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HOY, ESTRENO

«Ava Gardner visita nuestro pueblo», decía el megáfono de un coche rojo que daba vueltas por las calles forrado con fotografías de la actriz como mi caja de los secretos. La visión de aquellos ojos felinos deslumbraba más que los farolillos recién encendidos en abanico desde las fachadas al centro de la plaza. De todas las fotos con las que habían tapado techo, capó y ventanillas traseras, destacaba una imagen de la actriz apoyada en una pared con un escote que alertaba a hombres y mujeres. Papá apenas podía fingir el deseo, me pregunté cómo habría sido la vida de esa mujer que protagonizaba los más bajos instintos de todos los hombres que se acercaban a la calle a mirar. Parecía agresiva, como si el mundo no fuera suficiente para ella, y sin embargo, adiviné, tenía algo de vulnerable en alguna de las sonrisas con las que miraba hambrienta a la cámara.

«Hoy, noche de San Juan, estreno del cinema de verano. Esta noche, la actriz Ava Gardner visita nuestro pueblo».

—¡… nuestro pueeeblo! —se oía en un eco eléctrico.

La foto era impresionante, lo decía mi padre tal cual. Con la boca semiabierta, los hombros desnudos y unos pechos como dos montañas tapados con un estrecho camisón negro, miraba desafiante a todos los que sin disimulo se la comían con la vista desde las aceras. No enseñaba nada y, pese a ello, parecía que venía a comerse a todos. Y sólo son fotos, pensé.

—¡… hoy, estreno del cinema de verano!

El coche anunciador del gran evento del día avanzaba lento a propósito con las ventanillas delanteras bajadas por las que el conductor y su acompañante —el policía local y el bedel de mi colegio— sacaban los codos para chulear del encargo municipal que les habían hecho. Uno al volante conduciendo con una mano y el copiloto con el altavoz y masticando chicle. Circulaban poco a poco, con la intención de que desde la acera todos dieran una ojeada al «material» que cargaban. No había duda, las mujeres suspiraban de envidia ante la voluptuosidad de Ava y los padres tosían con disimulo como si se comunicaran en morse unos con otros.

Ese era el día perfecto para mí, la suerte me estaba guiñando un ojo. Metí las manos en mis bolsillos y pegué los codos a mi cuerpo. Escuché a la primera autoridad entrando con mi padre al bar. No se le ocurría mejor manera de iniciar la conversación:

—Creo que hoy es el día más grande de la historia de nuestro pueblo.

—No se ponga serio, don Manuel. Es fiesta.

Fue directo al grano.

—¡Coño! ¡Que viene la Gardner! —espetó el alcalde, anulando cualquier tipo de dudas.

—Me lo va a decir a mí, que estoy deseando abrirle la puerta del coche y saber cómo huele cuando pase a mi lado…

Papá estaba ilusionado. Yo también, pero por otra cosa bien distinta. Las ilusiones son como las casas, por fuera son fachadas más o menos parecidas, pero por dentro huele distinto. Yo estaba cansado del olor de la mía. Por eso cada uno, papá y yo, reíamos a la vez, como fachadas pegadas de semejante color, pero por una razón diferente.

—No hay nada más excitante que el olor de una mujer desconocida, es como tierra mojada, tierra nueva. La imagino y puedo olerla…

En ese momento vi la misma expresión en mi padre que se le dibujaba cuando pedía bebida. Continuó igual.

—Le abriré la puerta, le diré que pase, habrá un roce de su brazo con el mío, sonreirá, sonreiré pensando que es la Gardner y se sentará en el asiento de atrás. No quiero ni imaginar que sea de las que dice: «Me siento delante, lo prefiero». Guau. Luego iré mirándola por el retrovisor porque irá embobada con el paisaje… Aunque, como ya lo conoce, a lo mejor se pone a darme conversación. Buff.

Papá daba bufidos.

—Venga, venga, venga… Para de fantasear, irlandés. Tú recoges a la estrella y la traes a la plaza. Aquí el alcalde soy yo. Quien tiene que pasearla soy yo. Déjate de monsergas y de fanfarronerías. Venga ya. Tú vas y la traes, que para eso eres el conductor. Tienes traje, tienes coche y tienes contrato. ¿Quién paga? Yo. El ayuntamiento. Así que déjate de tonterías…

—No he leído esa parte del contrato.

—En realidad, no lees nada. Así que vas y la traes. Y la tratas como a una señora, que es lo que es.

En aquel momento, el alcalde de Calabella se puso serio, arrugó la frente y se hizo con las riendas de la charla. «No me jodas, irlandés», soltó varias veces para parar la efervescencia de papá, que iba in crescendo. Como ocurría otras veces murmuró algo en inglés que sólo entendí yo. Algo que cubría con tos y que no era muy delicado. Don Manuel sabía de la importancia del día, del gran peso de la estrella e, intuyo, de la hipoteca que le unía a mi padre de alguna manera: el idioma. Los salones del ayuntamiento también habían sido decorados con fotografías en blanco y negro y con los carteles de algunas películas. También habían hecho unas pequeñas postales con su rostro y el programa de las fiestas detrás detallado con claquetas de cine como homenaje a Hollywood. Don Manuel, además, andaba metiendo tripa y sacando pecho desde el día que se hizo con el juramento de uno de sus amigos —uno que tenía una casa en Tossa de Mar cercana a aquella en la que, en los años cincuenta, se había alojado la actriz para rodar Pandora y el holandés errante— de que Ava vendría a inaugurar nuestro nuevo cine de verano de manera fugaz. «Esta vez viene en secreto, vive en Londres desde hace tiempo, aquí querían crujirla los del gobierno y por eso puso tierra de por medio», explicaba una y otra vez el alcalde sacando mérito a su protagonista.

Papá, entretanto, se repasaba el pelo con el peine de su bolsillo interior mientras el otro hablaba con las pausas justas para respirar:

—Cuando lo supe, le pedí a mi amigo que la invitara. Estas cosas importantes a mí no se me pasan. Y menos ella. ¡Ella! Es de las que les pones una botella y se te suben a la mesa a mear.

Lo dijo literalmente mirando a mi padre y al concejal de festejos con esa voz atribulada que se le había puesto con el cargo.

—¡Habrá que darle una! —soltó el compañero, tosiendo humo mientras los tres se imitaban como muñecos de feria.

Estallaron en una risa chocarrera.

—¡Actrices!

—Nos tomaremos nuestro tiempo.

—Estoy seguro. Esta mujer ha sido de mucha salida nocturna y ha visto más amaneceres que tú y yo juntos.

Estaban en la soledad del bar del ayuntamiento, con la única presencia del camarero que andaba por el fondo de la sala preparando las bebidas y yo, inocente testigo de sus vozarrones, pero conocedor de las estrictas normas de mi padre: dos mesas más allá.

—Con lo que ha sido la Gardner… Uf, uf, uf —exclamó don Manuel apartando el plato del carajillo para apoyar los codos.

—Mucha mujer.

—Pero mucha, mucha.

—Y mucho hombre hay que ser para estar con ella.

Todos soltaron un respingo echando la espalda hacia atrás como si la mismísima Gardner los estuviera viendo. En el suelo, con mis canicas de colores, los miraba de reojo hacer gestos referentes al sexo. Yo ya sabía qué era el sexo, pero no por mí, sino por mi hermana, que para hacerse la chula me lo había explicado todo. Todo. Así que entendí los gestos que hacían con las manos.

Mi padre se volvió hacia mí y me pidió que les acercara la botella de la barra, la que había dejado el camarero junto a la vitrina de los boquerones en vinagre que tanto me gustaban.

—¡Cógela, Justo! ¡Esa! ¡La del caballo! —gritó.

Y el alcalde asintió, como si la pagara él de su bolsillo.

—Imagino que debe conservar las mismas peras que entonces. Y ya no es una muchacha, ¿eh? Ava tendría veinticinco años cuando vino a Tossa, era 1950, ¿no? O 1951… No recuerdo bien. Así que ya debe andar por los… ¿qué edad tiene ahora? ¿La nuestra?

—La tuya, dirás.

—Pienso arrimarme bien a ella en el cine.

—¿Aunque sea al aire libre?

—¡Vamos! Aunque esté mi mujer.

—Pero si no hablas ni inglés —dijo mi padre—. Así que el que va a estar pegado a ella voy a tener que ser yo.

—Jodido irlandés —masticó el alcalde mientras mi padre se hacía el chulo llamándolos «tontos pueblerinos» en inglés sin que le entendieran ninguno de los dos.

—¿Qué has dicho? —preguntó el alcalde.

—Nada, que estoy deseando que venga, pero lo decía en inglés.

—¿Tú crees?

Miraron el reloj activados por un mecanismo masculino y yo lancé mis canicas hasta el fondo del bar. Chocaron en la pared y se abrieron en abanico. Entró alguien.

—¡Un carajillo de coñac y una cola! —pidió un señor que pasaba orgulloso con su mujer del brazo. Iban arreglados como para la fiesta. Él de traje y ella con mantilla, porque era de las que habían estado en la misa.

—¡Voy! —dijo el camarero, incorporándose a la barra.

El alcalde, papá y el otro cambiaron de tema, pero sus mentes no. Eso se ve en las caras. El concejal le dio un codazo a don Manuel y le dijo:

—La biblioteca necesita libros.

Parecía en clave. Intenté mantenerme despierto recuperando las canicas del suelo que rodaban desperdigadas entre las patas de las mesas y fui acercándome a los tres. Mi rol imaginario de detective se activó en ese momento como si hubieran encendido una luz de alarma en mi cabeza. Me vi con gabardina y sombrero de ala, como el que tenía papá en la entrada y que nunca se ponía, pasando con mi libreta de forma reservada por sus espaldas. Oí unas risitas entre los tres, más allá de las que se traían a cuenta de las «peras» de la actriz y vi que no hacían falta detectives. Habían empezado a hablar de Ava pero en voz baja. Yo también miré mi reloj, el plan estaba a punto.

Volví a meterme las manos en los bolsillos y a pegar los brazos a mi cuerpo. Fui a la ventana que daba a la plaza, en la que en ese momento formaban los músicos en fila de cuatro, y pegué la cara al cristal, luego solté vapor y dibujé un corazón con mi dedo.

Mi padre me contaba muchas veces, no sólo aquel día de San Juan, que Ava Gardner era el animal más bello del mundo y a mí me parecía muy bestia que llamara animal a aquella señora del escote y boca semiabierta, pero, cuando lo decía, a él también se le ponía cara de bruto y de animal. Alimaña borracha, diría exactamente la tía Visitación si no supiera que la escuchaba desde mi habitación alguna vez.

—Ava Gardner también es hija de un irlandés, ¿sabes?

Y me lo decía papá para que sintiera conexión con la sangre irlandesa que corría por nuestras venas. La misma que pidió analizar un día para ver si yo era del grupo de mi madre o del suyo. Me tocó aguantar el análisis como si fuera la prueba de fuego que le hacía ganar una apuesta. Mi madre en el coche nerviosa, él en el mostrador de la farmacia como si fuera una barra de bar y yo dentro, mareado, tumbado en la camilla. Aquel papel que nos entregó el farmacéutico me unía a mi padre y me separaba de ella. Según él.

Nunca le conté a mamá todo lo que dijo de ella cuando salimos de la farmacia mientras esperaba sentada en el coche. Ni siquiera al cura que me preguntaba de todo en el confesionario como un maestro en exámenes, inquisidor y tozudo. La tía Visi tenía razón, la mentira puede ser una gran aliada, pero es mejor el silencio. Así que me callé. Eso no significa que olvidara sus palabras, las de mi padre enarbolando la victoria de la sangre con aquel papel en el que marcaba territorio verde. Desafortunadamente, o no, siempre he tenido muy buena memoria.

—Como tú. Hijo de irlandés. Los Brightman somos tenaces. Ella también lo fue.

—¿La has conocido?

—Nunca. Hoy es el día.

—Qué casualidad.

—¿Por?

—No sé, es fiesta.

—Es una gran mujer —dijo mi padre ya con un tono muy serio—… que perdió a su padre cuando tenía los mismos años que tú.

A mí eso me hizo sentir frío y un temor muy parecido al que me daba subirme en la tapia de los cipreses para parecer valiente. Y lo era. Yo era entonces muy valiente.

Mi plan fue perfecto.

Todo sucedió como tenía previsto en la noche de San Juan.