Fue otro miembro de la Benemérita quien me puso en la pista de Sonia Gómez Rico, una joven con una capacidad paranormal poco común.
El 31 de agosto de 1995, el sargento José Enrique Soldado (nombre supuesto) me escribía una carta, desde La Rioja (España), en la que decía, entre otras cosas:
Desde hace varios años soy fiel seguidor de sus investigaciones, a través de las obras que ha publicado (de las que hasta el momento sólo he podido conseguir once). Nunca he vivido de cerca ninguna experiencia que pudiera ser digna de mención, salvo algún que otro susto nocturno que, una vez aclarado, distaba mucho de tener un origen extraterrestre.
No obstante, tal vez por aquello de que «nada es azar», he podido conocer a una persona que, a pesar de mantener en silencio sus experiencias durante muchos años, por razones que todavía no puedo explicarme, se ha dignado contármelas y he aquí (¿casualidad?) que yo guardaba un artículo de la revista Guardia Civil, del mes de junio de 1992, en el que se le hacía a Vd. una entrevista para dicha publicación, y en el cual se daba su apartado de correos para posibles comunicaciones.
La persona de la que le hablo siempre ha guardado con discreción las frecuentes apariciones de seres que se han producido ante ella. Esto podría parecer, en principio, algún síntoma esquizofrénico, pero lo curioso es que en la mayoría de las ocasiones tienen por fundamento el anticiparle acontecimientos que, posteriormente, vienen a confirmarse. Dicho de otro modo: Tales entidades le advierten de cosas que van a ocurrir.
Un dato curioso, que me llamó la atención, es que cuando empezó a manifestarme estas inquietudes, entre otras cosas me comentó que en el cuartel de esta localidad había «algo raro». Su madre, quien, según su hija, también posee cierta percepción especial, comentó nada más venir la primera vez: «Pero… Hija mía… ¿Qué pasa aquí?». Lo que ellas no sabían es algo que les comenté después y que, según manifestaron, podría ser la explicación: El cuartel está construido en las inmediaciones de lo que antes era un cementerio. No sé si ese dato podría ser significativo, pero, por si acaso, ahí queda dicho.
No quiero entrar en más detalles sobre los hechos, dado que quizá pudiera introducir apreciaciones subjetivas que, aunque de forma involuntaria, podrían modificar la realidad de las experiencias…
Leí la carta con interés y poco faltó para que saliera disparado hacia el pequeño pueblo riojano.
Algo, sin embargo, me detuvo. Y una «voz» familiar, en mi interior, susurró: «Espera… No es el momento».
Esperé, claro.
Archivé la carta del amable sargento y aguardé ¡diecisiete años!
Cuando llegó el momento, la carta «volvió» a mis pecadoras manos. Localicé al sargento (ya era capitán) y el hombre, con santísima paciencia, prometió localizar a Sonia. La mujer ya no vivía en La Rioja.
Meses más tarde, en diciembre de 2012, me entrevistaba, al fin, con Sonia Gómez Rico, de treinta y nueve años de edad.
Sonia, a pesar de su timidez, me hizo partícipe de algunas de sus experiencias.
Procederé a relatar la primera:
—Desde niña —comentó Sonia—, desde que tenía cuatro o cinco años, veía a mi abuela en el dormitorio, por la noche. Ella falleció cuando yo era un bebé. Se sentaba en la cama y me acariciaba el cabello…
—¿Y cómo sabes que era tu abuela?
—Por las fotografías. Era la misma persona. Vestía una bata gris y un delantal… Se sentaba en mi cama, me contemplaba, me hablaba, y, tras acariciarme, se levantaba y se marchaba.
—¿Qué te decía?
—No he logrado recordarlo…
—¿Pudo tratarse de un sueño?
—No, fue una experiencia real. Y se prolongó durante mucho tiempo…
—¿Cuánto tiempo?
—Desde los cuatro o cinco años hasta que cumplí veinte…
—¿Quince años?
Sonia asintió con la cabeza. E insistió:
—Llegaba al cuarto y se sentaba a mi lado. Noche tras noche…
—¿Dormías sola?
—No, con mis hermanas.
—¿Vieron a tu abuela?
—Que yo sepa no…
Y Sonia fue respondiendo a todas mis preguntas.
—Segundos antes de que apareciera en la puerta del cuarto yo oía el roce de sus zapatillas por el pasillo… Sabía que era ella… Se detenía en la puerta y parecía contemplar la habitación… Después avanzaba hacia mi cama y se sentaba.
—¿Cuánto tiempo permanecía a tu lado?
—No sé calcularlo. Quizá media hora o más…
—¿Tuviste miedo?
—No. Ella sonreía y transmitía una gran paz.
—¿Cómo se despedía?
—Se inclinaba y me daba un beso en la mejilla. Después se marchaba…
—¿Cómo era la espalda?
—Normal.
—¿Caminaba encorvada?
—No.
—¿Cuánto duraban las caricias en el pelo?
—Dos o tres minutos.
—¿Notabas el roce de los dedos?
—Sí.
—¿Sentías el peso del cuerpo? ¿Se hundía el colchón?
—Sí.
—Dices que la presencia se prolongó durante quince años.
Sonia asintió en silencio.
Hice números.
—Eso representa del orden de cinco mil visitas y pico…
La mujer volvió a mover la cabeza, afirmativamente.
—¿Cambió su aspecto en ese tiempo?
—No. Siempre se presentaba con la misma ropa y con el pelo corto.
—¿Recuerdas la última visita?
—Me llamó la atención porque la vi triste. Fue la única vez.
La abuela se llamaba Ana.