Las dos cartas me impactaron.
Inma, con seguridad, es una mujer audaz.
Las recibí en 2007.
He aquí una síntesis de las mismas:
Murcia, 21 de febrero de 2007.
Amigo Juanjo:
He sentido la necesidad de escribir esta carta de agradecimiento porque, ahora, a estas alturas de mi vida, he conseguido ver la vida y la muerte con otros ojos, todo para mí ha adquirido un sentido nuevo, como si lo viera con los ojos de una niña, a mis cuarenta y siete años…
Pero voy a empezar por el principio. Me llamo Inmaculada Arcos. Hace tres años (2004) mi padre, enfermo de Alzheimer, nos dejó un regalo, aunque no fui consciente de ello hasta algún tiempo después. Él era un consumado lector, afición que yo heredé.
El libro que siempre llevaba consigo, y que leía y releía sin cesar, era El testamento de san Juan. Cuando la enfermedad se encontraba en un estado avanzado (ya no podía leer), y durante una visita a casa de mi hermana, se empeñó en llevar el libro. Mi madre intentó que entendiera el absurdo de «cargar» con un libro que no iba a leer, pero tanto insistió que se salió con la suya. Tras finalizar la velada, El testamento de san Juan quedó allí, «olvidado», en casa de mi hermana.
He de decirte, antes de continuar, que mis padres son muy religiosos, están muy vinculados a la iglesia católica; entusiasmo que no comparto en absoluto (aunque sí, y desde muy pequeña, por la figura de Jesús de Nazaret; intuía que ocultaba una riqueza no desvelada, un mensaje mal explicado). Por ello nunca pensé que el tan traído y llevado libro me fuera a interesar en absoluto.
Poco tiempo después, el 9 de mayo de 2004, mi padre falleció. Yo estuve presente cuando ocurrió, y sentí, tuve la sensación de que abandonaba ese cuerpo que se había convertido en una cárcel. Esa noche tuve un extraño sueño. En él, yo observaba cómo mi padre, a pesar de haber muerto, seguía atrapado en su cuerpo enfermo, sentado en su silla de ruedas. Alguien —de espaldas a mí— le limpiaba la saliva que caía por la barba (algo que yo hacía a menudo). Estaba desconcertada, no entendía que después de fallecido siguiera padeciendo y, abiertamente, le pregunté que cómo era posible que no se hubiera liberado. En ese momento, la persona que le limpiaba se volvió hacia mí, sonriendo, con una dulzura, una paz y un agradecimiento que no puedo transmitir con palabras. Era mi padre, mucho más joven, antes de que la enfermedad se cebara en él. El impacto que recibí fue tan fuerte que me desperté en ese instante…
Algún tiempo después —en marzo— Inma me proporcionó nuevos detalles:
… En dicho sueño, «ellos» se encontraban en una habitación. Yo miraba la escena. Mi padre, enfermo y extremadamente delgado, estaba sentado, ausente. No me miraba. Mientras, un hombre robusto (de espaldas a mí) le limpiaba la saliva. Yo estaba pendiente de mi padre. Y le pregunté por qué seguía enfermo, por qué después de fallecido no se había liberado. En ese instante se volvió hacia mí el hombre que estaba de espaldas. Era mi padre, más joven. Representaba entre cincuenta y sesenta años (quizá más cerca de los cincuenta). Cuando murió, mi padre contaba ochenta años (con apariencia de noventa). El contraste era impresionante. También recuerdo que, a pesar de que él usaba gafas, en el sueño no llevaba.
Pero lo que más llamó mi atención fue verlo cuidar a un enfermo. Algo impropio en él, que recibió una educación machista. Y también me impactó su cara, su expresividad (él no era tan expresivo, ni mucho menos) lo decía todo. Una sonrisa, una mirada que transmitía tanto: paz, gratitud, alegría. Parecía que me decía: «Tranquila… Estoy bien… He comprendido todo».
Fue un sueño irritantemente breve, pero intenso (no consigo olvidarlo). Lamenté despertarme tan pronto. El despertar fue brusco, producido por la intensa emoción. No he vuelto a soñar nada igual o parecido. Ni siquiera sueño con mi padre…
E Inma Arcos recuperó también el asunto de El testamento de san Juan:
… Al recordarme mi hermana que tenía en su casa el último libro que había leído nuestro padre, y que tanto estimaba, le pedí que me lo dejara. Lo leí y, por supuesto, no era lo que imaginaba. Nada de libro beato, nada de doctrina oficial católica; aquello me impresionó e hizo que comenzara a interesarme por el autor de dicho libro… Pero lo que llegaba a mis oídos era contradictorio. A unos les gustaba y otros comentaban: «¡Ah, sí, el de los ovnis!».
He comentado que soy aficionada a la lectura. Siempre estoy comprando libros o sacándolos de la biblioteca. Llevaba tiempo buscando un libro que tratara la figura de Jesús de Nazaret desde un punto de vista distinto. Libro que caía en mis manos sobre el tema sólo conseguía desilusionarme. Tengo que confesar humildemente que no conocía los Caballo de Troya, ni nadie de mi familia o entorno me habían hablado de ellos. También es cierto que yo no solía comentar mi admiración por Jesús. El caso es que, en una de esas visitas a la biblioteca, me quedé inmóvil ante una estantería repleta de libros de J. J. Benítez. Me lancé como una loba a ver los libros del autor del último libro leído por mi padre, y atrapé, cómo no, Caballo de Troya 1. Al leer la sinopsis no podía creerlo. Era el libro que estaba buscando. Quedé enganchada con los «Caballos» porque me han mostrado a un Jesús que yo intuía y que nadie me daba a conocer. Pero eso fue sólo el principio. El principio de un cambio que ha ido operando en mí; un cambio paulatino que he ido descubriendo poco a poco, casi sin darme cuenta…