La segunda experiencia de Sonia Gómez Rico, a la que me he referido en páginas anteriores, sucedió en la calle Virgen de la Luz, en la ciudad de La Línea, en Cádiz (España), en 1986.
Así me la relató:
Yo tenía trece o catorce años…
Era temprano. Quizá las siete de la mañana…
Me hallaba estudiando en el salón de mi casa…
Recuerdo que tenía la luz encendida. Era invierno…
De pronto vi cómo se movían las cortinas del balcón…
Me extrañó. Todo estaba cerrado…
Entonces lo vi…
Era el abuelo de Natalia, una amiga mía. Se llamaba Enrique Garralón.
Yo lo conocía. Lo había visto muchas veces en la casa de al lado. Allí vivía un hijo de este hombre.
Estaba de pie, a cosa de metro y medio del sofá donde me encontraba…
Era transparente. Podía ver a través suyo…
No llevaba su habitual bastón. En la casa del hijo se sentaba y apoyaba las manos sobre un bastón…
Vestía pantalón oscuro y chaqueta…
Y me dijo: «He venido a despedirme… Tengo que irme. Adiós…».
Y desapareció…
Era médico…
Sólo lo veía hasta las rodillas. No vi el resto del cuerpo…
Me dio la sensación de que tenía prisa…
Me levanté. Miré las cortinas y el balcón, pero todo estaba bien. No había ninguna corriente de aire…
Y seguí estudiando…
Esa mañana, hacia las ocho, Sonia comentó lo ocurrido con su madre. Y la muchacha dijo:
—El abuelo de Natalia está muerto.
Sonia se fue al colegio y la madre hizo averiguaciones.
El abuelo se había puesto malo la noche anterior. Murió a las 7.15 de esa mañana; justamente a la hora en que fue visto por la joven.
Insistí en el tema de la transparencia y Sonia se reafirmó una y otra vez:
—Vi el cuerpo, pero hasta las rodillas. El resto no existía…
Al parecer, nada, en el salón, quedó afectado por la presencia. La familia no observó quemaduras en las cortinas o en los muebles de las proximidades. Todo aparecía normal.
El médico, según el testimonio de Sonia, no se presentó a ningún miembro de su verdadera familia.
—Yo lo había tratado desde que era una niña. Sentía un gran aprecio hacia él…