Prólogo

SEIS AÑOS ATRÁS

Glory Fischer estaba tendida sobre un colchón en el suelo, con los ojos castaños abiertos, mientras espantaba los mosquitos que se posaban en su cara y escuchaba el frenético batir de alas de las polillas contra la mosquitera. Tenía una película de sudor sobre la piel y el camisón se le pegaba a las escuálidas piernas debido a la humedad. Esperaba, mordiéndose las uñas, a que la casa se sumiera en el silencio. A la una de la madrugada decidió que ya era seguro escabullirse, del mismo modo en que lo había hecho las cinco últimas noches.

Nadie la oiría marcharse. Nadie la oiría volver.

Su madre dormía sola en una habitación en la otra punta del pasillo, con un ventilador eléctrico que rechinaba junto a su almohada y ahogaba sus ronquidos. Su hermana Tresa y la mejor amiga de ésta, Jen, por fin se habían dormido también. Las dos niñas se habían quedado despiertas hasta tarde, representando en voz alta historias de una revista de vampiros. Era un martes de mediados de julio, y los horarios para irse a la cama pronto porque al día siguiente había escuela quedaban muy lejos. Por lo general, a Glory no le gustaba que Jen se quedara a pasar la noche, pues el follón del otro lado de la pared no la dejaba dormir. Pero hoy no le importaba, pues de todos modos tenía que mantenerse despierta.

Jen vivía en la casa del otro lado de la carretera, pero Glory no creía que la amiga de su hermana supiera lo que había escondido en el altillo encima de su garaje. Nadie lo sabía. Ni la madre de Jen, Nettie, que ahora estaba postrada en una silla de ruedas y casi nunca salía de casa. Ni su padre Harris, que se pasaba la mayor parte del tiempo viajando en coche por las carreteras de Wisconsin a causa de su trabajo. Ni tampoco sus dos hermanos mayores. En especial ellos dos. Si lo hubieran sabido, habrían reaccionado con crueldad, porque eso es lo que eran: niños crueles.

Glory se sentó con las piernas cruzadas, el camisón rosa arremangado por encima de las rodillas. El cálido viento sopló por debajo de la cortina e inundó la habitación de olor a cerezas, que en aquella época del año cubrían las carreteras del condado, aplastadas como manchas de pintura roja, Glory se inclinó, abrió el ultimo cajón de su cómoda y buscó debajo de su ropa interior el alijo que había guardado allí antes: un cartón de leche templada, sin abrir, y una bolsa de papel llena de patatas fritas desmenuzadas, semillas de girasol, plátano chafado y huevo duro.

La niña de diez años se puso en pie e introdujo sus pies descalzos en las deportivas. Era hora de irse. Tiró de la mosquitera rota de su ventana hasta que pudo introducir una pierna y luego la otra. Sujetó la bolsa de papel con los dientes y apretó el cartón de leche bajo el brazo. Saltó con torpeza y aterrizó en el suelo, un metro y medio más abajo. Su boca se abrió en un sonoro ¡uf!, la bolsa cayó y su contenido se desparramó. La recogió y miró en su interior: aún quedaba mucha comida.

Glory se mordió el labio y contempló las malas hierbas del jardín y el bosque cercano. El mundo parecía muy grande y ella, muy pequeña. El cielo sin luna estaba punteado de estrellas. Los pinos se balanceaban como gigantes y se susurraban unos a otros. Glory hizo de tripas corazón y echó a correr entre la alta hierba. Imaginaba que si corría lo bastante rápido, las garrapatas y los insectos que se aferraban a los brotes verdes no aterrizarían sobre ella. Movía rítmicamente los brazos mientras su largo pelo flotaba tras ella, y al final alcanzó la carretera de tierra, rizada de huellas de tractores, y se detuvo respirando hondo en el aire sofocante.

El camino rural estaba solitario. No había coches ni farolas, apenas una hilera torcida de postes de teléfono junto al mismo, que sujetaba un hilo abombado como una cuerda de saltar. La casa de dos plantas se alzaba al otro lado, custodiada por los robles que se extendían por el largo camino de entrada. Glory echó a correr de nuevo pero aminoró el paso al acercarse. La pintura desconchada y las contraventanas descolgadas le produjeron un escalofrío, y al soplar el viento, la casa suspiró. En una ocasión le había preguntado a su madre si la casa de los Bone estaba encantada. Una expresión extraña había cruzado su rostro y le había dicho que los fantasmas y los monstruos no existían, que sólo había personas infelices.

Glory se acercó al garaje, que se alzaba en medio de un campo de hierba. La puerta lateral estaba cerrada con un candado oxidado. Sabía dónde guardaba la llave el señor Bone: colgada de un gancho oculto bajo el alféizar de la ventana. Abrió el candado, dejó de nuevo la llave en el gancho y empujó la puerta. Siempre que entraba allí, se le hacía un nudo en el estómago. De los estantes que había junto a la puerta cogió la pesada linterna, cuyas pilas crepitaron al encenderla, y consiguió dibujar un pequeño círculo de luz anaranjada en el suelo. Había cagadas de ratón desperdigadas bajo sus pies y, frente a ella, una furgoneta con la parte trasera cubierta por una lona sucia. En la parte posterior del garaje, una escalera de madera llevaba al altillo.

—Soy yo —dijo en voz baja—. Estoy aquí.

Glory avanzó de puntillas hacia la escalera. La madera podrida de los escalones se combó a su paso, mientras se le clavaban astillas en los dedos. A tres metros de altura, se arrastró por el suelo del altillo, cubierto de latas de pintura y mantas mohosas. Los clavos sobresalían entre las tejas del tejado, y bajo el alerón crecía lo que parecía un enorme trozo de papel arrugado, que en realidad era un nido de avispas.

—Eh —llamó—. ¿Dónde estás?

Oyó unas uñas que raspaban y un débil gemido. Al enfocar la linterna hacia el sonido, vio los grandes y curiosos ojos del gatito, que parpadeaban mientras salía de su escondite. Cogió al pequeño animal en brazos y fue recompensada con un sonoro ronroneo que resonó con fuerza en sus oídos. El pelaje erizado del cachorro estaba veteado en canela y negro, con rayas atigradas.

—Mira qué te traigo —dijo Glory.

Vertió la leche en la tapa de un bote de cristal sucio, desparramó la comida de la bolsa de papel por el suelo y dejó que el gatito la atacara con voracidad. Le acarició el lomo mientras comía ruidosamente y luego lo cogió con una mano y lo depositó cerca de la leche, donde bebió hasta que la boca le quedó mojada y blanca. Una vez hubo terminado, el cachorro trepó por sus piernas desnudas con pasos vacilantes y ella volvió a dejarlo sobre el suelo del altillo. Mientras Glory lo contemplaba alegremente, el cachorro entraba y salía del haz de luz golpeando un escarabajo negro con sus diminutas patas delanteras.

Glory estaba tan fascinada con las travesuras del gatito, tan encantada con él, que tardó en darse cuenta de que ya no estaba sola.

Entonces se le disparó el corazón en el pecho: había oído pasos en la grava del exterior del garaje.

Glory contuvo la respiración, cubrió la luz y se apartó del borde del altillo. «No entres, no entres, no entres», suplicó mentalmente, pero enseguida oyó el ruido de la placa metálica de la cerradura, mientras la puerta lateral se abría bajo ella. Alguien entró sigilosamente en el garaje. Había alguien con ella, moviéndose en la oscuridad del modo en que lo haría un fantasma, o un monstruo.

Apretó el gatito contra su pecho y se aplastó contra una manta sobre el suelo. El cachorro se retorció y maulló entre sus brazos. Glory intentó ahogar el sonido presionando aquel pequeño cuerpo contra el suyo, pero quienquiera que estuviera abajo oyó algo entre las vigas y se detuvo. Hubo un momento de silencio terrible, y luego el haz de luz de una linterna atravesó la oscuridad, barrió como un reflector las esquinas del garaje y rastreó la pared del altillo, justo por encima de la cabeza de Glory, buscándola entre las telarañas.

Pensó en gritar. Quienquiera que fuese se sorprendería, pero se reirían al encontrarla aquí. No había razón para tener miedo. Aun así, mantuvo los labios apretados con fuerza. Ni siquiera quería respirar. Era más de medianoche; nadie debería estar allí.

De algún modo, el vacío que sentía en el estómago resultaba elocuente: algo malo estaba ocurriendo.

La luz se apagó. Oyó una respiración agitada debajo de ella, mientras el desconocido arrastraba un objeto pesado de los estantes metálicos. Escuchó un extraño eructo de plástico y el siseo del aire. Algo rebotó contra el suelo con el sonido de la chapa de una botella, y el intruso no se molestó en recogerlo. Mientras Glory escuchaba petrificada por el miedo, oyó como se abría la puerta exterior. El candado repiqueteó, y el garaje se sumió de nuevo en una profunda calma. Se había acabado. Estaba sola.

Esperó, con la sensación de que el tiempo no corría. No sabía cuánto llevaba tendida en el altillo, sin moverse, preguntándose si era seguro escapar. Finalmente, al sentir los insectos treparle por las piernas desnudas, agarró al gatito con una mano y descendió por la temblorosa escalera. Cubrió con un salto el último medio metro hasta el suelo y avanzó a ciegas con pasos vacilantes hacia la ventana, para poder echar un vistazo al exterior. Espió a través del oscuro cuadrado de cristal, que se abría hacia la pared oeste de la casa de los Bone. El marco le quedaba por encima de la cabeza, y tenía que ponerse de puntillas para mirar afuera.

El cristal estaba lleno de agujeros producto de los perdigones que disparaban los chicos Bone. El aire soplaba a través de las grietas. Antes de asomarse por encima de la repisa, percibió un olor que era a un tiempo empalagosamente dulce y penetrante.

Gasolina.

Una ola de gasolina dispuesta a empaparla y ahogarla.

Glory no entendía nada, pero el intenso olor le provocaba deseos de correr. Correr muy rápido, con el gatito protegido entre sus brazos. Correr a casa y meterse en la cama. Huir.

Asomó los ojos por encima del marco de la ventana. Al hacerlo, tuvo que taparse la boca con la mano para no gritar. Una silueta negra se erguía al otro lado del cristal, a sólo unos centímetros. No podía distinguir su rostro, pero cerró los ojos con fuerza y se quedó inmóvil, como si convirtiéndose en una estatua pudiera volverse invisible. La nariz se le inundó de los vapores de la gasolina, y tuvo que reprimir un estornudo. Al ver que nadie se acercaba corriendo, se atrevió a mirar entre sus párpados. La persona no se movía. Oyó una respiración ruidosa, como la de un animal jadeante. Antes de que su cerebro pudiera procesar lo que estaba ocurriendo, distinguió un pequeño trozo de mano, piel desnuda, y la minúscula erupción de una llama.

Una cerilla.

La mano la encendió y la dejó caer. La llama descendió hacia el suelo con un destello de luz, igual que una estrella fugaz. Un acto muy sencillo: alguien que encendía un cigarrillo y luego pisaba la cerilla con los pies.

Pero no había ningún cigarrillo.

El mundo de Glory estalló en pedazos. La llama alcanzó la tierra y un chorro de fuego salió despedido, cubriendo la ventana y empujándola hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Se protegió los ojos con la mano, y observó entre sus dedos llenos de cortes cómo el fuego brincaba igual que un acróbata circense hacia la casa de los Bone. Las llamas avanzaban velozmente por los senderos chamuscados e interconectados, lamiendo con avidez las paredes antes de alzarse hacia el cielo. En segundos, el fuego se había apoderado de la escena y consumía la estructura de la casa, como si no fuera más que un montón de astillas apiladas bajo una parrilla. Percibió el olor a madera quemada y oyó pequeñas explosiones, como si alguien hiciese crujir sus nudillos. A través de las ventanas de la casa distinguía el resplandor amarillo de las llamas extendiéndose por el interior, y pronto ya no pudo ver la casa en absoluto: había desaparecido tras una torre de fuego y humo. El calor era tan salvaje, tan próximo, que se le empezaron a chamuscar las manos y la cara. Retrocedió entre arcadas mientras el humo tóxico se colaba por la ventana e inundaba el garaje.

Llorando y tosiendo, Glory trató de escapar por la puerta, pero estaba cerrada por fuera. Las bisagras rechinantes se negaron a ceder. Al tocar el pomo, se quemó los dedos con el metal ardiente y soltó un grito.

En el garaje reinaba ahora la misma claridad que en pleno día, pero la nube de humo blanco que flotaba en el aire era tan impenetrable como la oscuridad. Glory echó a correr hacia la gran puerta del automóvil, tratando de huir del fuego; tiró de la manija pero no consiguió moverla. Apenas podía respirar. El humo se le metía en los ojos y los pulmones. Cayó de rodillas y se echó a llorar mientras un dragón naranja crepitaba a través de la pared y comenzaba a devorar el garaje. El ruido era tremendo y terrorífico, un bramido, un bufido, peor que cualquier monstruo que ella hubiera imaginado que habitase allí.

Glory retrocedió, rascándose las rodillas con el suelo hasta sangrar. Se pertrechó en la esquina más distante, y cuando ya no pudo alejarse más, se encogió sobre sí misma. Apretó el gatito contra su mejilla, besó su cara una y otra vez y le susurró al oído:

—Tranquilo, tranquilo…

Cerró los ojos al tiempo que el fuego la cubría y la atacaba con su malvada lengua, como un demonio siseante.

Rezó del modo en que su padre le había enseñado que debía rezarse antes de morir.

Rezó para que Dios la alzara entre Sus brazos y la llevara de vuelta a casa, donde se despertaría sobre su colchón en el suelo de su cuarto. La húmeda noche volvería a estar en calma, los mosquitos zumbarían en sus oídos y el gatito ronronearía en sus brazos.

Rezó.

Incluso cuando una pared se derrumbó a su alrededor en una cascada de chispas y escombros, y dejó un agujero enorme por el que poder escapar, Glory rezó.

Incluso cuando se arrastró al exterior sobre un reguero de brasas ardientes hasta alcanzar la seguridad de la hierba, con el gatito acurrucado contra su pecho, rezó.

Quedó tendida y se cubrió las orejas con las manos, pero no pudo protegerse de aquel desagradable estruendo. Por encima del aullido del fuego oyó los angustiosos gemidos de los que morían dentro de la casa de los Bone, y en medio de su desesperación rezó para que Dios hiciera que aquella noche no fuese real. Que la hiciera desaparecer para siempre. Que limpiara su memoria hasta que lo olvidase todo, incluso sus peores pesadillas.

«Por favor, Dios, déjame olvidarlo todo», rezó Glory.

Olvidarlo todo.

Olvidarlo todo.