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—Necesitaba un cigarrillo —explicó Katie—. Estaba en el patio con el equipo de Green Bay, mientras Gary daba una de sus charlas para animadoras. Me acerqué a la ventana del hotel, encendí el mechero y oí gritar a una chica dentro. Como una posesa. Yo sabía que Tresa se encontraba en el hotel y la había estado evitando, pero nunca pensé que Glory también estuviera allí. El hecho de verme debió de activar algo. El cerebro tiene su punto divertido.

Hilary contempló a aquella chica joven y guapa que hablaba con cinismo de sus crímenes, como si los hubiera cometido otro.

—Nunca pretendí que ocurriera todo esto —continuó—. Ahora soy Katie Monroe. Me he pasado seis años intentando olvidar que era Jen Bone e incluso que había vivido en esa casa.

—Asesinaste a tu madre y tus hermanos —dijo Hilary—. Los quemaste vivos.

Los ojos de Katie relampaguearon.

—¿Vivías allí? ¿Sabes lo que era? ¿Tienes la más remota idea de lo que me hacían? Quería borrarlos a ellos y a la casa y todo lo que había dentro. Quería que fuese como si nada de ello hubiera existido nunca. No me sentí culpable entonces y aún sigo sin sentirme culpable ahora.

—Pero dejaste que tu padre cargara con la culpa.

El rostro de Katie se nubló. Era la primera emoción real que Katie había visto en ella.

—Papá volvió a casa mientras yo veía arder la casa. Reaccionó como si lo sintiera, ¿puedes creerlo? Nos estaba haciendo un favor a los dos. Cuando hubieran desaparecido por fin estaríamos solos, pero papá no lo entendió así. Me envió de vuelta a casa de Tresa y él se quedó allí a esperar al sheriff.

—¿Se ha puesto en contacto contigo?

Katie negó con la cabeza.

—Está muerto. Si no lo estuviera, habría sabido algo de él. Mi tía siempre me decía que no tenía que estar asustada en caso de que mi padre volviera. Como si supiera algo, como si fuera un secreto que yo debía guardar.

Hilary quería que la chica siguiera hablando; quería ganar tiempo para que la policía las encontrara.

—¿Se supone entonces que Gary Jensen ocupa el lugar de tu padre?

—¿Qué significa eso? —replicó Katie—. ¿Crees que dormía con mi padre? ¿Crees que abusaba de mí? ¿Es eso lo que crees?

—No tengo ni idea.

—Tú eres la que está casada con un acosador de adolescentes.

—Eso es mentira.

—Oh, ¿eso crees? Eres como todas las esposas, leal y estúpida. La de Gary era igual, hasta que encontró fotos mías en su móvil. Él la convenció de que me había dado la patada, pero en lugar de eso se la dio él. En un precipicio.

—Mark no es Gary.

—¿No? Seguí a Glory a la playa esa noche, pero tu marido se cruzó en el camino. Dieron un espectáculo del copón.

—No intentes engañarme —le espetó Hilary.

—Glory se sacó la parte superior del biquini y luego se arrodilló. ¿Quieres que te lo deletree?

—Cállate.

Katie se encogió de hombros.

—Sabes que digo la verdad.

Hilary vio reaparecer a Gary Jensen detrás de Katie. Llevaba botellas de ginebra, tequila y vodka entre los brazos, pero tenía la mandíbula prieta, como si estuviera contrariado. Se detuvo en la puerta, con el ánimo poco dispuesto a entrar en la habitación. Katie le hizo un gesto y su rostro delató una agitación y una impaciencia crecientes. Estaba perdiendo el control.

—Echa el alcohol por la habitación —le dijo a Gary—. Rápido.

Gary no se movió.

—No tenemos por qué hacer esto.

Katie extendió el brazo y le acarició la mejilla.

—Ya no hay marcha atrás: es demasiado tarde. Si te hubieras deshecho de Amy rápido, como te dije, todo habría ido bien. Pero dejaste salir al pajarito, cariño. Podríamos haber reducido los daños si sólo fuera Amy, pero ya no. Para cuando la policía se abra paso entre las cenizas, estaremos en Canadá.

Jensen abrió la boca, pero no dijo nada. Se agachó y dejó dos botellas a sus pies. Desenroscó el tapón de una medio vacía de Stolichnaya y vaciló sobre el cuerpo de la chica, tendido de bruces sobre el suelo.

—Empapa a Amy —le ordenó ella—. Hazlo.

Tras dedicarle una larga mirada a Katie, Jensen volcó la botella y dejó que el líquido saliera a chorros, cubriendo a Amy de un intenso olor a alcohol. El pelo. La camisa. Los brazos. Los tejanos. Los pies. Cuando los vapores penetraron en su nariz, Amy se revolvió. Hilary la oyó gemir, aunque sus ojos estaban cerrados.

Gary vació la botella.

—Y ahora el resto —le instruyó Katie—. Toda la habitación. Las cortinas, la alfombra, y no te olvides de Hilary.

Jensen abrió mucho los ojos.

—Dios, ¿cómo ha ocurrido esto?

—Date prisa. Ya no tenemos mucho tiempo.

—Mi mujer, esa chica en Florida… ¿y ahora tenemos que matar a dos personas más?

Katie cogió una botella de Cuervo y se la metió en la mano.

—Es la única manera.

Jensen giró lentamente el tapón, lo sacó, lo lanzó sobre el suelo y lo contempló rebotar y rodar. Dio un paso dubitativo hacia Hilary y luego se detuvo y meneó la cabeza.

—No.

Katie cerró el puño.

—Gary, por favor.

—No voy a hacerlo.

—Te lo he dicho, es la última vez. Cuando hayamos terminado, seremos libres.

—Dijiste lo mismo con mi mujer. Y con Glory.

—Lo sé. Nunca quise que ocurriera nada de esto.

—Larguémonos de aquí —le pidió él—. Tú y yo. Ahora.

Katie le besó en la mejilla y soltó un suspiro largo y afligido.

—Muy bien. Tú ganas.

—¿De verdad?

—Lo que tú quieras, Gary. Sabes que te quiero.

Katie le quitó con delicadeza la botella de las manos, se la llevó a los labios y bebió un trago largo y ardiente. Al terminar, se secó la boca, apuntó a Gary Jensen con el arma y le disparó en medio de la frente.

Hilary gritó. La explosión resonó como una bomba e hizo vibrar su cabeza. La sangre y la materia gris salieron disparadas del cráneo de Jensen en un grueso chorro y rociaron la pared. Su cuerpo se desplomó como un edificio con los pilares rotos y quedó hecho un amasijo en el suelo. A Hilary, el olor a metal chamuscado le recordaba al sulfuro.

Katie se mordió el labio, descontenta, mientras contemplaba el cuerpo sin vida de Jensen. Parpadeó rápidamente, como si incluso ella estuviera sorprendida por lo que acababa de hacer. Como si fuera un impulso que no hubiera podido reprimir, igual que rascarse una costra. El eco del disparo se desvaneció y, en el terrible silencio, oyeron un gemido rítmico que se elevaba por encima del viento. En la distancia, el ruido de las sirenas subía de volumen a medida que se acercaban.

Múltiples sirenas que se solapaban, de vehículos que se acercaban a ellas a toda velocidad.

—Se ha terminado, Katie —dijo Hilary en voz baja.

Katie escuchó el agudo sonido de las sirenas con un gesto de indecisión.

—Se ha terminado —repitió Hilary—. Es demasiado tarde.

Apoyó las manos en la cama y trató de levantarse sin alarmar a la chica. Katie movió el arma, que aún humeaba, y apuntó a la cara de Hilary.

—Le juré a mi madre que iba a quemar toda la casa —dijo—. Se rió. No me creyó.

—No lo hagas.

Katie la ignoró. Había tomado una decisión. Golpeó contra el marco de la puerta la botella de vodka, que se rompió en afiladas esquirlas que cayeron sobre el suelo. Agitó el cuello roto y dentado de la botella hacia Hilary y dejó que el alcohol le salpicara la cara y empapara la blusa.

Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó un encendedor.

—No te preocupes —le dijo la chica—. Ya lo he hecho antes.