrido de su corazón. Mamá seguía en pie, callada, mirándola con condescendencia, silenciando lo que le pedía el cuerpo. Se agarró las manos, entrelazando los dedos, y quizá fue para detener un bofetón que el pasado —lo vivido junto a papá— le estaba pidiendo a gritos como respuesta. Pero yo sé por qué se detuvo y no se atrevió ni a respirar mientras avanzaba muy despacio hacia atrás. El anzuelo de la provocación es mejor quitárselo con cuidado, para que no sangre, para que haga el justo daño y volver a lanzarse al mar. La sal lo cura todo, como las lágrimas.
Mamá salió y cerró la puerta. Noté cómo arrancaba a llorar fuera de la habitación de Liz. Mi hermana no. Se giró sobre su cama mirando a la pared llena de pósteres de sus cantantes favoritos. Yo sí. Durante muchos años de mi entonces escasa vida estuve escuchando esa forma de gemido, discreto, que caracterizaba el dolor de mamá, y pude sentirla al otro lado de la pared sacar su pañuelo guardado como siempre en la manga y secarse las lágrimas.
—Eres injusta, Liz, hace tiempo de todo eso y mamá no tiene la culpa de nada. No sé a qué viene este enfado, no te pega, ya no te pega… y además, todo está siendo perfecto desde que vivimos en esta casa. Las cosas han cambiado, hasta tú estabas cambiando… —dije, levantándome de su cama. No contestó—. Eres injusta y un día lo sabrás.
Salí y apagué la luz. Su constelación de estrellas debió iluminarse al mismo tiempo que yo intentaba iluminar el corazón de mamá con un abrazo por detrás, agarrándome a su espalda, apretándola con fuerza por la cintura.
—Yo sé cómo era papá, mamá. Y no llores. Si lloras tú, lloro yo —dije serio y agobiado, pero haciéndome el importante.
—No estoy llorando.
—Somos felices. ¿No lo ves? —añadí.
De nuevo sintió ganas de llorar, pero se contuvo, porque noté que mi felicidad era su felicidad. Suele pasar con las madres. Me abrazó y me prometí en sus brazos que todo lo que hiciera en mi vida sería para que ella fuera feliz. Justo el mismo pensamiento que tuve la noche aquella en la que planeé todo.