El 23 de febrero de 1983 falleció en Madrid el padre de unos niños a los que llamaré Carlos y Richard. El padre se llamaba Ángel y murió como consecuencia de un cáncer de hígado. Tenía treinta y tres años de edad.

Nueve meses después —en noviembre de 1983—, los niños se hallaban en la ciudad de Castro, al norte de España.

Así me lo relató Carlos:

Yo tenía ocho años. Mi hermano siete…

Caminábamos por la calle La Correría hacia una zona peatonal, en la calle La Mar…

Y, de pronto, cuando nos disponíamos a cruzar un paso de cebra, Richard lo vio…

¡Era el coche de mi padre! ¡Un 124 Sport azul metalizado!…

Pero eso era imposible…

El coche estaba en Madrid y él fue enterrado en Castro…

El coche lo conducía mi padre…

Nos quedamos mudos…

El auto pasó por delante nuestro. Si hubiera extendido el brazo lo habría tocado…

Tenía el cristal del conductor totalmente bajado…

Pudimos ver la tapicería…

Mi padre nos miró…

Llevaba una camisa de manga corta con un águila bordada. Era una de sus camisas favoritas…

Tenía buen color, bien afeitado, y perfectamente peinado…

La visión pudo durar cuatro segundos…

Después se dirigió al frente y siguió la conducción…

Y el coche se perdió… No sabemos qué pasó…

Recuerdo que me llamó la atención el brillo de la matrícula de la parte trasera. No vimos los números, pero sí aquel destello…

No escuchamos ningún ruido. Fue muy extraño. Ese coche hacía un ruido muy característico…

Tampoco vimos sombras. El auto no producía sombras. Eso era imposible…

El automóvil podía circular a veinte o cuarenta kilómetros por hora; no más…

Aparecía muy limpio…

Al principio nos quedamos callados. Después comentamos:

—¿Has visto lo que he visto?

—Sí —dijo mi hermano…

Es curioso. A pesar de ser domingo no había tráfico, ni gente. Era un día soleado. ¿Dónde estaban los coches y las personas?…

Me llamó la atención otra cosa —prosiguió Carlos—. Mi padre tenía la costumbre de manejar con la mano derecha en el volante. En esta ocasión lo sujetaba con las dos…

En ningún momento sonrió, pero era una mirada llena de paz…

Sé que nos vio…

Por eso pasó por delante…

Y otra cosa extraña: el coche marchaba en dirección prohibida…

No me dio la sensación de que estuviera muerto. Todo lo contrario…

Llamamos a mi madre y confirmamos que el «124», en esos momentos, estaba encerrado en un garaje, en Madrid…

La distancia entre Castro y la capital de España es de 400 kilómetros.

Por supuesto, nadie nos creyó…

Al mes siguiente (diciembre de 1983), Carlos volvió a ver a su padre.

Esta vez ocurrió frente a la casa de mi abuela, también en Castro, en lo que era la antigua carretera general…

Vi de nuevo el «124», y ¡en dirección prohibida otra vez!…

Yo iba solo…

Serían las once de la mañana…

En esta ocasión no me miró…

Siguió y me llamaron la atención dos cosas: el cristal trasero aparecía empañado. Se notaban las «líneas» de la instalación eléctrica. No se veía a nadie en el interior, pero tuve la sensación de que iba con más gente. ¿Pudo ser el vaho lo que empañó el cristal? Lo segundo que me pareció raro fue el cristal del reloj de pulsera de mi padre. También aparecía empañado. Llevaba la mano fuera del coche…

Fue raro, sí, porque hacía sol y la temperatura no era baja. No entiendo por qué el reloj y la luneta trasera estaban empañados…

Conducía normal, mirando a la carretera…

Tampoco oí el ruido, ni pasaron coches…

Ignoro cómo desapareció el «124»…