A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.
Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras "transigir", "favor", "excepción" ya no tenían sentido.
Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: "Sigo bien. Cuídate. Cariños."
Algunos se obstinaban en escribir e imaginaban sin cesar combinaciones para comunicarse con el exterior, que siempre terminaban por resultar ilusorias. Sin embargo, aunque algunos de los medios que habíamos ideado diesen resultado, nunca supimos nada porque no recibimos respuesta. Durante semanas estuvimos reducidos a recomenzar la misma carta, a copiar los mismos informes y las mismas llamadas, hasta que al fin las palabras que habían salido sangrantes de nuestro corazón quedaban vacías de sentido. Entonces, escribíamos maquinalmente haciendo por dar, mediante frases muertas, signos de nuestra difícil vida. Y para terminar, a este monólogo estéril y obstinado, a esta conversación árida con un muro, nos parecía preferible la llamada convencional del telégrafo.
Al cabo de unos cuantos días, cuando llegó a ser evidente que no conseguiría nadie salir de la ciudad, tuvimos la idea de preguntar si la vuelta de los que estaban fuera sería autorizada. Después de unos días de reflexión la prefectura respondió afirmativamente. Pero señaló muy bien que los repatriados no podrían en ningún caso volver a irse, y que si eran libres de entrar no lo serían de salir.
Entonces algunas familias, por lo demás escasas, tomaron la situación a la ligera y poniendo por encima de toda prudencia el deseo de volver a ver a sus parientes invitaron a éstos a aprovechar la ocasión. Pero pronto los que eran prisioneros de la peste comprendieron el peligro en que ponían a los suyos y se resignaron a sufrir la separación. En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento. Se trataba del viejo Castel y de su mujer, casados hacía muchos años. La señora Castel, unos días antes de la epidemia, había ido a una ciudad próxima. No eran una de esas parejas que ofrecen al mundo la imagen de una felicidad ejemplar, y el narrador está a punto de decir que lo más probable era que esos esposos, hasta aquel momento, no tuvieran una gran seguridad de estar satisfechos de su unión. Pero esta separación brutal y prolongada los había llevado a comprender que no podían vivir alejados el uno del otro y, una vez que esta verdad era sacada a la luz, la peste les resultaba poca cosa.
Esta fue una excepción. En la mayoría de los casos, la separación, era evidente, no debía terminar más que con la epidemia. Y para todos nosotros, el sentimiento que llenaba nuestra vida y que tan bien creíamos conocer (los oraneses, ya lo hemos dicho, tienen pasiones muy simples) iba tomando una fisonomía nueva. Maridos y amantes que tenían una confianza plena en sus compañeros se encontraban celosos. Hombres que se creían frívolos en amor, se volvían constantes. Hijos que habían vivido junto a su madre sin mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días. De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro sufrimiento y además por el que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o amante.
En otras circunstancias, por lo demás, nuestros conciudadanos siempre habrían encontrado una solución en una vida más exterior y más activa. Pero la peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad mortecina y entregados un día tras otro a los juegos decepcionantes del recuerdo, puesto que en sus paseos sin meta se veían obligados a hacer todos los días el mismo camino, que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente.
Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en la escalera y si en esos momentos llegábamos a olvidar que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el expreso de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no podía durar. Al fin había siempre un momento en que nos dábamos cuenta de que los trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.
En especial, todos nuestros conciudadanos se privaron pronto, incluso en público, de la costumbre que habían adquirido de hacer suposiciones sobre la duración de su aislamiento. ¿Por qué? Porque cuando los más pesimistas le habían asignado, por ejemplo unos seis meses, y cuando habían conseguido agotar de antemano toda la amargura de aquellos seis meses por venir, cuando habían elevado con gran esfuerzo su valor hasta el nivel de esta prueba; puesto en tensión sus últimas fuerzas para no desfallecer en este sufrimiento a través de una larga serie de días, entonces, a lo mejor, un amigo que se encontraba, una noticia dada por un periódico, una sospecha fugitiva o una brusca clarividencia les daba la idea de que, después de todo, no había ninguna razón para que la enfermedad no durase más de seis meses o acaso un año o más todavía.
En ese momento el derrumbamiento de su valor y de su voluntad era tan brusco que llegaba a parecerles que ya no podrían nunca salir de ese abismo. En consecuencia, se atuvieron a no pensar jamás en el término de su esclavitud, a no vivir vueltos hacia el porvenir, a conservar siempre, por decirlo así, los ojos bajos. Naturalmente, esta prudencia, esta astucia con el dolor, que consistía en cerrar la guardia para rehuir el combate, era mal recompensada. Evitaban sin duda ese derrumbamiento tan temido, pero se privaban de olvidar algunos momentos la peste con las imágenes de un venidero encuentro. Y así, encallados a mitad de camino entre esos abismos y esas costumbres, fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante días sin norte, sombras errantes que sólo hubieran podido tomar fuerzas decidiéndose a arraigar en la tierra su dolor.
El sufrimiento profundo que experimentaban era el de todos los prisioneros y el de todos los exiliados, el sufrimiento de vivir con un recuerdo inútil. Ese pasado mismo en el que pensaban continuamente sólo tenía el sabor de la nostalgia. Hubieran querido poder añadirle todo lo que sentían no haber hecho cuando podían hacerlo, con aquel o aquellas que esperaban, e igualmente mezclaban a todas las circunstancias relativamente dichosas de sus vidas de prisioneros la imagen del ausente, no pudiendo satisfacerse con lo que en la realidad vivían. Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas. Al fin, el único medio de escapar a este insoportable vagar, era hacer marchar los trenes con la imaginación y llenar las horas con las vibraciones de un timbre que, sin embargo, permanecía obstinadamente silencioso.
Pero si esto era el exilio, para la mayoría era el exilio en su casa. Y aunque el cronista no haya conocido el exilio más que como todo el mundo, no debe olvidar a aquellos, como el periodista Rambert y otros, para los cuales las penas de la separación se agrandaban por el hecho de que habiendo sido sorprendidos por la peste en medio de su viaje, se encontraban alejados del ser que querían y de su país.
En medio del exilio general, estos eran lo más exiliados, pues si el tiempo suscitaba en ellos, como en todos los demás, la angustia que es la propia, sufrían también la presión del espacio y se estrellaban continuamente contra las paredes que aislaban aquel refugio apestado de su patria perdida. A cualquier hora del día se los podía ver errando por la ciudad polvorienta, evocando en silencio las noches que sólo ellos conocían y las mañanas de su país. Alimentaban entonces su mal con signos imponderables, con mensajes desconcertantes: un vuelo de golondrinas, el rosa del atardecer, o esos rayos caprichosos que el sol abandona a veces en las calles desiertas. El mundo exterior que siempre puede salvarnos de todo, no querían verlo, cerraban los ojos sobre él obcecados en acariciar sus quimeras y en perseguir con todas sus fuerzas las imágenes de una tierra donde una luz determinada, dos o tres colinas, el árbol favorito y el rostro de algunas mujeres componían un clima para ellos irreemplazable.
Por ocuparnos, en fin, de los amantes, que son los que más interesan y ante los que el cronista está mejor situado para hablar, los amantes se atormentaban todavía con otras angustias entre las cuales hay que señalar el remordimiento. Esta situación les permitía considerar sus sentimientos con una especie de febril objetividad, y en esas ocasiones casi siempre veían claramente sus propias fallas. El primer motivo era la dificultad que encontraban para recordar los rasgos y gestos del ausente. Lamentaban entonces la ignorancia en que estaban de su modo de emplear el tiempo; se acusaban de la frivolidad con que habían descuidado el informarse de ello y no haber comprendido que para el que ama, el modo de emplear el tiempo del amado es manantial de todas sus alegrías. Desde ese momento empezaban a remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones. En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado, y por lo tanto, aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre. Pero el recuerdo es más exigente. Y así, consecuentemente, esta desdicha que alcanzaba a toda una ciudad no sólo nos traía un sufrimiento injusto, del que podíamos indignarnos: nos llevaba también a sufrir por nosotros mismos y nos hacía ceder al dolor. Esta era una de las maneras que tenía la enfermedad de atraer la tentación y de barajar las cartas.
Cada uno tuvo que aceptar el vivir al día, solo bajo el cielo. Este abandono general que podía a la larga templar los caracteres, empezó, sin embargo, por volverlos fútiles. Algunos, por ejemplo, se sentían sometidos a una nueva esclavitud que les sujetaba a las veleidades del sol y de la lluvia; se hubiera dicho, al verles, que recibían por primera vez la impresión del tiempo que hacía. Tenían aspecto alegre a la simple vista de una luz dorada, mientras que los días de lluvia extendían un velo espeso sobre sus rostros y sus pensamientos. A veces, escapaban durante cierto tiempo a esta debilidad y a esta esclavitud irrazonada porque no estaban solos frente al mundo y, en cierta medida, el ser que vivía con ellos se anteponía al universo. Pero llegó un momento en que quedaron entregados a los caprichos del cielo, es decir, que sufrían y esperaban sin razón.
En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su vecino; cada uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por casualidad intentaba hacer confidencias o decir algo de sus sufrimientos, la respuesta que recibía le hería casi siempre. Entonces se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada uno cosas distintas. Uno en efecto hablaba desde el fondo de largas horas pasadas rumiando el sufrimiento, y la imagen que quería comunicar estaba cocida al fuego lento de la espera y de la pasión. El otro, por el contrario, imaginaba una emoción convencional, uno de esos dolores baratos, una de esas melancolías de serie. Benévola u hostil, la respuesta resultaba siempre desafinada: había que renunciar. O al menos, aquellos para quienes el silencio resultaba insoportable, en vista de que los otros no comprendían el verdadero lenguaje del corazón, se decidían a emplear también la lengua que estaba en boga y a hablar ellos también al modo convencional de la simple relación, de los hechos diversos, de la crónica cotidiana, en cierto modo. En ese molde, los dolores más verdaderos tomaban la costumbre de traducirse en las fórmulas triviales de la conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían obtener la compasión de su portero o el interés de sus interlocutores.
Sin embargo, y esto es lo más importante, por dolorosas que fuesen estas angustias, por duro que fuese llevar ese vacío en el corazón, se puede afirmar que los exiliados de ese primer período de la peste fueron seres privilegiados. En el momento mismo en que todo el mundo comenzaba a aterrorizarse, su pensamiento estaba enteramente dirigido hacia el ser que esperaban. En la desgracia general, el egoísmo del amor les preservaba, y si pensaban en la peste era solamente en la medida en que podía poner a su separación en el peligro de ser eterna. Llevaba, así, al corazón mismo de la epidemia una distracción saludable que se podía tomar por sangre fría. Su desesperación les salvaba del pánico, su desdicha tenía algo bueno. Por ejemplo, si alguno de ellos era arrebatado por la enfermedad, lo era sin tener tiempo de poner atención en ello. Sacado de esta larga conversación interior que sostenía con una sombra, era arrojado sin transición al más espeso silencio de la tierra. No había tenido tiempo de nada.
Mientras nuestros conciudadanos se adaptaban a este inopinado exilio, la peste ponía guardias a las puertas de la ciudad y hacía cambiar de ruta a los barcos que venían hacia Oran. Desde la clausura ni un solo vehículo había entrado. A partir de ese día se tenía la impresión de que los automóviles se hubieran puesto a dar vueltas en redondo. El puerto presentaba también un aspecto singular para los que miraban desde lo alto de los bulevares. La animación habitual que hacía de él uno de los primeros puertos de la costa se había apagado bruscamente. Todavía se podían ver algunos navíos que hacían cuarentena. Pero en los muelles, las grandes grúas desarmadas, las vagonetas volcadas de costado, las grandes filas de toneles o de fardos testimoniaban que el comercio también había muerto de la peste.
A pesar de estos espectáculos desacostumbrados, a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que les pasaba. Había sentimientos generales como la separación o el miedo, pero se seguía también poniendo en primer lugar las preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste. La primera reacción fue, por ejemplo, criticar la organización. La respuesta del prefecto ante las críticas, de las que la prensa se hacía eco ("¿No se podría tender a un atenuamiento de las medidas adoptadas?"), fue sumamente imprevista. Hasta aquí, ni los periódicos ni la agencia Ransdoc había recibido comunicación oficial de las estadísticas de la enfermedad. El prefecto se las comunicó a la agencia día por día, rogándole que las anunciase semanalmente.
Ni en eso siquiera la reacción del público fue inmediata. El anuncio de que durante la tercera semana la peste había hecho trescientos dos muertos no llegaba a hablar a la imaginación. Por una parte, todos, acaso, no habían muerto de la peste, y por otra, nadie sabía en la ciudad cuánta era la gente que moría por semana. La ciudad tenía doscientos mil habitantes y se ignoraba si esta proporción de defunciones era normal. Es frecuente descuidar la precisión en las informaciones a pesar del interés evidente que tienen. Al público le faltaba un punto de comparación. Sólo a la larga, comprobando el aumento de defunciones, la opinión tuvo conciencia de la verdad. La quinta semana dio trescientos veintiún muertos y la sexta trescientos cuarenta y cinco. El aumento era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal. Así, pues, continuaron circulando por las calles y sentándose en las terrazas de los cafés. En conjunto no eran cobardes, abundaban más las bromas que las lamentaciones y ponían cara de aceptar con buen humor los inconvenientes, evidentemente pasajeros. Las apariencias estaban salvadas. Hacia fines de mes, sin embargo, y poco más o menos durante la semana de rogativas de la que se tratará más tarde, hubo transformaciones graves que modificaron el aspecto de la ciudad. Primeramente, el prefecto tomó medidas concernientes a la circulación de los vehículos y al aprovisionamiento. El aprovisionamiento fue limitado y la nafta racionada. Se prescribieron incluso economías de electricidad. Sólo los productos indispensables llegaban por carretera o por aire a Oran. Así que se vio disminuir la circulación progresivamente hasta llegar a ser poco más o menos nula. Las tiendas de lujo cerraron de un día para otro, o bien algunas de ellas llenaron los escaparates de letreros negativos mientras las filas de compradores se estacionaban en sus puertas.
Oran tomó un aspecto singular. El número de peatones se hizo más considerable e incluso, a las horas desocupadas, mucha gente reducida a la inacción por el cierre de los comercios y de ciertos despachos, llenaba las calles y los cafés. Por el momento, nadie se sentía cesante, sino de vacaciones. Oran daba entonces, a eso de las tres de la tarde, por ejemplo, y bajo un cielo hermoso, la impresión engañadora de una ciudad de fiesta donde hubiesen detenido la circulación y cerrado los comercios para permitir el desenvolvimiento de una manifestación pública y cuyos habitantes hubieran invadido las calles participando de los festejos.
Naturalmente, los cines se aprovecharon de esta ociosidad general e hicieron gran negocio. Pero los circuitos que las películas realizaban en el departamento eran interrumpidos. Al cabo de dos semanas los empresarios se vieron obligados a intercambiar los programas y después de cierto tiempo los cines terminaron por proyectar siempre el mismo film. Sin embargo, las entradas no disminuyeron.
Los cafés, en fin, gracias a las reservas considerables acumuladas en una ciudad donde el comercio de vinos y alcoholes ocupa el primer lugar, pudieron igualmente alimentar a sus clientes. A decir verdad, se bebía mucho. Por haber anunciado un café que "el vino puro mata al microbio", la idea ya natural en el público de que el alcohol preserva de las enfermedades infecciosas se afirmó en la opinión de todos. Por las noches, a eso de las dos, un número considerable de borrachos, expulsados de los cafés, llenaba las calles expansionándose con ocurrencias optimistas.
Pero todos estos cambios eran, en un sentido, tan extraordinarios y se habían ejecutado tan rápidamente que no era fácil considerarlos normales ni duraderos. El resultado fue que seguíamos poniendo en primer término nuestros sentimientos personales.
Al salir del hospital, dos días después que habían sido cerradas las puertas, el doctor Rieux se encontró con Cottard que levantó hacia él el rostro mismo de la satisfacción. Rieux lo felicitó por su aspecto.
—Sí, todo va bien —dijo el Hombrecillo—. Dígame, doctor, esta bendita peste, ¡eh!, parece que empieza a ponerse seria.
El doctor lo admitió. Y el otro corroboró con una especie de jovialidad:
—No hay ninguna razón para que se detenga. Por ahora toda va estar patas arriba.
Anduvieron un rato juntos. Cottard le contó que un comerciante de productos alimenticios de su barrio había acaparado grandes cantidades, para venderlos luego a precios más altos, y que habían descubierto latas de conservas debajo de la cama cuando habían venido a buscarle para llevarle al hospital. "Se murió y la peste no le pagó nada." Cottard estaba lleno de estas historias falsas o verdaderas sobre la epidemia. Se decía, por ejemplo, que en el centro, una mañana, un hombre que empezaba a presentar los síntomas de la peste, en el delirio de la enfermedad se había echado a la calle, se había precipitado sobre la primera mujer que pasaba y la había abrazado gritando que tenía la peste.
—Bueno —añadía Cottard con un tono suave que no armonizaba con su afirmación—, nos vamos a volver locos todos: es seguro.
También, por la tarde de ese mismo día, Joseph Grand había terminado por hacer confidencias personales al doctor Rieux. Había visto sobre la mesa del doctor una fotografía de la señora Rieux y se había quedado mirándola. Rieux había respondido que su mujer estaba curándose fuera de la ciudad. "En cierto sentido —había dicho Grand—, es una suerte." El doctor respondió que era una suerte sin duda y que únicamente había que esperar que su mujer se curase.
—¡Ah! —dijo Grand—, comprendo.
Y por primera vez desde que Rieux le conocía, se puso a hablar largamente. Aunque seguía buscando las palabras, las encontraba casi siempre como si hubiera pensado mucho tiempo lo que estaba diciendo.
Se había casado muy joven con una muchacha pobre de su vecindad. Para poder casarse había interrumpido sus estudios y había aceptado un empleo. Ni Jeanne ni él salían nunca de su barrio. Él iba a verla a su casa y los padres de Jeanne se reían un poco de aquel pretendiente silencioso y torpe. El padre era empleado del tren. Cuando estaba de descanso se le veía siempre sentado en un rincón junto a la ventana, pensativo, mirando el movimiento de la calle, con las manos enormes descansando sobre los muslos. La madre estaba siempre en sus ocupaciones caseras. Jeanne le ayudaba. Era tan menudita que Grand no podía verla atravesar una calle sin angustiarse. Los vehículos le parecían junto a ella desmesurados. Un día, ante una tienda de Navidad, Jeanne, que miraba el escaparate maravillada, se había vuelto hacia él diciendo: "¡Qué bonito!" Él le había apretado la mano y fue entonces cuando decidieron casarse.
El resto de la historia, según Grand, era muy simple. Es lo mismo para todos: la gente se casa, se quiere todavía un poco de tiempo, trabaja. Trabaja tanto que se olvida de quererse. Jeanne también trabajaba, porque las promesas del jefe no se habían cumplido. Y aquí hacía falta un poco de imaginación para comprender lo que Grand quería decir. El cansancio era la causa, él se había abandonado, se había callado cada día más y no había mantenido en su mujer, tan joven, la idea de que era amada. Un hombre que trabaja, la pobreza, el porvenir cerrándose lentamente, el silencio por las noches en la mesa, no hay lugar para la pasión en semejante universo. Probablemente, Jeanne había sufrido. Y sin embargo había continuado: sucede a veces que se sufre durante mucho tiempo sin saberlo. Los años habían pasado. Después, un día se había ido. Claro está que no se había ido sola. "Te he querido mucho pero ya estoy cansada… Me siento feliz de marcharme, pero no hace falta ser feliz para recomenzar." Esto era más o menos lo que le había dejado escrito.
Joseph Grand también había sufrido. Él también hubiera podido recomenzar, como le decía Rieux. Pero, en suma, no había tenido fe.
Además, la verdad, siempre estaba pensando en ella. Lo que él hubiera querido era escribirle una carta para justificarse. "Pero es difícil —decía—. Hace mucho tiempo que pienso en ello. Cuando nos queríamos nos comprendíamos sin palabras. Pero no siempre se quiere uno. En un momento dado yo hubiera debido encontrar las palabras que la hubieran hecho detenerse, pero no pude." Grand se sonaba en una especie de servilleta a cuadros. Después se limpiaba los bigotes. Rieux lo miraba.
—Perdóneme, doctor —dijo el viejo—, pero ¿cómo le diré?, tengo confianza en usted. Con usted puedo hablar. Y esto me emociona.
Grand estaba visiblemente a cien leguas de la peste.
Por la noche, Rieux telegrafió a su mujer diciéndole que la ciudad estaba cerrada, que él se encontraba bien, que ella debía seguir cuidándose y que él pensaba en ella.
Tres semanas después de la clausura, Rieux encontró a la salida del hospital a un joven que le esperaba.
—Supongo —le dijo éste— que me reconoce usted.
Rieux creía conocerle pero dudaba.
—Yo vine antes de estos acontecimientos —le dijo él—, a pedirle unas informaciones sobre las condiciones de vida de los árabes. Me llamo Raymond Rambert.
—¡Ah!, sí —dijo Rieux—. Bueno, pues, ahora ya tiene usted un buen tema de reportaje.
El joven parecía nervioso. Dijo que no era eso lo que le interesaba y que venía a pedirle su ayuda.
—Tiene usted que excusarme —añadió—, pero no conozco a nadie en la ciudad y el corresponsal de mi periódico tiene la desgracia de ser imbécil.
Rieux le propuso que lo acompañase hasta un dispensario donde tenían ciertas órdenes. Descendieron por las callejuelas del barrio negro. La noche se acercaba, pero la ciudad, tan ruidosa otras veces a esta hora, parecía extrañamente solitaria. Algunos toques de trompeta en el espacio todavía dorado atestiguaban que los militares se daban aires de hacer su oficio. Durante todo el tiempo, a lo largo de las calles escarpadas, entre los muros azules, ocre y violeta de las casas moras, Rambert fue hablando muy agitado. Había dejado a su mujer en París. A decir verdad, no era su mujer, pero como si lo fuese. Le había telegrafiado cuando la clausura de la ciudad. Primero, había pensado que se trataría de un hecho provisional y había procurado solamente estar en correspondencia con ella. Sus colegas de Oran le habían dicho que no podían hacer nada, el correo le había rechazado, un secretario de la prefectura se le había reído en las narices. Había terminado después de una espera de dos horas haciendo cola para poder poner un telegrama que decía: "Todo va bien. Hasta pronto."
Pero por la mañana, al levantarse, le había venido la idea bruscamente de que, después de todo, no se sabía cuánto tiempo podía durar aquello. Había decidido marcharse. Como tenía recomendaciones (en su oficio siempre hay facilidades), había podido acercarse al director de la oficina en la prefectura y le había dicho que él no tenía por qué quedarse, que se encontraba allí por accidente y que era justo que le permitieran marcharse, incluso si una vez fuera le hacían sufrir una cuarentena. El director le había respondido que lo comprendía muy bien, pero que no podía hacer excepciones, que vería, pero que, en suma, la situación era grave y que no se podía decidir nada.
—Pero, en fin —respondió Rambert—, yo soy extraño a esta ciudad.
—Sin duda, pero, después de todo, tenemos la esperanza de que la epidemia no dure mucho.
Para terminar, el director había intentado consolar a Rambert haciéndole observar que podía encontrar en Oran materiales para un reportaje interesante, y que, bien considerado, no había acontecimiento que no tuviese su lado bueno. Rambert alzaba los hombros. Llegaron al centro de la ciudad.
—Esto es estúpido, doctor, comprenda usted. Yo no he venido al mundo para hacer reportajes. A lo mejor he venido sólo para vivir con una mujer. ¿Es que no está permitido?
Rieux dijo que, en todo caso, eso parecía razonable.
Por los bulevares del centro no había la multitud acostumbrada. Unos cuantos pasajeros se apresuraban hacia sus domicilios lejanos. Ninguno sonreía. Rieux pensaba que era el resultado del anuncio de Ransdoc que había salido aquel día. Veinticuatro horas después nuestros conciudadanos volverían a tener esperanzas, pero en el mismo día las cifras estaban aún demasiado frescas en la memoria.
—Es que —dijo Rambert, inopinadamente— ella y yo nos hemos conocido hace poco y nos entendemos muy bien.
Rieux no dijo nada.
—Lo estoy aburriendo a usted —dijo Rambert—, quería preguntarle únicamente si podría hacerme usted un certificado donde se asegurase que no tengo esa maldita enfermedad. Yo creo que eso podría servirme.
Rieux asintió con la cabeza y se agachó a levantar a un niño que había tropezado con sus piernas. Siguieron y llegaron a la plaza de armas. Las ramas de los ficus y palmeras colgaban inmóviles, grises de polvo, alrededor de una estatua de la República polvorienta y sucia. Rieux pegó en el suelo con un pie primero y luego con otro para despedir la capa blanquecina que los cubría. Miraba a Rambert. El sombrero un poco echado hacia atrás, el cuello de la camisa desabrochado bajo la corbata, mal afeitado, el periodista tenía un aire obstinado y mohíno.
—Esté usted seguro de que le comprendo —dijo al fin Rieux—, pero sus razonamientos no sirven. Yo no puedo hacerle ese certificado porque, de hecho, ignoro si tiene o no la enfermedad y porque hasta en el caso de saberlo, yo no puedo certificar que entre el minuto en que usted sale de mi despacho y el minuto en que entra usted en la prefectura no esté ya infectado. Y además…
—¿Además? —dijo Rambert.
—Incluso si le diese ese certificado no le serviría de nada.
—¿Por qué?
—Porque hay en esta ciudad miles de hombres que están en ese caso y que sin embargo no se les puede dejar salir.
—Pero ¿si ellos no tienen la peste?
—No es una razón suficiente. Esta historia es estúpida, ya lo sé, pero nos concierne a todos. Hay que tomarla tal cual es.
—¡Pero yo no soy de aquí!
—A partir de ahora, por desgracia, será usted de aquí como todo el mundo.
Rambert se enardecía.
—Es una cuestión de humanidad, se lo juro. Es posible que no se dé cuenta de lo que significa una separación como esta para dos personas que se entienden.
Rieux no respondió nada durante un rato. Después dijo que creía darse muy bien cuenta. Deseaba con todas sus fuerzas que Rambert se reuniese con su mujer y que todos los que se querían pudieran estar juntos, pero había leyes, había órdenes y había peste. Su misión personal era hacer lo que fuese necesario.
—No —dijo Rambert con amargura—, usted no puede comprender. Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción.
El doctor levantó los ojos hacia la República y dijo que él no sabía si estaba hablando el lenguaje de la razón, pero que lo que hablaba era el lenguaje de la evidencia y que no era forzosamente lo mismo.
El periodista se ajustó la corbata.
—Entonces ¿esto significa que hace falta que yo me las arregle? Pues bueno —añadió con acento de desafío—, dejaré esta ciudad.
El doctor dijo que eso también lo comprendía pero que no era asunto suyo.
—Sí lo es —dijo Rambert, con una explosión súbita—. He venido a verle porque me habían dicho que usted había intervenido mucho en las decisiones que se habían tomado, y entonces pensé que por un caso al menos podría usted deshacer algo de lo que ha contribuido a que se haga. Pero esto no le interesa. Usted no ha pensado en nadie. Usted no ha tenido en cuenta a los que están separados.
Rieux reconoció que en cierto sentido era verdad: no había querido tenerlo en cuenta.
—¡Ah!, ya sé —dijo Rambert—, va usted a hablarme del servicio público. Pero el bienestar público se hace con la felicidad de cada uno.
—Bueno —dijo el doctor, que parecía salir de una distracción—, es eso y es otra cosa. No hay que juzgar. Pero usted hace mal en enfadarse. Si logra usted resolver este asunto yo me alegraré mucho. Pero, simplemente, hay cosas que mi profesión me prohíbe.
—Sí, hago mal en enfadarme. Y le he hecho a usted perder demasiado tiempo con todo esto.
Rieux le rogó que le tuviera al corriente de sus gestiones y que no le guardase rencor. Había seguramente un plano en el que podían coincidir. Rambert pareció de pronto perplejo.
—Lo creo —dijo después de un silencio—, lo creo a pesar mío y a pesar de todo lo que acaba usted de decirme.
Titubeó:
—Pero no puedo aprobarle.
Se echó el sombrero a la cara y partió con paso rápido. Rieux lo vio entrar en el hotel donde habitaba Jean Tarrou.
Después de un rato el doctor movió la cabeza, Rambert tenía razón en su impaciencia por la felicidad, pero ¿tenía razón en acusarle? "Usted vive en la abstracción." ¿Eran realmente la abstracción aquellos días pasados en el hospital donde la peste comía a dos carrillos llegando a quinientos el número medio de muertos por semana? Sí, en la desgracia había una parte de abstracción y de irrealidad. Pero cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción. Rieux sabía únicamente que esto no era lo más fácil. No era lo más fácil, por ejemplo, dirigir ese hospital auxiliar (había ya tres) que tenía a su cargo. Había hecho preparar, al lado de la sala de consultas, una habitación para recibir a los enfermos. El sucio hundido formaba un lago de agua crestada, en el centro del cual había un islote de ladrillos. El enfermo era transportado a la isla, se le desnudaba rápidamente y sus ropas caían al agua. Lavado, seco, cubierto con la camisa rugosa del hospital, pasaba a manos de Rieux: después lo transportaban a una de las salas. Había habido que utilizar los salones de recreo de una escuela que contenía actualmente quinientas camas que casi en su totalidad estaban ocupadas. Después del ingreso de la mañana, que dirigía él mismo; después de estar vacunados los enfermos y sacados los bubones, Rieux comprobaba de nuevo las estadísticas y volvía a su consulta de la tarde. A última hora hacía sus visitas y volvía ya de noche. La noche anterior, la madre del doctor había observado que le temblaban las manos mientras leía un telegrama de su mujer.
—Sí —decía él—, pero con perseverancia lograré estar menos nervioso.
Era fuerte y resistente y, en realidad, todavía no estaba cansado. Pero las visitas, por ejemplo, se le iban haciendo insoportables. Diagnosticar la fiebre epidémica significaba hacer aislar rápidamente al enfermo. Entonces empezaba la abstracción y la dificultad, pues la familia del enfermo sabía que no volvería a verle más que curado o muerto. "¡Piedad, doctor!", decía la madre de una camarera que trabajaba en el hotel de Tarrou. ¿Qué significa esta palabra? Evidentemente, él tenía piedad pero con esto nadie ganaba nada. Había que telefonear. Al poco tiempo el timbre de la ambulancia sonaba en la calle. Al principio, los vecinos abrían las ventanas y miraban. Después, la cerraban con precipitación. Entonces empezaban las luchas, las lágrimas; la persuasión; la abstracción, en suma. En esos departamentos caldeados por la fiebre y la angustia se desarrollaban escenas de locura. Pero se llevaban al enfermo. Rieux podía irse.
Las primeras veces se había limitado a telefonear, y había corrido a ver a otros enfermos sin esperar a la ambulancia. Pero los familiares habían cerrado la puerta prefiriendo quedarse cara a cara con la peste a una separación de la que no conocían el final. Gritos, órdenes, intervenciones de la policía y hasta de la fuerza armada. El enfermo era tomado por asalto. Durante las primeras semanas, Rieux se había visto obligado a esperar la llegada de la ambulancia. Después, cuando cada enfermo fue acompañado en sus visitas por un inspector voluntario, Rieux pudo correr de un enfermo a otro. Pero al principio todas las tardes habían sido como aquella en que al entrar en casa de la señora Loret, un pequeño cuartito decorado con abanicos y flores artificiales, había sido recibido por la madre que le había dicho con una sonrisa desdibujada:
—Espero que no sea la fiebre de que habla todo el mundo.
Y él, levantando las sábanas y la camisa, había contemplado las manchas rojas en el vientre y los muslos, la hinchazón de los ganglios. La madre miró por entre las piernas de su hija y dio un grito sin poderse contener. Todas las tardes había madres que gritaban así, con un aire enajenado, ante los vientres que se mostraban con todos los signos mortales, todas las tardes había brazos que se agarraban a los de Rieux, palabras inútiles, promesas, llantos, todas las tardes los timbres de la ambulancia desataban gritos tan vanos como todo dolor. Y al final de esta larga serie de tardes, todas semejantes, Rieux no podía esperar más que otra larga serie de escenas iguales, indefinidamente renovadas. Sí, la peste, como la abstracción, era monótona. Acaso una sola cosa cambiaba: el mismo Rieux. Lo sentía aquella tarde, al pie del monumento de la República consciente sólo de la difícil indiferencia que empezaba a invadirle y seguía mirando la puerta del hotel por donde Rambert desapareciera.
Al cabo de esas semanas agotadoras, después de todos esos crepúsculos en que la ciudad se volcaba en las calles para dar vueltas a la redonda, Rieux comprendía que ya no tenía que defenderse de la piedad. Uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil. Y en este ver cómo su corazón se cerraba sobre sí mismo, el doctor encontraba el único alivio de aquellos días abrumadores. Sabía que así su misión sería más fácil, por esto se alegraba. Cuando su madre, al verlo llegar a las dos de la madrugada, se lamentaba de la mirada ausente que posaba sobre ella, deploraba precisamente la única cosa que para Rieux era algo atenuante. Para luchar contra la abstracción es preciso parecérsele un poco. Pero ¿cómo podría comprender esto Rambert? La abstracción era para Rambert todo lo que se oponía a su felicidad, y a decir verdad Rieux sabía que el periodista tenía razón, en cierto sentido. Pero sabía también que llega a suceder que la abstracción resulta a veces más fuerte que la felicidad y que entonces, y solamente entonces, es cuando hay que tenerla en cuenta. Esto era lo que tenía que sucederle a Rambert y el doctor pudo llegar a saberlo por las confidencias que Rambert le hizo ulteriormente. Pudo también seguir, ya sobre un nuevo plano, la lucha sorda entre la felicidad de cada hombre y la abstracción de la peste, que constituyó la vida de nuestra ciudad durante este largo período.
Pero allí donde unos veían la abstracción, otros veían la realidad. El final del primer mes de peste fue ensombrecido por un recrudecimiento marcado de la epidemia y por un sermón vehemente del padre Paneloux, el jesuita que había asistido al viejo Michel al principio de su enfermedad. El padre Paneloux se había distinguido por sus colaboraciones frecuentes en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Oran, donde sus reconstrucciones epigráficas eran de autoridad. Pero había ganado un crédito más extenso que cualquier especialista pronunciando una serie de conferencias sobre el individualismo moderno. Se había constituido en defensor caluroso de un cristianismo exigente, tan alejado del libertinaje del día como del oscurantismo de los siglos pasados. En esta ocasión no había regateado las verdades más duras a su auditorio. De aquí su reputación.
Así pues, a fines del mes, las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organizando una semana de plegarias colectivas. Estas manifestaciones de piedad pública debían terminar el domingo con una misa solemne bajo la advocación de San Roque, el santo pestífero. Pidieron al Padre Paneloux que tomara la palabra en esta ocasión. Durante quince días se arrancó a sus trabajos sobre San Agustín y la Iglesia africana que le había conquistado un lugar aparte en su orden. De naturaleza fogosa y apasionada había aceptado con resolución la misión que le encomendaban. Mucho antes del sermón, se hablaba ya de él en la ciudad y, en cierto modo, marcó una fecha importante en la historia de ese período.
La semana fue seguida por un público numeroso. Esto no quiere decir que en tiempos normales los habitantes de Oran fuesen particularmente piadosos. El domingo, por ejemplo, los baños de mar hacían una seria competencia a la misa. No era tampoco que una súbita conversión les hubiera iluminado. Pero, por una parte, estando la ciudad cerrada y el puerto prohibido, los baños no eran posibles, y por otra, nuestros conciudadanos se encontraban en un estado de ánimo tan particular que, sin admitir en su fondo los acontecimientos sorprendentes que les herían, sentían con toda evidencia que algo había cambiado. Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia. En consecuencia, todavía no se sentían obligados a nada. La peste no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día puesto que un día había llegado. Asustados, pero no desesperados, todavía no había llegado el momento en que la peste se les apareciese como la forma misma de su vida y en que olvidasen la existencia que hasta su llegada habían llevado. En suma, estaban a la espera. Respecto a la religión, como respecto a otros problemas, la peste había dado una posición de ánimo singular tan lejos de la indiferencia como la pasión y que se podía definir muy bien con la palabra "objetividad". La mayor parte de los que siguieron la semana de rogativas se mantenían en la posición que uno de los fieles había expresado delante del doctor Rieux. "De todos modos eso no puede hacer daño." Tarrou mismo, después de haber anotado en su cuaderno que los chinos en un caso así iban a tocar el tambor ante el genio de la peste, hacía notar que era imposible saber si en realidad el tambor resultaba más eficaz que las medidas profilácticas. Añadía, además, que para saldar la cuestión hubiera sido preciso estar informado sobre la existencia de un genio de la peste y que nuestra ignorancia en este punto hacía estériles todas las opiniones que se pudieran tener.
En todo caso, la catedral de nuestra ciudad estuvo más o menos llena de fieles durante toda la semana. Los primeros días mucha gente se quedaba en los jardines de palmeras y granados que se extendían delante del pórtico para oír la marea de invocaciones y de plegarias que refluía hasta la calle. Poco a poco, por la fuerza del ejemplo, esas mismas gentes se decidieron a entrar y mezclar su voz tímida a los responsos de los otros. El domingo, una multitud considerable invadía la nave y desbordaba hasta los últimos peldaños de las escaleras. Desde la víspera el cielo estaba ensombrecido y la lluvia caía a torrentes. Los que estaban fuera habían abierto los paraguas. Un olor a incienso y a telas mojadas flotaba en la catedral cuando el Padre Paneloux subió al púlpito.
Era de talla mediana pero recio. Cuando se apoyó en el borde del púlpito, agarrando la barandilla con sus gruesas manos, no se vio más que una forma pesada y negra rematada por las dos manchas de sus mejillas rubicundas bajo las gafas de acero. Tenia una voz fuerte, apasionada, que arrastraba, y cuando atacaba a los asistentes con una sola frase vehemente y remachada: "Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido", un estremecimiento recorría a los asistentes hasta el atrio.
Lógicamente, lo que siguió no estaba en armonía con este exordio patético. El resto del discurso hizo comprender a nuestros conciudadanos que por un hábil procedimiento oratorio el Padre había dado, de una vez, como el que asesta un golpe, el tema de su sermón entero. Paneloux, en seguida después de esta frase, citó el texto del Éxodo relativo a la peste en Egipto y dijo: "La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para herir a los enemigos de Dios. Faraón se opuso a los designios eternos y la peste le hizo caer de rodillas. Desde el principio de toda historia el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Meditad en esto y caed de rodillas."
Afuera redoblaba la lluvia y esta última frase, pronunciada en medio de un silencio absoluto, que el repiquetear del chaparrón en las vidrieras hacía aun más profundo, resonó con tal acento que algunos oyentes, después de unos segundos de duda, se dejaron resbalar desde sus sillas al reclinatorio. Otros creyeron que había que seguir su ejemplo, hasta que poco a poco, sin que se oyera más que el crujir de algún asiento, todo el auditorio se encontró de rodillas. Paneloux se enderezó entonces, respiró profundamente y recomenzó en un tono cada vez más apremiante. ''Si hoy la peste os atañe a vosotros es que os ha llegado el momento de reflexionar. Los justos no temerán nada, pero los malos tienen razón para temblar. En las inmensas trojes del universo, el azote implacable apaleará el trigo humano hasta que el grano sea separado de la paja. Habrá más paja que grano, serán más los llamados que los elegidos, y esta desdicha no ha sido querida por Dios. Durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiempo ha descansado en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo. Y para el arrepentimiento todos se sentían fuertes; todos estaban seguros de sentirlo cuando llegase la ocasión. Hasta tanto, lo más fácil era dejarse ir: la misericordia divina haría el resto. ¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo ha inclinado sobre los hombres de nuestra ciudad su rostro misericordioso, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, ha apartado de ellos su mirada. Privados de la luz divina, henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste."
En la nave alguien rebulló como un caballo impaciente. Después de una corta pausa, el padre recomenzó en un tono más bajo. "Se lee en la Leyenda dorada que en tiempos del rey Humberto, en Lombardía, Italia fue asolada por una peste tan violenta que apenas eran suficientes los vivos para enterrar a los muertos, encarnizándose sobre todo en Roma y en Pavía. Y apareció visiblemente un ángel bueno dando órdenes al ángel malo que llevaba un venablo de cazador, y le ordenaba pegar con él en las casas; y de las casas salían tantos muertos como golpes recibían del venablo."
Paneloux tendió en ese momento los brazos en la dirección del atrio, como si se señalase algo tras la cortina movediza de la lluvia: "Hermanos míos —dijo con fuerza—, es la misma caza mortal la que se corre hoy día por nuestras calles. Vedle, a este ángel de la peste, bello como Lucifer y brillante como el mismo mal. Erguido sobre vuestros tejados, con el venablo rojo en la mano derecha a la altura de su cabeza y con la izquierda señalando una de vuestras casas. Acaso en este instante mismo, su dedo apunta a vuestra puerta, el venablo suena en la madera, y en el mismo instante, acaso, la peste entra en vuestra casa, se sienta en vuestro cuarto y espera vuestro regreso. Está allí paciente y atenta, segura como el orden mismo del mundo. La mano que os tenderá, ninguna fuerza terrestre, ni siquiera, sabedlo bien, la vana ciencia de los hombres, podrá ayudaros a evitarla. Y heridos en la sangrienta era del dolor, seréis arrojados con la paja."
Aquí, el Padre volvió a tomar con más amplitud todavía la imagen patética del azote. Evocó el asta inmensa de madera girando sobre la ciudad, hiriendo al azar, alzándose ensangrentada, goteando la sangre del dolor humano, "para las sementeras que prepararán las cosechas de la verdad".
Al final de tan largo período, el Padre Paneloux se detuvo, el pelo caído sobre la frente, el cuerpo agitado por un temblor que sus manos comunicaban al púlpito y recomenzó más sordamente pero con tono acusador: "Sí, ha llegado la hora de meditar. Habéis creído que os bastaría con venir a visitar a Dios los domingos para ser libres el resto del tiempo. Habéis pensado que unas cuantas genuflexiones le compensarían de vuestra despreocupación criminal. Pero Dios no es tibio. Esas relaciones espaciadas no bastan a su devoradora ternura. Quiere veros ante Él más tiempo, es su manera de amaros, a decir verdad es la única manera de amar. He aquí por qué cansado de esperar vuestra venida, ha hecho que la plaga os visite como ha visitado a todas las ciudades de pecado desde que los hombres tienen historia. Ahora sabéis lo que es el pecado como lo supieron Caín y sus hijos, los de antes del diluvio, los de Sodoma y Gomorra, Faraón y Job y también todos los malditos. Y como todos ellos, extendéis ahora una mirada nueva sobre los seres y las cosas desde el día en que esta ciudad ha cerrado sus murallas en torno a vosotros y a la plaga. En fin, ahora, sabéis que hay que llegar a lo esencial."
Un viento húmedo se arremolinó entonces bajo la nave y las llamas de los cirios se inclinaban chisporroteando. Un espeso olor de cera, un estornudo, diversas toses subieron hacia el Padre Paneloux que, volviendo a su tema con una sutileza que fue muy apreciada, recomenzó con la voz serena. "Muchos de entre vosotros, ya lo sé, se preguntan adonde voy a parar. Quiero haceros llegar conmigo a la verdad y enseñaros a encontrar la alegría, a pesar de todo lo que acabo de decir. No estamos ya en el momento en que con consejos, con una mano fraternal hubiera podido empujaros hacia el bien. Hoy la verdad es una orden. Y es un venablo rojo el que os señala el camino de la salvación y os empuja hacia él. Es en esto, hermanos míos, en lo que se muestra la misericordia divina que en toda cosa ha puesto el bien y el mal, la ira y la piedad, la peste y la salud del alma. Este mismo azote que os martiriza os eleva y os enseña el camino.
"Hace mucho tiempo, los cristianos de Abisinia veían en la peste un medio de origen divino, eficaz para ganar la eternidad, y los que no estaban contaminados se envolvían en las sábanas de los pestíferos para estar seguros de morir. Sin duda este furor de salvación no es recomendable. Denota una precipitación lamentable muy próxima al orgullo. No hay que apresurarse más que Dios pues todo lo que pretende acelerar el orden inmutable que Él ha establecido de una vez para siempre, conduce a la herejía. Pero este ejemplo nos sirve al menos de lección. A nuestros espíritus, más clarividentes, les ayuda a valorar ese resplandor excelso de eternidad que existe en el fondo de todo sufrimiento. Este resplandor aclara los caminos crepusculares que conducen hacia la liberación. Manifiesta la voluntad divina que sin descanso transforma el mal en bien. Hoy mismo, a través de este tropel de muerte, de angustia y de clamores, nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida. He aquí, hermanos míos, la inmensa consolación que quería traeros para que no sean sólo palabras de castigo las que saquéis de aquí, sino también un verbo que os apacigüe."
Se veía que Paneloux había terminado. Fuera había cesado la lluvia. Un cielo, entremezclado de agua y de sol, vertía el rumor de las voces, el deslizarse de los vehículos, todo el lenguaje de una ciudad que se despierta. Los oyentes disponían discretamente sus cosas para partir, removiéndose sin ruido, en lo posible. El Padre volvió, sin embargo, a tomar la palabra y dijo que después de haber demostrado el origen divino de la peste y el carácter punitivo de este azote no tenía más que decir y que para concluir no haría uso de una elocuencia que resultaría fuera de lugar tratándose de asunto tan trágico. Él creía que todo había quedado claro para todos. Quería recordar únicamente que cuando la gran peste de Marsella, el cronista Mathieu Marais se había lamentado de sentirse hundido en el infierno, al vivir así, sin ayuda y sin esperanza. ¡Pues bien, Mathieu Marais era ciego! Por el contrario nunca como este día el Padre Paneloux había sentido la ayuda divina y la esperanza cristiana que alcanzaba a todos. Esperaba, en contra de toda apariencia, que, a pesar del horror de aquellos días y de los gritos de los agonizantes, nuestros ciudadanos dirigiesen al cielo la única palabra cristiana; la palabra de amor. Dios haría el resto.
Si esta prédica tuvo algún efecto entre nuestros conciudadanos, es muy difícil decirlo. El juez Othon declaró al doctor Rieux que había encontrado la exposición del Padre Paneloux "absolutamente irrefutable". Pero no todo el mundo había sacado una opinión tan categórica. Simplemente, el sermón hacía más sensible para algunos la idea, vaga hasta entonces, de que por un crimen desconocido estaban condenados a un encarcelamiento inimaginable. Y mientras que unos continuaron su vida insignificante adaptándose a la reclusión, otros, por el contrario, no tuvieron más idea desde aquel momento que la de evadirse.
La gente había aceptado primero el estar aislada del exterior como hubiera aceptado cualquier molestia temporal que no afectase más que a alguna de sus costumbres. Pero de pronto, conscientes de estar en una especie de secuestro, bajo la cobertera del cielo donde ya empezaba a retostarse el verano, sentían confusamente que esta reclusión amenazaba toda su vida y, cuando llegaba la noche, la energía que recordaban con la frescura de la atmósfera les llevaba a veces a cometer actos desesperados.
Ante todo, fuese o no coincidencia, a partir de aquel domingo hubo en la ciudad una especie de pánico harto general y harto profundo como para poder suponer que nuestros conciudadanos empezaban verdaderamente a tener conciencia de su situación. Desde este punto de vista la atmósfera fue un poco modificada. Pero, en verdad, el cambio ¿estaba en la atmósfera o en los corazones? He aquí la cuestión.
Pocos días después del sermón, Rieux, que comentaba este acontecimiento con Grand, yendo hacia los arrabales, chocó en la oscuridad con un hombre que se bamboleaba delante de él sin decidirse a avanzar.
En ese momento, el alumbrado de nuestra ciudad, que se encendía cada día más tarde, resplandeció bruscamente. El foco que estaba colocado en alto, detrás de ellos iluminó súbitamente al hombre que reía en silencio con los ojos cerrados. Por su rostro blancuzco, distendido en una hilaridad muda, el sudor escurría en gruesas gotas. Pasaron de largo.
—Es un loco —dijo Grand.
Rieux, que le había cogido del brazo para alejarse de allí, sintió que temblaba de enervamiento.
—Pronto no habrá más que locos entre nuestras cuatro paredes —dijo Rieux.
Añadiendo a todo esto el cansancio, sintió que tenía la garganta seca.
—Bebamos algo.
En el pequeño café donde entraron, iluminado por una sola lámpara sobre el mostrador, las gentes hablaban en voz baja, sin razón aparente, en la atmósfera espesa y rojiza. En el mostrador, Grand, con sorpresa del doctor, pidió un alcohol que bebió de un trago, declarando que era fuerte. No quiso quedarse allí. Fuera le pareció a Rieux que la noche estaba llena de gemidos. En todas partes, en el cielo negro, por encima de los reflectores, un silbido sordo le hacía pensar en el invisible azote que abrasaba incansablemente el aire encendido.
—Felizmente, felizmente —decía Grand.
Rieux se preguntaba qué iría a decir.
—Felizmente —dijo el otro—, tengo mi trabajo.
—Sí —dijo Rieux—, es una ventaja.
Y decidido a no escuchar más aquel silbido preguntó a Grand si estaba contento de su trabajo.
—En fin, creo que voy por buen camino.
—¿Tiene usted todavía para mucho tiempo?
Grand pareció animarse; el calor del alcohol se comunicó a su voz.
—No lo sé. Pero la cuestión no está ahí, doctor, no es esa la cuestión, no.
En la oscuridad Rieux adivinaba que agitaba los brazos. Parecía prepararse a decir algo y al fin empezó, con volubilidad.
—Mire usted, doctor, lo que yo quiero es que el día que mi manuscrito llegue a casa del editor, éste se levante después de haberlo leído, y diga a sus colaboradores: "Señores, hay que quitarse el sombrero."
Esta brusca declaración sorprendió a Rieux. Le parecía que su acompañante hacía el movimiento de descubrirse, llevándose la mano a la cabeza y poniendo después el brazo horizontal. En lo alto el silbido caprichoso parecía recomenzar con más fuerza.
—Sí —decía Grand—, es necesario que sea perfecto.
Aunque poco impuesto de las costumbres literarias, Rieux tenía sin embargo la impresión de que las cosas no debían ser tan sencillas y que, por ejemplo, los editores en sus despachos debían de estar sin sombrero. Pero, de hecho, nunca se sabe, y Rieux prefería callarse. A pesar suyo ponía el oído en los rumores de la peste. Se acercaban al barrio de Grand y como aquél quedaba un poco en alto, una ligera lluvia les refrescaba y al mismo tiempo barría todos los ruidos de la ciudad. Grand seguía hablando y Rieux no captaba todo lo que decía el buen hombre. Comprendía solamente que la obra en cuestión tenía ya muchas páginas, pero que el trabajo que su autor se tomaba en llevarla a la perfección le era muy penoso. "Noches, semanas enteras sobre una palabra…, a veces una simple conjunción." Aquí Grand se detuvo. Sujetó al doctor por un botón del abrigo. Las palabras salían a tropezones de su boca desmantelada.
—Compréndame bien, doctor. En rigor, es fácil escoger entre el mas y el pero. Ya es más difícil optar entre el mas y el y. La dificultad aumenta con el pues y el porque. Pero seguramente lo más difícil que existe es emplear bien el cuyo.[1]
—Sí —dijo Rieux—, comprendo.
Echó a andar, Grand pareció confuso y procuró ponerse a su paso.
—Excúseme —balbuceó—. ¡No sé lo que me pasa esta noche!
Rieux le dio un golpecito suave en el hombro y le dijo que bien quisiera poder ayudarlo y que su historia le interesaba mucho. El otro pareció tranquilizarse y cuando llegaron delante de su casa propuso al doctor subir un momento. Rieux aceptó.
En el comedor Grand le invitó a sentarse ante una mesa cubierta de papeles llenos de tachaduras sobre una letra microscópica.
—Sí, esto es —dijo Grand al doctor, que le interrogaba con la mirada—. Pero ¿quiere usted beber algo? Tengo un poco de vino.
Rieux rehusó y se puso a mirar los papeles.
—No mire usted —dijo Grand—. Es la primera frase. Me está dando trabajo. Mucho trabajo.
Él también contemplaba todas las hojas y su mano pareció invenciblemente atraída por una de ellas, que levantó para mirarla al trasluz, ante la lámpara sin pantalla. La hoja temblaba en su mano. Rieux observó que la frente del empleado estaba húmeda.
—Siéntese —le dijo y léamela.
Grand lo miró y le sonrió con una especie de agradecimiento.
—Sí —dijo—, creo que tengo ganas de leerla.
Esperó un poco, sin dejar de mirar la hoja. Rieux escuchaba al mismo tiempo el bordoneo confuso que en la ciudad parecía responder al silbido de la plaga. En ese preciso momento tenía una percepción extraordinaria, agudizada, de la ciudad que se extendía a sus pies, del mundo cerrado que componía, y de los terribles lamentos que ahogaba por las noches. La voz de Grand se elevó sordamente. "En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia." Se hizo el silencio y con él volvió el rumor de la ciudad atormentada. Grand había dejado la hoja y seguía contemplándola. Después de un momento levantó los ojos.
—¿Qué le parece?
Rieux respondió que aquel comienzo le inspiraba la curiosidad de conocer el resto. Pero Grand dijo con animación que ese punto de vista no era acertado. Daba sobre sus papeles con la palma de la mano, y decía:
—Esto no es más que una aproximación. Cuando haya llegado a transcribir el cuadro que tengo en la imaginación, cuando mi frase tenga el movimiento mismo de este paseo al trote, un, dos, tres, un, dos, tres, entonces el resto será más fácil y sobre todo la ilusión será tal desde el principio que hará posible que digan: "Hay que quitarse el sombrero."
Pero para esto tenía aun mucho que roer. Nunca consentiría en entregar esta frase tal como estaba al impresor. Pues a pesar de la satisfacción que a veces le causaba, se daba cuenta de que no se ajustaba enteramente a la realidad y de que, en cierto modo, tenía una ligereza de tono que le daba un carácter, vago, por supuesto, pero con todo perceptible, de clisé. Este era al menos el sentido de lo que estaba diciendo cuando oyeron que unos hombres pasaban corriendo bajo la ventana.
—Ya verá usted lo que yo haré de esto —decía Grand, y volviéndose hacia la ventana, añadía—: cuando todo esto termine.
Pero el ruido de pasos precipitados se repitió. Rieux bajaba ya y dos hombres pasaron delante de él cuando llegó a la calle. Algunos de nuestros conciudadanos, perdiendo la cabeza entre el calor y la peste, se habían dejado llevar por la violencia e intentaron engañar a los vigilantes de las barreras para escapar de la ciudad.
Había muchos que, como Rambert, intentaban huir de esta atmósfera de pánico naciente, con más obstinación y más habilidad, pero no con más éxito. Rambert había continuado al principio sus gestiones oficiales. Según él, la obstinación acababa por triunfar de todo y, desde un cierto punto de vista, su oficio le exigía ser desenvuelto. Había visitado a un gran número de funcionarios y de gentes cuya competencia no se discutía generalmente. Pero, para el caso, esta competencia no le servía de modo alguno. Eran, en su mayor parte, hombres que tenían ideas muy concretas y bien ordenadas sobre todo lo que concierne a la banca, a la exportación, a los frutos cítricos y hasta al comercio de vinos; que poseían indiscutibles conocimientos en problemas de lo contencioso, en seguros, sin contar los diplomas más sólidos y una buena voluntad evidente.
Incluso, lo más asombroso que había en todos ellos era la buena voluntad. Pero en materia de peste, sus conocimientos eran nulos, poco más o menos.
Ante cada uno de ellos, sin embargo, y cada vez que había sido posible, Rambert había defendido su causa. La base de su argumentación consistía siempre en decir que él era extraño a la ciudad y que, por lo tanto, su caso debía ser especialmente examinado. En general los interlocutores del periodista admitían de buena gana este punto. Pero le advertían que este era también el caso de cierto número de gentes y que, en consecuencia, su asunto no era tan singular como imaginaba. A lo cual Rambert podía contestar que ello no tenía nada que ver con el fondo de su argumentación, y le respondían que ello, sin embargo, tenía algo que ver con las dificultades administrativas que se oponían a toda medida de favor que amenazase con sentar lo que llamaban, con expresión de gran repugnancia, un precedente. Según la clasificación que Rambert propuso al doctor Rieux, este género de razonadores constituía la categoría de los formalistas. Junto a éstos se podía encontrar a los elocuentes, que aseguraban al demandante que nada de todo aquello podía durar y que, pródigos en buenos consejos cuando se les pedía decisiones, consolaban a Rambert afirmando que se trataba de una contrariedad momentánea. Había también los importantes, que le rogaban que les dejase una nota resumiendo su situación y notificando quién le había informado de que ellos estatuirían sobre tal caso; había también los triviales, que le ofrecían bonos de alojamiento o direcciones de pensiones económicas; los metódicos, que hacían llenar una ficha y la archivaban, en seguida; los desbordantes, que levantaban los brazos en alto, y los impacientes, que se volvían a mirar a otro lado; había, en fin, los tradicionales, mucho más numerosos que los otros, que indicaban a Rambert otra dependencia administrativa o una gestión distinta.
El periodista se había agotado en estas visitas y había adquirido una idea justa de lo que puede ser un ayuntamiento o una prefectura, a fuerza de esperar sentado en una banqueta de hule, ante grandes carteles que invitaban a suscribirse a bonos del Tesoro exentos de impuesto o a engancharse en la armada colonial, a fuerza de entrar en despachos donde los rostros humanos se dejaban tan fácilmente prever como el fichero de los estantes de legajos. La ventaja, como le decía Rambert a Rieux con un dejo de amargura, era que todo esto le encubría la verdadera situación. Los progresos de la peste, prácticamente, le escapaban. Sin contar que los días pasaban así más rápidos y en la situación en que se encontraba la ciudad entera se podía decir que cada día pasado acercaba a cada hombre, siempre que no muriese, al fin de sus sufrimientos. Rieux tuvo que reconocer que este punto era verdadero, pero que se trataba, sin embargo, de una verdad un poco demasiado general.
En un momento dado Rambert concibió esperanzas. Había recibido de la prefectura una hoja de inscripción en blanco que se le rogaba llenar exactamente. La hoja preguntaba por su identidad, su situación familiar, sus recursos económicos anteriores y actuales y por eso que se llama su curriculum vitae. Tuvo la impresión de que se trataba de una información destinada a revisar los casos de personas susceptibles de ser enviadas a su residencia habitual. Algunos informes confusos recogidos en una oficina le confirmaron esta impresión. Pero después de algunas gestiones acertadas consiguió encontrar la oficina pública de donde se había salido la hoja y allí le dijeron que esas informaciones habían sido tomadas "por si acaso".
—¿Por si acaso qué? —preguntó Rambert.
Le explicaron entonces que había sido sólo para poder, en caso de que cayese con la peste y muriese, prevenir a su familia, y además para saber si había que cargar los gastos al hospital, al presupuesto de la ciudad o si se podía esperar que los reembolsasen sus parientes. Evidentemente eso probaba que no estaba tan separado de la que le esperaba, pues la sociedad se ocupaba de ella. Pero esto no era un consuelo. Lo más notable era, y Rambert lo notó, en efecto, la manera en que en el momento de una catástrofe una oficina podía continuar su servicio y tomar iniciativas como en otros tiempos, generalmente a espaldas de las autoridades superiores, por la única razón de que estaba constituida para ese servicio.
Para Rambert, el período que siguió a esto fue el más fácil y más difícil a la vez. Fue un período de embrutecimiento. Había visitado todos los despachos, hecho todas las gestiones posibles, las salidas por ese lado estaban totalmente cerradas. Vagaba de café en café. Se sentaba por la mañana en una terraza delante de un vaso de cerveza tibia, leía un periódico con la esperanza de encontrar en él signos de un próximo fin de la enfermedad, miraba las caras de la gente que pasaba, apartándose con repugnancia de su expresión de tristeza, y después de haber leído por centésima vez las muestras de los comercios de enfrente, la publicidad de los grandes aperitivos que ya no se servían, se levantaba y andaba al azar por las calles amarillentas de la ciudad. De los paseos solitarios a los cafés, de los cafés a los restaurantes, iba, así, esperando la noche.
Rieux lo encontró una tarde, precisamente a la puerta de un café donde estaba dudando si entraría. Pareció decidirse y se fue a sentar al fondo de la sala. Era la hora en que, por orden superior, retardaban en los cafés el momento de dar la luz. El crepúsculo invadió la sala como un agua gris, el rosa del poniente se reflejaba en los vidrios y los mármoles de las mesas relucían débilmente en la oscuridad que aumentaba. En medio de la sala desierta Rambert parecía una sombra perdida y Rieux pensó que aquélla era la hora de su abandono. Pero era también el momento en que todos los prisioneros de la ciudad sentían también el suyo y era preciso hacer algo para apresurar la liberación. Rieux se fue de allí.
Rambert pasaba también largos ratos en la estación. El acceso a los andenes estaba prohibido, pero las salas de espera que se alcanzaban a ver desde el exterior seguían abiertas y algunas veces había mendigos que se instalaban allí los días de calor, porque eran sombrías y frescas. Rambert venía de leer los antiguos horarios, los carteles que prohibían escupir y el reglamento de la policía de los trenes. Después se sentaba en un rincón. La sala era oscura. Una vieja estufa de hierro colado, fría desde hacía meses, permanecía rodeada por las huellas de numerosos riegos que habían trazado ochos en el suelo. En las paredes algunos anuncios que brindaban una vida dichosa y libre en Bandol o en Cannes. Rambert encontraba allí esa especie de espantosa libertad que se encuentra en el fondo del desasimiento. Las imágenes que se le hacían más penosas de llevar eran, según le decía Rieux, las de París. Un paisaje de viejas piedras y agua, las palomas del Palais Royal, los barrios desiertos del Panteón y algunos otros lugares de una ciudad que no sabía que amaba tanto le perseguían entonces impidiéndole hacer nada útil. Rieux pensaba que estaba identificando aquellas imágenes con las de su amor. Y el día en que Rambert le contó que le gustaba despertarse a las cuatro de la mañana y ponerse a pensar en su ciudad, el doctor tradujo con facilidad, según su propia experiencia, que lo que le gustaba imaginar era la mujer que había dejado allí. Ésta era, en efecto, la hora en que podía apoderarse de ella. En general, hasta las cuatro de la mañana no se hace nada y se duerme aunque la noche haya sido una noche de traición. Sí, se duerme a esa hora y esto tranquiliza, puesto que el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo pueda terminar el día del encuentro.
Poco después del sermón empezaron los calores. Estábamos a fines del mes de junio. Al día siguiente de las lluvias tardías que habían señalado el domingo del sermón, el verano estalló, de golpe, en el cielo y sobre las casas. Se levantó primero un gran viento abrasador que sopló durante veinticuatro horas y resecó las paredes. El sol se afincó. Olas ininterrumpidas de calor y de luz inundaron la ciudad a lo largo del día. Fuera de las calles de soportales y de los departamentos, parecía que no había un solo punto en la ciudad que no estuviese situado en medio de la reverberación más cegadora. El sol perseguía a nuestros conciudadanos por todos los rincones de las calles, y si se paraban, entonces les pegaba fuerte. Como aquellos calores coincidieron con un aumento vertical del número de víctimas que alcanzó a cerca de setecientas por semana, una especie de abatimiento se apoderó de la ciudad. Por los barrios extremos, por las callejuelas de casas con terrazas, la animación decreció y en aquellos barrios en los que las gentes vivían siempre en las aceras, todas las puertas estaban cerradas y echadas las persianas, sin que se pudiera saber si era de la peste o del sol de lo que procuraban protegerse. De algunas casas, sin embargo, salían gemidos. Al principio cuando esto sucedía se veía a los curiosos detenerse en la calle a escuchar. Pero después de tan continuada alarma pareció que el corazón de todos se hubiese endurecido, y todos pasaban o vivían al lado de aquellos lamentos como si fuesen el lenguaje natural de los hombres.
Las peleas en las puertas de la ciudad, en las cuales los agentes habían tenido que hacer uso de sus armas, crearon una sorda agitación. Seguramente había habido heridos, pero hablaban de muertos en la ciudad, donde todo se exageraba por efecto del calor y del miedo. Es cierto, en todo caso, que el descontento no cesaba de aumentar, que nuestras autoridades habían temido lo peor y encarado seriamente las medidas que habrían de tomar en el caso de que esta población, mantenida bajo el azote, llegara a sublevarse. Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y amenazaban con penas de prisión a los contraventores. Había patrullas que recorrían la ciudad. De pronto, en las calles desiertas y caldeadas se veían avanzar, anunciados primero por el ruido de las herraduras en el empedrado, guardias montados que pasaban entre dos filas de ventanas cerradas. Cuando la patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad amenazada. De cuando en cuando centelleaban los escopetazos de los equipos especiales, encargados por una ordenanza vigente de matar los perros y los gatos que podían propagar las pulgas. Estas detonaciones secas contribuían a tener a la ciudad en una atmósfera de alerta.
En medio del calor y del silencio, para el corazón aterrorizado de nuestros conciudadanos todo tomaba una importancia cada vez más grande. Los colores del cielo y los olores de la tierra que marcan el paso de las estaciones eran, por primera vez, sensibles para todos. Cada uno veía con horror que los calores favorecían la epidemia y al mismo tiempo cada uno veía que el verano se instalaba. El grito de los vencejos en el cielo de la tarde se hacía más agudo sobre la ciudad. Ya no estaba en proporción con los crepúsculos de junio que hacen lejano el horizonte en nuestro país. Las flores ya no llegaban en capullo a los mercados, se abrían rápidamente y, después de la venta de la mañana, sus pétalos alfombraban las aceras polvorientas. Se veía claramente que la primavera se había extenuado, que se había prodigado en miles de flores que estallaban por todas partes, a la redonda, y que ahora iban a adormecerse, a aplastarse lentamente bajo el doble peso de las pestes y del calor. Para todos nuestros conciudadanos este cielo de verano, estas calles que palidecían bajo los matices del polvo y del tedio, tenían el mismo sentido amenazador que la centena de muertos que pesaba sobre la ciudad cada día. El sol incesante, esas horas con sabor a sueño y a vacaciones, no invitaban como antes a las fiestas del agua y de la carne. Por el contrario, sonaban a hueco en la ciudad cerrada y silenciosa. Habían perdido el reflejo dorado de las estaciones felices. El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha.
Esta era una de las grandes revoluciones de la enfermedad. Todos nuestros conciudadanos acogían siempre el verano con alegría. La ciudad se abría entonces hacia el mar y desparramaba a su juventud por las playas. Este verano, por el contrario, el mar tan próximo estaba prohibido y el cuerpo no tenía derecho a sus placeres. ¿Qué hacer en estas condiciones? Es también Tarrou el que da una imagen más perfecta de lo que era nuestra vida de entonces. Él seguía en sus apuntes los progresos de la peste, en general, anotando justamente que una fase de la epidemia había sido señalada por la radio cuando, en vez de anunciar cientos de defunciones por semana, había empezado a dar las cifras de noventa y dos, ciento siete y ciento veinte al día. "Los periódicos y las autoridades quieren ser más listos que la peste. Se imaginan que le quitan algunos puntos porque ciento treinta es una cifra menor que novecientos diez…" Evocaba también aspectos patéticos o espectaculares de la epidemia, como el de aquella mujer que en un barrio desierto, con todas las persianas cerradas, había abierto bruscamente una ventana cuando él pasaba y había lanzado dos gritos enormes antes de cerrar los postigos sobre la oscuridad espesa del cuarto. Pero, además, anotaba que las pastillas de menta habían desaparecido de las farmacias porque muchas gentes las llevaban en la boca para precaverse contra un contagio eventual.
Tarrou continuaba, así, observando a sus personajes favoritos. Por él se sabía que también el viejecito de los gatos vivía la tragedia. Una mañana, en efecto, se habían oído disparos y, como decía Tarrou, el plomo escupido sobre los gatos había matado a la mayor parte y aterrorizado a los otros, que habían huido de la calle. El mismo día, el viejecito había salido al balcón a la hora habitual, había demostrado cierta sorpresa, se había asomado, había escrutado los confines de la calle y se había resignado a esperar. Daba golpecitos con la mano en la barandilla del balcón. Después de esperar un rato y de haber dejado caer en pedacitos un poco de papel, se había metido en su cuarto, había vuelto a salir después y al cabo de cierto tiempo había desaparecido bruscamente, cerrando detrás de sí, con cólera, las contraventanas. En los días siguientes se había repetido la misma escena, y se podía leer en los rasgos del viejecito una tristeza y un desconcierto cada vez más manifiestos. Una semana después, Tarrou esperó en vano la aparición cotidiana: las ventanas continuaron obstinadamente cerradas sobre una tristeza bien comprensible. "En tiempos de peste, prohibido escupir a los gatos", esta era la conclusión de los apuntes.
Por otra parte, Tarrou, cuando volvía por la noche, estaba siempre seguro de encontrar en el vestíbulo la figura sombría del sereno que se paseaba de un lado para otro. El sereno no cesaba de recordar a todo el mundo que él había previsto lo que iba a pasar. A Tarrou, que reconocía haberle oído predecir una desgracia, pero que le recordaba su idea del temblor de tierra, le decía: "¡Ah, si fuera un temblor de tierra! Una buena sacudida y no se habla más del caso… Se cuentan los muertos y los vivos y asunto concluido. ¡Mientras que esa porquería de enfermedad! Hasta los que no la tienen parecen llevarla en el corazón."
El gerente estaba igualmente abrumado. Al principio, los viajeros imposibilitados de dejar la ciudad habían permanecido en el hotel, pero poco a poco, en vista de lo que se prolongaba la epidemia, muchos habían preferido alojarse en casas de amigos. Y la misma razón que había llenado en un principio todos los cuartos del hotel los mantenía ahora vacíos, puesto que ya no llegaban más viajeros a la ciudad. Tarrou era uno de los pocos que habían quedado y el gerente no perdía nunca la ocasión de hacerle notar que si no fuera por su deseo de complacer a sus últimos clientes, habría cerrado hacía tiempo el establecimiento. Muchas veces pedía a Tarrou que calculase la probable duración de la epidemia: "Parece ser, decía Tarrou, que los fríos son contrarios a este género de enfermedades." El gerente se enloquecía: "Pero aquí no hace realmente frío, señor. Y en todo caso, nos faltan todavía varios meses."' Además estaba seguro de que durante mucho tiempo los viajeros procurarían evitar la ciudad. Esta peste era la ruina del turismo.
En el comedor, después de una corta ausencia, se vio aparecer al señor Othon, el hombre lechuza, pero seguido solamente de los dos perritos amaestrados. La causa era que la mujer había cuidado y enterrado a su madre y tenía que sufrir cuarentena.
—Esto no me gusta —decía el gerente a Tarrou—. Con cuarentena o sin ella, es sospechosa, y en consecuencia ellos también.
Tarrou le hacía comprender que desde ese punto de vista todo el mundo era sospechoso. Pero él era categórico y tenía sus posiciones bien tomadas.
—No, señor Tarrou, ni usted ni yo somos sospechosos. Ellos sí lo son.
Pero el señor Othon no cambiaba por tan poca cosa y entraba siempre igual en la sala del restaurante, se sentaba antes que sus hijos y les dirigía frases distinguidas y hostiles. Sólo el niño había cambiado de aspecto. Vestido de negro, como su hermana, un poco más encerrado en sí mismo, parecía una pequeña sombra de su padre. El sereno, que no quería al señor Othon, había dicho a Tarrou:
—¡Ah! Éste reventará vestido. Así no hará falta mortaja. Se irá derecho.
El sermón del Padre Paneloux estaba también registrado en los apuntes, pero con el comentario siguiente: "Comprendo este simpático ardor. Al principio de las plagas y cuando ya han terminado, siempre hay un poco de retórica. En el primer caso es que no se ha perdido todavía la costumbre, y en el segundo, que ya ha vuelto. En el momento de la desgracia es cuando se acostumbra uno a la verdad, es decir al silencio. Esperemos."
Tarrou anota también que ha tenido una larga conversación con el doctor Rieux de la que sólo recuerda que tuvo buenos resultados. Señala también el color castaño claro de los ojos de la madre de Rieux, afirmando caprichosamente que, en su opinión, una mirada donde se lee tanta bondad será siempre más fuerte que la peste, y consagra también largos párrafos al viejo asmático cuidado por Rieux.
Había ido a verle, con el doctor, después de su entrevista. El viejo había acogido a Tarrou con risitas, frotándose las manos. Estaba en la cama, pegado a la almohada, inclinado sobre sus dos cazuelas de garbanzos. "¡Ah!, otro más —había dicho al ver a Tarrou—. Esto es el mundo al revés: más médicos que enfermos. La cosa va de prisa ¿eh? El cura tiene razón, está bien merecido." Al día siguiente Tarrou había vuelto sin anunciarse.
Según los apuntes, el viejo asmático, dueño de una mercería en su provincia, había creído que a los cincuenta años ya había trabajado bastante. Se había acostado, en vista de esto, y no había vuelto a levantarse. Su asma se relacionaba con la postura vertical. Una pequeña renta le había ayudado a llegar a los setenta y cinco años que llevaba alegremente. No podía soportar la vista de un reloj y por lo tanto no había ni uno en su casa. "Un reloj —decía— es una cosa cara y estúpida." Calculaba el tiempo y sobre todo la hora de las comidas, que era la única que le importaba, con sus dos cazuelas, una de las cuales estaba siempre llena de garbanzos cuando se despertaba. Con aplicación y regularidad iba llenando ininterrumpidamente la otra, garbanzo a garbanzo. Así tenía sus colaciones en un día medido por cazuelas. "Cada quince cazuelas —decía— necesito un tentempié. Es muy sencillo."
De creer a su mujer, había dado ya desde muy joven signos de su vocación. Nada le había interesado nunca, ni su trabajo, ni los amigos, ni el café, ni la música, ni las mujeres, ni los paseos. No había salido nunca de la ciudad, excepto un día en que, obligado a ir a Argel por asuntos de familia, se había bajado en la primera estación, incapaz de llevar más lejos la aventura. Había vuelto a su casa por el primer tren.
A Tarrou, que parecía asombrarse de su enclaustramiento, le había explicado que, según la religión, la primera mitad de la vida de un hombre era una ascensión y la otra mitad un descenso; que en el descenso los días del hombre ya no le pertenecían, porque le podían ser arrebatados en cualquier momento, que por lo tanto no podía hacer nada con ellos y que lo mejor era, justamente, no hacer nada. La contradicción, por lo demás, no le asustaba, pues, en otra ocasión, le había dicho a Tarrou, poco más o menos, que seguramente Dios no existía porque, si existiese, los curas no serían necesarios. Pero por ciertas reflexiones que siguieron a esto Tarrou comprendió que su filosofía estaba estrechamente relacionada con el mal humor que le producían las frecuentes colectas de su parroquia. Lo que acaba el retrato del viejo era un deseo que parecía profundo y que varias veces había manifestado ante su interlocutor: tenía la esperanza de morir muy viejo.
"¿Es un santo?" —se preguntaba Tarrou y él mismo respondía—: "Sí, sí, la santidad es un conjunto de costumbres."
Pero, al mismo tiempo, Tarrou acometía la descripción minuciosa de un día en la ciudad apestada y daba así una idea muy justa de la vida de nuestros conciudadanos durante aquel verano. "No se ríe nadie más que los borrachos —decía Tarrou—, y éstos se ríen demasiado." Después empezaba su descripción.
"Al amanecer, ligeros hálitos recorren la ciudad, todavía desierta. A esta hora, que es la que queda entre las muertes de la noche y las agonías del día, parece que la peste suspende un momento su esfuerzo para tomar aliento. Todas las tiendas están cerradas, pero en algunas el letrero cerrado a causa de la peste atestigua que no abrirán tan pronto como las otras. Los vendedores de periódicos, todavía dormidos, no gritan aún las noticias, sino que, apoyados en las esquinas, ofrecen su mercancía a los faroles con gesto de sonámbulos. De un momento a otro los despertarán los primeros tranvías y se repartirán por la ciudad, llevando bajo el brazo las hojas donde estalla la palabra ’Peste’. ¿Habrá un otoño de peste? El profesor R. responde: 'no’. 'Ciento veinticuatro muertos es el balance del día noventa y cuatro de la peste.'
"A pesar de la crisis del papel, que se hace cada día más aguda y que ha obligado a ciertos periódicos a disminuir el número de sus páginas, se ha fundado un periódico nuevo: el 'Correo de la Epidemia’, que se impone como misión 'informar a nuestros conciudadanos, guiado por una escrupulosa objetividad, de los progresos o retrocesos de la epidemia; aportar los testimonios más autorizados sobre el porvenir de la enfermedad; prestar el apoyo de sus columnas a todos los que, conocidos o desconocidos, estén dispuestos a luchar contra la plaga; sostener la moral de la población; transmitir los acuerdos de las autoridades y, en una palabra, agrupar a todos los que con buena voluntad quieran luchar contra el mal que nos hiere’. En realidad, este periódico se ha limitado en seguida a publicar anuncios de nuevos productos infalibles para prevenir la peste.
"Hacia las seis de la mañana todos estos periódicos empiezan a venderse en las colas que se instalan en las puertas de los comercios, más de una hora antes de que se abran, después en los tranvías que llegan abarrotados de los barrios extremos. Los tranvías han llegado a constituir el único medio de transporte y avanzan lentamente, con los estribos y los topes cargados de gente. Cosa curiosa, todos los ocupantes se vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo. En las paradas, el tranvía arroja cantidades de hombres y mujeres que se apresuran a alejarse para encontrarse solos. Con frecuencia estallan escenas ocasionadas únicamente por el mal humor que va haciéndose crónico.
"Después que pasan los primeros tranvías, la ciudad se despierta poco a poco, los cafés abren sus puertas con los mostradores llenos de letreros: 'No hay café.' 'Traed vuestro azúcar’, etc. Después, los comercios se abren, las calles se animan. Al mismo tiempo, la luz crece y el calor cae a plomo del cielo de julio. Es la hora en que los que no tienen nada que hacer se aventuran por los bulevares. La mayor parte parece que se hubiera propuesto conjurar la peste por la exhibición de su lujo. Todos los días de once a dos, hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esta pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias. Si la epidemia se extiende, la moral se ensanchará también. Volveremos a ver las saturnales de Milán al borde de las tumbas.
"Al mediodía los restaurantes se llenan en un abrir y cerrar de ojos. Rápidamente se forman en las puertas pequeños grupos de gente que no puede encontrar sitio. El cielo empieza a perder su luminosidad por el exceso de calor. A la sombra de las grandes cortinas los candidatos al alimento esperan su turno, al borde de la acera achicharrada por el sol. Si los restaurantes están atestados es porque para muchos simplifican el problema del avituallamiento. Pero en ellos existe la angustia del contagio. Los clientes pierden largos ratos en limpiar pacientemente los cubiertos. No hace mucho tiempo algunos anunciaban: 'Aquí los cubiertos están escaldados." Pero poco a poco renunciaron a toda publicidad porque los clientes se vieron obligados a acudir. Los clientes, por otra parte, gastan fácilmente el dinero. Los vinos de marca o de cierto renombre, los suplementos más caros son el principio de una carrera desenfrenada. Parece también que en un restaurante se provocaron escenas de pánico porque un cliente se levantó tambaleándose y salió apresuradamente.
"Hacia las dos, la ciudad queda vacía: es el momento en que el silencio, el polvo, el sol y la peste se reúnen en la calle. A lo largo de las grandes casas grises, el calor escurre sin parar. Son largas horas de prisión que terminan en noches abrasadas que se desploman sobre la ciudad populosa y charladora. Durante los primeros días de calor, de cuando en cuando, sin que se supiera por qué, las noches eran rehuidas. Pero ahora el primer fresco trae un consuelo ya que no una esperanza. Todos salen a la calle, se aturden a fuerza de hablar, se pelean o se desean y bajo el cielo rojo de julio la ciudad, llena de parejas y de ruidos, deriva hacia la noche anhelante. Inútilmente, todas las tardes, en los bulevares, un viejo inspirado, con chambergo y chalina, atraviesa la multitud repitiendo sin parar: 'Dios es grande, venid a Él.' Todos se precipitan, por el contrario, hacia algo que conocen mal o que les parece más urgente que Dios. Al principio, cuando creían que era una enfermedad como las otras, la religión ocupaba su lugar. Pero cuando han visto que era cosa seria se han acordado del placer. Toda la angustia que se refleja durante el día en los rostros, se resuelve después, en el crepúsculo ardiente y polvoriento, en una especie de excitación rabiosa, una libertad torpe que enfebrece a todo un pueblo.
"Y yo también, igual que ellos. Pero ¡qué importa!, la muerte no es nada para los hombres como yo. Es un acontecimiento que les da la razón."
Había sido Tarrou el que había pedido a Rieux la entrevista de que habla en sus apuntes. La tarde que le esperaba, el doctor Rieux estaba mirando a su madre, tranquilamente sentada en una silla en un rincón del comedor. Allí era donde pasaba sus días cuando el cuidado de la casa no la tenía ocupada. Con las manos juntas sobre las rodillas, esperaba. Rieux no estaba muy seguro de que fuese a él a quien esperaba. Sin embargo, algo cambiaba en el rostro de su madre cuando él aparecía. Todo lo que una larga vida laboriosa había puesto de mutismo en ese rostro, parecía animarse un momento. Después volvía a caer en el silencio. Aquella tarde, la vio mirando por la ventana la calle desierta. El alumbrado nocturno había sido disminuido en dos tercios y sólo muy de cuando en cuando una lámpara aclaraba débilmente las sombras de la ciudad.
—¿Es que van a conservar el alumbrado reducido durante toda la peste? —dijo la señora Rieux.
—Probablemente.
—Con tal que no dure hasta el invierno. Entonces resultaría demasiado triste.
—Sí —dijo Rieux.
Vio que la mirada de su madre se posaba en su frente. Rieux sabía que la inquietud y el exceso de trabajo de los últimos días lo habían demacrado mucho.
—¿Hoy no han ido bien las cosas? —dijo la señora Rieux.
—¡Oh!, como de ordinario.
¡Como de ordinario! Es decir que el nuevo suero mandado de París parecía menos eficaz que el primero y las estadísticas subían. No siempre había la posibilidad de inocular los sueros preventivos en personas no pertenecientes a las familias ya alcanzadas por la peste. Hubiera hecho falta grandes cantidades industrializadas para generalizar el empleo. La mayor parte de los bubones se oponían a ser sajados, como si les hubiese llegado la época de endurecerse, y torturaban a los enfermos. Desde la víspera había en la ciudad dos casos de una nueva forma de la epidemia. La peste se hacía pulmonar. Aquel mismo día, durante una reunión, los médicos abrumados, ante el prefecto, lleno de confusión, habían pedido y obtenido nuevas medidas para evitar el contagio que se establecía de boca a boca en la peste pulmonar. Como de ordinario, nadie sabía nada.
Rieux miró a su madre. Sus hermosos ojos castaños le hicieron revivir años de ternura.
—¿Tienes miedo, madre?
—A mi edad ya no se temen mucho las cosas.
—Los días son muy largos y yo no estoy aquí nunca.
—No me importa esperarte cuando sé que tienes que venir. Cuando no estás aquí pienso en lo que estarás haciendo. ¿Has tenido noticias?
—Sí, todo va bien, según el último telegrama. Pero yo sé que ella dice eso por tranquilizarme.
Sonó el timbre de la puerta. El doctor sonrió a su madre que fue a abrir. En la penumbra del descansillo Tarrou tenía el aspecto de un gran oso vestido de gris. Rieux lo hizo sentar delante de su mesa de escritorio y él se quedó de pie, detrás del sillón. Entre ellos estaba la única lámpara de la habitación, encendida sobre la mesa.
—Sé —dijo Tarrou, sin preámbulos— que con usted puedo hablar abiertamente. Dentro de quince días o un mes usted ya no será aquí de ninguna utilidad, los acontecimientos le han superado.
—Es verdad —dijo Rieux.
—La organización del servicio es mala. Le faltan a usted hombres y tiempo.
Rieux reconoció que también eso era verdad.
—He sabido que la prefectura va a organizar una especie de servicio civil para obligar a los hombres válidos a participar en la asistencia general.
—Está usted bien informado. Pero el descontento es grande y el prefecto está ya dudando.
—¿Por qué no pedir voluntarios?
—Ya se ha hecho, pero los resultados han sido escasos.
—Se ha hecho por la vía oficial, un poco sin creer en ello. Lo que les falta es imaginación. No están nunca en proporción con las calamidades. Y los remedios que imaginan están apenas a la altura de un resfriado. Si les dejamos obrar solos sucumbirán, y nosotros con ellos.
—Es probable —dijo Rieux—. Tengo entendido que están pensando en echar mano de los presos para lo que podríamos llamar trabajos pesados.
—Me parece mejor que lo hicieran hombres libres.
—A mí también, pero, en fin, ¿por qué?
—Tengo horror de las penas de muerte.
Rieux miró a Tarrou.
—¿Entonces? —dijo.
—Yo tengo un plan de organización para lograr unas agrupaciones sanitarias de voluntarios. Autoríceme usted a ocuparme de ello y dejemos a un lado la administración oficial. Yo tengo amigos por todas partes y ellos formarán el primer núcleo. Naturalmente, yo participaré.
—Comprenderá usted que no es dudoso que acepte con alegría. Tiene uno necesidad de ayuda, sobre todo en este oficio. Yo me encargo de hacer aceptar la idea a la prefectura. Por lo demás, no están en situación de elegir. Pero…
Rieux reflexionó.
—Pero este trabajo puede ser mortal, lo sabe usted bien. Yo tengo que advertírselo en todo caso. ¿Ha pensado usted bien en ello?
Tarrou lo miró en sus ojos grises y tranquilos.
—¿Qué piensa usted del sermón del Padre Paneloux, doctor?
La pregunta había sido formulada con naturalidad y Rieux respondió con naturalidad también.
—He vivido demasiado en los hospitales para gustarme la idea del castigo colectivo. Pero, ya sabe usted, los cristianos hablan así a veces, sin pensar nunca realmente. Son mejores de lo que parecen.
—Usted cree, sin embargo, como Paneloux, que la peste tiene alguna acción benéfica, ¡que abre los ojos, que hace pensar!
—Como todas las enfermedades de este mundo. Pero lo que es verdadero de todos los males de este mundo lo es también de la peste. Esto puede engrandecer a algunos. Sin embargo, cuando se ve la miseria y el sufrimiento que acarrea, hay que ser ciego o cobarde para resignarse a la peste.
Rieux había levantado apenas el tono, pero Tarrou hizo un movimiento con la mano como para calmarlo. Sonrió.
—Sí —dijo a Rieux alzando los hombros—, pero usted no me ha respondido. ¿Ha reflexionado bien?
Tarrou se acomodó un poco en su butaca y dijo:
—¿Cree usted en Dios, doctor?
También esta pregunta estaba formulada con naturalidad, pero Rieux titubeó.
—No, pero, eso ¿qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original.
—¿No es eso lo que le separa de Paneloux?
—No lo creo. Paneloux es hombre de estudios. No ha visto morir bastante a la gente, por eso habla en nombre de una verdad. Pero el último cura rural que haya oído la respiración de un moribundo pensará como yo. Se dedicará a socorrer las miserias más que a demostrar sus excelencias.
Rieux se levantó, ahora su rostro quedaba en la sombra.
—Dejemos esto —dijo—, puesto que no quiere usted responder.
Tarrou sonrió sin moverse de la butaca.
—¿Puedo responder con una pregunta?
El doctor sonrió a su vez.
—Usted ama el misterio, vamos.
—Pues bien —dijo Tarrou—, ¿por qué pone usted en ello tal dedicación si no cree en Dios? Su respuesta puede que me ayude a mí a responder.
Sin salir de la sombra, el doctor dijo que había ya respondido, que si él creyese en un Dios todopoderoso no se ocuparía de curar a los hombres y le dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux, que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se abandona enteramente, y que en esto por lo menos, él, Rieux, creía estar en el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es.
—¡Ah! —dijo Tarrou—, entonces, ¿esa es la idea que se hace usted de su oficio?
—Poco más o menos —dijo el doctor volviendo a la luz.
Tarrou se puso a silbar suavemente y el doctor se le quedó mirando.
—Sí —dijo—, usted dice que hace falta orgullo, pero yo le aseguro que no tengo más orgullo del que hace falta, créame. Yo no sé lo que me espera, lo que vendrá después de todo esto. Por el momento hay unos enfermos a los que hay que curar. Después, ellos reflexionarán y yo también. Pero lo más urgente es curarlos. Yo los defiendo como puedo.
—¿Contra quién?
Rieux se volvió hacia la ventana. Adivinaba a lo lejos el mar, en una condensación más oscura del horizonte. Sentía un cansancio inmenso y al mismo tiempo luchaba contra el deseo súbito de entregarse un poco a este hombre singular en el que había algo fraternal, sin embargo.
—No sé nada, Tarrou, le juro a usted que no sé nada. Cuando me metí en este oficio lo hice un poco abstractamente, en cierto modo, porque lo necesitaba, porque era una situación como otra cualquiera, una de esas que los jóvenes eligen. Acaso también porque era sumamente difícil para el hijo de un obrero, como yo. Y después he tenido que ver lo que es morir. ¿Sabe usted que hay gentes que se niegan a morir? ¿Ha oído usted gritar: "¡Jamás!" a una mujer en el momento de morir? Yo sí. Y me di cuenta en seguida de que no podría acostumbrarme a ello. Entonces yo era muy joven y me parecía que mi repugnancia alcanzaba al orden mismo del mundo. Luego, me he vuelto más modesto. Simplemente, no me acostumbro a ver morir. No sé más. Pero después de todo…
Rieux se calló y volvió a sentarse. Sentía que tenía la boca seca.
—¿Después de todo? —dijo suavemente Tarrou.
—Después de todo… —repitió el doctor y titubeó nuevamente mirando a Tarrou con atención—, esta es una cosa que un hombre como usted puede comprender. ¿No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado?
—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo.
Rieux pareció ponerse sombrío.
—Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.
—No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted.
—Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota.
Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él, Tarrou, que iba como mirándose los pies, le dijo:
—¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor?
La respuesta vino inmediatamente.
—La miseria.
Rieux abrió la puerta del despacho y ya en el pasillo dijo a Tarrou que él bajaba también, iba a ver a uno de sus enfermos en los barrios extremos. Tarrou le propuso acompañarlo y el doctor aceptó. En el fondo del pasillo se encontraron con la madre del doctor y éste le presentó a Tarrou.
—Un amigo —le dijo.
—¡Oh! —dijo la señora Rieux—, me alegro mucho de conocerlo.
Cuando ella se alejó, Tarrou volvió a mirarla. En el descansillo, el doctor intentó en vano hacer funcionar el conmutador de la luz. Las escaleras estaban sumergidas en la sombra. El doctor se preguntaba si sería una nueva medida de economía. Pero ¿quién podía saber? Desde hacía cierto tiempo todo empezaba a descomponerse en las casas. Era probablemente que los porteros y la gente en general ya no tenían cuidado de nada. Pero el doctor no tuvo tiempo de seguir interrogándose a sí mismo, porque la voz de Tarrou sonó detrás de él.
—Quiero decirle algo, aunque le parezca a usted ridículo: tiene usted enteramente razón.
Rieux alzó los hombros para sí mismo, en la oscuridad.
—No sé, verdaderamente. Pero usted, ¿cómo lo sabe?
—¡Oh! —dijo Tarrou sin alterarse—. A mí no me queda nada por aprender.
El doctor se detuvo y detrás de él Tarrou resbaló en un escalón. Se sostuvo agarrándose al hombro de Rieux.
—¿Cree usted conocer todo en la vida? —preguntó Rieux.
La respuesta sonó en la oscuridad con la misma voz tranquila.
—Sí.
Cuando salieron a la calle comprendieron que era ya muy tarde, acaso las once. La ciudad estaba muda, poblada solamente de rumores. Se oyó muy lejos el timbre de una ambulancia. Subieron al coche y Rieux puso el motor en marcha.
—Es preciso que venga usted mañana al hospital para la vacuna preventiva. Pero, para terminar y antes de entrar de lleno en esto, hágase a la idea de que tiene una probabilidad sobre tres de salir con bien.
—Esas evaluaciones no tienen sentido, doctor, lo sabe usted tan bien como yo. Hace cien años una epidemia de peste mató a todos los habitantes de una ciudad de Persia excepto, precisamente, al que lavaba a los muertos, que no había dejado de ejercer su profesión.
—Lo salvó su tercera probabilidad, eso es todo —dijo Rieux, con una voz de pronto más sorda—. Pero la verdad es que no sabemos nada de todo esto.
Llegaban a los arrabales. Los faros brillaban en las calles desiertas. Se detuvieron. Cuando aún estaban delante del coche, Rieux preguntó a Tarrou si quería entrar y él dijo que sí. Un reflejo de cielo iluminaba un poco su rostro. Rieux dijo con una sonrisa amistosa:
—Vamos, Tarrou, ¿qué es lo que le impulsa a usted a ocuparse de esto?
—No sé. Mi moral, probablemente.
—¿Cuál?
—La comprensión.
Tarrou se volvió hacia la casa y Rieux no vio más su cara hasta que estuvieron en el cuarto del viejo asmático.
Desde el día siguiente, Tarrou se puso al trabajo y reunió un primer equipo al que debían seguir otros.
La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible.
Por esto nuestros equipos sanitarios que se realizaron gracias a Tarrou deben ser juzgados con una satisfacción objetiva. Por esto el cronista no se pondrá a cantar demasiado elocuentemente una voluntad y un heroísmo a los cuales no atribuye más que una importancia razonable. Pero continuará siendo el historiador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste hizo de todos nuestros conciudadanos.
Los que se dedicaron a los equipos sanitarios no tuvieron gran mérito al hacerlo, pues sabían que era lo único que quedaba, y no decidirse a ello hubiera sido lo increíble. Esos equipos ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos.
Esto está bien; pero nadie felicita a un maestro por enseñar que dos y dos son cuatro. Se le felicita, acaso, por haber elegido tan bella profesión. Digamos, pues, que era loable que Tarrou y otros se hubieran decidido a demostrar que dos y dos son cuatro, en vez de lo contrario, pero digamos también que esta buena voluntad les era común con el maestro, con todos los que tienen un corazón semejante al del maestro y que para honor del hombre son más numerosos de lo que se cree; tal es, al menos, la convicción del cronista. Éste se da muy bien cuenta, por otra parte, de la objeción que pueden hacerle: esos hombres arriesgan la vida. Pero hay siempre un momento en la historia en el que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro está condenado a muerte. Bien lo sabe el maestro. Y la cuestión no es saber cuál será el castigo o la recompensa que aguarda a ese razonamiento. La cuestión es saber si dos y dos son o no cuatro. Aquellos de nuestros conciudadanos que arriesgaban entonces sus vidas, tenían que decidir si estaban o no en la peste y si había o no que luchar contra ella.
Muchos nuevos moralistas en nuestra ciudad iban diciendo que nada servía de nada y que había que ponerse de rodillas. Tarrou y Rieux y sus amigos podían responder esto o lo otro, pero la conclusión era siempre lo que ya se sabía: hay que luchar de tal o tal modo y no ponerse de rodillas. Toda la cuestión estaba en impedir que el mayor número posible de hombres muriese y conociese la separación definitiva. Para esto no había más que un solo medio: combatir la peste. Esta verdad no era admirable: era sólo consecuente.
Por esto era natural que el viejo Castel pusiera toda su confianza y su energía en fabricar sueros, sobre el terreno, con el material que encontraba. Tanto Rieux como él esperaban que un suero fabricado con cultivos del microbio que infestaba la ciudad tendría una eficacia más directa que los sueros venidos de fuera, puesto que el microbio difería ligeramente del bacilo de la peste, tal como era clásicamente descrito. Castel esperaba obtener su primer suero con bastante rapidez.
Por todo esto era igualmente por lo que Grand, que no tenía nada de héroe, desempeñaba ahora una especie de secretaría de los equipos sanitarios. Parte de los equipos formados por Tarrou se consagraba a un trabajo de asistencia preventiva en los barrios excesivamente poblados. Trataban de introducir allí la higiene necesaria. Llevaban la cuenta de las guardillas y bodegas que la desinfección no había visitado. Otra parte de los equipos secundaba a los médicos en las visitas a domicilio, aseguraba el transporte de los pestíferos y con el tiempo, en ausencia del personal especializado, llegó a conducir los coches de los enfermos y de los muertos. Todo esto exigía un trabajo de registros y estadísticas que Grand se había prestado a hacer.
Desde este punto de vista, el cronista estima que, más que Rieux o Tarrou, era Grand el verdadero representante de esta virtud tranquila que animaba los equipos sanitarios. Había dicho sí sin titubeo, con aquella buena voluntad que le era natural. Solamente había pedido ser útil en pequeños trabajos. Era demasiado viejo para otra cosa. Desde las seis de la tarde hasta las diez podía dedicar su tiempo a ello. Y cuando Rieux le daba las gracias con efusión, él se asombraba. "Esto no es lo más difícil. Hay peste, hay que defenderse, está claro. ¡Ah!, ¡si todo fuese así de simple!"
Y volvía a su tema. Algunas veces, por la tarde, cuando el trabajo de las fichas estaba acabado, Rieux hablaba con Grand. Habían terminado por mezclar a Tarrou en sus conversaciones y Grand se confiaba a sus dos compañeros con una satisfacción cada vez más evidente. Ellos seguían con interés el paciente trabajo que Grand continuaba a través de la peste. También ellos lo consideraban como una especie de descanso.
"¿Cómo va la amazona?", preguntaba a veces, Tarrou. Y Grand respondía invariablemente: "Trotando, trotando", con una sonrisa difícil. Una tarde Grand dijo que había desechado definitivamente el adjetivo "elegante" para su amazona y que, de ahora en adelante, la calificaba de "esbelta". "Es más correcto", había añadido. Otro día leyó a sus dos auditores la primera frase modificada en esta forma: "En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una soberbia jaca alazana, recorría las avenidas floridas del Bosque de Bolonia."
—¿No es cierto —dijo Grand— que se la ve mejor? He preferido: "En una mañana de mayo" porque "mes de mayo" alargaba un poco el trote.
Después se mostró muy preocupado por el adjetivo "soberbia". Éste no expresaba bastante, según él, y buscaba el término que fotografiase de una sola vez la fastuosa jaca que imaginaba. "Opulenta" no servía, era concreto, pero resultaba algo peyorativo. "Reluciente" le había tentado un momento, pero tampoco era eso. Una tarde anunció triunfalmente que lo había encontrado. "Una negra jaca alazana." El negro siempre indicaba discretamente la elegancia, según él.
—Eso no es posible —dijo Rieux.
—¿Por qué?
—Porque alazana no indica la raza sino el color.
—¿Qué color?
—Bueno, pues un color que, en todo caso, no es el negro.
Grand pareció muy afectado.
—Gracias —le dijo—, afortunadamente estaba usted ahí. Pero ya ve lo difícil que es.
—¿Qué pensaría usted de "suntuosa"? —dijo Tarrou.
Y fue aflorando a su cara una sonrisa.
Grand le miró y se quedó reflexionando.
—¡Sí! —dijo—; ¡sí!
Poco tiempo después confesó que la palabra "florida" le estorbaba. Además había una rima. Como no conocía más ciudades que Oran y Montélimar, preguntaba a veces a sus amigos en qué forma eran floridas las avenidas del Bosque de Bolonia. A decir verdad, ni a Rieux ni a Tarrou le había dado nunca la impresión de serlo, pero la convicción de Grand les hacía vacilar. Grand se asombraba de esta incertidumbre. "Sólo los artistas saben mirar." Pero un día el doctor lo encontró muy excitado. Había reemplazado "floridas" por "llenas de flores". Se frotaba las manos. "Al fin, se las ve, se las siente. ¡Hay que quitarse el sombrero, señores!" Leyó triunfalmente la frase. "En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana recorría las avenidas llenas de flores del Bosque de Bolonia," Pero leídos en voz alta, los tres genitivos que terminaban la frase, resultaban pesados y Grand tartamudeó un poco, agotado. Después pidió al doctor permiso para irse. Necesitaba reflexionar.
Fue en esta época, más tarde se ha sabido, cuando empezó a dar en la oficina signos de distracción que resultaban lamentables en momentos en que el Ayuntamiento tenía que afrontar obligaciones aplastantes, con un personal disminuido. Su trabajo se resentía de ello y el jefe de la oficina se lo reprochó severamente haciéndole recordar que le pagaba para verificar una tarea con la que no cumplía. "Parece ser —había dicho el jefe— que hace usted voluntariamente un servicio en los equipos sanitarios, aparte de su trabajo. Eso a mí no me interesa. Lo que me interesa es su trabajo aquí. Y la mejor manera que puede usted encontrar de ser útil en estas terribles circunstancias es hacer bien su trabajo. Si no todo lo demás no sirve para nada."
—Tiene razón —decía Grand a Rieux.
—Sí, tiene razón —aprobó el doctor.
—Pero estoy distraído y no sé cómo salir del final de la frase. Había pensado en suprimir "de Bolonia" suponiendo que todo el mundo comprendía. Pero entonces la frase parecía darle a "flores" lo que en realidad correspondía a "avenida". Había tanteado también la posibilidad de escribir: "Las avenidas del Bosque llenas de flores" y un adjetivo, que arbitrariamente separaba, era para él una espina. Algunas tardes tenía, verdaderamente, más aspecto de cansado que Rieux.
Sí, estaba cansado por esa búsqueda que lo absorbía por completo, pero no dejaba de hacer, sin embargo, las sumas y las estadísticas que necesitaban los equipos sanitarios. Pacientemente, todas las tardes ponía fichas en limpio, las acompañaba de gráficos y se esmeraba en presentar las hojas lo más exactas posible. Muchas veces iba a encontrarse con Rieux en uno de los hospitales y le pedía una mesa en cualquier despacho o enfermería. Se instalaba allí con sus papeles, exactamente como se instalaba en su mesa del ayuntamiento, y en el aire pesado por los desinfectantes y por la enfermedad misma, agitaba sus papeles para hacer secar la tinta. En estos ratos procuraba no pensar en su amazona y no hacer más que lo que hacía falta.
Si es cierto que los hombres se empeñan en proponerse ejemplos y modelos que llaman héroes, y si es absolutamente necesario que haya un héroe en esta historia, el cronista propone justamente a este héroe insignificante y borroso que no tenía más que un poco de bondad en el corazón y un ideal aparentemente ridículo. Esto dará a la verdad lo que le pertenece, a la suma de dos y dos el total de cuatro, y al heroísmo el lugar secundario que debe ocupar inmediatamente después y nunca antes de la generosa exigencia de la felicidad. Esto dará también a esta crónica su verdadero carácter, que debe ser el de un relato hecho con buenos sentimientos, es decir, con sentimientos que no son ni ostensiblemente malos, ni exaltan a la manera torpe de un espectáculo.
Esta era, por lo menos, la opinión del doctor Rieux cuando leía en los periódicos o escuchaba en la radio las llamadas y las palabras de aliento que el mundo exterior hacía llegar a la ciudad apestada. Al mismo tiempo que los socorros enviados por el aire y por carretera, todas las tardes, por onda o en la prensa, comentarios llenos de piedad o admiración caían sobre la ciudad ya solitaria. Y siempre el tono de epopeya o el discurso brillante impacientaban al doctor. Sabía, ciertamente, que esta solicitud no era fingida. Pero veía que no eran capaces de expresarse más que en el lenguaje convencional con el que los hombres intentan expresar todo lo que les une a la humanidad. Y este lenguaje no podía aplicarse a los pequeños esfuerzos cotidianos de Grand, por ejemplo, pues nadie podía darse cuenta de lo que significaba Grand en medio de la peste.
A medianoche, a veces, en el gran silencio de la ciudad desierta, en el momento de irse a la cama para un sueño demasiado corto, el doctor hacía girar el botón de su radio, y de los confines del mundo, a través de miles de kilómetros, voces desconocidas y fraternales procuraban torpemente decir su solidaridad, y la decían en efecto, pero demostrando al mismo tiempo la terrible impotencia en que se encuentra todo hombre para combatir realmente un dolor que no puede ver: "¡Oran! ¡Oran!" En vano la llamada cruzaba los mares, en vano Rieux se mantenía alerta, pronto la elocuencia crecía y denotaba la separación esencial que hacía dos extraños de Grand y del orador. "¡Oran! ¡Oran!" "Pero no, pensaba el doctor, amar o morir juntos, no hay otra solución. Están demasiado lejos."
Y justamente lo que queda por subrayar antes de llegar a la cúspide de la peste, mientras la plaga estuvo reuniendo todas sus fuerzas para arrojarse sobre la ciudad y apoderarse definitivamente de ella, son los continuados esfuerzos, desesperados y monótonos, que los últimos individuos, como Rambert, hacían por recuperar su felicidad y arrancar a la peste esa parte de ellos mismos que defendían contra toda acechanza. Esta era una manera de negarse a la esclavitud que les amenazaba, y aunque esta negativa no fuese tan eficaz como la otra, la opinión del cronista es que tenía ciertamente su sentido y que atestiguaba también, en su vanidad y hasta en sus contradicciones, lo que había de rebelde en cada uno de nosotros.
Rambert luchaba por impedir que la peste le envolviese. Habiendo adquirido la certeza de que no podía salir de la ciudad por medios legales, estaba decidido, se lo había dicho a Rieux, a usar los otros. El periodista empezó por los mozos de café. Un mozo de café está siempre al corriente de todo. Pero los primeros que interrogó estaban al corriente sobre todo de las penas gravísimas con que se sancionaba ese género de negocios. Incluso, en una ocasión, le tomaron por provocador. Le fue necesario encontrar a Cottard en casa de Rieux para avanzar un poco. Ese día estuvo hablando con Rieux de las gestiones vanas que había hecho en todas las oficinas. Días después, Cottard se encontró con Rambert en la calle y acogiéndole con la cordialidad que en el presente ponía en todas sus relaciones:
—¿Nada todavía? —le había dicho.
—Nada.
—No se puede esperar nada de las oficinas. No están hechas para comprender.
—Es verdad. Pero yo ahora busco otra cosa. Es muy difícil.
—¡Ah! —dijo Cottard—, ya comprendo.
Él conocía una pista, y le explicaba a Rambert, llenándolo de asombro, que desde hacía cierto tiempo frecuentaba todos los cafés de Oran, que tenía amigos y que estaba informado de la existencia de una organización que se ocupaba de ese género de operaciones. La verdad era que Cottard hacía gastos que sobrepasaban sus ingresos y había tenido que meterse en negocios de contrabando de los productos racionados. Revendía también cigarrillos y alcohol malo, cuyos precios subían sin cesar, y esto estaba produciéndole una pequeña fortuna.
—¿Está usted bien seguro? —preguntaba Rambert.
—Sí, puesto que ya me lo han propuesto.
—¿Y usted no lo ha aprovechado?
—No sea usted desconfiado —dijo Cottard con aire bonachón—: no lo he aprovechado porque yo no tengo ganas de irme. Tengo mis razones.
Y añadió después de un silencio:
—¿No me pregunta usted cuáles son mis razones?
—Supongo —dijo Rambert— que eso no me incumbe.
—En cierto sentido, no le incumbe, en efecto, pero en otro… En fin, lo único evidente es que yo me encuentro mucho mejor aquí desde que tenemos la peste con nosotros.
Rambert acortó el discurso.
—¿Cómo ponerse en contacto con esa organización?
—¡Ah! —dijo Cottard—, no es fácil, pero venga usted conmigo.
Eran las cuatro de la tarde. La ciudad se asaba lentamente bajo un cielo pesado. Todos los comercios tenían las cortinas echadas. Las calles estaban desiertas. Cottard y Rambert tomaron ciertas calles de soportales y fueron largo rato sin hablar. Era una de esas horas en que la peste se hacía invisible. Aquel silencio, aquella muerte de los colores y de los movimientos podían ser igualmente efecto del verano que de la peste. No se sabía si el aire estaba preñado de amenazas o de polvo y de ardor. Había que observar y que reflexionar para descubrir la peste, pues no se traicionaba más que por signos negativos. Cottard, que tenía afinidades con ella, hizo notar a Rambert, por ejemplo, la ausencia de los perros que normalmente hubieran debido estar tumbados en los umbrales de los corredores, jadeantes, en busca de una frescura imposible.
Tomaron el bulevar de las Palmeras, atravesaron la plaza de Armas y descendieron hacia el barrio de la Marina. A la izquierda, un café pintado de verde se escondía bajo un toldo oblicuo de lona amarilla. Al entrar, Cottard y Rambert se secaron la frente con el pañuelo. Se sentaron en unas sillas plegadizas de jardín, ante las mesas de chapa verde. La sala estaba absolutamente desierta. Zumbaban moscas en el aire. En una jaula amarilla colgada sobre la caja, un loro medio desplumado yacía agobiado en su palo. Viejos cuadros que representaban escenas militares colgaban de la pared, cubiertos de mugre y de telarañas en tupidos filamentos. Encima de todas las mesas, y en la de Rambert también, había excrementos de gallina resecos, de los que no se explicaba bien el origen, hasta que de un rincón oscuro, después de un pequeño alboroto, salió dando saltitos un magnífico gallo.
El calor en aquel momento parecía seguir aumentando, Cottard se quitó la chaqueta y dio golpes en la chapa. Un hombrecillo, perdido en un largo mandil azul, salió del fondo, saludó a Cottard desde lejos, avanzó separando al gallo con un vigoroso puntapié y preguntó entre los cloqueos del ave lo que tenía que servir a aquellos señores. Cottard le pidió vino blanco y le dijo que si sabía dónde andaba un tal García. El renacuajo dijo que hacía ya muchos días que no se le veía por el café.
—¿Cree usted que vendrá esta tarde?
—¡Oh! —dijo el otro—, yo no estoy en su pellejo. Pero ya conoce usted su hora.
—Sí, pero no es cosa muy importante. Solamente quería presentarle a un amigo.
El hombre se secaba las manos húmedas con el delantero de su mandil.
—¡Ah! ¿El señor se ocupa también de negocios?
—Sí —dijo Cottard.
El renacuajo refunfuñó:
—Entonces vuelva usted esta noche. Le mandaré al chico.
Al salir, Rambert preguntó de qué negocios se trataba.
—De contrabando, naturalmente. Hacen pasar mercancía por las puertas de la ciudad. La venden a precios muy altos.
—Bueno —dijo Rambert—, ¿tienen cómplices?
—Naturalmente.
Por la noche, el toldo estaba levantado, el loro parloteaba en la jaula y las mesas de chapa estaban rodeadas de hombres en mangas de camisa. Uno de ellos, con el sombrero de paja echado hacia atrás y una camisa blanca abierta sobre el pecho color de tierra cocida, se levantó cuando entró Cottard. Tenía cara correcta y curtida, ojos negros, pequeños, dientes blancos, dos o tres sortijas en los dedos, y alrededor de treinta años más o menos.
—Salud —dijo—, vamos a beber al mostrador.
Tomaron tres rondas en silencio.
—¿Salimos? —dijo entonces García.
Bajaron hacia el puerto y García preguntó qué era lo que querían de él. Cottard dijo que no era precisamente para negocios para lo que le había presentado a Rambert, sino solamente para lo que él llamaba una "salida". García iba derecho, delante de él, fumando. Hizo algunas preguntas diciendo "él" al hablar de Rambert, como si no se diese cuenta de su presencia.
—¿Y eso por qué? —preguntaba.
—Tiene su mujer en Francia.
—¡Ah!
Y después de cierto tiempo:
—¿Qué es de profesión?
—Periodista.
—Es un oficio en el que se habla mucho.
Rambert se calló.
—Es un amigo —dijo Cottard.
Avanzaron en silencio. Habían llegado a los muelles, el acceso estaba impedido por grandes rejas, pero se dirigieron a una pequeña taberna donde vendían sardinas fritas cuyo olor llegaba hasta ellos.
—De todos modos —concluyó García—, eso no es a mí a quien concierne, sino a Raúl. Y hace falta primero que yo lo encuentre. No será fácil.
—¡Ah! —exclamó Cottard y preguntó con animación—, ¿se esconde?
García no contestó.
Cerca ya de la taberna se paró y se volvió hacia Rambert por primera vez.
—Pasado mañana, a las once, en la esquina del cuartel de aduanas, en lo alto de la ciudad. Hizo ademán de irse, pero se volvió hacia los dos.
—Habrá gastos —dijo.
Esto era una comprobación.
—Naturalmente —afirmó Rambert.
Poco después, el periodista daba las gracias a Cottard.
—¡Oh!, no —dijo él con jovialidad—. Es una satisfacción para mí poder hacerle un servicio. Y además usted es periodista, algún día me recompensará.
A los dos días Rambert y Cottard trepaban por las calles sin sombra que llevan hacia lo alto de la ciudad. Una parte del cuartel de aduanas había sido transformada en enfermería y delante de la gran puerta se estacionaba la gente venida con la esperanza de una visita que no podía ser autorizada, o en busca de informaciones que de un momento a otro ya no serían válidas. En todo caso, ese agrupamiento de gente permitía muchas idas y venidas y esta consideración podía no ser extraña al modo en que la cita de García y Rambert había sido fijada.
—Es curiosa —dijo Cottard— su obstinación en irse. Después de todo es bien interesante lo que pasa aquí.
—No para mí —respondió Rambert.
—¡Oh!, evidentemente, algo se arriesga. Pero, en fin de cuentas, no se arriesga más con la peste que con atravesar el cruce de dos calles muy frecuentadas.
En ese momento el auto de Rieux se detuvo delante de ellos. Tarrou conducía y Rieux iba medio dormido. Se despertó para hacer las presentaciones.
—Nos conocemos —dijo Tarrou—, vivimos en el mismo hotel.
Se ofreció a llevar a Rambert a la ciudad.
—No, nosotros tenemos aquí una cita.
Rieux miró a Rambert.
—Sí —dijo éste.
—¡Ah! —dijo Cottard con asombro—, ¿el doctor está al corriente?
—Ahí viene el juez de instrucción —advirtió Tarrou mirando a Cottard.
A Cottard se le mudó la cara. El señor Othon bajaba la calle, en efecto, y se acercaba a ellos con paso vigoroso pero medido. Se quitó el sombrero al pasar junto al grupo.
—¡Buenos días, señor juez! —dijo Tarrou.
El juez devolvió los buenos días a los ocupantes del auto y mirando a Cottard y a Rambert que estaban más atrás los saludó gravemente con la cabeza. Tarrou le presentó a los dos. El juez se quedó mirando al cielo durante un segundo y suspiró diciendo que esta era una época bien triste.
—Me han dicho, señor Tarrou, que se ocupa usted de la aplicación de las medidas profilácticas. No sé como manifestarle mi aprobación. ¿Cree usted, doctor, que la enfermedad se extenderá aún?
Rieux dijo que había que tener la esperanza de que no y el juez añadió que había que tener siempre esperanza porque los designios de la Providencia son impenetrables. Tarrou le preguntó si los acontecimientos le habían ocasionado un exceso de trabajo.
—Al contrario, los asuntos que nosotros llamamos de derecho común han disminuido. No tengo que ocuparme más que de las faltas graves contra las nuevas disposiciones. Nunca se había respetado tanto las leyes anteriores.
—Es —dijo Tarrou— porque en comparación parecen buenas, forzosamente.
El juez dejó el aire soñador que había tomado, la mirada como suspendida del cielo, y examinó a Tarrou con aire de frialdad.
—¿Eso qué importa? —dijo—. No es la ley lo que cuenta: es la condenación, y en eso nosotros no influimos.
—Este —dijo Cottard cuando el juez se marchó— es el enemigo número uno.
El coche arrancó.
Poco después Rambert y Cottard vieron llegar a García. Avanzó hacia ellos sin hacer un gesto y dijo a guisa de buenos días: "Hay que esperar."
A su alrededor, la multitud, en la que dominaban las mujeres, esperaba en un silencio total. Casi todas llevaban cestos pues todas tenían la vana esperanza de que se los dejasen pasar a sus enfermos y la idea todavía más loca de que ellos podrían utilizar sus provisiones. La puerta estaba guardada por centinelas armados y, de cuando en cuando, un grito extraño atravesaba el patio que separaba el cuartel de la puerta. Entre los asistentes había caras inquietas que se volvían hacia la enfermería.
Los tres hombres estaban mirando este espectáculo, cuando a su espalda un "buenos días" neto y grave les hizo volverse. A pesar del calor Raúl venía vestido muy correctamente. Alto y fuerte, llevaba un traje cruzado de color oscuro y un sombrero de fieltro de borde ribeteado. Su cara era muy pálida. Los ojos oscuros y la boca apretada, Raúl hablaba de un modo rápido y preciso.
—Bajen hacia la ciudad —dijo—; García, tú puedes dejarnos.
García encendió un cigarrillo y les dejó alejarse. Anduvieron rápidamente, acompasando su marcha con la de Raúl, que se había puesto en medio de ellos.
—García me ha explicado —dijo—. Eso se puede hacer. De todos modos, eso va a costarle diez mil francos.
Rambert respondió que aceptaba.
—Venga usted a comer conmigo mañana al restaurante español de la Marina.
Rambert dijo que quedaba entendido y Raúl le estrechó la mano sonriendo por primera vez. Cuando se fue, Cottard se excusó. Al día siguiente no estaría libre y por otra parte Rambert ya no tenía necesidad de él.
Cuando, al día siguiente, el periodista entró en el restaurante español, todas las cabezas se volvieron a su paso. Esta cueva sombría situada a un nivel inferior de una pequeña calle amarilla y reseca por el sol, no estaba frecuentada más que por hombres de tipo español en su mayor parte. Pero en cuanto Raúl, instalado en el fondo, hizo una seña al periodista y Rambert se dirigió hacia él, la curiosidad desapareció de los rostros, que se volvieron hacia sus platos. Raúl tenía a su mesa a un tipo alto, flaco y mal afeitado, con hombros desmesuradamente anchos, cara caballuna y pelo ralo. Sus largos brazos delgados, cubiertos de pelos negros, salían de una camisa con las mangas remangadas. Movió la cabeza tres veces cuando le presentaron a Rambert. Su nombre no había sido pronunciado y Raúl no hablaba de él más que diciendo "nuestro amigo".
—Nuestro amigo cree tener la posibilidad de ayudarle.
Raúl se calló porque la camarera vino a preguntar lo que pedía Rambert.
—Va a ponerlo a usted en relación con dos amigos nuestros que le harán conocer a los guardias que tenemos comprados. Pero con eso no quedará terminado; habrá que esperar que los guardias juzguen ellos mismos el momento propicio. Lo más fácil será que se aloje usted durante unas cuantas noches en casa de uno de ellos que vive cerca de las puertas. Pero antes nuestro amigo tiene que proporcionarle los contactos necesarios. Cuando todo esté concluido, es con él con quien tiene usted que arreglar las cuentas.
El amigo volvió a mover su cabeza de caballo sin dejar de revolver la ensalada de tomates y pimientos que ingurgitaba. Después habló con un ligero acento español. Propuso a Rambert citarse con él para dos días después, bajo el pórtico de la catedral.
—Todavía dos días —observó Rambert.
—Es que no es fácil —dijo Raúl—. Hay que encontrar las gentes.
El caballo asintió una vez más y Rambert aprobó sin entusiasmo. El resto de la comida lo pasaron buscando un tema de conversación. Pero esto se hizo más fácil en cuanto Rambert descubrió que el caballo era jugador de fútbol. Él había practicado mucho este deporte. Se habló pues del campeonato de Francia, del valor de los equipos profesionales ingleses y de la táctica en W. Al final de la comida, el caballo se había animado enteramente y tuteaba a Rambert para persuadirle de que no había mejor puesto en un equipo que el de medio centro. "Comprendes —le decía—, el medio centro es el que distribuye el juego. Y distribuir el juego es todo el fútbol." Rambert era de esa opinión aunque él hubiera jugado siempre de centro delantero. La discusión fue interrumpida por una radio que después de haber machacado melodías sentimentales, de sordina, anunciaba que la víspera la peste había hecho ciento treinta y siete víctimas. Nadie reaccionó en la asamblea. El hombre de la cabeza de caballo alzó los hombros y sé levantó. Raúl y Rambert le imitaron.
Al irse, el medio centro estrechó la mano de Rambert con energía.
—Me llamo González —le dijo.
Aquellos dos días le parecieron a Rambert interminables. Fue a casa de Rieux y le contó sus gestiones al detalle. Después acompañó al doctor a una de sus visitas. Se despidió de él a la puerta de una casa donde lo esperaba un enfermo sospechoso. En el corredor hubo ruidos de carreras y de voces; avisaban a la familia de la llegada del doctor.
—Espero que Tarrou no tarde —murmuró Rieux.
Tenía aspecto cansado.
—¿La epidemia avanza? —preguntó Rambert.
Rieux dijo que no y que incluso la curva de las estadísticas subía menos de prisa. Lo que pasaba era, simplemente, que los medios de lucha contra la peste eran insuficientes.
—Nos falta material —decía—. En todos los ejércitos del mundo se reemplaza el material con hombres, pero a nosotros nos faltan hombres también.
—Han venido de fuera médicos y personal sanitario.
—Sí —dijo Rieux—. Diez médicos y un centenar de hombres es mucho, aparentemente, pero es apenas bastante para el estado actual de la enfermedad. Si la epidemia se extiende serán insuficientes.
Rieux se puso a escuchar los ruidos del interior de la casa, después sonrió a Rambert.
—Sí —dijo—, debe usted apresurarse a salir.
La cara de Rambert se ensombreció.
—Usted sabe bien —dijo con voz sorda— que no es eso lo que me lleva a marcharme.
Rieux respondió que lo sabía, pero Rambert continuó:
—Yo creo que no soy cobarde, por lo menos la mayor parte del tiempo. He tenido ocasión de comprobarlo. Solamente que hay ideas que no puedo soportar.
El doctor lo miró a la cara:
—Usted volverá a encontrarla —le dijo.
—Es posible, pero no puedo soportar la idea de que esto dure y de que ella envejezca durante este tiempo. A los treinta años se empieza a envejecer y hay que aprovecharlo todo. No sé si puede usted comprenderlo.
Rieux murmuró que creía comprenderlo, cuando Tarrou llegó, muy animado.
—Acabo de proponer a Paneloux que se una a nosotros.
—¿Y qué? —preguntó el doctor.
—Ha reflexionado y ha dicho que sí.
—Me alegro —dijo el doctor—. Me alegro de ver que es mejor que su sermón.
—Todo el mundo es así —dijo Tarrou—. Es necesario solamente darles la ocasión.
Sonrió y guiñó un ojo a Rieux.
—Esa es mi misión en la vida: dar ocasiones.
—Perdóneme —dijo Rambert—, pero tengo que irme.
El jueves de la cita, Rambert estaba bajo el pórtico de la catedral cinco minutos antes de las ocho. La atmósfera era todavía fresca. En el cielo progresaban pequeñas nubes blancas y redondas que pronto el calor ascendente se tragaría de golpe. Un vago olor a humedad trascendía aún de los céspedes, sin embargo, resecos. El sol, detrás de las casas del lado este, calentaba sólo el casco de la Juana de Arco dorada que adornaba la plaza. Un reloj dio las ocho. Rambert dio algunos pasos bajo el pórtico desierto. Vagas salmodias llegaron hasta él del interior, mezcladas a viejos perfumes de cueva y de incienso. De pronto los cantos callaron. Una docena de pequeñas formas negras salieron de la iglesia y emprendieron un trotecito hacia la ciudad. Rambert empezó a impacientarse. Otras formas negras acometían la ascensión de las grandes escaleras y se dirigían hacia el pórtico. Encendió un cigarrillo y después se dio cuenta de que en aquel lugar no estaba muy indicado.
A los ocho y quince los órganos de la catedral empezaron a tocar en sordina. Rambert entró bajo la bóveda oscura, al cabo de un rato pudo distinguir en la nave las pequeñas formas negras que habían pasado delante de él. Estaban todas reunidas en un rincón, delante de una especie de altar improvisado, donde acababan de instalar un San Roque rápidamente ejecutado en los talleres de la ciudad. Arrodilladas, parecían haberse empequeñecido aun más, perdidas en la penumbra, como jirones de sombra coagulada, apenas más espesas, aquí y allá, que la bruma en que flotaban. Sobre ellos los órganos extendían variaciones sin fin.
Cuando Rambert salió, González iba bajando ya las escaleras y se dirigía a la ciudad.
—Creí que te habías ido —dijo González—. Era natural.
Le explicó que había estado esperando a sus amigos en otro sitio donde les habían dado cita, no lejos de allí, a las ocho menos diez. Pero los había esperado veinte minutos en vano.
—Debe haber algún impedimento, es seguro. No siempre se está tranquilo en el trabajo que nosotros hacemos.
Le propuso otra cita para el día siguiente a la misma hora, delante del monumento a los muertos. Rambert suspiró y se echó el sombrero hacia atrás.
—Esto no es nada —concluyó González riendo—. Piensa un poco en todas las combinaciones y los pases que hay que hacer antes de marcar un tanto.
—Sin duda —dijo Rambert—, pero el partido no dura más que hora y media.
El monumento a los muertos de Oran se encuentra en el único lugar desde donde se puede ver el mar, una especie de paseo que durante un corto trecho bordea los acantilados que dominan el puerto. Al día siguiente, Rambert, anticipado en la cita, leía con atención la lista de los muertos en el campo del honor. Minutos después, dos hombres se acercaron, lo miraron con indiferencia, después fueron a acodarse en el parapeto y parecieron enteramente absorbidos por la contemplación de los muelles vacíos y desiertos. Los dos eran de la misma estatura, los dos iban vestidos con un pantalón azul y una camiseta marinera de mangas cortas. El periodista se alejó un poco, después se sentó en un banco y estuvo mirándolos a su gusto. Vio entonces que no tendrían más de veinte años. En ese momento llegó González excusándose.
"Ahí están nuestros amigos", dijo y lo llevó hacia los dos jóvenes que le presentó con los nombres de Marcel y Louis. Se parecían mucho de cara y Rambert pensó que serían hermanos.
—Bueno —dijo González—. Ya se han conocido. Ahora hay que arreglar el asunto.
Marcel o Louis dijo entonces que su turno de guardia comenzaba dos días después y duraba una semana y que había que señalar el día más cómodo. Montaban la guardia entre cuatro en la puerta del oeste y los otros dos eran militares de carrera. No había por qué meterlos en el asunto. En primer lugar, no eran seguros, y además, eso aumentaría los gastos. Pero a veces sucedía que los dos colegas iban a pasar una parte de la noche en la trastienda de un bar que conocían. Marcel o Louis proponía a Rambert instalarse en su casa cerca de las puertas y esperar a que fuesen a buscarlo. El paso, entonces, sería fácil. Pero había que darse prisa porque ya se hablaba de instalar puestos dobles en el exterior de la ciudad.
Rambert aprobó y les ofreció algunos de sus últimos cigarrillos. El que todavía no había hablado preguntó entonces a González si la cuestión de los gastos estaba arreglada y si podían recibir un adelanto.
—No —dijo González—, no hay que preocuparse, es un camarada. Los gastos se ajustarán a su partida.
Convinieron una nueva cita. González propuso otro almuerzo en el restaurante español, al día siguiente. Desde allí podrían ir a la casa de los guardias.
—La primera noche —dijo González—, iré a hacerte compañía.
Al día siguiente Rambert, al subir a su cuarto, se cruzó con Tarrou en la escalera del hotel.
—Voy a buscar a Rieux —le dijo este último—. ¿Quiere usted venir?
—Nunca estoy seguro de no molestarle —dijo Rambert después de un momento de duda.
—No lo creo: siempre me habla mucho de usted.
El periodista reflexionó:
—Escúcheme —dijo—. Si tienen ustedes un momento después de comer, aunque sea tarde, vengan al bar del hotel los dos.
—Eso dependerá de él y de la peste.
A las once de la noche, sin embargo, Rieux y Tarrou entraron en el bar pequeño y estrecho. Una treintena de personas se codeaban y hablaban a gritos. Venidos del silencio de la ciudad apestada, los dos recién llegados se detuvieron un poco aturdidos. Comprendieron aquella agitación cuando vieron que servían alcoholes todavía. Rambert estaba en un extremo y les hacía señas desde lo alto de su taburete. Se acercaron. Tarrou empujó con tranquilidad a un vecino ruidoso.
—¿No le asusta a usted el alcohol?
—No —dijo Tarrou—, al contrario.
Rieux aspiró el olor a hierbas amargas de su vaso. Era difícil hablar en aquel tumulto, pero Rambert parecía ocupado sobre todo en beber. El doctor no podía darse enteramente cuenta de si estaba borracho. En una de las mesas que ocupaban el resto del local, un oficial de marina, con una mujer en cada brazo, contaba a un grueso interlocutor una epidemia de tifus en El Cairo. "Campos —decía—, habían hecho campos para los indígenas con tiendas para los enfermos y todo alrededor un cordón de centinelas que tiraba sobre las familias cuando intentaban llevarles, a escondidas, medicinas de curanderas. Era muy duro, pero era justo." En la otra mesa, ocupada por jóvenes elegantes, la conversación era incomprensible y se perdía entre los compases de Saint James Infirmary que vertía un altavoz puesto junto al techo.
—¿Está usted contento? —preguntó Rieux, levantando la voz.
—Se aproxima —dijo Rambert—. Es posible que en esta semana.
—¡Qué lástima! —exclamó Tarrou.
—¿Por qué?
Tarrou miró a Rieux.
—¡Oh! —dijo éste—, Tarrou lo ha dicho porque piensa que usted podría sernos útil aquí. Pero yo comprendo bien su deseo de marcharse.
Tarrou ofreció otra ronda. Rambert bajó de su taburete y le miró a la cara por primera vez.
—¿En qué podría serles útil?
—Pues —dijo Tarrou, alargando la mano a su vaso, sin apresurarse—, en nuestros equipos sanitarios.
Rambert volvió a tomar aquel aire de reflexión obstinada que le era habitual y volvió a subirse al taburete.
—¿No le parecen a usted útiles esos equipos? —dijo Tarrou, que acababa de beber y miraba a Rambert atentamente.
—Muy útiles —dijo Rambert, y bebió él también.
Rieux observó que le temblaba la mano y pensó que decididamente estaba borracho.
Al día siguiente, cuando Rambert entró por segunda vez en el restaurante español, pasó por entre un pequeño grupo de hombres que habían dejado las sillas delante de la puerta y gozaban de la tarde verde y oro donde el calor iba apagándose. Fumaba un tabaco de olor acre. Dentro, el restaurante estaba casi desierto. Rambert fue a sentarse a la mesa del fondo, donde había estado con González la primera vez. Dijo a la camarera que estaba esperando. Eran las seis y media. Poco a poco los hombres fueron entrando e instalándose. Empezaron a servir y la bóveda de baja altura se llenó de ruido de cubiertos y de conversaciones sordas. A las ocho Rambert estaba todavía esperando. Encendieron la luz. Nuevos clientes llegaron a sus mesas. Pidió la comida. A las ocho y treinta había terminado, sin haber visto a González ni a los muchachos. Se puso a fumar. La sala estaba vaciándose. Fuera, la noche caía rápidamente. Un soplo tibio que venía del mar agitaba con suavidad las cortinas de la ventana. Cuando fueron las nueve Rambert se dio cuenta de que la sala estaba vacía y de que la camarera lo miraba extrañada. Pagó y se fue. Enfrente del restaurante había un café abierto. Rambert se sentó al mostrador vigilando la entrada del restaurante. A las nueve y treinta se fue para su hotel, buscando en vano el medio de encontrar a González, pues no tenía la dirección, con el corazón agobiado por la idea de todas las gestiones que había que recomenzar.
Fue en ese momento, en la oscuridad atravesada de ambulancias fugitivas, cuando se dio cuenta de que quería contarle al doctor Rieux cómo durante todo este tiempo había en cierto modo olvidado a su mujer para entregarse enteramente a buscar una brecha en el muro que lo separaba de ella. Pero fue también en ese momento cuando, al comprobar que todas las vías estaban cerradas, volvió a encontrarla en el centro de su deseo y con una explosión de dolor tan súbita que echó a correr hacia su hotel, huyendo de aquel terrible ardor que llevaba dentro, devorándole las sienes.
Al día siguiente, temprano, fue a ver a Rieux para preguntarle cómo podría encontrar a Cottard.
—Lo único que me queda —le dijo—, es volver a ponerme en la fila.
—Venga usted mañana por la tarde —dijo Rieux—. Tarrou me ha pedido que invite a Cottard, no sé para qué. Llegará a las diez: venga usted a las diez y media.
Cuando Cottard llegó a la casa del doctor, al día siguiente, Tarrou y Rieux hablaban de una curación inesperada que había habido en el distrito que este último atendía.
—Uno entre diez. Ha tenido suerte —decía Tarrou.
—¡Oh! Bueno —dijo Cottard—, no sería la peste.
Le aseguraron que se trataba exactamente de esa enfermedad.
—Esto es imposible, puesto que se ha curado. Ustedes lo saben tan bien como yo: la peste no perdona.
—En general, no —dijo Rieux—; pero con un poco de obstinación puede uno tener sorpresas.
Cottard se reía.
—No parece. ¿Ha oído usted las cifras de esta tarde?
Tarrou, que lo estaba mirando con benevolencia, dijo que él conocía las cifras y que la situación era grave, pero esto, ¿qué podía probar? Lo único que probaba era que había que tomar medidas más excepcionales.
—¡Oh! Ya las han tomado ustedes.
—Sí, pero hace falta que cada uno las tome por su cuenta.
Cottard miró a Tarrou sin comprender. Éste dijo que había demasiados hombres que seguían inactivos, que la epidemia interesaba a todos y que cada uno debía cumplir con su deber. Cualquiera podía ingresar en los equipos de voluntarios.
—Es una buena idea —dijo Cottard—, pero no serviría para nada. La peste es demasiado fuerte.
—Eso lo sabremos —dijo Tarrou, con tono paciente— cuando lo hayamos intentado todo.
Durante este tiempo, Rieux, sentado a su mesa, copiaba fichas.
Tarrou miraba a Cottard, que se agitaba en su silla.
—¿Por qué no viene usted con nosotros, señor Cottard?
Éste se levantó como ofendido y cogió su sombrero.
Después, con aire de bravata:
—Además, yo, por mi parte, me encuentro muy bien en la peste y no veo la razón para meterme a hacerla terminar.
Tarrou se dio un golpe en la frente como si se sintiese iluminado por una verdad repentina.
—¡Ah!, es verdad, se me olvida que si no fuera por esta situación a usted lo detendrían.
Cottard se estremeció y se agarró a la silla como si fuera a caerse. Rieux había dejado de escribir y lo miraba con seriedad e interés.
—¿Quién se lo ha dicho? —gritó Cottard.
Tarrou pareció sorprendido y dijo:
—Pues usted; o por lo menos, eso es lo que el doctor y yo hemos creído comprender.
Y como Cottard, arrebatado de pronto por una cólera demasiado fuerte para él, tartamudeó palabras incomprensibles:
—No se altere —le dijo Tarrou—. Ni el doctor ni yo vamos a denunciarlo. Su asunto no nos interesa. Y además, la policía, todo eso es cosa que no nos gusta. Vamos; siéntese usted.
Cottard miró su silla y después de un momento de duda se sentó. Al cabo de un rato dio un suspiro.
—Es una vieja historia —empezó diciendo— que ahora han vuelto a sacar. Yo creía que eso se había dado al olvido. Pero ha habido alguno que ha hablado. Me llamaron y me dijeron que estuviese a disposición de la justicia hasta el final de las indagaciones. Entonces comprendí que acabarían por detenerme.
—¿Es grave? —preguntó Tarrou.
—Depende de lo que llame usted grave. En todo caso no es un asesinato.
—¿Cárcel o trabajos forzados?
Cottard parecía muy abatido.
—Cárcel, si tengo suerte…
Pero después de un momento añadió con vehemencia:
—Fue un error. Todo el mundo comete errores. Y no puedo soportar la idea de que me lleven por eso, de que me separen de mi casa, de mis costumbres, de todo lo mío.
—¡Ah! —preguntó Tarrou—. ¿Fue por error por lo que se le ocurrió colgarse?
—Sí, una tontería, ya lo sé.
Rieux intervino y dijo a Cottard que comprendía su inquietud pero que probablemente todo se arreglaría.
—¡Oh!, por el momento ya sé que no tengo nada que temer.
—Ya veo —dijo Tarrou— que no entrará usted en nuestros equipos.
Él, que daba vueltas al sombrero entre las manos, lanzó a Tarrou una mirada indecisa:
—No deben quererme mal por eso.
—Claro que no. Pero procure usted, por lo menos —dijo Tarrou—, no propagar voluntariamente el microbio.
Cottard protestó y dijo que él no había deseado la peste, que la peste había venido porque sí, y que no era culpa suya si le servía para solucionar sus conflictos por el momento.
Cuando Rambert llegaba a la puerta, Cottard añadía con voz enérgica:
—Por lo demás, mi idea es que no conseguirán ustedes nada.
Cottard también ignoraba la dirección de González, pero dijo que podían volver al café del primer día. Quedaron citados para el día siguiente. Rieux dijo que no dejasen de informarle de la marcha del asunto y Rambert los invitó, a él y a Tarrou, para fines de la semana a cualquier hora de la noche, en su cuarto.
Por la mañana, Cottard y Rambert fueron al café y dejaron un recado para García, citándolo para la tarde o, si estaba ocupado, para el día siguiente. Por la tarde lo esperaron en vano. Al día siguiente García acudió. Escuchó en silencio la historia de Rambert. Él no estaba al corriente pero sabía que había barrios enteros custodiados durante veinticuatro horas para efectuar comprobaciones domiciliarias. Era muy probable que ni González ni los muchachos hubieran podido franquear las barreras. Pero todo lo que él podía hacer era volver a ponerles en relación con Raúl. Naturalmente, esto no podía ser hasta dos días después.
—Ya veo —dijo Rambert—, hay que volver a empezar.
A los dos días, en la esquina de una calle, Raúl confirmó la hipótesis de García: los barrios bajos estaban custodiados. Había que volver a tomar contacto con González. Dos días después, Rambert almorzaba con el jugador de fútbol.
—Qué tontería —decía éste—, debíamos haber dejado convenido el modo de volvernos a encontrar.
Esta era también la opinión de Rambert.
—Mañana por la mañana iremos a casa de los chicos y procuraremos arreglarlo todo.
Al día siguiente, los chicos no estaban en su casa. Les dejaron una cita para el día siguiente a las doce en la plaza del Liceo. Y Rambert se volvió a su casa con una expresión que asombró a Tarrou cuando lo encontró al mediodía.
—¿No marcha eso? —le preguntó Tarrou.
—A fuerza de recomenzar —dijo Rambert. Y le repitió su invitación.
—Vengan ustedes esta noche.
Por la noche, cuando entraron en el cuarto de Rambert, éste estaba echado. Se levantó, llenó los vasos que tenía preparados. Rieux, tomando el suyo, le preguntó si todo estaba en buen camino. Rambert dijo que después de haber dado una vuelta en redondo había llegado al punto de partida y que todavía le esperaba una cita más. Bebió y añadió:
—Naturalmente, no vendrán.
—No hay por qué sentar un principio —dijo Tarrou.
—Ustedes no han comprendido todavía —observó Rambert alzando los hombros.
—¿Qué?
—La peste.
—¡Ah! —dijo Rieux.
—No, ustedes no han comprendido que su mecanismo es recomenzar.
Rambert fue a un rincón del cuarto y abrió un pequeño gramófono.
—¿Qué disco es ese? —preguntó Tarrou—, creo que lo conozco.
Rambert respondió que era Saint James Infirmary..
En medio del disco se oyeron dos tiros a lo lejos.
—Un perro, o una evasión —dijo Tarrou.
Un momento después el disco se acabó y la sirena de una ambulancia se empezó a distinguir, creciendo al pasar bajo la ventana y disminuyendo después hasta apagarse.
—Este disco es absurdo —dijo Rambert—. Y además es la décima vez que lo oigo en el día.
—¿Tanto le gusta?
—No, pero no tengo otro.
Y después de un momento:
—Está visto que la cosa consiste en recomenzar.
Preguntó a Rieux cómo iban los equipos. Había cinco ya trabajando y se esperaba formar varios más. Rambert estaba sentado en la cama y parecía estudiar sus uñas. Rieux observaba su silueta corta y fuerte, encogida en el borde de la cama, pero de pronto vio que Rambert lo miraba.
—Sabe usted, doctor —le dijo—, he pensado mucho en su organización. Si no estoy ya con ustedes, es porque tengo mis motivos. Por lo demás yo creo que sirvo para algo: hice la guerra de España.
—¿De qué lado?
—Del lado de los vencidos. Pero después he reflexionado.
—¿Sobre qué? —dijo Tarrou.
—Sobre el valor. Bien sé que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento no me interesa.
—Parece ser que es capaz de todo.
—No, es incapaz de sufrir o de ser feliz largo tiempo. Por lo tanto no es capaz de nada que valga la pena.
Rambert miró a los dos.
—Dígame, Tarrou, ¿usted es capaz de morir por un amor?
—No sé, pero me parece que no, por el momento.
—Ya lo ve. Y es usted capaz de morir por una idea, esto está claro. Bueno: estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroísmo: sé que eso es muy fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama.
Rieux había escuchado a Rambert con atención. Sin dejar de mirarle, le dijo con dulzura:
—El hombre no es una idea, Rambert.
Rambert saltó de la cama con la cara ardiendo de pasión.
—Es una idea y una idea pequeña, a partir del momento en que se desvía del amor, y justamente ya nadie es capaz de amor. Resignémonos, doctor. Esperemos llegar a serlo y si verdaderamente esto no es posible, esperaremos la liberación general sin hacernos los héroes. Yo no paso de ahí.
Rieux se levantó con repentino aspecto de cansancio.
—Tiene usted razón, Rambert, tiene usted enteramente razón y yo no quería por nada del mundo desviarlo de lo que piensa hacer, que me parece justo y bueno. Sin embargo, es preciso que le haga comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad.
—¿Qué es la honestidad? —dijo Rambert, poniéndose serio de pronto.
—No sé que es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio.
—¡Ah! —dijo Rambert, con furia—, yo no sé cuál es mi oficio. Es posible que esté equivocado eligiendo el amor.
Rieux le salió al paso:
—No, no está usted equivocado.
Rambert miraba a los dos pensativo.
—Ustedes dos creen que no tienen nada que perder con todo esto. Es más fácil estar del buen lado.
Rieux vació su vaso.
—Vamos —dijo—, tenemos mucho que hacer.
Salió.
Tarrou lo siguió, pero en el momento de salir se volvió hacia Rambert y le dijo:
—¿Usted sabe que la mujer de Rieux se encuentra en un sanatorio a cientos de kilómetros de aquí?
Rambert hizo un gesto de sorpresa. Pero Tarrou había salido ya.
A primera hora de la mañana Rambert telefoneó al doctor.
—¿Aceptaría usted que yo trabaje ahí hasta que haya encontrado el medio de irme?
A lo largo del hilo hubo un silencio y después:
—Sí, Rambert. Se lo agradezco mucho.