CUANDO TODOS SE CONVIERTEN EN CÓMPLICES
24 de julio de 1981.
La vecina de al lado no me hacía ni caso, a lo mejor porque era extranjera o a lo peor porque yo estaba un poco paralizado, pero como se había convertido en mi lugar de peregrinación de cada tarde, pues no había manera de sentirlo ni de darme cuenta. Ella era como una película, ajena al espectador. Yo la miraba, ella miraba en otra dirección y rogaba a Dios para que en algún momento de la tarde, de mi vida, aquellas miradas se cruzaran. Aunque fueran por azar buscando una nube a la que ponerle forma. En palabras de la Visi, me lo dijo poco después: «No hay más ciego que el que no quiere ver». Pero eso yo no lo entendía porque me pasaba el día mirando. Y, a veces, mirar es amar. Pero sólo a veces.
Sólo a veces amar es esperar. «A las plantas no sólo hay que regarlas para que no se sequen, también hay que hablarles». La primera frase es mía, la segunda de la tía. Lástima que esa primera máxima la haya aprendido con muchas nubes de paso sobre mi cabeza creando formas raras y animales inflados, siempre ovejas con alas, perros con hocicos grandes y caras de angelotes sin orejas volando, que se apartaban y dejaban ver el sol. Amar es esperar. «Y hablar», habría añadido la tía.
—Dices unas tonterías, Visi…
—¿Lo de hablarle a las plantas?
—Claro. Con el sol y el riego les basta. Son plantas, no personas. No creo que te escuchen, te lo inventas.
—¡Qué cosas! ¿Tú has visto las clavelinas? ¿Las pentas? ¿Has visto cómo tengo la verbena? ¡Qué fuerza! Y… ¿la lavanda?
—De colores.
—Y vivas. ¡Vivas! ¡Llenas de flores! Que se mueren de envidia las vecinas y los matorrales. Lo mismo me da unos que otros. Que algunos se secan de mirar.
—Y ahora va a ser porque les hablas…
—Pues claro, porque les cuento, porque les canto…
—Si tú lo dices, tía.
—¿No me crees?
—¿Que les hables a las plantas? —dije—. ¡Claro! ¡Claro que me lo creo! Si lo raro es que no te hablen a ti ellas.
—Pues entonces… Tú me dirás.
—Lo que no me creo es que eso ayude.
—Pues ayuda. Te lo digo yo. Las plantas, como las personas, si nos hablan mejor, si no nos hablan, nos volvemos locas. ¿Tú has visto a la Isolina? Cómo se calla todo, cómo cocina muda, cómo se queda traspuesta… Bueno, que lleva así toda la vida. Ya la ves. Pequeñita. Que no ha crecido.
—Ya. Muy alta no es.
—Y mira Maríamontaña, ¿cómo la ves?
—Gorda —dije tras asimilarlo poco.
—Gorda, sí, rolliza, hermosota, viva, rellena de dulce. Pero porque le gusta hablar.
—Bueno, ¡y comer!
—Y hablar, hazme caso. La gente callada está consumida, seca como mojamas. Mira mi buganvilla, la del porche, si sólo le falta cantar como la Guillot.
—Aham —solté como quien dice amén en misa.
Se calló y me miró fijando sus risueños ojos pintados de verde en los míos, aturdidos ante la matraca.
—… como las plantas. Así te lo digo. A ti te parecerá un invento… o lo que sea —aclaró como si viera mi incredulidad—. Pero no lo es. Así que haz como en las películas, no dejes de hablar; y si no hablas, pon canciones. Haz que la vida tenga música. Que no es tan larga, Justo, que no es tan larga.
Entonces sacó de la despensa uno de los botes de cabello de ángel que tanto me gustaban y dijo: «Come, que el dulce es bueno». Entendí que cuando hablaba de plantas quería decir amor y que en esa conversación ambigua de riegos y música de lo que estaba hablando era de amar. Comprendí que se trataba de estar preparado para mimar las cosas que quieres. Me lo guardé para mí.
Pero yo, durante un tiempo, aguanté así, mirando, mirándola, mientras las nubes cambiaban de forma, el sauce lloraba hojas más largas que espaguetis y los deberes de clase se acumulaban en mi buró de dos cajones repletos de cartas sin enviar. La ridícula idea de cruzar la mirada con ella, la vecina que silbaba en el banco de su jardín, era suficiente para hacer tiempo. Hacer tiempo, qué paradoja, cuando lo que hacía era gastarlo.
Los pensamientos, lo mismo que los acontecimientos, se me acumulaban y pasaban los días con ellos.
—Si quieres algo, debes buscarlo —me dijo a gritos mi hermana mientras me ponía a la fuerza en el límite del acantilado para que perdiera el vértigo—. ¡Si no haces nada, no pasa nada! Escucha, miedica: si haces algo, algo pasa. Si no, ¡no!
—Eres tonta.
—Y tú un imbécil. Medio bobo.
—Y tú medio tonta. Bueno, ¡tonta entera!
—Te tiro, ¿eh?
—No serías capaz.
—Y tú, ¿vas a ser capaz? —me provocaba, agarrándome los hombros con sus manos—. ¿O vas a quedarte mirando como un pajarito tímido que espera que se vayan de la mesa para coger las migajas?
—¡Déjame!
—Te dejo libre si me prometes que pones un plan en marcha.
—Prometido.
—¿No tienes náuseas?
—Qué va.
—¿Y miedo?
—En absoluto. No. Nada.
—No quiero que seas un hermano miedoso nunca más —me dijo de forma cortante—. No me importa que seas un hermano raro, pero no quiero que por esa te conviertas en un pelele.
—Pues no la llames «esa».
—No sé cómo se llama… ¡Ni tú! Además, no me gusta que te quedes ahí, mirándola.
—Entonces, no lo hagas.
—¡Bah! La vecina no tiene nombre. ¿Cuál? —preguntó ella.
—Bueno, ya lo sabré.
—No soporto verte mirarla como un pasmado. Piensa en un plan…
Yo la miré con calma y pensé en el otro plan. Pero aquel ya estaba cerrado. Por eso vivíamos allí, por eso mi madre sonreía y leía en el jardín a Ernest Hemingway junto al sauce llorón, y por eso todo había cambiado. O casi todo. Mi hermana no era consciente de que yo sí sabía tramar planes sin que nadie se enterara de nada. Absolutamente de nada. De hecho, yo ya había perdido el miedo a las alturas, pero seguía haciéndome el miedoso para que ella se creyera la fuerte, la valiente. Prefería tener una hermana fanfarrona e indomable a una de esas crías del pueblo que sólo andaban coqueteando de forma ñoña con los chicos de la pandilla ajena. La mía, en cambio, bajaba sin frenos en su bicicleta por toda la cuesta desde el acantilado hasta casa de las tías. Y, lo mejor, sólo lo sabía yo. Bueno, lo sabía yo y el mostrenco con el que había empezado a hablar demasiado de música y con el que intercambiaba casetes de sus grupos favoritos.
—Te lo prometo, Liz.
—Vale, te suelto.
Me soltó y ambos nos quedamos callados, fascinados por el barco que pasaba a lo lejos dejando una línea en el azul. El mar bajo nuestros pies golpeaba las rocas y los dos escupimos en vertical para ver quién llegaba antes a la espuma de las olas. Fue la forma de firmar la promesa. Para ella fue un escupitajo, para mí una lágrima que voló hasta mezclarse con más sal. Deduje que así empezaba el otro plan.
Abrí las puertas del garaje y cogí mi bici. La sensación de bajar a casa de las tías para ver de nuevo a la Visi fue distinta a otras veces. El aire golpeaba mi cara y me despeinaba con fuerza, como si fuera a más velocidad que nunca. Me quité la camiseta —ya sabía ir sin manos— y sentí el aire en todo mi cuerpo, como si respirara por dentro y por fuera. Una idea brillante había surgido en mi cabeza, otra vez, más vital que nunca, y decidido me pasé la tarde esperando a que mi tía me diera conversación y magdalenas de limón.
Me senté en la cocina con ella y charlamos.
—Tía…
—¿Qué?
—¿Cómo se llama esa cantante que siempre…?
No me dejó acabar.
—Olga Guillot. Una diosa.
—Y… ¿cómo se llama esa canción que dice eso de «parte de mi alma»?
Ella nunca era normal —gracias a Dios, diría hoy—, y en lugar de responderme, se quitó el mandil y mientras se retiraba el pelo tras las orejas se arrancó a cantar a voz en grito mientras yo moría de vergüenza y de risa.
—«¡No existe un momeeeento del día en que pueda apartarte de mí. El mundo parece distinto cuando no estás junto a míííííí…».
Yo no paraba de reír tapándome la boca. Y ella seguía:
—«… No hay beeeeella melodía en que no surjas tú, ni yo quiero escucharla si no la escuchas túúúú…!».
—Ya. ¡Para tía, que me empacho! Y —insistí—, ¿cómo se titula esa canción?
A partir de entonces ella ya estaba dentro de la balada, sumergida en la letra como el pecio de un barco; había reemplazado la cocina en su imaginación por una pista de teatro de terciopelos y candilejas, aquello era ya su escenario y daba vueltas con rabiosa energía, recorría su cuerpo con sus manos manchándose de harina la falda y haciendo gestos de pasión. «Ni yo quiero escucharla si no la escuchas túúúú —seguía—, es que te has convertido en parte de mi almaaaaa…». La miré embobado, con otros ojos, buscando significado a la letra. Me senté en el suelo y ella cantó entera la canción para mí.
Entonces, sobre aquel escenario, apareció la voz ronca de Honorina desde la barandilla del patio:
—¿Cómo te atreves? ¡Loca! ¡Podías bajar el volumen de la voz! —dijo, haciendo aspavientos para que callara de una vez—. Están durmiendo la siesta tus hermanas, la Iluminada, Maravillas y la Ciriaca, con la noche que han tenido de fiebre las tres y tu aquí, ¡teatrera!
—Anda quita, ¡déjanos! Que estoy con el pequeño Justo.
—Que ya lo veo al muchacho, que no estoy ciega; pero no hace falta echar voces. ¡Qué valor tienes! —Y añadió haciendo un esfuerzo para no hablar de más—: Cara de prusiana.
Y resopló para cerrar y volverse arriba.
Casi en un susurro, pregunté:
—¿Qué te ha llamado?
—Ná.
Ella nunca me explicó qué era eso, pero me sonó a tremendo y yo lo he repetido muchas veces con las caras de la gente que no me gusta.
—Ya nos ha roto el clima —soltó la tía Visi, dejando los terciopelos y las luces de su imaginación y volviendo a las harinas y al cuenco de claras de huevo a medio batir.
Yo no paraba de reír y ella se sonreía por dentro, cómplice.
—Contigo en la distancia. Eso.
—¿Eso? Eso ¿qué?
—Pues eso, que así se titula. Contigo en la distancia. Ya me dirás tú para qué quieres saber la canción. No te irás a volver cantante…
—No, que me gusta.
—¿Quién?
—¡La canción, tía!
—Anda ya. Pero si eres muy crío. Y esa canción es de mayores.
—He crecido.
—Como si sirviera de algo crecer, mírame. ¿Vale de algo? Pues no, no vale de nada. Creces y te pones vieja. Claro, que mejor así a…
—Tía Visi, no llores.
La tía Visitación se giró hacia los azulejos de su cocina donde hacía años también había visto girarse a mi madre para ocultar otro tipo de lágrimas. La miré dejar caer su peso sobre el mármol como si todos sus años y su felicidad a medio batir entre claras y canciones se estuvieran derrumbando en sus muñecas, cansadas. Y del mismo modo que de más niño conseguí adivinar la cara de mamá en el reflejo de las baldosas, pude ver su tristeza, esa que ocultaba con canciones de amor. Me pregunté qué tecla había tocado para que se viniera abajo ella, la que siempre estaba alegre, la más espumosa de todas mis tías, la que enseñaba las piernas cuando bailaba moviendo las faldas como alas de mariposas para fastidiar a las otras, las secas de Isolina, Honorina, Esperanza, María Montaña… «Yo soy la rara porque he salido a la abuela Tránsito», decía justificando su singularidad ante Filomena, Ciriaca, Iluminada… Justificándose ante sí. Y yo, que no conocí a la abuela, me imaginaba que, si era como ella, habría sido también maravilloso oírla cantar y mover las faldas como mariposas. Por eso mi madre la adoraba como yo y me decía: «Cuida de la Visi, que nos necesita», porque seguramente en sus peculiaridades de ternura y excentricidad estaba la figura de la abuela ausente.
En los azulejos estaba el reflejo de la tristeza desplomada en la repisa, igual que aquel día que mamá me dijo que se había golpeado con la puerta del armario de los vasos «por tonta» y me dejó que le pusiera el paño mojado. «Como siempre voy con prisas…», explicó. Y yo, recuerdo, me sentí culpable y me quedé con ella, sentados los dos junto a la mesa puesta.
—No digas nada.
—No, mamá. No diré nada a nadie.
—Si papá pregunta algo, diremos que tú me has curado.
A mí, entonces, me pareció raro que mamá dijera eso, porque un golpe con las puertas puede dárselo cualquiera, ¿no? Fue decirlo y entrar la Isolina con la Visi y nos preguntó:
—¿Le ha pasado algo?
—La puerta del mueble, que los hacen muy altos.
—¿Y le ha dado?
—Al abrir.
La Isolina dijo que eran mejor cuando no tenían puertas y llevaban cortinillas de visillo. Pero la Visitación nos miró diferente.
—Aquí las puertas las carga el diablo —dijo—. El diablo.
Y todos se callaron.
Antes de que mamá se explicara, se oyó cómo entraba también la Ciriaca con no sé qué cosas para los embutidos, tripas o cuerdas de atar, y todas se pusieron en pie junto al fregadero. Unas vaciaron los platos y los vasos para que no estorbaran en el mármol y mamá me guiñó el ojo que le quedaba al aire, porque con la mano seguía tapándose el otro con el trapo mojado.
—¿Se puede saber qué le ha pasado? —preguntó María Montaña, que entraba taciturna con la cesta de flores rebosante de color para rellenar los jarrones.
—La puerta —se apresuró a decir la Visi. Y repitió—: Las carga el diablo.
Me volví hacia ellas y comprendí que mi lugar ya estaba fuera de allí, salí hacia el pasillo pero me esperé con la cara en los cristales. En los mismos que seguía ahora esperando que las baldosas blancas reflejaran el cambio de cara de mi tía. A veces es más fácil mudar de casa que mudar de emociones.
Esperé con las manos en los bolsillos contando las canicas de cristal con los dedos.
Hice tiempo para que se volviera a girar con su sonrisa y se me ocurrió hacer como con mamá. Pegué mi cara a los cristales de la puerta, soplé vapor abriendo la boca y dibujé un corazón. Luego toqué con los nudillos para alertarla.
Toc, toc, toc.
La tía Visi se giró buscándome en la cocina mientras se subía las gafas con el revés de la mano mojada, me sonrió y se dio cuenta de mi corazón. Vino hacia mí y agachándose hasta mi altura hizo lo mismo: soltó vapor, noté como se sonaba los mocos y dibujaba lentamente otro corazón desde el otro lado del cristal. En voz baja, no por hacer ruido, sino por sentirse confidente mía, me susurró: «Te quiero, mi pequeño Justo». Lo entendí como si lo hubiera cantado la misma Olga Guillot.
La miré y en lo que quedaba de vapor en el cristal, escribí: «Y yo».
Nunca una puerta cerrada ha estado más abierta que aquella tarde en la que las claras de huevo se quedaron hechas líquido, las nubes del cielo de mi pueblo crearon merengue para regalar pasteles a todos los vecinos y supe que Contigo en la distancia era el nombre de la valla que me separaba de la vecina.