A medida que el ferry se acercaba a la península, las aguas turbulentas se transformaban en una marejada. La persistente lluvia que empapaba la península había cesado, después de haber virado hacia el este a través del lago, dejando a su estela cielos azules y temperaturas suaves. La magia del paisaje hizo entender por fin a Cab por qué alguien podía elegir vivir en aquella tierra remota y hermosa y no en cualquier otro lugar.
El teléfono de Cab sonó en su cinturón. Era Lala, llamando desde Florida. Apenas había hablado con ella desde que le había guiado hasta el cuerpo enterrado en la propiedad de Peter Hoffman; sólo habían tenido tiempo para conversaciones breves mientras la policía local concluía sus investigaciones en Green Bay y Washington Island.
—¿Qué pasa, Cab? —preguntó ella—. ¿Se han atado todos los cabos sueltos?
—La mayoría.
—¿No más cadáveres?
—Hoy no.
—Me alegro. Intenta que siga así, ¿vale? El teniente se está poniendo nervioso.
Cab sonrió.
—Lo haré.
—He leído tu informe. Supongo que encontraste lo que buscabas. Con la llave. En el fondo de ese agujero.
—Sí, así es. Lo encontré —confirmó Cab, que añadió—: Es horripilante lo que la gente esconde bajo tierra.
—Lo es.
Él percibió en su voz todas las preguntas no planteadas. «¿Y tú qué, Cab? ¿Qué escondes?».
—¿Y adónde irás ahora? —continuó Lala en un tono pretendidamente casual—. ¿He ganado la apuesta?
—¿Qué apuesta? —preguntó él, aunque sabía a lo que se refería.
—La porra, ¿recuerdas? Me imaginaba que ésta sería la semana en que Coge-un-Cab se marchara en busca de nuevos horizontes. He invertido mucho dinero en ti.
—¿Cuánto?
—Diez pavos enteritos.
—Debes de estar bastante segura.
—No, soy bastante cínica. De hecho empiezo a sentirme mal por ello.
—No lo hagas.
—Tengo entendido que en Door County necesitan un sheriff —le recordó Lala—. ¿Te interesa el trabajo?
Cab se rió.
—Aquí hace demasiado frío para mí. ¿Qué tiempo hace por ahí abajo?
—¿Qué va a hacer? Calor y humedad.
—Lo cierto es que suena bien —admitió Cab—. Estaré de vuelta esta noche. Supongo que te debo diez pavos.
—Guárdatelos —contestó Lala—. Tienes una sorpresa esperándote aquí.
—¿Qué es?
—Esta mañana salía de tu ducha y adivina quién me esperaba en el salón de tu apartamento. Tu madre.
—¿Mi madre está en Florida?
—Tarla Bolton en carne y hueso. De hecho, yo era la que iba en carne y hueso. Ambas nos quedamos bastante sorprendidas al vernos.
Cab volvió a reírse. Le sentaba bien.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que su hijo tenía buen gusto.
—Bueno, eso es verdad.
—También ha traído suficiente equipaje para llenar tu habitación de invitados.
—¿Se va a quedar?
—Eso parece. Dijo algo respecto a que la montaña iría a Mahoma.
—Supongo que será mejor que me dé prisa —concluyó Cab.
—Supongo. Sacaré todas mis cosas de tu dormitorio y enjuagaré tu cepillo de dientes.
—Eres muy graciosa. No hay ninguna prisa, ¿sabes, Lala? ¿Has arreglado el aire acondicionado?
—No.
—Pues quédate unos días. Cógete unas vacaciones, yo también las necesito. Además, mi madre es demasiado para mí solo.
—Me lo pensaré —respondió ella.
—Oye, hazme un favor, ¿vale? —preguntó él.
—¿Qué?
—Coge algo de dinero de mi mesita de noche y compra una botella de vino muy, muy cara. Esta noche, tú, mi madre y yo vamos a bebérnosla en la playa.
—¿Cuántas veces recibe una chica una propuesta tan romántica como ésa?
—Me gustaría contaros una historia a las dos.
—¿Qué clase de historia?
—Va sobre una chica llamada Vivian —dijo Cab.
Lala permaneció un buen rato en silencio al otro lado de la línea.
—Compraré el vino —dijo al final.
—Gracias.
—Ten cuidado, Cab.
—Adiós, Lala.
Colgó el teléfono y sintió una extraña pesadumbre en el corazón.
Se le ocurrió que nunca había antes había sabido lo que era echar de menos a alguien, o algún lugar. Se agitó inquieto mientras el barco se arrimaba contra el muelle en Northport, bajó corriendo los escalones hacia la cubierta inferior, subió al coche y tamborileó con los dedos sobre el volante hasta que el asistente de cubierta le hizo señas para que descendiera. Era el primero de la fila. Su Corvette brillaba de impaciencia.
Mientras bajaba con un traqueteo a tierra firme, vio una larga cola de coches para el trayecto de vuelta, que aguardaban para regresar a Washington Island por el agua azul y bajo el cielo azul.
Así eran siempre las cosas aquí. Gente que iba y venía en sentidos opuestos. El primer coche de la fila rumbo a la isla, rumbo a casa, pertenecía a Hilary Bradley. Ambos se reconocieron y ella le saludó con la mano, como si fuera un amigo.
Cab aparcó a un lado del muelle y dejó que los demás coches formaran un convoy que se alejaba del ferry. Al ver un hueco entre dos de ellos, echó a correr con sus piernas de cigüeña hacia el coche aparcado frente a la rampa de subida al bote.
Hilary bajó la ventanilla y se inclinó hacia fuera. El cálido viento le despeinó el pelo rubio.
—Hola, detective.
—Señora Bradley, ¿cómo está?
—Mejor —respondió ella—. Mucho mejor. Y Amy Leigh también.
—Me alegro.
—La policía de Green Bay nos trató muy bien.
—Mi teniente y yo hicimos algunas llamadas para asegurarnos de que así fuera.
Ella se sacó las gafas y le dedicó una sonrisa. A pesar de los cortes y los morados que aún tenía en la cara, seguía siendo guapa. Su humor estaba en sintonía con la luminosidad del tiempo.
—¿Vuelve a Florida? —preguntó ella.
—Sí.
—Me alegro de haber tenido la oportunidad de verle antes de que se marchara. Quería darle las gracias por lo que hizo. Por haber ido a la isla esa noche. Sin usted, es muy probable que hubiera perdido a Mark.
—Tendría que ser yo el que le diera las gracias —respondió él—. Me siento culpable de que hayan hecho falta una profesora y una universitaria para descubrir lo que realmente ocurrió en esa playa en Naples. Me habría sentido peor si cualquiera de las dos hubiera resultado seriamente herida.
—No fue culpa suya.
—Seguramente también me merezca algún «Ya se lo decía» por haber sospechado de su marido. Lo siento; cometí un error.
—Usted no lo conoce como yo —le recordó Hilary.
—Bueno, ya le dije que esperaba que tuviera razón… y la tenía.
—Me he equivocado muchas veces, pero nunca con Mark. Confiar en alguien no te convierte necesariamente en estúpido, detective.
—Trataré de recordarlo —dijo Cab.
Oyó un silbido y vio que la cubierta del ferry estaba vacía. Había terminado una travesía; la próxima esperaba. Hilary Bradley puso en marcha el motor de su coche y Cab distinguió en su cara la misma impaciencia que sentía él. Por que el trayecto terminara. Por estar en casa, adonde pertenecías, con aquellos a quienes amabas. La envidió por tener cosas en su vida que él apenas empezaba a encontrar.
—Tengo que irme —dijo ella tendiéndole la mano a través de la ventanilla.
Él se la estrechó. Su apretón era firme, pero su piel, suave.
—Buena suerte en todo, señora Bradley.
—Gracias, detective. Le deseo lo mismo.
Subió al ferry con el coche y Cab regresó a su Corvette. Puso el motor en marcha y se dirigió hacia el sur sin volver la vista atrás, al agua y la isla. Le quedaba un largo trayecto por delante a través de los pequeños pueblos de Door County, pero era un día perfecto para conducir de vuelta a la realidad. Podía ir tan rápido o tan despacio como quisiera por las carreteras vacías. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que nadie le perseguía.
Aun así, tenía un sitio al que ir y estaba deseando llegar.
Hilary atajó por los árboles hasta Schoolhouse Beach, detrás de su casa. Mark la estaba esperando y también Tresa, sentada junto a él y con la melena pelirroja recogida en una coleta. La luz del sol se derramaba por la superficie de la bahía en forma de herradura, moteándola de oro. Aún era demasiado pronto para que llegaran los turistas así que tenían toda la franja de costa para ellos.
Cuando ambos la vieron en lo alto de la pendiente, Tresa echó a correr. Mark se quedó en el banco y dejó que la chica se adelantara. Tresa recibió a Hilary con una enorme sonrisa y la abrazó con una fuerza inconcebible para sus delgados brazos.
—Me alegro tanto de que estés a salvo —suspiró.
—Yo también.
—Mark me dijo que llegabas hoy a casa. Tenía muchas ganas de quedarme y verte.
—Me alegro de que lo hayas hecho.
Tresa se inclinó hacia delante y la abrazó con tanta fuerza como antes. Cuando la soltó, hundió la cabeza en su cuello.
—Siento mucho lo de Jen. Katie, quiero decir. Debería haber hecho algo, debería haberle contado a alguien lo del incendio.
—Eras un niña entonces, Tresa —la tranquilizó Hilary.
—Aún me siento como una niña.
—No lo eres.
—Mark cree que sí.
Hilary no contestó y Tresa se mordió el labio y se metió los pulgares en los bolsillos de los tejanos.
—Bueno, os dejo solos.
La chica se escurrió por su lado, pero Hilary la detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Tresa, espera. Hay algo más.
—¿El qué?
—Fuiste muy valiente al venir a la isla; pusiste tu propia vida en peligro. Gracias.
—No podía permitir que le pasara nada a Mark —respondió ella.
—Lo sé, y te estoy agradecida —declaró Hilary, y continuó—: pero también tengo que decirte algo. De mujer a mujer.
Tresa vaciló.
—De acuerdo.
—No puedes volver a quedarte a solas con mi marido —le dijo Hilary.
Tresa abrió mucho los ojos.
—¿Qué? Quiero decir que sí, lo… lo entiendo. Lo siento. Te ha contado lo que pasó, ¿no?
—Por supuesto que sí.
—Lo siento de verdad.
—Los enamoramientos infantiles no me preocupan, Tresa, pero tú ya no eres una niña.
Ella asintió.
—Claro. Tienes razón.
—Eso no quiere decir que no queramos verte nunca más.
—No, ya lo pillo. —Tresa miró largamente a Mark por encima de su hombro—. Gracias —añadió.
—¿Por qué?
—Por decir que yo podría constituir una amenaza. Es guay.
Hilary sonrió.
—Cuídate, Tresa.
—Tú también. Tienes suerte, ¿lo sabes?
—Lo sé.
La miró desaparecer entre los árboles y entonces se volvió con una extraña sensación de ansiedad y alivio hacia Mark, esforzándose por no correr. Él se levantó del banco mientras ella se acercaba. Sus caras lo decían todo; no hacía falta hablar. Los brazos de él la rodearon y ella le agarró con fuerza, y se besaron con un arrebato de amor y deseo que obligó a Hilary a reprimir las lágrimas. Era como si toda su vida hubiera estado a un suspiro de desaparecer y luego, repentina y milagrosamente, lo hubiera recuperado todo. Se quedaron allí de pie en silencio durante unos minutos, aferrados el uno al otro, como si tuvieran miedo de que pudieran separarles. Cuando al final sus cuerpos se retiraron, regresaron al banco cogidos de la mano y se sentaron sin decir aún una palabra, escuchando el rítmico batir del agua cobre las rocas.
—Creía que nunca… —empezó Mark, pero ella le interrumpió con firmeza poniéndole la mano sobre los labios.
—No. No lo digas.
Él asintió y lo dejó correr. Ella no quería hablar de miedos ni pesadillas, no quería hablar de lo que podría haber pasado o de lo cerca que habían estado ambos del borde del precipicio. Lo único que le importaba era que aún estaban aquí, y que ambos estaban juntos.
—He recibido una llamada del director del instituto —le contó Hilary.
—¿Ah, sí?
—Por lo visto, los últimos días han hecho que mucha gente reflexionara acerca de lo que ocurrió el año pasado. O a lo mejor se han puesto nerviosos y han llamado a sus abogados. Creo que te van a ofrecer que te reincorpores a tu puesto.
Mark ladeó la cabeza, sorprendido.
—¿En serio?
—Eso es lo que parece. ¿Te interesa?
—¿Después de todo lo que ha pasado?
Él vaciló y ella dio por hecho que estaba a punto de decir que no. Nunca; otra vez no. La sorprendió.
—De hecho, sí —continuó él—. Todo lo que siempre he querido es la vida que teníamos antes.
Hilary sonrió a su marido. Él era el idealista de los dos. Creía que las cosas podían volver a ser como eran, como si los horrores nunca hubieran ocurrido, como si las injusticias nunca se hubieran perpetrado. Ella no era tan ciegamente optimista. La vida no daba marcha atrás. Rezó por que un día pudiera mirar en el espejo y ver a las mismas dos personas que habían ido a aquel lugar para escapar, por poder vivir en paz entre los vecinos que habían sido injustos con ellos, por encontrar un modo de sanar las heridas de su alma.
Le habían quitado algo y no sabía cómo recuperarlo. Nunca lo admitiría ante él ni cualquier otra persona, pero cuando estaba sola aún podía oír la voz de Katie burlándose de ella: «Eres como todas las esposas, leal y estúpida. ¿Quieres que te lo deletree?».
Vio a Mark y a Glory. En la playa. «Nadie lo sabrá nunca».
Se dijo por milésima vez que no había sucedido nada entre ellos. Mark era un hombre honrado y Katie, una psicópata que jugaba con su mente. Aun así, le daba vueltas. Era humana. Se trataba de una semilla de duda que no regaría, con la esperanza de que se marchitara y muriera; no podía hacer nada más. Uno ignora sus miedos y espera que no haya un monstruo acechando tras ellos. Uno vive su vida. Confía. Tiene fe.
—Entonces ¿quieres quedarte aquí? —preguntó ella.
—Sí —dijo Mark—. ¿Y tú?
Hilary asintió. Valía la pena luchar por lo que tenían, por lo que deseaban.
—No querría estar en ningún otro sitio —dijo.