Así, durante semanas y semanas, los prisioneros de la peste se debatieron como pudieron. Y algunos de ellos, como Rambert, llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger. Pero, de hecho, se podía decir en ese momento, a mediados del mes de agosto, que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo. El más importante era la separación y el exilio, con lo que eso significaba de miedo y de rebeldía. He aquí por qué el cronista cree que conviene, en ese momento culminante de la enfermedad, descubrir de modo general, y a título de ejemplo, los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos y el sufrimiento de los amantes separados.
Fue a mediados de ese año cuando empezó a soplar un gran viento sobre la ciudad apestada, que duró varios días. El viento es particularmente temido por los habitantes de Oran porque como no encuentra ningún obstáculo natural en la meseta donde está alzada la ciudad, se precipita sobre ella, arremolinándose en las calles con toda su violencia. La ciudad, durante tantos meses en que no había caído ni una sola gota de agua para refrescarla, se había cubierto de una costra gris que se hacía eccematosa al contacto del aire. El aire levantaba olas de polvo y de papeles que azotaban las piernas de los paseantes, cada vez más raros. Se les veía por las calles, apresurados, encorvados hacia adelante, con un pañuelo o la mano tapándose la boca. Por la tarde, en lugar de las reuniones con que antes se intentaba prolongar lo más posible aquellos días, que para cada uno de ellos podía ser el último, se veían pequeños grupos de gente que volvían a su casa a toda prisa o se metían en los cafés, y a veces, a la hora del crepúsculo, que en esta época llegaba ya más pronto, las calles estaban desiertas y sólo el viento lanzaba por ellas su lamento continuo. Del mar, revuelto y siempre invisible, subía olor de algas y de sal. La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada.
Hasta ahora, la peste había hecho muchas más víctimas en los barrios extremos, más poblados y menos confortables, que en el centro de la ciudad. Pero, de pronto, pareció aproximarse e instalarse en los barrios de los grandes negocios. Los habitantes acusaban al viento de transportar los gérmenes de la infección. "Baraja las cartas", decía el director del hotel. Pero, sea lo que fuere, los barrios del centro sabían que había llegado su turno cuando oían, de noche, silbar cerca, cada vez más frecuentemente, el timbre de la ambulancia que hacía resonar bajo sus ventanas la llamada torva y sin pasión de la peste.
Se tuvo la idea de aislar, en el interior mismo de la ciudad, ciertos barrios particularmente castigados y de no dejar salir de ellos más que a los hombres cuyos servicios eran indispensables. Los que hasta entonces habían vivido en esos barrios no pudieron menos de considerar esta medida como una burla, dirigida especialmente contra ellos, y por contraste consideraban hombres libres a los habitantes de los otros barrios. Estos últimos, en cambio, encontraban un consuelo en sus momentos difíciles imaginando que había otros menos libres que ellos. "Hay quien es todavía más prisionero que yo", era la frase que resumía la única esperanza posible.
En esta época, poco más o menos, hubo también un recrudecimiento de los incendios, sobre todo en los barrios de placer, al oeste de la ciudad. Según informaciones, se trataba de algunas gentes que, al volver de hacer cuarentena, enloquecidas por el duelo y la desgracia, prendían fuego a sus casas haciéndose la ilusión de que mataban la peste. Costó mucho trabajo detener esas ocurrencias que, por su frecuencia, ponían continuamente en peligro barrios enteros, a causa del furioso viento. Después de haber demostrado en vano que la desinfección de las casas efectuada por las autoridades era suficiente para excluir todo peligro de contaminación, fue necesario dictar castigos muy severos contra esos incendiarios inocentes. Y no fue la idea de la prisión lo que logró detener a aquellos desgraciados, sino la certeza que todos tenían de que una pena de prisión equivalía a una pena de muerte, por la excesiva mortalidad que se comprobaba en la cárcel municipal. Sin duda, esa aprensión no carecía de fundamento. Por razones evidentes, la peste se encarnizaba más con todos los que vivían en grupos: soldados, religiosos o presos. Pues, a pesar del aislamiento de ciertos detenidos, una prisión es una comunidad y lo prueba el hecho de que en nuestra cárcel municipal pagaron su tributo a la enfermedad los guardianes tanto como los presos. Desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta.
Fue en vano que las autoridades intentasen introducir las jerarquías en este nivelamiento, concibiendo la idea de condecorar a los guardianes muertos en el ejercicio de sus funciones. Como estaba decretado el estado de sitio, y, en cierto modo, se podía considerar movilizados a los guardianes, les dieron la medalla militar como homenaje póstumo. Pero, si bien los detenidos no protestaron, en los medios militares no cayó bien la cosa: hicieron notar, a justo título, que podía establecerse una confusión lamentable en el espíritu de la gente. Se escuchó su demanda y se decidió que lo más simple era dar a los guardianes que morían la medalla de la epidemia. Pero en cuanto a los primeros el mal ya estaba hecho: no se podía pensar en quitarles la condecoración, y los centros militares siguieron manteniendo su punto de vista. Por otra parte, en cuanto a la medalla de la epidemia, tenía el inconveniente de no producir el efecto moral que se había obtenido con la condecoración militar, puesto que en tiempo de epidemia era trivial obtener una condecoración de ese género. Todo el mundo quedó descontento.
Además, la administración penitenciaria no pudo obrar como habían obrado las autoridades religiosas y, en una escala menor, las militares. Los frailes de los dos únicos conventos de la ciudad habían sido dispersados y alojados provisionalmente en las casas de familias piadosas. También, en la medida de lo posible, ciertas compañías habían sido destacadas de sus cuarteles y puestas en guarnición en escuelas o en edificios públicos. Así, la enfermedad, que aparentemente había forzado a los habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad. Esto era desconcertante.
Es fácil pensar que todas estas circunstancias, unidas al viento, llevaran la idea del incendio a ciertas mentes. Las puertas de la ciudad fueron atacadas por la noche varias veces, pero ahora por pequeños grupos armados. Hubo tiroteos, heridos y alguna evasión. Se reforzaron los puestos de guardia y las tentativas cesaron rápidamente. Sin embargo, bastaron para levantar en la ciudad un soplo de revolución que provocó escenas de violencia. Algunas casas, incendiadas o cerradas por razones sanitarias, fueron saqueadas. A decir verdad, es difícil suponer que esos actos fuesen premeditados. La mayor parte de las veces, una ocasión súbita llevaba a personas, hasta entonces honorables, a cometer acciones a veces reprensibles que fueron pronto imitadas. Había insensatos que se precipitaban en una casa en llamas, ante el propietario mismo idiotizado por el dolor. En vista de su indiferencia, el ejemplo de los primeros era seguido por muchos espectadores y en la calle oscura, al resplandor del incendio, se veía huir por todas partes sombras deformadas por las llamas y por los objetos o por los muebles que llevaban a cuestas. Fueron estos incendios los que obligaron a las autoridades a convertir el estado de peste en estado de sitio y a aplicar las leyes pertinentes. Se fusiló a dos ladrones, pero es dudoso que eso hiciera impresión a los otros, pues, en medio de tantos muertos, esas dos ejecuciones pasaron inadvertidas: eran una gota de agua en el mar. Y a decir verdad, escenas semejantes se repitieron con harta frecuencia sin que las autoridades hiciesen nada por intervenir. La única medida que pareció impresionar a todos los habitantes fue la institución del toque de queda. A partir de las once, la ciudad, hundida en la oscuridad más completa, era de piedra.
Bajo las noches de luna, alineaba sus muros blancos y sus calles rectilíneas, nunca señaladas por la mancha negra de un árbol, nunca turbadas por las pisadas de un transeúnte ni por el grito de un perro. La gran ciudad silenciosa no era entonces más que un conjunto de cubos macizos e inertes, entre los cuales las efigies taciturnas de bienhechores olvidados o de antiguos grandes hombres, ahogados para siempre en el bronce, intentaban únicamente, con sus falsos rostros de piedra o de hierro, invocar una imagen desvaída de lo que había sido el hombre. Esos ídolos mediocres imperaban bajo un cielo pesado, en las encrucijadas sin vida, bestias insensibles que representaban a maravilla el reino inmóvil en que habíamos entrado o por lo menos su orden último, el orden de una necrópolis donde la peste, la piedra y la noche hubieran hecho callar, por fin, toda voz.
Pero la noche estaba también en todos los corazones y tanto las verdades como las leyendas que se contaban sobre los entierros no eran como para tranquilizar a nuestros conciudadanos. Pues evidentemente hay que hablar de los entierros, y el cronista pide perdón por ello. Bien sabe el reproche que podrán hacerle a este respecto, pero su única justificación es que hubo entierros durante todo este tiempo y que en cierto modo se vio obligado, como se vieron todos nuestros conciudadanos, a ocuparse de los entierros. No es en absoluto aficionado a ese género de ceremonias: prefiere, por el contrario, la sociedad de los vivos y, por ejemplo, los baños de mar. Pero los baños de mar habían sido suprimidos y la sociedad de los vivos temía constantemente tener que dejar paso a la sociedad de los muertos. Esta era la evidencia. Claro que siempre podía uno esforzarse en no verla. Podía uno taparse los ojos y negarla, pero la evidencia tiene una fuerza terrible que acaba siempre por arrastrarlo todo. ¿Qué medio puede haber de rechazar los entierros el día en que los seres que amáis necesitan un entierro?
Pues bien, lo que caracterizaba al principio nuestras ceremonias ¡era la rapidez! Todas las formalidades se habían simplificado y en general las pompas fúnebres se habían suprimido. Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento. Se avisaba a la familia, por supuesto, pero, en la mayoría de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo. En el caso en que la familia no hubiera estado antes con el muerto, se presentaba a la hora indicada, que era la de la partida para el cementerio, después de haber lavado el cuerpo y haberlo puesto en el féretro.
Supongamos que esta formalidad se llevaba a cabo en el hospital donde trabajaba el doctor Rieux. La escuela tenía una salida por detrás del cuerpo principal del edificio. Una gran pieza que daba sobre el corredor estaba llena de féretros. En el corredor mismo, la familia encontraba un solo féretro ya cerrado. En seguida se pasaba a lo más importante, es decir, se hacía firmar ciertos papeles al cabeza de familia. Se cargaba inmediatamente el cuerpo en un coche automóvil que era o bien un verdadero furgón o bien una ambulancia transformada. Los parientes subían en uno de los taxis todavía autorizados y a toda velocidad los coches volaban al cementerio por calles poco céntricas. A la puerta, los guardias detenían el convoy, ponían un sello en el pase oficial, sin el cual era imposible obtener lo que nuestros conciudadanos llamaban una última morada, se apartaban y los coches iban a colocarse detrás de un terreno cuadrado donde múltiples fosas esperaban ser colmadas. Un cura recibía el cuerpo, pues los servicios fúnebres habían sido suprimidos en la iglesia. Se sacaba el féretro entre rezos, se le ponían las cuerdas, se le arrastraba y se le hacía deslizar: daba contra el fondo, el cura agitaba el hisopo y la primera tierra retumbaba en la tapa. La ambulancia había ya partido para someterse a la desinfección y, mientras las paletadas de tierra iban sonando cada vez más sordamente, la familia se amontonaba en el taxi. Un cuarto de hora después estaban en su casa.
Así, todo pasaba con el máximo de rapidez y el mínimo de peligro. Y, sin duda, por lo menos al principio, es evidente que el sentimiento natural de las familias quedaba lastimado. Pero, en tiempo de peste, esas son consideraciones que no es posible tener en cuenta: se había sacrificado todo a la eficacia. Por lo demás, si la moral de la población había sufrido al principio por estas prácticas, pues el deseo de ser enterrado decentemente está más extendido de lo que se cree, poco después, por suerte, el problema del abastecimiento empezó a hacerse difícil y el interés de los habitantes derivó hacia las preocupaciones inmediatas. Absorbidas por la necesidad de hacer colas, de efectuar gestiones y llenar formalidades si querían comer, las gentes ya no tuvieron tiempo de pensar en la forma en que morían los otros a su alrededor ni en la que morirían ellos un día. Así, esas dificultades materiales que parecían un mal se convirtieron en una ventaja. Y todo hubiera ido bien si la epidemia no se hubiera extendido como ya hemos visto.
Llegó a suceder que los féretros fueron escasos, faltó tela para las mortajas y lugar en el cementerio. Hubo que reflexionar. Lo más simple, siempre por razones de eficacia, fue agrupar las ceremonias y, cuando era necesario, multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio. Así, en lo que concierne al servicio de Rieux, el hospital disponía en ese momento de cinco féretros; una vez llenos, la ambulancia los cargaba. En el cementerio, se vaciaban las cajas. Los cuerpos, color de herrumbre, eran cargados en angarillas y esperaban bajo un cobertizo, preparado con este fin. Los féretros se regaban con una solución antiséptica, se volvían a llevar al hospital y la operación recomenzaba tantas veces como era necesario. La organización era muy buena y el prefecto estaba satisfecho. Incluso le dijo a Rieux que aquello estaba mejor que las carretas de muertos conducidas por negros, tales como sé describían en las crónicas de las antiguas pestes.
—Sí —dijo Rieux—, el entierro es lo mismo, pero nosotros hacemos fichas. El progreso es incontestable.
A pesar de ese éxito de la administración, el carácter desagradable que revestían las formalidades obligó a la prefectura a alejar a las familias de las ceremonias. Se toleraba únicamente que fueran a la puerta del cementerio y aun esto no era oficial. Pues en lo que concierne a la última ceremonia, las cosas habían cambiado un poco. Al fondo del cementerio, en un espacio vacío, cubierto de lentiscos, habían cavado dos inmensas fosas. Había una para los hombres y otra para las mujeres. Desde este punto de vista las autoridades respetaban el decoro y sólo más tarde, por la fuerza de los acontecimientos, este último pudor desapareció y se enterraron envueltos, los unos sobre los otros, hombres y mujeres, sin preocuparse de la decencia. Afortunadamente, esta confusión extrema alcanzó solamente los últimos momentos de la plaga. En el periodo que nos ocupa la separación de las fosas existía y la prefectura ponía en ello mucho empeño. En el fondo de cada una de ellas una gruesa capa de cal viva humeaba y hervía. Al borde del agujero, un montículo de la misma cal dejaba estallar en el aire sus burbujas. Cuando los viajes de la ambulancia terminaban, se llevaban todo el cortejo de las angarillas, se dejaban deslizar hasta el fondo, unos junto a otros, los cuerpos desnudos y más o menos retorcidos, se les cubría con cal viva, después con tierra, pero nada más que hasta cierta altura, reservándose un espacio para los que habían de llegar. Al día siguiente, los parientes eran invitados a firmar en un registro, lo que marcaba la diferencia que puede haber entre los hombres y, por ejemplo, los perros: la comprobación era siempre posible.
Para todas estas operaciones hacía falta personal y siempre se estaba a punto de carecer de él. Muchos de los enfermeros y de los enterradores, al principio oficiales y después improvisados, murieron de la peste. Por muchas precauciones que se tomasen, el contagio llegaba un día. Pero, bien mirado, lo más asombroso es que no faltaron nunca hombres para esta faena durante todo el tiempo de la epidemia. El período crítico se sintió un poco antes que la peste hubiera alcanzado su momento culminante y las inquietudes del doctor Rieux eran fundadas. La mano de obra no era suficiente ni para los equipos ni para lo que se llamaba el trabajo grueso. Pero a partir del momento en que la peste se apoderó realmente de la ciudad, entonces su exceso mismo arrastró consecuencias muy cómodas, porque desorganizó toda la vida económica y produjo un gran número de desocupados. La mayor parte no se reclutaba para los equipos, pero los trabajos más gruesos fueron siendo facilitados por ellos. A partir de ese momento se vio que la miseria era más fuerte que el miedo, tanto más cuanto que el trabajo estaba pagado en proporción al peligro. Los servicios sanitarios llegaron a disponer de una lista de solicitantes, y en cuanto una vacante se producía se avisaba inmediatamente a los primeros de la lista que —si en el intervalo no habían causado ellos también una vacante— no dejaban de presentarse. Así, pues, el prefecto, que había vacilado durante mucho tiempo en utilizar a los condenados a largas penas para ese género de trabajo, pudo evitarse llegar a ese extremo. Según su opinión, mientras hubiera desocupados, se podía esperar.
Bien o mal, hasta fines del mes de agosto, nuestros conciudadanos pudieron ser conducidos a su última morada, si no decentemente, por lo menos con el suficiente orden para que la administración tuviera la tranquilidad de conciencia de cumplir con su deber. Pero hay que anticipar algo sobre la continuación de los hechos para relatar los últimos procedimientos a que hubo que recurrir. El grado en que la peste se mantuvo a partir del mes de agosto sobrepasaba con mucho en la acumulación de víctimas a las posibilidades que ofrecía nuestro pequeño cementerio. De nada sirvió tirar lienzos de pared, abrir a los muertos una puerta de escape hacia los terrenos cercanos: hubo que acabar por encontrar otra cosa. Primero, se decidió enterrar por la noche, lo que dispensaba de tener ciertos miramientos. Se podía amontonar los cuerpos cada vez más numerosos en las ambulancias. Y los raros paseantes retrasados que, contraviniendo la regla, andaban por los barrios extremos después del toque de queda, o aquellos que eran llevados allí por su oficio, encontraban a veces largas filas de ambulancias que pasaban a toda marcha haciendo resonar, con su timbre sin vibración, las calles vacías de la noche. Los cuerpos eran arrojados en las fosas apresuradamente. No habían terminado de caer cuando las paletadas de cal se desparramaban sobre sus rostros y la tierra les cubría anónimamente en los hoyos que se cavaban cada vez más profundos.
Poco más tarde hubo que buscar otra salida. Una disposición de la prefectura expropió a los ocupantes de concesiones a perpetuidad y todos los restos exhumados fueron al horno crematorio. Pero pronto hubo que conducir a los muertos mismos de la peste a la cremación. Entonces hubo que utilizar el antiguo horno de incineración que se encontraba al este de la ciudad, fuera de las puertas. Se llevó más lejos el piquete de la guardia y un empleado del ayuntamiento facilitó mucho la tarea de las autoridades aconsejando que se utilizaran los tranvías que llegaban al paseo del mirador y que se encontraban ahora sin empleo. Con este fin se acondicionó el interior de los coches y de los remolques quitando los asientos y se llevó la vía en dirección al horno que llegó a ser un final del trayecto.
Y durante los últimos días del verano, como bajo las lluvias del otoño, se pudo ver a lo largo del mirador, en el corazón de la noche, pasar extraños convoyes de tranvías sin viajeros bamboleándose sobre el mar. Los habitantes acabaron por saber lo que era. Y a pesar de las patrullas que impedían el acceso al mirador, algunos grupos llegaban a trepar muchas veces por las rocas cortadas a pico sobre las olas y arrojaban flores al paso de los tranvías. Los vehículos traqueteaban en la noche de verano, con su cargamento de flores y de muertos.
Por la mañana, los primeros días, un vapor espeso y nauseabundo planeaba sobre los barrios orientales de la ciudad. Según la opinión de todos los médicos, aquellas exhalaciones, aunque desagradables, no podían perjudicar a nadie. Pero los habitantes de aquellos barrios amenazaban con abandonarlos, persuadidos de que la peste se abatiría sobre ellos desde lo alto del cielo, de tal modo que hubo que dirigir hacia otra parte los humos por medio de un sistema de complicadas canalizaciones y los vecinos se calmaron. Sólo los días de mucho viento un vago olor les recordaba que estaban instalados en un nuevo orden y que las llamas de la peste devoraban su ración todas las noches.
Estas fueron las máximas consecuencias de la epidemia. Pero fue suerte que no creciese más, porque se hubiera podido temer que el ingenio de nuestros burócratas, las disposiciones de la prefectura e incluso la capacidad de absorción del horno llegasen a ser sobrepasados. Rieux sabía que se habían previsto soluciones desesperadas para ese caso, tales como arrojar los cadáveres al mar, e imaginaba fácilmente su espuma monstruosa sobre el agua azul. Sabía también que si las estadísticas seguían subiendo, ninguna organización, por excelente que fuese, podría resistir; sabía que los hombres acabarían por morir amontonados y por pudrirse en las calles, a pesar de la prefectura; y que la ciudad vería en las plazas públicas a los agonizantes agarrándose a los vivos con una mezcla de odio legítimo y de estúpida esperanza.
Este era el género de evidencia y de aprensiones que mantenía en nuestros conciudadanos el sentimiento de su destierro y su separación. A este respecto, el cronista sabe perfectamente lo lamentable que es no poder relatar aquí nada que sea realmente espectacular, como por ejemplo algún héroe reconfortante o alguna acción deslumbrante, parecidos a los que se encuentran en las narraciones antiguas. Y es que nada es menos espectacular que una peste, y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas. En el recuerdo de los que los han vivido, los días terribles de la peste no aparecen como una gran hoguera interminable y cruenta, sino más bien como un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso.
No, la peste no tenía nada que ver con las imágenes arrebatadoras que habían perseguido al doctor Rieux al principio de la epidemia. Era ante todo una administración prudente e impecable de buen funcionamiento. Así pues, dicho sea entre paréntesis, por no traicionar nada y sobre todo por no traicionarse a sí mismo, el cronista ha tendido a la objetividad. No ha querido modificar casi nada en beneficio del arte, excepto en lo que concierne a las necesidades elementales de un relato coherente. Y es la objetividad misma lo que le obliga a decir ahora que si el gran sufrimiento de esta época, tanto el más general como el más profundo, era la separación, y si es indispensable en consecuencia dar una nueva descripción de él en este estudio de la peste, no es menos verdadero que este mismo sufrimiento perdía en tales circunstancias mucho de su patetismo.
Nuestros conciudadanos, aquellos que habían sufrido más con la separación, ¿sé acostumbraron a una situación tal? No sería enteramente justo confirmarlo. Sería más exacto decir que sufrían un descarnamiento tanto moral como físico. Al principio de la peste se acordaban muy bien del ser que habían perdido y lo añoraban. Pero si recordaban claramente el rostro amado, su risa, tal o cual día en que reconocían haber sido dichosos, difícilmente podían imaginar lo que el otro estaría haciendo en el momento mismo en que lo evocaban, en lugares ya tan remotos. En suma, en ese momento no les faltaba la memoria, pero la imaginación les era insuficiente. En el segundo estadio de la peste acabarían perdiendo la memoria también. No es que hubiesen olvidado su rostro, no, pero sí algo que es lo mismo; ese rostro había perdido su carne, no lo veían ya en su interior. Y habiéndose quejado durante las primeras semanas de que su amor tenía que entenderse únicamente con sombras, se dieron cuenta, poco a poco, de que esas mismas sombras podían llegar a descarnarse más, perdiendo hasta los ínfimos colores que les daba el recuerdo. Al final de aquel largo tiempo de separación, ya no podían imaginar la intimidad que había habido entre ellos ni el hecho de que hubiese podido vivir a su lado un ser sobre quien podían en todo momento poner la mano.
Desde este punto de vista, todos llegaron a vivir la ley de la peste, más eficaz cuanto más mediocre. Ni uno entre nosotros tenía grandes sentimientos. Pero todos experimentaban sentimientos monótonos. "Ya es hora de que esto termine", decían, porque en tiempo de peste es normal buscar el fin del sufrimiento colectivo y porque, de hecho, deseaban que terminase. Pero todo se decía sin el ardor ni la actitud de los primeros tiempos, se decía sólo con las pocas razones que nos quedaban todavía claras y que eran muy pobres. Al grande y furioso impulso de las primeras semanas había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación, pero que no dejaba de ser una especie de consentimiento provisional.
Nuestros conciudadanos se habían puesto al compás de la peste, se habían adaptado, como se dice, porque no había medio de hacer otra cosa. Todavía tenían la actitud que se tiene ante la desgracia o el sufrimiento, pero ya no eran para ellos punzantes. El doctor Rieux consideraba que, justamente, esto era un desastre, porque el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma. Antes, los separados no eran tan infelices porque en su sufrimiento había un fuego que ahora ya se había extinguido. En el presente, se les veía en las esquinas, en los cafés o en casa de los amigos, plácidos y distraídos, con miradas tan llenas de tedio que, por culpa de ellos, toda la ciudad parecía una sala de espera. Los que tenían un oficio cumplían con él en el estilo mismo de la peste: meticulosamente y sin brillo. Todo el mundo era modesto. Por primera vez los separados hablaban del ausente sin escrúpulos, no tenían inconvenientes en emplear el lenguaje de todos, en considerar su separación enfocándola como a las estadísticas de la epidemia. Hasta allí habían hurtado furiosamente su sufrimiento a la desgracia colectiva, pero ahora aceptaban la confusión. Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente. A decir verdad, todo se volvía presente. La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes.
Claro está que nada de eso era absoluto. Porque si es cierto que todos los que estaban separados llegaron a este estado, hay que reconocer que no llegaron todos al mismo tiempo y también que, una vez instalados en esta nueva actitud, había relámpagos, retrocesos, momentos de súbita lucidez que volvían a darles una sensibilidad más joven y más dolorosa. Bastaba que llegasen a uno de esos momentos de distracción en que se ponían a hacer algún proyecto que implicaba el término de la peste. Bastaba que sintiesen más pesadamente, a causa de cualquier combinación de ideas, la fuerza de unos celos sin motivo. Otros tenían también inesperados renacimientos, salían de su sopor ciertos días de la semana, el domingo, naturalmente, y el sábado por la tarde, porque esos días estaban consagrados a ciertos ritos en tiempo del ausente. O también, con cierta melancolía, al caer la tarde, les llegaba la advertencia no siempre confirmada, de que iba a volverles la memoria. Esta hora de la tarde, que para los creyentes es la hora del examen de conciencia, es dura para el prisionero o el exiliado que no tiene que examinar más que el vacío. Quedaban un momento suspendidos de ella, después volvían a la atonía y se encerraban en la peste.
Ya quedaba explicado que todo consistía en renunciar a lo que había en ellos de más personal. Mientras que en los primeros tiempos de la peste eran heridos por una multitud de pequeñeces que contaban mucho para ellos y nada para los otros, y hacían así la experiencia de la vida personal, ahora, por el contrario, no se interesaban sino en lo que interesaba a los otros, No tenían más que ideas generales y su amor mismo había tomado para ellos la fisonomía más abstracta. A tal punto estaban abandonados a la peste que a veces les sucedía no esperar sino en su sueño y se sorprendían pensando: "¡Los bubones y acabar de una vez!" Pero, en verdad, ya estaban dormidos; todo aquel tiempo fue como un largo sueño. La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, en apariencia cerrada, se abría bruscamente. Y despertados por ella con un sobresalto, tanteaban con una especie de distracción sus labios irritados, volviendo a encontrar en un relámpago su sufrimiento, súbitamente rejuvenecido, y, con él, el rostro acongojado de su amor. Por la mañana volvían a la plaga, esto es, a la rutina.
Pero, se dirá, esos separados, ¿qué aspecto tenían? Pues bien no tenían ningún aspecto particular. O si se quiere, tenían el mismo aspecto de los demás, un aspecto enteramente general. Compartían la placidez y las agitaciones pueriles de la ciudad. Perdían la apariencia del sentido crítico adquiriendo la apariencia de la sangre fría. Se podía ver, por ejemplo, a los más inteligentes haciendo como que buscaban, al igual de todo el mundo, en los periódicos o en las emisiones de radio, razones para creer en un rápido fin de la peste, para concebir esperanzas quiméricas o experimentar temores sin fundamento ante la lectura de ciertas consideraciones que cualquier periodista había escrito al azar, bostezando de aburrimiento. Por lo demás, bebían cerveza o cuidaban enfermos, holgazaneaban o trabajaban hasta agotarse. Clasificaban fichas o ponían discos, sin diferenciarse en nada los unos de los otros. Dicho de otro modo, no escogían nada. La peste había suprimido las tablas de valores. Y esto se veía, sobre todo, en que nadie se preocupaba de la calidad de los trajes ni de los alimentos. Todo se aceptaba en bloque.
Podemos decir, para terminar, que los separados ya no tenían aquel curioso privilegio que al principio los preservaba. Habían perdido el egoísmo del amor y el beneficio que conforta. Ahora, al menos, la situación estaba clara: la plaga alcanzaba a todo el mundo. Todos nosotros en medio de las detonaciones que estallaban a las puertas de la ciudad, entre los choques que acompasaban nuestra vida o nuestra muerte, en medio de los incendios y de las fichas, del terror y de las formalidades, emplazados a una muerte ignominiosa pero registrada, entre los humos espantosos y los timbres impasibles de las ambulancias, nos alimentábamos con el mismo pan de exilio, esperando sin saberlo la misma reunión y la misma paz conmovedora. Nuestro amor estaba siempre ahí, sin duda, pero sencillamente no era utilizable, era pesado de llevar, inerte en el fondo de nosotros mismos, estéril como el crimen o la condenación. No era más que una paciencia sin porvenir y una esperanza obstinada. Y desde este punto de vista, la actitud de algunos de nuestros conciudadanos era como esas largas colas en los cuatro extremos de la ciudad, a la puerta de los almacenes de productos alimenticios. Era la misma resignación y la misma longanimidad a la vez ilimitada y sin ilusiones. Había solamente que llevar este sentimiento a una escala mil veces mayor en lo que concierne a la separación, porque en ese caso se trataba de otra hambre y que podía devorarlo todo.
En último caso, si se quiere tener una idea justa del estado de ánimo en que se encontraban los separados en Oran, hay que evocar de nuevo esas eternas tardes doradas y polvorientas que caían sobre la ciudad sin árboles mientras que hombres y mujeres se desparramaban por todas las calles. Pues, extrañamente, lo que subía entonces hasta las terrazas, todavía soleadas, en la ausencia de los ruidos de coches y de máquinas que son de ordinario el lenguaje de las ciudades, no era más que un enorme rumor de pasos y de voces sordas, el doloroso deslizarse de miles de suelas ritmado por el silbido de la plaga en el cielo cargado, un pisoteo interminable y sofocante, en fin, que iba llenando toda la ciudad y que cada tarde daba su voz más fiel, y más mortecina, a la obstinación ciega que en nuestros corazones reemplazaba entonces al amor.