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LA ESTRELLA LLEGA AL PUEBLO

—Toma —dijo mi tía Visitación, ofreciéndole a mi madre el abanico de las fiestas para que se refrescara y se le fuera el apuro que tenía marcado en la expresión de su cara.

Ya estábamos todos listos. Todos menos mi padre, el irlandés. Papá estaba apurando un vaso de whisky de un trago y mamá mirando resignada, sin que él se diera cuenta, desde la puerta. La silueta de papá estaba tras los mismos cristales en los que yo había dibujado antes un corazón… invisible ya. Los corazones de vapor se esfuman.

—¡Justo!

—¿Qué, mamá?

—Acompaña a papá a por el coche del ayuntamiento y te vuelves con nosotras. No te entretengas.

—¡Estupendo! —exclamé como si tuviera la respuesta preparada—. Y luego me quedo con los amigos en la plaza.

—No, luego te vienes, te he dicho. Ya te irás con ellos después. Hay tiempo para todo, Justo.

Su mirar se dulcificó en ese momento para que le hiciera caso. No podía perder tiempo, ya eran horas.

—¿Y cómo es que le espera un personaje tan importante? —preguntó Isolina, tirando de la chaquetilla a Visitación. Pero se apresuró a responder María Montaña:

—Me lo contó anoche la Teo, que se lo ha rogado el alcalde, y como es el único que habla inglés en el pueblo… pues va él a recibir a la estrella.

—Miedo me da.

—¿Qué dices? —se apresuró a protestar Visitación—. No sueltes desatinos.

—No, no… nada.

—Hija, lo cierto es que es inexplicable; esa es la verdad. Quizá tú lo comprendas, yo no. Para estas cosas, estas mujeres tienen chóferes y asistentes. No vienen solas. No sé cómo decirlo, que me parece muy raro.

—El alcalde ha confiado en él —zanjó la tía.

Extrañamente, Visi parecía defender a mi padre en un momento así. ¿Cómo decirlo? Yo no esperaba que saliera a abrazarlo, pero sí noté que se puso de su parte. Es ella quien me envolvió en sus brazos con la excusa de hablarme al oído.

—Tú ve con él y que no se tome otra copa en el bar. Vigila, Justo, vigila. Por tu madre.

Su voz era cordial, pero concluyente.

—¿Cómo sabes tanto, tía?

—No soy una vieja gagá.

Besó mi cara y me pellizcó el culo a la vez. Me asaltó la idea de confiarle mi plan, pero hice bien en callar y corresponderle con otro beso. Cada uno es como es: yo nunca conté mis secretos, ni entonces ni ahora.

En aquella tarde del 23 de junio me sentía extraordinariamente feliz porque todo lo tenía preparado, y mejor, sabía que desde aquel momento nada iba a ser igual en nuestras vidas. Para siempre.

Cuando uno tiene doce años y se llama Justo, se siente obligado a subirse a las copas de los árboles, a caminar saltando piedras, a correr en la bici sin manos, a meterse al fondo en el mar, donde cubre, con ganas de nadar hasta el horizonte; cuando uno tiene doce años y se llama Justo, hay que obligarse a ser feliz porque es lo único que nos diferencia de los adultos en ese momento: que ellos ya tienen la sonrisa aprendida para las fotos. Yo no, yo no quería empezar a ser un corresponsal de mí mismo, quería ser yo y que todos los que estuvieran a mi alrededor hicieran corazones de vapor en los cristales.

—Fuuuuuuu… —soplé para imaginar que vaciaba mis dudas con el aire y me escabullí un segundo en la habitación donde mamá tenía una imagen chiquita de la patrona vestida con el manto de las fiestas. La miré a los ojos porque sabía que era la única que conocía mi secreto. Me miró. O la miré. Sabía que rezar no estaba bien en ese momento, porque ni me daba miedo el infierno ni me creía que el cielo tuviera que estar tan lejos. Así que metí la mano en mi bolsillo para saber que «eso» estaba ahí: mi fortuna y la de los demás.

—Ya ves. Hoy es el día. Temo llamar la atención.

La virgen no dijo nada, como era de esperar en una pieza de yeso pintado y vestido.

—Te creerás que tengo dudas, pero no las tengo.

Silencio en la habitación y dos miradas cruzadas, ella y yo.

—Estoy seguro de que me comprendes… —Las manos de la imagen estaban sobre el pecho—, porque tú lo has visto todo siempre. Pero claro, tú no actúas, me toca a mí. Soy yo. A ti te hicieron de yeso, pero a mí me han hecho fuerte y soy fuerte.

El manto tenía estrellas bordadas.

—Y si no me paras ahora, es que estás conmigo. Puedo esperar… Si me has de castigar, hazlo ahora, puedo esperar. Si no… —el manto tenía también un corazón en el centro de su pecho—… me toca ser justo. Quiero decir justo, con minúscula.

Ese corazón bordado tenía espinas. Imaginé los míos de vapor en los cristales.

—Cuando todo en esta casa es como tú sabes, no creo en el cielo y me niego a creer que el cielo esté en otra parte. El cielo debe estar aquí. El cielo debe estar en mi casa, en todos los rincones de esta casa. Si tengo que esperar a que llegue, no vale la pena ese cielo. De hecho —dije mirándola—, no quiero ese cielo por el que hay que esperar.

Los ojos de las vírgenes son buenos y en su mirada parecía que también estaba la mirada de mi madre diciéndome: «Te adora, mamá», como en esas notas que me escribía en papeles para que yo encontrara y sonriera al acostarme o al despertarme. Así que vi en sus ojos, en los de la virgen de yeso, una comprensión absoluta que me organizó las ideas como los libros de la biblioteca. Libros bien encuadernados esperando a ser cogidos para leer; de terror, de amor, de aventuras, de vaqueros, de fantasías… iguales por fuera y diferentes por dentro. Uno de esos era yo en ese momento, nadie sabía mi final.

El sol se estaba yendo entre los tejados y reflejaba esos dorados que tanto me gustaban cuando salí de nuevo a la calle donde estaban las tías y mamá arregladas como para una boda. Todas excepto Esperanza, que parecía una discreta maestra de escuela. Pronto salió papá. Él llevaba un traje que le habían dejado en el ayuntamiento similar al de los policías locales porque tenía dos tiras doradas en el hombro y una cinta brillante que bajaba por el lateral del pantalón y que le hacía muy regio. Es la palabra que utilizó la boba de Isolina.

—Está regio, como el rey.

—¿Cómo sabe usted el aspecto que tiene el rey si no ve nunca la tele? —le dijo Maravillas.

—Por las revistas. Es un militar sin corona y con muchas medallas.

La cabeza de papá también estaba erguida como si fueran a ponerle una corona y hacerle rey esa misma tarde. Un Brightman —irlandés, altivo y con hechuras de marinero, como calificaban a mi padre— había sido elegido para recibir el primero a la protagonista de la película que venía a estrenar en esa noche de San Juan la pantalla del nuevo cine de verano. Una extranjera que estaba pasando de incógnito unos días cerca de nuestra zona con un tal Dirk Bogarde, que también salía en el filme. Lo sé porque lo repitieron tantas veces como mamá le ajustó la corbata a papá para enderezarle el nudo procurando que los cuellos de la camisa quedaran por dentro de la chaqueta.

—Sólo falta una hora —dijo mi padre mientras mamá fingía sentirse orgullosa del papel que habían encargado papá.

—Casi —le indiqué yo mirando mi reloj.

—Vas muy elegante —comentó mamá.

Él pasó por alto su elogio y me miró.

—Ava Gardner era una de las mujeres más bellas del mundo y siempre han hablado de su magnetismo. ¡Su magia deslumbra! She’s gorgeous.

Con las manos cruzadas en el pecho estaba María Montaña rumiando algo entre dientes. ¿Yo? Los mismos nervios que cuando hice la primera comunión: ansia, ilusión, inseguridad, presión… La espera en la entrada con toda la familia entrando y saliendo me puso el corazón al galope.

—Dicen que cuando vino estuvo con el torero, con Dominguín —apostilló la tía Visitación.

—Entonces fue con Mario Cabré, que salía en la película y tuvieron un romance, y por eso se vino Sinatra a verla, estaban casados.

—Qué afición por los toreros teniendo a Sinatra, ¿también aquel? Mire, ayer mismo me crucé con…

—Dios santo —cortó Ciriaca—, es que de Dominguín también se ha dicho casi todo.

—Pues como en los pueblos, que se dice de todo.

En ese instante sonó el teléfono dentro y Visitación entró con aire agitado.

—Ava Gardner, ni más ni menos. Porque estoy casado… —espetó papá como un eructo, sonándose la nariz y encendiéndose otro cigarrillo con la colilla del anterior.

Contemplé la mirada de mamá, que tragó saliva como quien bebe veneno ante la fanfarronería de papá.

—Ve a por mi cartera, Justo.

—Si yo me voy contigo, papá —dije, tirándole de la chaqueta.

—¡Pues claro! —exclamó mamá—. Le acompañas y vuelves.

—Andando pues.

Cerró la puerta y sentí el peso de mi soledad caminando con él. Me sorprendió el silencio que había en mi cabeza a pesar de la música y las campanas doblando a fiesta. Puso la mano sobre mi hombro y yo crucé las mías por detrás, cada una sujetaba a la otra. Soporto mi ansia y cuento los pasos. Confuso, me pregunto si todo está bien. Todo irá bien, me digo.

—Di hola —suelta mi padre—. ¿No ves que te están saludando?

—Hola —respondo aturdido a no sé quién que pasa también hacia la plaza.

—¿En qué vas pensando?

Retraso la respuesta y reprimo la verdad.

—En esa estrella de Hollywood.

Bajamos por el callejón de los escalones encalados donde algunas vecinas han decorado todo con plantas y candiles encendidos para la noche de San Juan. Me llama la atención que mi padre no me suelta del hombro, como si justo ese día quisiera quererme más que nunca a base de gestos. Su tono de voz, aunque amable, me impide olvidar todo lo que ha pasado los últimos días. Me sudan las manos. En los cables de la luz han enredado banderitas que son atravesadas por los últimos rayos de sol. Busco a los ciervos para salvarlos de los cazadores. Para mi sorpresa, me suelta en ese momento. Es para encenderse otro cigarrillo.

—¡Buenas tardes, irlandés!

—Allá vamos —contesta, guardándose las cerillas en el bolsillo pequeño del uniforme.

—Cuéntanos luego todo.

—Con detalles, ¡con detalles! —advierte sonriendo.

—Mírale qué orgulloso va Justo de su padre, ¿eh?

Las manos me sudan más.

El grupo de músicos se retira para dejarnos pasar ya y uno le tiende la mano a papá.

—¡Oh, más que nadie! Es mi hijo.

Yo me las seco en las piernas y saludo también. En lo alto, una de las banderas, italiana, hace juegos de luces verdes y rojos en el suelo.

Nadie se daba cuenta de la gravedad de la situación. Sólo yo. En aquel instante sentí la responsabilidad de hijo por partida doble, hijo de papá e hijo de mamá. Y, sobre todo, mi responsabilidad para cambiar el futuro de mi familia aquella misma tarde.

Papá tenía adoración por mí, pero era incapaz de demostrarlo con más de dos palabras. Cuando él tenía mi edad se parecía a mí, pero yo no quería parecerme a él y dejé de mirar las fotos en las que se le veía feliz en Irlanda. Todas tenían una fecha por detrás escrita a lápiz, a veces imperceptible, y me servían para calcular la edad de papá en la fotografía. Mi hermana siempre había compartido esa afición conmigo, pero lo que para mí era mera inspección de parecidos para ella era devoción, un estimulante de la vida que había imaginado en Irlanda. Ver las fotos era su válvula de escape, porque siempre buscaba similitudes con la familia irlandesa de papá, y eso le hacía sentirse, según decía, «menos rural». Para entonces, yo amaba lo rural, porque Calabella significaba mi familia, mi playa de rocas con erizos y mi seguridad en casa con la tía Visitación. También era consciente de que todo podía cambiar y que así debía ser.

El nuevo cine de verano era la pared posterior del frontón que habían construido en el patio de la escuela y por eso en los carteles que anunciaban el día del estreno ponía: «Cinema Verano El Frontón». Igual que la plaza del ayuntamiento era la plaza del Ayuntamiento y la calle mayor era la calle Mayor. Tampoco había que complicarse mucho la cabeza. Los nombres definen mejor que la imaginación.

Recuerdo perfectamente el título de las películas de Ava Gardner que iban a proyectar como homenaje a la actriz: Mogambo, Las nieves del Kilimanjaro, La condesa descalza y El puente de Cassandra. Aunque a mí me impresionó mucho el título de la quinta película, menos conocida, según papá: El hombre que decidía la muerte.

—Y a ti, ¿qué te hace feliz? —me preguntó mientras íbamos caminando al bar de la plaza.

Definitivamente, en ese instante no pude responder qué es lo que me hacía feliz porque si lo decía…

—El verano.

—Eso es una tontería, el verano es todos los años.

—Ya —contesté, apretando mi mano en el bolsillo—. Pero este verano será distinto. ¿Y a ti, papá? —pregunté, devolviéndole la pelota.

Meditó un segundo y de una forma trascendente y que podría decirse hueca me dijo:

—Ya crecerás.

El suelo estaba lleno de lavanda y hierbabuena cuando llegamos a la entrada de la plaza. Todo listo para la procesión de bienvenida. Nos fuimos cruzando con los chavales que venían de la cala, todavía mojados por el precipitado primer baño del verano, que cargaban bolsas con embutidos y bebidas para la cena en la playa, junto a las hogueras y sus novias. El próximo año, pensé, harás lo que ellos. Pasaron las señoras que, arregladas de mantilla, aceleraban el paso al mirar la hora en el reloj de la fachada entre cuchicheos que sonaban a rezos o a chismes. Allí estaban ya los feriantes que levantaban con prisa las telas de su puestos de pulseras y llaveros. En el orden de siempre: el de tiro con escopeta, el del algodón de azúcar, la pesca de patos y el de los sobres sorpresa.

Entre silencios y saludos breves habíamos llegado ya a la plaza. Observé cómo mi padre buscaba algo con la mirada. Los músicos ensayaban con fuerza en la fuente, sentados en los escalones. El estruendo del tambor era infernal.

De pronto, lo vio.

Allí, tras un camión que desplegado por la mitad se había convertido en una tómbola llena de peluches colgados de cuerdas, esperaba el coche limpio y brillante con el que papá iría hasta la estación de tren a por la estrella de Hollywood Ava Gardner. El alcalde extendió el brazo señalando el resplandeciente vehículo que vigilaba un bedel para que nadie se acercara a tocarlo —«Ese es el tuyo, irlandés», vocalizó—, y después hizo gestos para que fuéramos con él.

Mi padre y yo nos acercamos a la puerta del bar.