«La bofetada del muerto» me recuerda siempre otro suceso, ocurrido en la provincia de Murcia (España).

Aquel 29 de noviembre de 2012, jueves, me hallaba en Llano de Brujas, un pueblo de la referida provincia murciana. Me acompañaba Juan Antonio Ros, un joven investigador de la tierra. El objetivo era interrogar a Juan Miguel Cortés, abuelo de Juan Antonio, sobre un misterioso suceso registrado años atrás, y que espero incluir en un futuro libro[26].

A lo largo de la charla, Juan Miguel Cortés, de ochenta y dos años, hizo alusión al tío Benito…

Indagué y quedé perplejo.

He aquí una síntesis de la conversación:

—El tío Benito —proclamó Cortés— era mi jefe. Él me contrataba. Nos llevábamos muy bien. Pero se murió…

El tío Benito no era tío de Cortés. Se llamaba Benito Martínez Serna. Pero eso, ¿qué podía importar? Todo el mundo lo llamaba así…

—¿Cuándo falleció?

Cortés se encogió de hombros.

—Hace mucho…[27] A lo que iba —prosiguió Cortés—. Una noche salí a regar muy cerca de aquí…

—¿Dónde?

—A cosa de quinientos metros de la casa.

Cortés me miró, extrañado. Lo único que hacía aquel forastero era interrumpir. Traté de ser prudente.

—Había luna. Caminé por la senda y entonces lo vi…

—¿Qué hora podía ser?

Cortés meditó.

—Quizá las dos o las tres de la madrugada. No llevaba reloj…

Le animé a seguir.

—Era él, el tío Benito…

—Pero estaba muerto…

—Sí, desde hacía mucho… ¿Quiere que siga?

Comprendí.

—El tío Benito estaba en mitad de la senda, quieto. Me miraba.

No pude contenerme.

—¿Cómo lo reconoció?

—Era él. Era muy alto. Era inconfundible.

Cortés esperó una nueva pregunta. Guardé silencio.

—Entonces seguí adelante… Pasé a su lado, casi rozándolo…

—¿Está seguro de que era el tío Benito?

—El mismo. Vestía la ropa habitual de trabajo.

—¿Le dijo algo?

—No habló en ningún momento.

—Pero estaba muerto…

—Muerto no, muertísimo.

—¿Y qué hizo usted?

—Continué caminando.

—¿Miró atrás?

Cortés me observó, perplejo. Y preguntó, a su vez:

—¿Qué hubiera hecho usted?

—Supongo que correr…

—No, yo no corrí, por dignidad, pero no miré atrás.

—¿Y qué hizo?

—Regué y regresé.

—¿Por el mismo camino?

—Sí, claro. No había otro…

—¿Y el tío Benito?

—No sé… En el camino de vuelta no hacía otra cosa que pensar: «Si lo veo, ¿qué hago?».

—¿Sintió miedo?

—Claro, hijo, claro…

—Pero ¿llegó a verlo de nuevo?

—No.

—¿Se movió el tío Benito cuando usted pasó a su lado?

—No lo recuerdo. Creo que no. Sólo me miró.

—Pero…

—¿Quiere que siga?

No era necesario. Nunca olvidaré al bueno y paciente Cortés y, por supuesto, al tío Benito…