El caso de Renato Martin me ha hecho pensar, y mucho. Conocí a este joven empresario en la ciudad de Lima. Tuvo una singular experiencia con «resucitados» en 2003. He aquí una síntesis de nuestra conversación:

Mi padre se llamaba Juan Manuel Martin Chávez…

Era médico cirujano…

Tenía una hacienda en la sierra de Trujillo, al norte…

Se llamaba y se llama San Felipe, a 3.200 metros de altitud…

Allí pasaba muchas y largas temporadas. Él trabajó en Lima, como médico, pero su gran amor era la tierra…

Acudía a San Felipe cada vez que tenía oportunidad y allí permanecía meses…

El 23 de septiembre de 2003 falleció súbitamente. Sufrió un paro cardíaco. Murió en brazos de mi hermano. Yo estaba ausente. Llegué al poco a la casa…

Tenía setenta y ocho años de edad…

Yo estaba muy unido a él…

Y lo incineramos el día 25…

Al mes siguiente trasladamos las cenizas a la hacienda, en la sierra de Trujillo…

Llegamos a San Felipe el 22 de octubre…

El 23 se ofició una misa…

El 24, mi madre y mi hermano regresaron a Lima. Yo me quedé para depositar las cenizas en la hacienda…

Y esa noche del 24 de octubre de 2003, tras cenar, permanecí un rato con el hombre que cuida del lugar. Hablamos sobre mi padre…

La charla se prolongó hasta las nueve y media o diez de la noche…

Ya oscurecido, me retiré a mi habitación…

Y lo dispuse todo para descansar…

Cerré la puerta con llave y preparé tres velas y dos lamparines, a queroseno…

Renato aclaró:

En la hacienda no había luz. Nos alumbrábamos con candiles…

Los deposité sobre un mueble, al pie de la ventana, y me acosté…

La ventana dispone de rejas y de contraventanas…

Los muros, de adobe, ayudan a combatir las bajas temperaturas de la sierra…

En esa época del año, hacia las diez de la noche, puede oscilar alrededor de los 10 grados Celsius…

Y, de pronto, cuando me hallaba en la cama, empecé a notar aquel frío…

Era muy intenso. Se metía en los huesos…

No lo entendí. Me había acostado vestido…

Llevaba medias de lana, pantalón, camiseta, jersey, casaca acolchada y un poncho…

Y terminé echándome por encima todo lo que tenía a mano…

Pero no remitió. Al contrario…

Empecé a frotar las piernas, pero el frío no desaparecía…

Era más intenso que el de una cámara frigorífica. Puedo calcular unos 10 grados bajo cero…

Nunca he sentido un frío como aquél…

Estaba despierto y perfectamente consciente…

Era un frío muy raro, sí; sólo lo sentía en las piernas…

No tuve miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? Todo estaba cerrado…

Recuerdo que miraba hacia la ventana…

Las velas y los lamparines continuaban encendidos…

Entonces escuché pasos…

Sentí el roce de unas zapatillas sobre la madera del piso…

¡Era el típico caminar de mi padre!…

Lo reconocí al instante…

¡Pero mi padre había muerto un mes antes!…

Y pensé a toda velocidad: la puerta estaba cerrada con llave, y por dentro. Nadie podía entrar por la ventana…

No oía el crujir de la madera, pero sí el roce del talón…

Como te digo, mi padre caminaba así…

Quise voltear pero no pude. Me hallaba paralizado…

Lo intenté varias veces. Imposible. Algo me lo impedía…

Yo sabía que mi padre se estaba acercando a la cama…

Y sentí cómo se hundía el colchón…

Mi padre tenía una forma muy peculiar de apoyarse en la cama. Colocaba las rodillas sobre el colchón y así permanecía, de pie, junto a la cama…

Terminé de escuchar los pasos —ocho o diez— y percibí cómo se hundía el colchón…

Estaba muy cerca; quizá a veinte centímetros de mi cuerpo…

Traté de dar la vuelta, pero no lo conseguí…

El frío continuaba, pero no le presté atención…

Fue todo muy rápido…

De pronto oí su voz: «¡Chachito!»…

Así me llamaban en la casa…

Fue una exclamación de sorpresa, como si se hubiera sorprendido al verme…

Y yo respondí: «¡Ay, papito, no sabes cuánto te extraño!»…

En eso, noté cómo se separaba de la cama…

Y escuché nuevamente los pasos, alejándose…

Entonces sí pude voltear y lo vi de espaldas…

De la cintura para arriba era un cuerpo normal (?). Llevaba una camisa afranelada, a cuadros azules y desgastados. El pantalón era de tipo corduroy, a rayas…

Las piernas eran transparentes…

No vi los pies…

El cabello era el suyo, castaño…

Y al llegar a la puerta se esfumó. Desapareció…

Me levanté, salí al exterior, lo revisé todo. Nada. Allí no había nadie…

—¿Y el frío?

—Desapareció igualmente.

—¿Qué temperatura se registraba en el exterior?

—Lo dicho: unos 10 grados Celsius.

—¿Qué hiciste?

—Regresé al cuarto e intenté pensar. Quizá mi padre vino a despedirse. En vida no pudo hacerlo…

—¿Por qué sabes que era tu padre?

—Por la forma de caminar. Era inconfundible. También por la voz. Era su voz, pero cuando estaba sano. Y por la manera de apoyarse en la cama… ¡Era él! Ése fue mi sentimiento.

—¿Daba sombra en la pared?

Renato trató de recordar.

—Ahora que lo dices, no. Y debería de haberla dado. Allí seguían las velas y los dos lamparines. La sombra, incluso, tendría que haber sido enorme…

—¿Se produjo agitación en las llamas de las velas?

—No lo recuerdo.

—Cuando pudiste dar la vuelta, ¿a qué distancia se hallaba la figura de la cama?

—Acababa de rebasarla. Podría estar a cuatro o cinco pasos del lateral en el que apoyó las rodillas.

—¿Tuviste miedo?

—No, en ningún momento.

—Háblame del frío…

—No sé explicarlo. Al marcharse mi padre desapareció. Era muy intenso, y sólo lo sentía de las ingles hacia los pies[5].

—Dices que oías el roce de las zapatillas, pero no el crujir de la madera…

—Sí, y me extrañó.

—¿Por qué?

—Mi padre pesaba en vida unos ochenta kilos. La madera del piso era vieja. Siempre cruje al pasar. La casa fue construida en 1920. Todas las maderas crujen.

—Dices que tu padre le tenía mucho cariño a esa hacienda.

—Sí, él nació allí. Iba a San Felipe siempre que podía.