V

A pesar de este brusco e inesperado retroceso de la enfermedad, nuestros conciudadanos no se apresuraron a estar contentos. Los meses que acababan de pasar, aunque aumentaban su deseo de liberación, les habían enseñado a ser prudentes y les habían acostumbrado a contar cada vez menos con un próximo fin de la epidemia. Sin embargo, el nuevo hecho estaba en todas las bocas y en el fondo de todos los corazones se agitaba una esperanza inconfesada. Todo lo demás pasaba a segundo plano. Las nuevas víctimas de la peste tenían poco peso al lado de este hecho exorbitante: las estadísticas bajaban. Una de las nuevas muestras de que la era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se aguardaba en secreto, sin embargo, fue que nuestros ciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su vida después de la peste.

Todo el mundo estaba de acuerdo en creer que las comodidades de la vida pasada no se recobrarían en un momento y en que era más fácil destruir que reconstruir. Se imaginaban, en general, que el aprovisionamiento podría mejorarse un poco y que de este modo desaparecería la preocupación más apremiante. Pero, en realidad, bajo esas observaciones anodinas una esperanza insensata se desataba, de tal modo que nuestros conciudadanos no se daban a veces cuenta de ello y afirmaban con precipitación que, en todo caso, la liberación no sería para el día siguiente.

Y así fue; la peste no se detuvo al otro día, pero a las claras se empezó a debilitar más de prisa de lo que razonablemente se hubiera podido esperar. Durante los primeros días de enero, el frío se estabilizó con una persistencia inusitada y pareció cristalizarse sobre la ciudad. Sin embargo, nunca había estado tan azul el cielo. Durante días enteros su esplendor inmutable y helado inundó toda la ciudad con una luz ininterrumpida. En este aire purificado, la peste, en tres semanas, y mediante sucesivos descensos, pareció agotarse, alineando cadáveres cada día menos numerosos. Perdió en un corto espacio de tiempo la casi totalidad de las fuerzas que había tardado meses en acumular. Viendo cómo se le escapaban presas enteramente sentenciadas como Grand y la muchacha de Rieux, cómo se exacerbaba en ciertos barrios durante dos o tres días, mientras desaparecía totalmente en otros, cómo multiplicaba las víctimas el lunes, y el miércoles las dejaba escapar casi todas; viéndola desfallecer o precipitarse se hubiera dicho que estaba desorganizándose por enervamiento o cansancio y que perdía, al mismo tiempo que el dominio de sí misma, la eficacia matemática y soberana que había sido su fuerza. El suero de Castel empezó a tener, de pronto, éxitos que hasta entonces le habían sido negados. Cada una de las medidas tomadas por los médicos, que antes no daban ningún resultado, parecieron inesperadamente dar en el clavo. Era como si a la peste le hubiera llegado la hora de ser acorralada y su debilidad súbita diese fuerza a las armas embotadas que se le habían opuesto. Sólo de cuando en cuando la enfermedad recrudecía y de un solo golpe se llevaba a tres o cuatro enfermos cuya curación se esperaba. Eran los desafortunados de la peste; los que mataba en plena esperanza. Este fue el caso del juez Othon al que hubo que evacuar del campo de cuarentena y del que Tarrou dijo que no había tenido suerte, sin que se pueda saber si pensaba en la muerte o en la vida del juez.

Pero, en conjunto, la infección retrocedía en toda la línea, y los comunicados de la prefectura, que primero habían hecho nacer tan tímida y secreta esperanza, acabaron por confirmar, en la mente de todos, la convicción de que la victoria estaba alcanzada y de que la enfermedad abandonaba sus posiciones. En verdad, era difícil saber si se trataba de una victoria, únicamente estaba uno obligado a comprobar que la enfermedad parecía irse por donde había venido. La estrategia que se le había opuesto no había cambiado: ayer ineficaz, hoy aparentemente afortunada. Se tenía la impresión de que la enfermedad se había agotado por sí misma o de que acaso había alcanzado todos sus objetivos. Fuese lo que fuese, su papel había terminado.

Sin embargo, se hubiera podido creer que no había cambiado nada en la ciudad. Las calles, siempre silenciosas por el día, estaban invadidas de noche por una multitud en la que ahora predominaban los abrigos y las bufandas. Los cines y los cafés hacían los mismos negocios. Pero mirando detenidamente se podía ver que las caras estaban menos crispadas y que a veces hasta sonreían. Entonces se daba uno cuenta de que, hasta ese momento, nadie sonreía por la calle. En realidad, se había hecho un desgarrón en el velo opaco que rodeaba a la ciudad desde hacía meses y todos los lunes se comprobaba por las noticias de la radio que el desgarrón se iba agrandando y que al fin iba a ser posible respirar. No era más que un alivio negativo que todavía no tenía una expresión franca. Mientras que antes no se hubiera podido oír sin cierta incredulidad la noticia de que había salido un tren o llegado un vapor, o bien que se iba a autorizar la circulación de los autos, el anuncio de ésos acontecimientos a mediados de febrero no provocó la menor sorpresa. Era poco, sin duda. Pero este ligero matiz delataba los enormes progresos alcanzados por nuestros conciudadanos en el camino de la esperanza. Se puede decir, por otra parte, que a partir del momento en que la más ínfima esperanza se hizo posible en el ánimo de nuestros conciudadanos, el reinado efectivo de la peste había terminado.

No hay que dejar de señalar que durante todo el mes de enero nuestros conciudadanos tuvieron reacciones contradictorias, pasaron por alternativas de excitación y depresión. Fue por esto por lo que hubo que registrar nuevas tentativas de evasión en el momento mismo en que las estadísticas eran más favorables. Esto sorprendió mucho a las autoridades y a los puestos de guardia porque la mayor parte de esos intentos tuvieron éxito. Pero en realidad las gentes se evadían obedeciendo a sentimientos naturales. En unos, la peste había hecho arraigar un escepticismo profundo del que ya no podían deshacerse. La esperanza no podía prender en ellos. Y aunque el tiempo de la peste había pasado, ellos continuaban viviendo según sus normas. Estaban atrasados con respecto a los acontecimientos. En otros, y éstos se contaban principalmente entre los que habían vivido separados de los seres que querían, después de tanto tiempo de reclusión y abatimiento, el viento de la esperanza que se levantaba había encendido una fiebre y una impaciencia que les privaban del dominio de sí mismos. Les entraba una especie de pánico al pensar que podían morir, ya tan cerca del final, sin ver al ser que querían y sin que su largo sufrimiento fuese recompensado. Así, aunque durante meses con una oscura tenacidad, a pesar de la prisión y el exilio, habían perseverado en la espera, la primera esperanza bastó para destruir lo que el miedo y la desesperación no habían podido atacar. Se precipitaron como locos pretendiendo adelantarse a la peste, incapaces de ir a su paso hasta el último momento.

Al mismo tiempo hubo también señales de optimismo, se registró una sensible baja en los precios. Desde el punto de vista de la economía pura, este movimiento no se podía explicar. Las dificultades seguían siendo las mismas, las formalidades de cuarentena habían sido mantenidas en las puertas y el aprovisionamiento estaba lejos de mejorar. Se asistía, pues, a un fenómeno puramente moral, como si el retroceso de la peste repercutiese por todas partes. Al mismo tiempo, el optimismo ganaba a los que antes vivían en grupos y que a causa de la enfermedad habían sido obligados a la separación. Los dos conventos de la ciudad empezaron a rehacerse y la vida en común recomenzó. Lo mismo fue para los militares, que volvieron a reunirse en los cuarteles ya libres, reanudando su vida normal de guarnición. Estos pequeños hechos eran grandes síntomas.

La población vivió en esta agitación secreta hasta el veinticinco de enero. En esa semana las estadísticas bajaron tanto que, después de una consulta con la comisión médica la prefectura anunció que la epidemia podía considerarse contenida. El comunicado añadía que por un espíritu de prudencia, que no dejaría de ser aprobado por la población, las puertas de la ciudad seguirían aún cerradas durante dos semanas y las medidas profilácticas mantenidas durante un mes. En este período, a la menor señal de que el peligro podía recomenzar, "el status quo sería mantenido y las medidas llevadas al extremo". Todo el mundo estaba de acuerdo en considerar a estas cláusulas como de mero estilo y una gozosa agitación henchía la ciudad la noche del veinticinco de enero. Para asociarse a la alegría general, el prefecto dio orden de restituir el alumbrado, como en el tiempo de la salud. Nuestros conciudadanos se desparramaron por las calles iluminadas, bajo un cielo frío y puro, en grupos ruidosos y pequeños.

Es cierto que en algunas casas las persianas siguieron cerradas y las familias pasaron en silencio esta velada que otros llenaron de gritos. Sin embargo, para muchos de esos seres enlutados, el alivio era también profundo, bien porque el miedo de ver a otros de los suyos arrebatados hubiera desaparecido, o bien porque la atención necesaria para su conservación personal pudiera dejar de estar alerta. Pero las familias que tenían que quedar más ajenas a la alegría general eran, sin discusión, las que en ese momento tenían un enfermo debatiéndose con la peste en un hospital, o las que en las residencias de cuarentena o en sus casas esperaban que la plaga terminase para ellas como había terminado para los otros. Éstas concebían también esperanzas, es cierto, pero hacían de ellas un depósito que dejaban en reserva y al que se proponían no tocar hasta tener verdaderamente derecho. Esta espera, esta vigilia silenciosa a mitad del camino entre la agonía y la alegría, les resultaba aun más cruel en medio del júbilo general.

Pero estas excepciones no mermaban nada a la satisfacción de los otros. Sin duda, la peste todavía no había terminado y aun tenía que probarlo. Sin embargo, en todos los ánimos, ya desde muchas semanas antes, los trenes partían silbando por vías sin fin y los barcos surcaban mares luminosos. Al día siguiente, los ánimos estarían más calmados y renacerían las dudas. Pero, por el momento, la ciudad entera se despabilaba, dejando los lugares cerrados, sombríos e inmóviles, donde había echado raíces de piedra, y se ponía al fin en marcha con su cargamento de supervivientes. Aquella noche Tarrou y Rieux, Rambert y los otros, iban entre la multitud y sentían ellos también que les faltaba el suelo bajo los pies. Mucho tiempo después de haber dejado los bulevares, Tarrou y Rieux sentían que esta alegría los perseguía cuando ya estaban en las callejuelas desiertas, pasando bajo las ventanas con persianas cerradas. Y, a causa de su mismo cansancio, no podían separar este sufrimiento, que continuaba detrás de las persianas, de la alegría que llenaba las calles, un poco más lejos. La liberación que se aproximaba tenía una cara en la que se mezclaban las lágrimas y la risa.

En un momento en que el ruido se había hecho más fuerte y más alegre, Tarrou se detuvo. Por el empedrado en sombra, una forma corría ligera; era un gato, el primero que se volvía a ver desde la primavera. Se quedó quieto un momento en medio de la calzada, titubeó, se lamió una pata y se atusó con ella la oreja derecha; rápidamente reanudó su carrera silenciosa y desapareció en la noche. Tarrou sonrió. El viejecito estaría también contento.

Pero en el preciso momento en que la peste parecía alejarse para volver al ignorado cubil de donde había salido, había alguien en la ciudad que estaba consternado de su partida: éste era Cottard, a creer los apuntes de Tarrou.

A decir verdad, esos apuntes se hicieron sumamente curiosos a partir del momento en que las estadísticas empezaron a bajar. Seguramente era el cansancio, pero el caso es que la escritura se hacía difícilmente legible y que pasaban con demasiada frecuencia de un tema a otro. Además, y por primera vez, a esos apuntes empieza a faltarles objetividad y se detienen en consideraciones personales. Así se encuentra, en medio de largos pasajes concernientes al caso de Cottard, una pequeña digresión sobre el viejo de los gatos. De creer a Tarrou, la peste no le había hecho perder nada de su consideración por este personaje, que le interesaba después de la epidemia como le había interesado antes, y que, desgraciadamente, no pudo seguir interesándole a pesar de su buena intención. Pues había procurado volver a verlo. Algunos días después de aquella noche del veinticinco de enero, había ido a la esquina de la callejuela. Los gatos estaban allí calentándose al sol, fieles a su cita, pero a la hora de costumbre las persianas habían seguido cerradas. Durante muchos días después, Tarrou siguió insistiendo, pero no volvió a verlas abiertas. Sacó la conclusión de que el viejecito estaba ofendido o muerto. Si estaba ofendido, es que creía tener razón y la peste se había portado mal con él, pero si estaba muerto habría que preguntarse, tanto de él como del viejo asmático, si había sido un santo. Tarrou no lo creía, pero consideraba que en el caso del viejo había un "indicio". "Acaso —señalaban los apuntes— no se pueda llegar más que a ciertas aproximaciones de santidad. En ese caso habría que contentarse con un santismo modesto y caritativo."

Siempre mezclados con las notas sobre Cottard, se encuentran en los apuntes numerosas consideraciones frecuentemente dispersas; unas tratan de Grand, ya convaleciente y reintegrado al trabajo, como si nada hubiese sucedido, y otras evocan a la madre del doctor Rieux. Las pocas conversaciones a que la convivencia había dado lugar entre ella y Tarrou, las actitudes de la viejecita, su sonrisa, sus observaciones sobre la peste, están registradas escrupulosamente. Tarrou insiste, sobre todo, en el modo de permanecer como borrada de la señora Rieux; en su costumbre de expresarlo todo con frases muy simples; en la predilección particular que demostraba por una ventana que daba sobre la calle tranquila y detrás de la cual se sentaba por las tardes, más bien derecha, con las manos descansando en la falda, y la mirada atenta, hasta que el crepúsculo invadía la habitación, convirtiéndola en una sombra negra entre la luz gris que iba oscureciéndose hasta disolver la silueta inmóvil; en la ligereza con que iba de una habitación a otra; en la bondad de la que nunca había dado pruebas concretas delante de Tarrou, pero cuyo resplandor se podía reconocer en todo lo que hacía o decía; en el hecho, en fin, de que, según él, comprendía todo sin necesidad de reflexionar y de que, con tanto silencio y tanta sombra, podía tolerar ser mirada a cualquier luz, aunque fuese la de la peste. Aquí, por lo demás, la escritura de Tarrou daba muestras curiosas de flaqueo. Las líneas que seguían eran casi ilegibles y como para dar una prueba más de aquel flaqueo las últimas frases eran las primeras que empezaron a ser personales: "Mi madre era así, yo adoraba en ella ese mismo apaciguamiento y siempre quise estar a su lado. Hace ocho años que no puedo decir que murió; solamente se borró un poco más que de costumbre, y cuando me volví a mirarla ya no estaba allí."

Pero volvamos a Cottard. Desde que las estadísticas estaban en baja, éste había hecho muchas visitas a Rieux, invocando diversos pretextos. Pero en realidad era para pedirle siempre pronósticos sobre la marcha de la epidemia. "¿Cree usted que esto puede cesar así, de golpe, sin avisar?" Él era escéptico sobre este punto o, por lo menos, así lo decía. Pero las repetidas preguntas que formulaba indicaban una convicción no tan firme. A mediados de enero Rieux le había respondido de un modo harto optimista. Y, siempre, esas respuestas, en vez de regocijarle, producían en Cottard reacciones variables según los días, pero que fluctuaban entre el mal humor y el abatimiento. También había llegado el doctor a decirle que a pesar de las indicaciones favorables dadas por las estadísticas, era mejor no cantar victoria todavía.

—Dicho de otro modo —observó Cottard—, no se sabe nada; ¿podría recomenzar de un día para otro?

—Sí, como dicen, es posible que la marcha de la curación se acelere.

Esta incertidumbre, inquietante para todos, había tranquilizado a Cottard y delante de Tarrou había entablado conversaciones con los comerciantes de su barrio en las que trataba de propagar la opinión de Rieux. No le costaba trabajo hacerlo, es cierto. Pues una vez pasada la fiebre de las primeras victorias, en muchos ánimos había vuelto a renacer una duda que habría de sobrevivir a la excitación causada por la declaración de la prefectura. Cottard se tranquilizaba ante el espectáculo de esta inquietud. Otras veces se descorazonaba. "Sí —le decía Tarrou—, terminarán por abrir las puertas y ya verá usted cómo me dejarán plantado."

Hasta el veinticinco de enero todo el mundo notó la inestabilidad de su carácter. Durante días enteros, después de haber procurado conquistar, por tanto tiempo, a las relaciones de su barrio, de pronto rompía abiertamente con ellos. En apariencia, por lo menos, se retiraba del mundo y de la noche a la mañana se ponía a vivir a lo salvaje. No se le veía en el restaurante, ni en el teatro, ni en los cafés que le gustaban. Y, sin embargo; no parecía volver a la vida comedida y oscura que llevaba antes de la epidemia. Vivía completamente retirado en su departamento y hacía que le subiesen la comida de un restaurante vecino. Sólo por la noche hacía salidas furtivas, comprando lo que necesitaba, saliendo de los comercios para lanzarse por las calles solitarias. Si Tarrou lo encontraba, no conseguía sacar de él más que monosílabos. Después, sin transición, aparecía sociable otro día, hablando de la peste abundantemente, solicitando la opinión de todos y sumergiéndose con complacencia en la marea de la muchedumbre.

El día de la declaración de la prefectura, Cottard desapareció completamente de la circulación. Dos días después, Tarrou lo encontró vagando por las calles. Cottard le pidió que le acompañase hasta el barrio. Tarrou se sentía extraordinariamente cansado, pero él insistió. Parecía muy agitado, gesticulaba de un modo desordenado y hablaba alto y ligero. Preguntó a su acompañante si creía que realmente la declaración de la prefectura ponía término a la peste. Naturalmente, Tarrou consideraba que una declaración administrativa no bastaba por sí misma para detener una plaga, pero se podía creer que la epidemia, salvo imprevistos, iba a terminar.

—Sí —dijo Cottard—, salvo imprevistos, y siempre hay algo imprevisto.

Tarrou le hizo notar que, desde luego, la prefectura había previsto en cierto modo lo imprevisto, instituyendo un plazo de dos semanas antes de abrir las puertas.

—Han hecho bien —dijo Cottard, siempre sombrío y agitado—, porque tal como van las cosas podría ser que hubiesen hablado en balde.

Tarrou no lo creía imposible, pero le parecía que era mejor afrontar la próxima apertura de la puerta y la vuelta a la vida normal.

—Admitámoslo —dijo Cottard—, admitámoslo, pero ¿a qué llama usted la vuelta a una vida normal?

—A nuevas películas en el cine —dijo Tarrou, sonriendo.

Pero Cottard no sonreía. Quería saber si podía esperar que la peste no cambiase nada en la ciudad y que todo recomenzase como antes, es decir, como si no hubiera pasado nada. Tarrou creía que la peste cambiaría y no cambiaría la ciudad, que sin duda, el más firme deseo de nuestros ciudadanos era y sería siempre el de hacer como si no hubiera cambiado nada, y que, por lo tanto, nada cambiaría en un sentido, pero, en otro, no todo se puede olvidar, ni aun teniendo la voluntad necesaria, y la peste dejaría huellas, por lo menos en los corazones. Cottard declaró abiertamente que a él no le interesaba el corazón, que el corazón era la última de sus preocupaciones. Lo que le interesaba era saber si la organización misma sería transformada, si, por ejemplo, todos los servicios funcionarían como en el pasado. Y Tarrou tuvo que reconocer que no lo sabía. Según él era cosa de pensar que a todos esos servicios perturbados durante la epidemia les costaría un poco de trabajo volver a levar anclas. Se podía suponer también que se plantearían muchos problemas nuevos, que harían necesaria una reorganización de los antiguos servicios.

—¡Ah! —dijo Cottard—, eso es posible, en efecto, todo el mundo tendrá que recomenzar todo.

Los dos paseantes habían llegado cerca de la casa de Cottard. Éste se había animado mucho, esforzándose en el optimismo. Imaginaba la ciudad rehaciendo su vida, borrando su pasado hasta partir de cero.

—Bueno —dijo Tarrou—. Después de todo, puede que las cosas se arreglen para usted también. En cierto modo, es una vida nueva la que va a empezar.

Habían llegado a la puerta y se estrechaban la mano.

—Tiene usted razón —decía Cottard, cada vez más animado—, partir de cero, eso sería una gran cosa.

Pero de la sombra del pasillo surgieron dos hombres. Tarrou tuvo apenas tiempo de oír a su acompañante preguntar qué harían allí aquellos dos pájaros.

Los dos pájaros, que tenían aire de funcionarios endomingados, preguntaron a Cottard si se llamaba Cottard, y éste, dejando escapar una especie de exclamación, dio media vuelta y se lanzó hacia lo oscuro, sin que Tarrou ni los otros tuvieran tiempo de hacer un movimiento. Cuando se les pasó la sorpresa, Tarrou preguntó a los dos hombres qué era lo que querían. Ellos adoptaron un aire reservado y amable para decir que se trataba de algunos informes, y se fueron pausadamente en la dirección que había tomado Cottard.

Cuando llegó a su casa, Tarrou anotó la escena y en seguida (la escritura lo demuestra) notó un gran cansancio. Añadió que tenía todavía mucho que hacer, pero que esta no era razón para no estar dispuesto, y se preguntaba si lo estaba en realidad. Respondía, para terminar, y aquí acaban los apuntes de Tarrou, que había siempre una hora en el día en la que el hombre es cobarde y que él sólo tenía miedo a esa hora.

Dos días después, poco antes de la apertura de las puertas, el doctor Rieux, al volver a su casa al mediodía, se preguntaba si encontraría el telegrama que esperaba. Aunque sus tareas fuesen tan agotadoras como en el momento más grave de la peste, la esperanza de la liberación definitiva había disipado todo cansancio en él. Esperaba y se complacía en esperar. No se puede tener siempre la voluntad en tensión ni estar continuamente firme; es una gran felicidad poder deshacer, al fin, en la efusión, este haz de fuerzas trenzadas en la lucha. Si el telegrama esperado fuera también favorable, Rieux podría recomenzar. Y su opinión era que todo el mundo recomenzaría.

Pasó delante de la portería. El nuevo portero, pegado al cristal, le sonrió. Subiendo la escalera, Rieux veía su cara pálida por el cansancio y las privaciones.

Sí, recomenzaría cuando la abstracción hubiese terminado, y con un poco de suerte… Pero al abrir la puerta vio a su madre que le salía al encuentro anunciándole que el señor Tarrou no se sentía bien. Se había levantado por la mañana, pero no había podido salir y había vuelto a acostarse. La señora Rieux estaba inquieta.

—Probablemente no es nada grave —dijo su hijo. Tarrou estaba tendido en la cama, su pesada cabeza se hundía en el almohadón, el pecho fuerte se dibujaba bajo el espesor de las mantas. Tenía fiebre, le dolía la cabeza. Dijo a Rieux que creía tener síntomas vagos que podían ser los de la peste.

—No, no hay nada claro todavía —dijo Rieux, después de haberle reconocido.

Pero Tarrou estaba devorado por la sed. En el pasillo Rieux le dijo a su madre que podría ser el principio de la peste.

—¡Ah! —dijo ella—, eso no es posible ¡ahora!

Y después:

—Dejémosle aquí, Bernard.

Rieux reflexionó.

—No tengo derecho —dijo—. Pero van a abrirse las puertas. Yo creo que si tú no estuvieras aquí, sería el primer derecho que me tomaría.

—Bernard —dijo ella—, podemos estar los dos. Ya sabes que yo he sido vacunada otra vez.

El doctor dijo que Tarrou también lo estaba, pero que, acaso por el cansancio, había dejado de ponerse la última inyección de enero u olvidado algunas precauciones.

Rieux fue a su despacho. Cuando volvió a la alcoba, Tarrou vio que traía las enormes ampollas de suero.

—¡Ah!, es eso —dijo.

—No, pero por precaución.

Tarrou por toda respuesta tendió el brazo y soportó la interminable inyección que él mismo había puesto a tantos otros.

—Veremos esta noche —dijo Rieux y miró a Tarrou cara a cara.

—¿Y el aislamiento, Rieux?

—No es enteramente seguro que tenga usted la peste.

Tarrou sonrió con esfuerzo.

—Es la primera vez que veo inyectar el suero sin ordenar al mismo tiempo el aislamiento.

Rieux se volvió de espaldas.

—Mi madre y yo lo cuidaremos. Estará usted mejor.

Tarrou siguió callado y el doctor, que estaba arreglando en la caja las ampollas, esperaba que hablase para volver a mirar. Al fin, fue hacia la cama. El enfermo lo miró. Su cara estaba cansada, pero sus ojos grises seguían tranquilos. Rieux le sonrió.

—Duerma usted si puede. Yo volveré dentro de un rato.

Al llegar a la puerta oyó que Tarrou lo llamaba. Volvió atrás.

Pero Tarrou parecía debatirse con la expresión misma de la idea que quería expresar.

—Rieux —dijo al fin—, tiene usted que decirme todo; lo necesito.

—Se lo prometo.

Tarrou torció un poco su cara recia en una sonrisa.

—Gracias. No tengo ganas de morir, así que lucharé. Pero si el juego está perdido, quiero tener un buen final.

Rieux se inclinó y le apretó un poco el hombro.

—No —dijo—. Para llegar a ser un santo hay que vivir. Luche usted.

A lo largo del día, el frío que había sido intenso disminuyó un poco para ceder el lugar por la tarde a chaparrones violentos de lluvia y de granizo. Al crepúsculo el cielo se descubrió un poco y el frío se hizo otra vez penetrante. Rieux volvió a su casa por la tarde; sin quitarse el abrigo fue al cuarto de su amigo. Su madre estaba allí, haciendo punto de aguja. Tarrou parecía que no se había movido, pero sus labios, blanquecinos por la fiebre, delataban la lucha que estaba sosteniendo.

—¿Qué hay? —dijo el doctor.

Tarrou alzó un poco entre las mantas sus anchos hombros.

—Hay —dijo— que pierdo la partida.

El doctor se inclinó sobre él. Bajo la piel ardiendo los ganglios empezaban a endurecerse y dentro de su pecho retumbaba el ruido de una fragua subterránea. Tarrou presentaba extrañamente las dos series de síntomas. Rieux dijo, enderezándose, que el suero no había tenido tiempo todavía de hacer efecto. Una onda de fiebre que subió a su garganta sofocó las palabras que Tarrou iba a pronunciar.

Después de cenar, Rieux y su madre vinieron a instalarse junto al enfermo. La noche comenzaba para él en la lucha declarada, y Rieux sabía que ese duro combate con el ángel de la peste tenía que durar hasta la madrugada. Los anchos hombros y el gran pecho de Tarrou no eran sus mejores armas, sino más bien aquella sangre que Rieux había hecho brotar con la aguja y en esa sangre algo que era más interior que el alma y que ninguna ciencia sería capaz de traer a la luz. Y él no podía hacer más que ver luchar a su amigo. Todo lo que se disponía a llevar a cabo, los abscesos que ayudaría a madurar, los tónicos que iba a inocularle, era de limitada eficacia, como se lo habían enseñado tantos meses de fracasos continuos. Lo único que le quedaba, en realidad, era dar ocasión al azar que muchas veces no actúa si no se le provoca. Y era preciso que el azar actuase, pues Rieux se encontraba ante un aspecto de la peste que le desconcertaba. Una vez más, la peste se esmeraba en despistar todas las estrategias dirigidas contra ella, apareciendo allí donde no se la esperaba y desapareciendo de donde se la creía afincada. Una vez más se esforzaba la peste en sorprender.

Tarrou luchaba, inmóvil. Ni una sola vez, en toda la noche, se entregó a la agitación al combatir los asaltos del mal: solamente empleaba para luchar su reciedumbre y su silencio. Pero tampoco pronunció ni una sola vez una palabra, confesando así que la distracción no le era posible. Rieux seguía solamente las fases de la lucha en los ojos de su amigo, unas veces abiertos, otras cerrados; unas veces los párpados apretados contra el globo del ojo, otras por el contrario, laxos, la mirada fija en un objeto o vuelta hacia el doctor y su madre. Cada vez que el doctor encontraba su mirada, Tarrou sonreía con esfuerzo.

En cierto momento se oyeron pasos precipitados por la calle, que parecían huir ante un murmullo lejano que iba acercándose poco a poco y que terminó por llenar la calle con su barboteo: la lluvia recomenzaba, mezclada al poco tiempo con un granizo que rebotaba en las aceras. Los toldos y cortinas ondearon ante las ventanas. En la sombra del cuarto, Rieux, que se había dejado distraer por la lluvia, volvió a contemplar a Tarrou iluminado por la lámpara de cabecera. Su madre hacía punto, levantando de cuando en cuando la cabeza para mirar atentamente al enfermo. El doctor había hecho ya todo lo que podía hacer. Después de la lluvia el silencio se hizo más denso en la habitación, llena solamente del tumulto de una guerra invisible. Excitado por el insomnio, el doctor creía oír en los confines del silencio el silbido suave y regular que lo había acompañado durante toda la epidemia. Indicó a su madre, con el gesto, que debía acostarse. Ella movió la cabeza negativamente y, con más animación en los ojos, se puso a buscar con cuidado con la aguja un punto del que no estaba muy segura. Rieux se levantó para dar de beber al enfermo, y luego volvió a sentarse.

Algunos transeúntes, aprovechando la calma, pasaban rápidamente por la acera. Sus pasos decrecían y se alejaban. El doctor reconoció que, por primera vez, aquella noche llena de paseantes trasnochadores y limpia de timbres de ambulancia, era semejante a la de otros tiempos. Era ya una noche liberada de la peste y parecía que la enfermedad espantada por el frío, las luces y la multitud, se hubiera escapado de las profundidades de la ciudad y se hubiera refugiado en esta habitación, caldeada, para dar su último asalto al cuerpo inerte de Tarrou. El flagelo ya no azotaba el cielo de la ciudad. Pero silbaba en el aire pesado del cuarto. Eso era lo que Rieux escuchaba desde hacía horas. Había que esperar que allí también se detuviese, que allí también la peste se declarase vencida.

Poco antes de amanecer, Rieux se acercó a su madre.

—Deberías acostarte para poder relevarme a las ocho. No olvides las instalaciones antes de acostarte.

La señora Rieux se levantó, recogió su labor y se acercó a la cama. Tarrou hacía ya tiempo que tenía los ojos cerrados. El sudor ensortijaba su pelo sobre la frente. La señora Rieux suspiró y el enfermo abrió los ojos, vio la dulce mirada sobre él y bajo las móviles ondas de la fiebre reapareció su sonrisa tenaz. Pero en seguida cerró los ojos. Cuando se quedó solo, Rieux se acomodó en el sillón que había dejado su madre. La calle estaba muda y el silencio era completo. El frío de la madrugada empezaba a hacerse sentir en la habitación.

El doctor se adormeció, pero el primer coche del amanecer lo sacó de su somnolencia. Pasó un escalofrío por la espalda, miró a Tarrou y vio que había logrado un poco de descanso y dormía también. Las ruedas de madera y las pisadas del caballo de un carro sonaban ya lejos. En la ventana, el espacio estaba todavía oscuro. Cuando el doctor se acercó a la cama, Tarrou lo miró con los ojos inexpresivos como si estuviese todavía en las regiones del sueño.

—Ha dormido usted, ¿no? —preguntó Rieux.

—Sí.

—¿Respira usted mejor?

—Un poco, ¿eso quiere decir algo? Rieux se calló un momento, después dijo:

—No, Tarrou, eso no quiere decir nada. Usted conoce tan bien como yo la tregua matinal. Tarrou asintió.

—Gracias —dijo—, respóndame siempre así, exactamente.

Rieux se sentó a los pies de la cama. Sentía junto a él las piernas del enfermo, largas y duras como miembros de una estatua yacente. Tarrou empezó a respirar más fuerte.

—La fiebre va a recomenzar, ¿no es cierto, Rieux? —dijo con voz ahogada.

—Sí, pero al mediodía ya podremos ver. Tarrou cerró los ojos, parecía concentrar sus fuerzas. Una expresión de cansancio se leía en sus rasgos, esperaba la subida de la fiebre que se revolvía ya en algún sitio de su propio fondo. Cuando abrió los ojos, su mirada estaba empañada y sólo se aclaró cuando vio a Rieux inclinado hacia él.

—Beba —le decía.

Tarrou bebió y dejó caer la cabeza.

—Qué largo es esto —murmuró.

Rieux le tomó del brazo, pero Tarrou, con la cabeza vuelta para otro sitio, no reaccionó. Y de pronto la fiebre afluyó visiblemente hasta su frente, como si hubiese roto algún dique interior. Cuando la mirada de Tarrou se volvió hacia el doctor, éste procuró darle valor con la suya. La sonrisa que Tarrou intentó esbozar no pudo pasar de las mandíbulas apretadas ni de los labios pegados por una espuma blancuzca. Pero bajo su frente obstinada los ojos brillaron todavía con el resplandor del valor.

A las siete, la señora Rieux volvió a la habitación. El doctor fue a su despacho para telefonear al hospital haciéndose sustituir. Decidió también dejar sus consultas aquel día, se echó un momento en el diván de su gabinete, pero se levantó en seguida y volvió al cuarto. Tarrou tenía la cabeza vuelta hacia la señora Rieux, miraba aquella menuda sombra recogida junto a él en una silla, con las manos juntas sobre la falda. Y la contemplaba con tanta intensidad que la señora Rieux se puso un dedo sobre los labios y se levantó para apagar la lámpara de la cabecera. Pero a través de las cortinas la luz se filtraba rápidamente y poco a poco, cuando los rasgos del enfermo emergieron de la oscuridad, la señora Rieux pudo ver que seguía mirándola. Se inclinó hacia él, le arregló la almohada y puso un momento la mano en su pecho mojado. Entonces oyó, como viniendo de lejos, una voz sorda que le daba las gracias y le decía que todo estaba muy bien. Cuando volvió a sentarse, Tarrou cerró los ojos y su expresión agotada, a pesar de tener la boca cerrada, parecía volver a sonreír.

Al mediodía la fiebre había llegado a la cúspide. Una especie de tos visceral sacudía el cuerpo del enfermo, que empezó a escupir sangre. Los ganglios habían dejado de crecer, pero seguían duros como clavos, atornillados en los huecos de las articulaciones y Rieux consideró imposible abrirlos. En los intervalos de la fiebre y de la tos, Tarrou miraba de cuando en cuando a sus amigos. Pero pronto sus ojos se abrieron cada vez menos frecuentemente y la luz que iluminaba su cara devastada fue haciéndose más débil. La tempestad que sacudía su cuerpo, con estremecimientos convulsivos hacía cada vez más frecuentes sus relámpagos y Tarrou iba derivando hacia el fondo. Rieux no tenía delante más que una máscara inerte en la que la sonrisa había desaparecido. Esta forma humana que le había sido tan próxima, acribillada ahora por el venablo, abrasada por el mal sobrehumano, doblegada por todos los vientos iracundos del cielo, se sumergía a sus ojos en las ondas de la peste y él no podía hacer nada para evitar su naufragio. Tenía que quedarse en la orilla con los brazos cruzados y el corazón oprimido, sin armas y sin recursos, una vez más, frente al fracaso. Y al fin, las lágrimas de la impotencia le impidieron ver cómo Tarrou se volvía bruscamente hacia la pared y con un quejido profundo expiraba, como si en alguna parte de su ser una cuerda esencial se hubiese roto.

La noche que siguió no fue de lucha, sino de silencio. En este cuarto separado del mundo, sobre este cuerpo muerto, ahora vestido, Rieux sentía planear la calma sorprendente que muchas noches antes, sobre las terrazas, por encima de la peste, había seguido al ataque de las puertas. Ya en aquella época había pensado en ese silencio que se cierne sobre los lechos donde mueren los hombres. En todas partes la misma pausa, el mismo intervalo solemne, siempre el mismo aplacamiento que sigue a los combates: era el silencio de la derrota. Pero aquel silencio que envolvía a su amigo era tan compacto, estaba tan estrechamente acorde con el silencio de las calles de la ciudad liberada de la peste, que Rieux sentía que esta vez se trataba de la derrota definitiva, la que pone fin a las guerras y hace de la paz un sufrimiento incurable. El doctor no sabía si al fin Tarrou habría encontrado la paz, pero en ese momento, por lo menos, creía saber que para él ya no habría paz posible, como no hay armisticio para la madre amputada de su hijo, ni para el hombre que entierra a su amigo.

Fuera quedaba la misma noche fría, las estrellas congeladas en un cielo claro y glacial. En la semioscuridad del cuarto se sentía contra los cristales la respiración pálida de una noche polar. Junto a la cama, la señora Rieux estaba sentada en su postura habitual, el lado derecho iluminado por la lámpara de cabecera. En medio de la habitación, lejos de la luz, Rieux esperaba en su butaca. El recuerdo de su mujer pasó alguna vez por su cabeza, pero lo rechazó.

Las pisadas de los transeúntes habían sonado, claras, en la noche fría.

—¿Te has ocupado de todo? —había dicho la señora Rieux.

—Sí, ya he telefoneado.

Habían seguido velando en silencio. La señora Rieux miraba de cuando en cuando a su hijo. Cuando él sorprendía una de sus miradas, le sonreía. Los ruidos familiares de la noche se sucedían fuera. Aunque la autorización todavía no había sido dada, muchos coches circulaban de nuevo. Lamían rápidamente el pavimento, desaparecían y volvían a aparecer. Voces, llamadas, un nuevo silencio, los pasos de un caballo, el chirriar de algún tranvía en una curva, ruidos imprecisos, y de nuevo la respiración de la noche.

—Bernard.

—¿Qué, mamá?

—¿No estás cansado?

—No.

Sentía que su madre lo quería y pensaba en él en ese momento. Pero sabía también que querer a alguien no es gran cosa o, más bien, que el amor no es nunca lo suficientemente fuerte para encontrar su propia expresión. Así, su madre y él se querían siempre en silencio. Y ella llegaría a morir —o él— sin que durante toda su vida hubiera podido avanzar en la confesión de su ternura. Del mismo modo que había vivido al lado de Tarrou y estaba allí, muerto, aquella noche, sin que su amistad hubiera tenido tiempo de ser verdaderamente vivida. Tarrou había perdido la partida, como él decía, pero él, Rieux, ¿qué había ganado? Él había ganado únicamente el haber conocido la peste y acordarse de ella, haber conocido la amistad y acordarse de ella, conocer la ternura y tener que acordarse de ella algún día. Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo. ¡Es posible que fuera a eso a lo que Tarrou le llamaba ganar la partida!

Volvió a pasar un auto y la señora Rieux cambió un poco de postura en su silla. Rieux le sonrió. Ella le dijo que no estaba cansada y poco después:

—Tendrías que ir a descansar un poco a la montaña.

—Sí, mamá.

¿Por qué no? Iría a reposar un poco. Ese sería un buen pretexto para la memoria. Pero si esto era ganar la partida, qué duro debía ser vivir únicamente con lo que se sabe y con lo que se recuerda, privado de lo que se espera. Así era, sin duda, como había vivido Tarrou y con la conciencia de lo estéril que es una vida sin ilusiones. No puede haber paz sin esperanza y Tarrou, que había negado a los hombres el derecho de condenar, que sabía, sin embargo, que nadie puede pasarse sin condenar, y que incluso las víctimas son a veces verdugos, Tarrou había vivido en el desgarramiento y la contradicción y no había conocido la esperanza. ¿Sería por eso por lo que había buscado la santidad y la paz en el servicio de los hombres? En verdad, Rieux no sabía nada y todo esto importaba poco. Las únicas imágenes de Tarrou que conservaría serían las de un hombre que cogía con ánimo el volante de su coche para conducirlo todos los días y la de aquel cuerpo recio, tendido ahora sin movimiento. Un calor de vida y una imagen de muerte: esto era el conocimiento.

Por eso fue, sin duda, por lo que el doctor Rieux a la mañana siguiente recibió con calma la noticia de la muerte de su mujer. Estaba en su despacho y su madre vino casi corriendo a traerle un telegrama, en seguida fue a dar una propina al repartidor y cuando volvió, Rieux tenía el telegrama abierto en la mano. Ella lo miró, pero Rieux miraba obstinadamente, por la ventana, la mañana magnífica que se levantaba sobre el puerto.

—Bernard —dijo la señora Rieux.

El doctor la miró con aire distraído.

—¿El telegrama? —preguntó.

—Sí, es eso —dijo el doctor—. Hace ocho días.

La señora Rieux se volvió hacia la ventana. El doctor siguió callado. Después dijo a su madre que no llorase, que él ya se lo esperaba, pero que, sin embargo, era difícil de soportar. Al decir eso sabía, simplemente, que en su sufrimiento no había sorpresa. Desde hacía meses y desde hacía dos días era el mismo dolor el que continuaba.

Las puertas de la ciudad se abrieron por fin al amanecer de una hermosa mañana de febrero, saludadas por el pueblo, los periódicos, la radio y los comunicados de la prefectura. Le queda aún al cronista por relatar las horas de alegría que siguieron a la apertura de las puertas, aunque él fuese de los que no podían mezclarse enteramente a ella.

Se habían organizado grandes festejos para el día y para la noche. Al mismo tiempo, los trenes empezaron a humear en la estación, los barcos ponían ya la proa a nuestro puerto, demostrando así que ese día era, para los que gemían por la separación, el día del gran encuentro.

Se imaginará fácilmente lo que pudo llegar a ser el sentimiento de la separación que había dominado a tantos de nuestros conciudadanos. Los trenes que entraron en la ciudad durante el día no venían menos cargados que los que salieron. Cada uno había reservado su asiento para ese día en el transcurso del plazo de las dos semanas, temiendo que en el último momento la decisión de la prefectura fuese anulada. Algunos de los viajeros que venían hacia la ciudad no estaban enteramente libres de aprensión, pues sabían en general el estado de las personas que les eran próximas, pero no el de las otras ni el de la ciudad misma, a la que atribuían un rostro temible. Pero esto sólo contaba para aquellos a los que la pasión no había estado quemando durante todo este espacio de tiempo.

Los apasionados pudieron entregarse a su idea fija. Sólo una cosa había cambiado para ellos: el tiempo, que durante sus meses de exilio hubieran querido empujar para que se apresurase, que se encarnizaban verdaderamente en precipitar; ahora, que se encontraban ya cerca de nuestra ciudad deseaban que fuese más lento, querían tenerlo suspendido, cuando ya el tren empezaba a frenar antes de la parada. El sentimiento, al mismo tiempo vago y agudo en ellos, de todos esos meses de vida perdidos para su amor, les hacía exigir confusamente una especie de compensación que consistiese en ver correr el tiempo de la dicha dos veces más lento que el de la espera. Y los que les esperaban en una casa o en un andén, como Rambert, cuya mujer, que en cuanto había sido advertida de la posibilidad de entrada, había hecho todo lo necesario para venir, estaban dominados por la misma impaciencia y la misma confusión. Pues este amor o esta ternura que los meses de peste habían reducido a la abstracción, Rambert temblaba de confrontarlos con el ser de carne y hueso que los había sustentado.

Hubiera querido volver a ser aquel que al principio de la epidemia intentaba correr de un solo impulso fuera de la ciudad, lanzándose al encuentro de la que amaba. Pero sabía que esto ya no era posible. Había cambiado; la peste había puesto en él una distracción que procuraba negar con todas sus fuerzas y que, sin embargo, prevalecía en él como una angustia sorda. En cierto sentido, tenía la impresión de que la peste había terminado demasiado brutalmente y le faltaba presencia de ánimo ante este hecho. La felicidad llegaba a toda marcha, el acontecimiento iba más de prisa que el deseo. Rambert sabía que todo iba a serle devuelto de golpe y que la alegría es una quemadura que no se saborea.

Todos, más o menos conscientemente, estaban como él, y de todos estamos hablando. En aquel andén de la estación, donde iban a recomenzar sus vidas personales, sentían su comodidad y cambiaban entre ellos miradas y sonrisas. Su sentimiento de exilio, en cuanto vieron el humo del tren, se extinguió bruscamente bajo la avalancha de una alegría confusa y cegadora. Cuando el tren se detuvo, las interminables separaciones que habían tenido su comienzo en aquella estación tuvieron allí mismo su fin en el momento en que los brazos se enroscaban, con una avaricia exultante, sobre los cuerpos cuya forma viviente habían olvidado.

Rambert no tuvo tiempo de mirar esta forma que corría hacia él y que se arrojaba contra su pecho. Teniéndola entre sus brazos, apretando contra él una cabeza de la que no veía más que los rizos familiares, dejaba correr las lágrimas, sin saber si eran causadas por su felicidad presente o por el dolor tanto tiempo reprimido, y seguro, al menos, de que ellas le impedirían comprobar si aquella cara escondida en su hombro era con la que tanto había soñado o acaso la de una extraña. Por el momento, quería obrar como todos los que alrededor de él parecían creer que la peste puede llegar y marcharse sin que cambie el corazón de los hombres.

Apretados unos a otros, se fueron a sus casas, ciegos al resto de las cosas, triunfando en apariencia de la peste, olvidados de todas las miserias y de aquellos otros que, venidos en el mismo tren, no habían encontrado a nadie esperándolos, y se disponían a recibir la confirmación del temor que un largo silencio había hecho nacer en sus corazones. Para estos últimos, que ahora no tenían por compañía más que su dolor reciente, para todos los que se entregaban en ese momento al recuerdo de un ser desaparecido, las cosas eran muy de otro modo y el sentimiento de la separación alcanzaba su cúspide. Para ésos, madres, esposos, amantes que habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para ésos continuaba por siempre la peste.

Pero ¿quién pensaba en esas soledades? Al mediodía, el sol, triunfando de las ráfagas frías que pugnaban en el aire desde la mañana, vertía sobre la ciudad las ondas ininterrumpidas de una luz inmóvil. El día estaba en suspenso. Los cañones de los fuertes, en lo alto de las colinas, tronaban sin interrupción contra el cielo fijo. Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado.

Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito había aumentado considerablemente y los automóviles, multiplicados de pronto, circulaban por las calles invadidas. Todas las campanas de la ciudad, echadas a vuelo, sonaron durante la tarde, llenando con sus vibraciones un cielo azul y dorado. En las iglesias había oficios en acción de gracias. Y al mismo tiempo, todos los lugares de placer estaban llenos hasta reventar, y los cafés, sin preocuparse del porvenir, distribuían el último alcohol. Ante sus mostradores se estrujaba una multitud de gentes, todas igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejas enlazadas que no temían ofrecerse en espectáculo. Todos gritaban o reían. Las provisiones de vida que habían hecho durante esos meses en que cada uno había tenido su alma en vela, las gastaban en este día que era como el día de su supervivencia. Al día siguiente empezaría la vida tal como es, con sus preocupaciones. Por el momento, las gentes de orígenes más diversos se codeaban y fraternizaban.

La igualdad que la presencia de la muerte no había realizado de hecho, la alegría de la liberación la establecía, al menos por unas horas.

Pero esta exuberancia superficial no era todo y los que llenaban las calles al final de la tarde, marchando al lado de Rambert, disfrazaban a veces bajo una actitud plácida dichas más delicadas. Eran muchas las parejas y las familias que sólo tenían el aspecto de pacíficos paseantes. En realidad, la mayor parte efectuaron peregrinaciones sentimentales a los sitios donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién llegados las señales ostensibles o escondidas de la peste, los vestigios de su historia. Algunos se contentaban con jugar a lo guías, representar el papel del que ha visto muchas cosas, del contemporáneo de la peste, hablando del peligro sin evocar el miedo. Estos placeres eran inofensivos. Pero en otros casos eran itinerarios más fervientes, en los que un amante abandonado a la dulce angustia del recuerdo podía decir: "En tal época, estuve en este sitio deseándote y tú no estabas aquí." Se podía reconocer a estos turistas de la pasión: formaban como islotes de cuchicheos y de confidencias en medio del tumulto donde marchaban. Más que las orquestas en las plazas eran ellos los que anunciaban la verdadera liberación. Pues esas parejas enajenadas, enlazadas y avaras de palabras afirmaban, en medio del tumulto, con el triunfo y la injusticia de la felicidad, que la peste había terminado y que el terror había cumplido su plazo. Negaban tranquilamente, contra toda evidencia, que hubiéramos conocido jamás aquel mundo insensato en el que el asesinato de un hombre era tan cotidiano como el de las moscas, aquel salvajismo bien definido, aquel delirio calculado, aquella esclavitud que llevaba consigo una horrible libertad respecto a todo lo que no era el presente, aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba. Negaban, en fin, que hubiéramos sido aquel pueblo atontado del cual todos los días se evaporaba una parte en las fauces de un horno, mientras la otra, cargada con las cadenas de la impotencia, esperaba su turno.

Esto era, por lo menos, lo que saltaba a la vista para el doctor Rieux, que iba hacia los arrabales a pie y solo, al caer la tarde, entre las campanas y los cañonazos, las músicas y los gritos ensordecedores. Su oficio continuaba: no hay vacaciones para los enfermos. Entre la luz suave y límpida que descendía sobre la ciudad se elevaban los antiguos olores a carne asada y a anís. A su alrededor, caras radiantes se volvían hacia el cielo. Hombres y mujeres se estrechaban unos a otros, con el rostro encendido, con todo el arrebato y el grito del deseo. Sí, la peste y el terror habían terminado y aquellos brazos que se anudaban estaban demostrando que la peste había sido exilio y separación en el más profundo sentido de la palabra.

Por primera vez Rieux podía dar un nombre a este aire de familia que había notado durante meses en todas las caras de los transeúntes. Le bastaba mirar a su alrededor. Llegados al final de la peste, entre miseria y privaciones, todos esos hombres habían terminado por adoptar el traje del papel que desde hacía mucho tiempo representaban: el papel de emigrantes, cuya cara primero y ahora sus ropas hablaban de la ausencia y de la patria lejana. A partir del momento en que la peste había cerrado las puertas de la ciudad no habían vivido más que en la separación, habían sido amputados de ese calor humano que hace olvidarlo todo. En diversos grados, en todos los rincones de la ciudad, esos hombres y esas mujeres habían aspirado a una reunión que no era, para todos, de la misma naturaleza, pero que era, para todos, igualmente imposible. La mayor parte de ellos habían gritado con todas sus fuerzas hacia un ausente, el calor de un cuerpo, la ternura o la costumbre. Algunos, a veces sin saberlo, sufrían por haber quedado fuera de la amistad de los hombres, por no poder acercárseles por los medios ordinarios como son las cartas, los trenes y los barcos. Otros, menos frecuentes, como Tarrou acaso, habían deseado la reunión con algo que no podían definir, pero que para ellos era el único bien deseable. Y que, a falta de otro nombre, lo llamaban a veces la paz.

Rieux seguía hacia los barrios bajos. A medida que avanzaba, la multitud aumentaba a su alrededor, el barullo crecía y le parecía que los arrabales que quería alcanzar iban retrocediendo. Poco a poco fue confundiéndose con aquel gran cuerpo aullante, cuyo grito comprendía cada vez mejor, porque en parte era también el suyo. Sí, todos habían sufrido juntos, tanto en la carne como en el alma, de una ociosidad difícil, de un exilio sin remedio y de una sed jamás satisfecha. Entre los amontonamientos de cadáveres, los timbres de las ambulancias, las advertencias de eso que se ha dado en llamar destino, el pataleo inútil y obstinado del miedo y la rebeldía del corazón, un profundo rumor había recorrido a esos seres consternados, manteniéndolos alerta, persuadiéndolos de que tenían que encontrar su verdadera patria. Para todos ellos la verdadera patria se encontraba más allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba en las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los países libres y en el peso vital del amor. Y hacia aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde querían volver, apartándose con asco de todo lo demás.

En cuanto al sentido que pudiera tener este auxilio y este deseo de reunión, Rieux no sabía nada. Empujado o interpelado por unos y otros, fue llegando poco a poco a otras calles menos abarrotadas y pensó que no es lo más importante que esas cosas tengan o no tengan un sentido, sino saber qué es lo que se ha respondido a la esperanza de los hombres.

Rieux sabía bien lo que se había respondido y lo percibía mejor en las primeras calles de los arrabales casi desiertos. Aquellos que ateniéndose a lo que era no habían querido más que volver a la morada de su amor, habían sido a veces recompensados. Es cierto que algunos de ellos seguían vagando por la ciudad solitaria privados del ser que esperaban.

Dichosos aquellos que no habían sido doblemente separados como algunos que antes de la epidemia no habían podido construir, con el primer intento, su amor y que habían perseguido ciegamente durante años el difícil acorde que logra incrustar uno en otro de los amantes enemigos. Ésos, como el mismo Rieux, habían cometido la ligereza de creer que les sobraría tiempo: ésos estaban separados para siempre. Pero otros, como Rambert, a quien el doctor había dicho por la mañana al separarse de él: "Valor, ahora es cuando hay que tener razón", esos otros habían recobrado sin titubear al ausente que creyeron perdido. Ésos, al menos por algún tiempo, serían felices. Sabían, ahora, que hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana.

Para todos aquellos, por el contrario, que se habían dirigido pasando por encima del hombre hacia algo que ni siquiera imaginaban, no había habido respuesta. Tarrou parecía haber alcanzado esa paz difícil de que hablaba, pero sólo la había encontrado en la muerte, cuando ya no podía servirle de nada. Si otros, a los que Rieux veía en los umbrales de sus casas, al caer la luz, enlazados con todas sus fuerzas y mirándose con arrebato, habían obtenido lo que querían, es porque habían pedido lo único que dependía de ellos. Y Rieux al doblar la esquina de la calle de Grand y Cottard pensaba que era justo que, al menos de cuando en cuando, la dicha llegara a recompensar a los que les basta el hombre y su pobre y terrible amor.

Esta crónica toca a su fin. Es ya tiempo de que el doctor Bernard Rieux confiese que es su autor. Pero antes de señalar los últimos acontecimientos querría justificar su intervención y hacer comprender por qué ha tenido empeño en adoptar el tono de un testigo objetivo. Durante todo el tiempo de la peste, su profesión le ha puesto en el trance de frecuentar a la mayor parte de sus conciudadanos y de recoger las manifestaciones de sus sentimientos. Estaba, pues, bien situado para relatar lo que había visto u oído, pero ha querido hacerlo con la discreción necesaria. En general, se ha esforzado en no relatar más que lo que ha visto, en no dar a sus compañeros de peste pensamientos que no estaban obligados a formular, y en utilizar únicamente los textos que el azar o la desgracia pusieron en sus manos.

Habiendo sido una vez llevado a declarar en un crimen, guardó una cierta reserva, como conviene a un testigo de buena voluntad. Pero al mismo tiempo, según la ley de un corazón honrado, tomó deliberadamente el partido de la víctima y procuró reunir a los hombres, sus conciudadanos, en torno a las únicas certidumbres que pueden tener en común y que son el amor, el sufrimiento y el exilio. Así, no ha habido una sola entre las mil angustias de sus conciudadanos que no haya compartido, no ha habido una situación que no haya sido la suya.

Para ser un testigo fiel tenía que relatar los hechos, los documentos y los humores. Pero lo que él, personalmente, tenía que decir, su espera y todas sus pruebas, eso tenía que callarlo. Si se sirvió de ella fue solamente por comprender o hacer comprender a sus conciudadanos, y por dar una forma lo más precisa a lo que sentía confusamente. A decir verdad, este esfuerzo de la razón no le costó nada. Cuando se sentía tentado de mezclar directamente sus confidencias a las mil voces de los apestados, se detenía ante la idea de que no había uno solo de sus sufrimientos que no fuera al mismo tiempo el de los otros, y que en un mundo en que el dolor es tan frecuentemente solitario esto es una ventaja. Decididamente tenía que hablar por todos.

Pero hay uno entre todos, por el cual el doctor Rieux no podía hablar y del cual Tarrou había dicho un día: "Su único crimen verdadero es haber aprobado en su corazón lo que hace morir a los niños y a los hombres. En lo demás lo comprendo, pero en eso tengo que perdonarlo." Es justo que esta crónica se termine con él, que tenía un corazón ignorante, es decir, solitario.

Cuando salió de las grandes calles ruidosas, al doblar por la de Grand y Cottard, el doctor Rieux fue detenido por un grupo de agentes, que no se esperaba. El rumor lejano de la fiesta hacía que el barrio pareciese silencioso y él lo había imaginado tan desierto como mudo. Sacó su carnet.

—Imposible, doctor —dijo el policía—. Hay un loco que está tirando sobre la gente. Pero quédese ahí que puede usted ser útil.

En ese momento Rieux vio venir a Grand, que tampoco sabía lo que ocurría. Le habían impedido pasar diciéndole que los tiros salían de su casa. Se veía desde lejos la fachada, dorada por la luz última de un sol frío. Alrededor de ella se recortaba un gran espacio vacío que llegaba hasta la acera de enfrente. En medio de la calzada se podía distinguir un sombrero y un trapo sucio. Rieux y Grand vieron muy lejos, al otro lado de la calle, un cordón de guardias paralelo al que les impedía avanzar y detrás de él pasaban y repasaban los vecinos del barrio rápidamente. Después de mirar bien, descubrieron también que, parapetados en los huecos de las casas de enfrente, había agentes revólver en mano. Todas las persianas de la casa de Grand estaban cerradas: sólo en el segundo, una de ellas parecía medio desprendida. El silencio era completo; en la calle se oían solamente jirones de música que llegaban del centro de la ciudad.

De pronto, de uno de los inmuebles de enfrente de la casa, partieron dos tiros de revólver que hicieron saltar astillas de la persiana desencuadernada. Después se volvió a hacer el silencio. Desde lejos y después del tumulto de aquel día, a Rieux le pareció todo aquello un poco irreal.

—Es la ventana de Cottard —dijo de pronto Grand, todo agitado—. Pero Cottard hace ya días que ha desaparecido.

—¿Por qué tiran? —preguntó Rieux al agente.

—Están entreteniéndole. Van a traer un camión con el material necesario, porque él tira a todos los que intentan entrar por la puerta de la casa. Hay ya un agente herido.

—Pero él, ¿por qué tira?

—No se sabe. Los agentes estaban en la calle divirtiéndose. Al primer tiro no comprendieron. Al segundo, hubo gritos, un herido, y la huida de todo el mundo. ¡Un loco!

En el silencio que había vuelto a hacerse los minutos se arrastraban lentamente. Por el otro lado de la calle apareció de pronto un perro, el primero que Rieux veía desde hacía mucho tiempo, un podenco muy sucio que sus dueños debían haber tenido escondido hasta entonces y que venía trotando junto a la pared. Cuando llegó a la puerta titubeó un poco, se sentó sobre sus patas traseras y se volvió a morderse las pulgas. Los agentes empezaron a silbarle, el perro levantó la cabeza y se decidió a cruzar la calle para ir a oler el sombrero. En el mismo momento un tiro partió del piso segundo y el perro se dio vuelta como un panqueque, agitando violentamente las patas, hasta dejarse caer al fin, de lado, sacudido por largos estremecimientos. En respuesta, cinco o seis detonaciones partidas de los huecos de enfrente astillaron nuevamente la persiana. Volvió a hacerse el silencio. El sol había dado un poco de vuelta y la sombra iba aproximándose a la ventana de Cottard. En la calle, detrás del doctor, se oyó frenar un coche.

—Ahí están —dijo el agente.

Los policías bajaron del camión llevando cuerdas, una escala y dos paquetes alargados envueltos en tela encerada. Se metieron por una calle que rodeaba la manzana donde estaba situada la casa de Grand. Un momento después, se podía adivinar más que ver cierta agitación en las puertas de las casas de aquella manzana. Después hubo una espera. El perro ya no se movía, estaba tendido en medio de un charco oscuro.

De pronto, desde las ventanas de las casas ocupadas por los agentes, se desencadenó un tiroteo de ametralladora. La persiana que servía de blanco se deshojó literalmente y dejó al descubierto una superficie negra, en la que tanto Rieux como Grand no podían distinguir nada. Cuando pararon los tiros, una segunda ametralladora empezó a crepitar en la esquina de otra casa. Las balas entraban sin duda por el hueco de la ventana porque una de ellas hizo saltar una esquirla de ladrillo. En el mismo momento, tres agentes atravesaron corriendo la calzada y desaparecieron en el portal de la casa. Detrás de ellos se precipitaron otros tres y el tiroteo de la ametralladora cesó. Se oyeron dos detonaciones dentro de la casa. Después un rumor fue creciendo y se vio salir de la casa, llevado en vilo más que arrastrado, a un hombrecillo en mangas de camisa que gritaba sin parar. Como por un milagro, todas las persianas se abrieron y las ventanas se llenaron de curiosos, mientras que una multitud de personas salía de las casas, apiñándose en las barreras de cuerdas. En un momento se vio al hombrecillo en medio de la calzada con los pies al fin en el suelo y los brazos sujetos atrás por los agentes. Seguía gritando. Un agente se le acercó y le pegó con toda la fuerza de sus puños dos veces, pausadamente, con una especie de esmero.

—Es Cottard —balbuceó Grand—. Se ha vuelto loco.

Cottard había caído. Se vio todavía al agente tirar un puntapié al matón que yacía en el suelo. Después, un grupo confuso comenzó a agitarse y se dirigió hacia donde estaban el doctor y su viejo amigo.

—¡Circulen! —dijo el agente.

Rieux bajó los ojos cuando el grupo pasó delante de él.

Grand y el doctor se fueron: el crepúsculo terminaba. Como si el acontecimiento hubiera sacudido al barrio del sopor en que se adormecía, las calles se llenaron de nuevo del bordoneo de una muchedumbre alegre. Al pie de la casa, Grand dijo adiós al doctor: iba a trabajar. Pero antes de subir le dijo que había escrito a Jeanne y que ahora estaba contento. Además, había recomenzado su frase. "He suprimido —dijo— todos los adjetivos."

Y, con una sonrisa de picardía, se quitó el sombrero ceremoniosamente. Pero Rieux pensaba en Cottard y el ruido sordo de los puños aporreándole la cara le persiguió mientras se dirigía a la casa del viejo asmático. Acaso era más duro pensar en un hombre culpable que en un hombre muerto.

Cuando Rieux llegó a casa de su viejo enfermo, la noche había ya devorado todo el cielo. Desde la habitación se podía oír el rumor lejano de la libertad y el viejo seguía siempre, con el mismo humor, trasvasando sus garbanzos.

—Hacen bien en divertirse —decía—, se necesita de todo para hacer un mundo. ¿Y su colega, doctor, qué es de él?

El ruido de unas detonaciones llegó hasta ellos, pero éstas eran pacíficas: algunos niños echaban petardos.

—Ha muerto —dijo el doctor, auscultando el pecho cavernoso.

—¡Ah! —dijo el viejo, un poco intimidado.

—De la peste —añadió Rieux.

—Sí —asintió el viejo después de un momento—, los mejores se van. Así es la vida. Pero era un hombre que no sabía lo que quería.

—¿Por qué lo dice usted? —dijo el doctor, guardando el estetoscopio.

—Por nada. No hablaba nunca si no era para decir algo. En fin, a mí me gustaba. Pero la cosa es así. Los otros dicen: "Es la peste, ha habido peste." Por poco piden que les den una condecoración. Pero ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más.

—Haga usted las inhalaciones regularmente.

—¡Oh!, no tenga usted cuidado. Yo tengo para mucho tiempo, yo los veré morir a todos. Yo soy de los qué saben vivir.

Lejanos gritos de alegría le respondieron a lo lejos.

El doctor se detuvo en medio de la habitación.

—¿Le importa a usted que suba un poco a la terraza?

—Nada de eso. ¿Quiere usted verlos desde allá arriba, eh? Haga lo que quiera. Pero son siempre los mismos.

Rieux se dirigió hacia la escalera.

—Dígame, doctor, ¿es cierto que van a levantar un monumento a los muertos de la peste?

—Así dice el periódico. Una estela o una placa.

—Estaba seguro. Habrá discursos.

El viejo reía con una risa ahogada.

—Me parece estar oyéndolos: "Nuestros muertos…", y después atracarse.

Rieux subió la escalera. El ancho cielo frío centelleaba sobre las casas y junto a las colinas las estrellas destacaban su dureza pedernal. Esta noche no era muy diferente de aquella en que Tarrou y él habían subido a la terraza para olvidar la peste. Pero hoy el mar era más ruidoso al pie de los acantilados. El aire estaba inmóvil y era ligero, descargado del hálito salado que traía el viento tibio del otoño. El rumor de la ciudad llegaba al pie de las terrazas con un ruido de ola. Pero esta noche era la noche de la liberación y no de la rebelión. A lo lejos, una franja rojiza indicaba el sitio de los bulevares y de las plazas iluminadas. En la noche ahora liberada, el deseo bramaba sin frenos y era un rugido lo que llegaba hasta Rieux.

Del puerto oscuro subieron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aquellos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos.

Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.