19

UNOS ROSCOS DE ANÍS SOBRE EL CORAZÓN

—Toma —dijo mi tía, ofreciéndome una bolsa de roscos de anís que había hecho.

Observé a la Visi mientras hacía un nudo doble en la bolsa para que no se saliera la cantidad indecente de azúcar que llevaban. En su costumbre de hacer la vida dulce y de engordar a la familia, sobre todo a María Montaña, golosa por naturaleza y por espíritu, se había acostumbrado a echar azúcar en todo, hasta en el tomate frito. Mientras anudaba la bolsa de forma parsimoniosa, lo hacía muy lento, demasiado, como si estuviera esperando a que le contara algo que yo no tenía intención de contar, dijo:

—¿Todo va bien? —preguntó, dándome por fin la bolsa.

—Sí —repuse.

—Ya se nota.

—¿El qué se nota?

—Pues eso, que todo va bien.

—¿Pues para qué preguntas, tía?

Agarró uno de los roscos que se había dejado en la bandeja y se relamió los dedos. La contemplé mientras me hacía gestos para que cogiera otro.

Obedecí, y estuvimos los dos frente a frente, rosco en boca y calladitos hasta que masticamos y engullimos el orgullo.

—Los roscos le van a gustar más —me dijo de pronto.

—¡Y tú qué sabes! —exclamé yo, y me lancé a por un vaso de agua.

La tía Visi sonrió y no hizo falta que habláramos ni ella ni yo. Pero volvió a sonreír y me entraron ganas de disipar mis dudas. Ninguna de las tías sabía nada y mi hermana andaba a lo suyo. Así que mientras me secaba las manos con el trapo de la cocina, le eché morro.

—A ver, ¿qué sabes?

—Pues que tienes otra cara, que tienes lustre, que se te nota que hay alguien que te hace tilín.

—Tííííía.

—Eres igualito que tu madre, la mismita cara de felicidad que cuando empezó a fijarse en el vecino.

Ni ella ni yo nombramos a papá. Así que tuve que preguntar.

—¿Quién era el vecino?

—Un muchacho de su quinta, uno que le echaba cuentas.

—¿Y a mamá le gustaba? —pregunté.

—Mucho. Pero bueno, como luego se torció todo y a ella le dio por lo exótico, pues ahí se quedó. En miradas. La de amores que se quedan sólo en eso, ¡Virgen santa!

—¿En miradas?

—Sí.

—Me explico. Para que veas. Que yo soy muy gráfica. Hay ciruelas maduras, jugosas, puestas en el cajón del mercado de los viernes, las ves, te apetecen, las miras, te dices: «Me voy a comprar un kilo», de puritita gana que te entra con sólo mirarlas. Pero no sé qué pasa, esas cosas de la vida que no tienen respuesta, que, de pronto, queriendo llevarte ciruelas te llevas manzanas.

—Las manzanas están ricas —dije.

—Las reineta son perfectas para tarta o para asarlas al horno, sí. Cierto.

—Ya. Mamá las asa y luego les pone nata.

—Pero ¡Justo! El caso es que tú no querías manzanas, ¡querías ciruelas! Y allí se quedan, esperando. Y lo único que has hecho es mirarlas.

Silenciamos. Ella cogió otra rosquilla.

—¿Quieres decir que nos perdemos a veces lo que nos gusta? —pregunté de nuevo.

—¡Peor aún! —dijo, salpicándome de azúcar—. Que por sólo mirar nos perdemos lo que verdaderamente nos apetece. Y comer por comer es tontería.

En aquel instante sentí la responsabilidad de la bolsa de roscos de anís y azúcar que tenía en mi mano. Como si en lugar de roscos de vino llevara decisiones. Mi tía siguió hablando, se puso en jarras y me dijo:

—Otra cosa es que tú quieras… manzanas.

—No, yo quiero ciruelas —dije de manera irreflexiva.

—Pues por eso te doy esto.

Vi en la bolsa de roscos de vino la posibilidad de enamorar un poco más a mi vecina italiana. Mi tía sabía cómo meterme en una ratonera y que cayera en todas sus trampas, pero disfrutaba. Quiero decir que disfrutaba ella y disfrutaba yo. Dicho todo y zanjado el asunto me preguntó más.

—¿Y tu madre? ¿Cómo está?

—Muy bien, se pasa el día leyendo.

—Ella ha sido siempre de leer mucho, es como si viajara, como… —Hizo una pausa—. Nunca ha sido mucho de salir.

La entendí. Absolutamente.

—Lee y se sienta en el jardín.

—Así da gusto, relajada. Aquella casa es preciosa, tiene unas vistas…

—El mar es como si fuera nuestro. Tooooodo el horizonte, tía, todo se pone delante de nuestra valla. Y parece que no tiene fin.

—Pues me alegra. Era una pena que estuviera vacía. Así mejor. Que la casa tenga vida. Las casas sin vida se mueren como la ropa, se apolillan.

—Lo pasamos bien, estamos felices.

—Ya lo veo. Mamá tiene otra cara. Y yo que me alegro… Que no quiere decir que no haya sufrido lo suyo, pero ahora, pasado el trago, pues a empezar de nuevo.

—La cuido.

—¡Huy, Justo! Eso ya lo sé. Si yo sé mucho…

De repente el escenario cambió y tuve que recurrir a uno de los roscos de vino que quedaban en la bandeja de porcelana de ribete azul que había en la bancada de la cocina. «Lo cojo», dije mientras sonaba todavía su «Yo sé mucho».

—Los lutos —siguió ella— no son necesarios cuando tienes hijos jóvenes. Y Liz y tú sois jóvenes, y eso es lo que le da vida a tu madre. Bueno, eso y estar tranquila.

Asentí porque estaba masticando y no podía hablar. O no hablé porque masticaba para no hablar, no sé. Cuando acabé de tragar le dije que estaba riquísimo, por cambiar de conversación y evitar su espiral de artimañas. Y ella aprovechó para explicarme que estaban hechos con amor y con canciones.

—¿Qué querías ser de mayor?

—Ya te lo dije, fotógrafo, como el abuelo. Quiero ver mundo.

La tía Visitación cogió uno de los roscos y se volvió, sonriente, hacia mí.

—Estoy segura de eso. Los países están esperándote para que los mires. Tampoco se van a mover de su sitio…

Y lo dijo con el rosco en el ojo, como si mirara a través del dulce. Me reí al ver cómo se manchaba de azúcar toda la blusa y fingía que era una cámara de fotos lo que llevaba en la mano.

—¿Te enfoco bien? A ver… hago clic. Sonríe, Justo, sonríe para la foto. ¡Clic! Toma, tu primera cámara de fotos.

Y me alcanzó otro de los roscos de anís que esperaban en la bandeja de porcelana para que mirara con ella hacia el jardín del limonero, el que crecía atado a cuerdas para no dispersarse. «Mira qué bonitas hojas tiene, ¿has visto?». «Y el cielo… qué azul, fíjate». «¿Has visto el pájaro…? Se me ha escapado».

Dejé de mirar por el agujero dulce y la observé a ella, que seguía fingiendo que hacía fotos con su rosco.

—No sé cómo será el mundo, no lo conozco. Una vez fuimos a Madrid, al Gran Hotel París de la Puerta del Sol, y el abuelo nos hizo una foto desde la calle, nos asomamos todas a las ventanas y gritamos «¡Paríííís!», la gente se creía que estábamos locas todas las hermanas. Pero el abuelo decía: «Gritad para la foto, que eso luego se nota». Y debió de notarlo hasta el de recepción de aquella fonda porque nos prohibieron asomarnos más. Qué miedo cuando subió aquella sota de bastos con su gorra y su manojo de llaves…

—¿Os riñó?

—Huy, creo que el abuelo tuvo que ganárselo diciendo que era para unas postales importantes que iban a hacer para Madrid y que tenía autorización de gobernación, pero yo creo que no le creyó mucho.

—¿Y qué hizo?

—Le dijo que al día siguiente les haría una foto para él y su novia porque se iban a casar y no tenían retratista. Pero al día siguiente ya no estábamos. Nos habíamos ido.

—Vaya con el abuelo.

—Y nos marchamos de aquel París hasta Barcelona. La abuela tenía ganas de volver al pueblo y nosotras también.

—¿No queríais ver mundo?

—Queríamos gritar con ganas, éramos niñas, nos daba igual el lugar. Además, cuando llegamos a Madrid, aquel señor de recepción nos dijo: «Bienvenidos al Gran Hotel París», y yo no entendía que París estuviera bajo una botella de vino y el letrero del Tío Pepe. El abuelo dijo que era surrealista pero gracioso, porque él era un socarrón tremendo.

—¿Ya no viajaste más?

—De pequeña todo parece igual y en aquel presuntuoso lugar no nos dejaban gritar. ¿Viajar? No mucho más. —La tía Visitación se quedó un momento callada—. Los mundos pequeños huelen mejor —dijo a mi lado—, como este rosco.

—Me temo que ese te lo vas a comer, querida tía.

—Y tú te vas a comer el otro, el grande. Estoy convencida de eso. Mira este, qué chiquito y qué fácil… Ñam, ñam, ñam. Dame un beso antes de irte —sentenció.

—¡Y veinte! —exclamé en un exceso de felicidad.

—No sabes lo que me alegra que las cosas vayan bien allí arriba.

—¿En el cielo? —contesté medio aturdido, porque yo pensaba en el muerto.

—No, en la casa. Que me alegro. Y buena culpa de que vaya todo bien la tienes tú, que ya eres un hombrecito.

Antes de que su perfume se me pegara a la cara con sus besos de tía y me subiera a la bicicleta para volver a casa con mis roscos de anís me atreví a decir:

—¡Y en el cielo también!

Volé con la bicicleta hasta la casa del acantilado, sintiendo que la tía Visi sabía mucho más de lo que contaba, aunque con sus faldas de mariposa y sus gorgoritos de cantante de bolero pareciera que la vida jugara con ella. Al revés: ella jugaba con la vida. Y con esa fuerza que da el saber que puedes ganar, pedaleé más fuerte, volando por la carretera de vuelta a casa, y queriendo ser aquel cesto de ciruelas que mi madre en algún momento debió mirar. Si ella no lo hizo, yo sí.

Cuando pienso en el pasado, creo que empecé verdaderamente a interesarme por la vecina y por el mundo a partir de aquella tarde, después de saber que en realidad lo que yo quería mirar y probar eran las ciruelas. No nos habíamos dicho nada y, tal vez, ella disimulaba que yo la observaba desde el otro lado del cercado. Yo, confieso, más tímidamente que ella. Pero ahora —pienso en ese momento de nuevo—, subiendo a toda velocidad y sobrevolando la calzada de arena, tenía necesidad de ella. Sólo quería que supiera que yo existía.

Me detuve palpitante y boquiabierto en la puerta de la italiana, nervioso porque tras ella estaban sus maravillosas facciones y esas manos que se movían al compás en el jardín rayano. Oí la música del piano al otro lado de su puerta y —recuerdo que ya estaba casi atardeciendo, medio sol sobre el mar y medio colado en su interior como una galleta que se moja en la leche— apoyé la oreja en la puerta para escuchar. Era el piano y el sonido de sus voces susurrando do re mi, do re mi…

Bajo los efectos de la música y la imagen de mi tía moviendo la falda como si avivara las brasas del fuego, nuevos nervios empezaron para mi agitado corazón.

—No —dije débilmente.

No pude.

Al detenerse el piano y escuchar unos pasos, sentí un escalofrío de vergüenza y dejé las rosquillas de anís en el escalón donde me había sentado.

Cedí sin reflexionar más. De nuevo perdí sin llegar a jugar. Y con la respiración alterada y entrecortada por el miedo a que el padre abriera la puerta y me encontrara allí, rodeé con mi tiza el regalo con un corazón.

Había momentos en que, para mitigar un poco mi pudor, me autoconvencía de que «era mejor la sorpresa». Pero inmediatamente me sentía derrotado por no haber podido esperar a que saliera ella y decir: «Hola, soy yo».

No encontré alivio más que dibujando ese corazón de tiza en el suelo, como si me sacara el mío y lo pusiera a asar con las manzanas de mamá. ¿Qué más podía hacer?

Atravesé el seto con la solemnidad de un cartero que se siente propietario de los buzones porque los usa todos los días y volví a mi casa con el amargo sabor de las ciruelas ásperas y verdes.

—Por favor, abre la puerta. Mira el corazón —musité mientras me metía en mi casa al mismo tiempo que el sol daba por concluida su función y comenzaban los sueños.