—Nunca quise creerlo —explicó Tresa—. Me convencí a mí misma de que me equivocaba. Todo el mundo decía que Harris lo había hecho y él confesó. El caso es que yo sabía que él habría hecho cualquier cosa por Jen; debía de saber que ella era la responsable, pero cargó con la culpa. Para protegerla.
Cab se acercó a los tres, muy consciente del arma en la mano de Reich. No sabía hasta dónde podía llegar el sheriff para salvarse. Al examinar su rostro en las sombras, vio a un hombre que contemplaba las fauces de un agujero negro, igual que había hecho Cab en el refugio para tornados. Se preguntó qué rostros vería Reich emerger de la oscuridad. Harris Bone, chillando de agonía para que no le mataran. O Peter Hoffman, mirando a los ojos de su amigo mientras él le disparaba.
—Sheriff, baje el arma —dijo Cab.
Reich le ignoró.
—No me creo nada de esta mierda. Harris Bone estaba allí, lo admitió. Ésta es otra de tus fantasías, Tresa.
—Jen estaba conmigo esa noche —continuó ella—. Nos quedamos despiertas hasta tarde escribiendo nuestras historias. Estaba realmente nerviosa; nunca la había visto tan descontrolada. Cuando me desperté en plena noche, me di cuenta de que se había ido. No sé, me imaginé que no podía dormir. Luego la oí volver. Iba desnuda; se había duchado y tenía el pelo mojado, pero aun así se notaba el olor.
—¿Qué olor? —preguntó Reich.
—A humo.
Reich bajó los brazos lentamente, como si le pesaran mucho, y el arma resbaló al suelo. Se pasó la mano por el pelo cortado a cepillo, con los ojos muy abiertos.
—Jesús —susurró.
—No se lo conté a nadie. Por la mañana incluso me pregunté si lo había soñado; todo el mundo decía que el señor Harris era el culpable. Quería equivocarme, ¿entiende? Hice lo mismo que el señor Bone: protegí a Jen. Incluso después de lo que Glory me contó.
—¿Glory? —le preguntó Bradley—. ¿Qué pasa con ella?
Tresa se acurrucó contra él.
—Glory y yo estábamos en el hospital y me explicó lo que había visto a través de la ventana del garaje: vio a Jen encendiendo un cigarrillo. Era lo único que recordaba. Y yo supe que la había visto, que había visto a Jen prendiendo el fuego. —La chica agachó la cabeza y se miró los pies—. Convencí a Glory de que se lo había imaginado todo y nunca volvimos a hablar de ello. Nunca. Glory jamás hablaba sobre el incendio, ni le contó a nadie lo que había visto. No sé, era como si no hubiera ocurrido.
—¿Qué pasó en Florida? —preguntó Cab.
—Jen debía de estar allí —contestó Tresa—. Nunca pensé que fuera posible; ella no es bailarina. Jamás imaginé que pudiera hacer algo así y sigo sin entenderlo.
«Vio a alguien a quien conocía», pensó Cab.
Jen Bone. A través de la ventana del hotel. Los recuerdos debían de haber regresado en torrente, arrasando a Glory como un tsunami. Sintió lástima por la chica, al encontrarse frente a frente con todo lo que, durante seis años, había tratado de eludir. Al recordar lo que realmente había ocurrido en casa de los Bone.
—Cuando Mark dijo que Hilary estaba en Green Bay, lo supe —murmuró Tresa—. Simplemente lo supe. Jen va a Green Bay. Ese hombre, Gary Jensen… Jen escribió un artículo sobre él en el periódico de la universidad el año pasado. Peter Hoffman me lo envió; pensó que me interesaría porque iba sobre danza. Me contó que la compañera de habitación de Jen era bailarina como yo. Debe de ser esta chica, Amy. La que has dicho que había desaparecido.
Bradley cogió a Tresa por los hombros y la apartó de él, protegiéndola con su cuerpo. Estaba a centímetros de Reich.
—¿Va a dispararme, sheriff? Si es así, será mejor que lo haga ahora, porque si no voy a marcharme. Tengo que llamar a la policía para que encuentre a mi mujer.
Reich le contempló con la mirada perdida y no movió ni levantó el arma. Cab le indicó con un gesto a Bradley que se largara de allí, y éste se alejó cojeando por el cementerio en busca de un teléfono. Cab le hizo un gesto a Tresa, la cogió de la mano y extendió el brazo hacia Felix Reich.
—Bradley tiene razón —dijo—. Hay que llamar enseguida a la policía de Green Bay. No tenemos mucho tiempo. Vamos, sheriff.
Reich no dijo nada y Cab volvió a hacerle gestos con la mano.
—¿Sheriff? Vamos, se ha terminado. Es usted un hombre demasiado honorable para aceptar más violencia. Es hora de rendirse.
—Coja a la chica y váyase —murmuró Reich.
—¿Qué?
Reich alzó la vista, con la cara sombría y espantosa de un cadáver. Sus miradas se cruzaron y Cab se dio cuenta de que el sheriff ya no miraba el agujero: estaba dentro de él, consumido por el moho, la humedad, las lombrices y la fetidez de la tumba bajo tierra. Reich se sacó del bolsillo la pistola de Cab, que había robado al asaltarle en casa de Bradley, y la lanzó a sus pies.
—Llévese a Tresa, detective —repitió.
Cab pugnó con su conciencia. Quedarse o irse.
—¿Sheriff? —murmuró en tono interrogativo y al mismo tiempo de advertencia.
—Los vivos son más importantes que los muertos —le dijo Reich.
Cab recuperó su arma mientras Reich depositaba su linterna sobre el borde superior de la lápida que había junto a él. Sin mediar palabra, les dio la espalda a Cab y a Tresa y se alejó hacia la densa cortina del bosque. Aún llevaba el arma de Troy en la mano. La noche lo engulló en unos segundos, y junto con él se desvaneció el sonido de sus botas sobre la hierba mojada. Cab le apretó la mano a Tresa.
—Tenemos que apresurarnos —dijo mientras tiraba de ella hacia la carretera.
—¿Va a dejar que se vaya? —preguntó Tresa—. Se escapará.
—Nadie escapa —replicó Cab.
Reich tenía razón: lo importante ahora eran los vivos. Hilary Bradley. Cab esperaba que no fuera demasiado tarde. Agarró la linterna y echó a correr, lidiando contra las oleadas de dolor de su cabeza, y Tresa corrió a su lado con su joven cuerpo, rápido y grácil. Ella, más que él, era quien guiaba sus pasos y le apremiaba cuando él reducía el ritmo. Chapotearon por encima de los charcos en dirección a la bahía. Una vez vieron la playa frente a ellos, siguieron las huellas de Mark Bradley en el camino de tierra que llevaba a su casa.
Fue entonces cuando Cab oyó un único disparo tras ellos.
Lo había estado esperando. El chasquido sonó muy alto y se extendió por el bosque, desvaneciéndose con cada eco. Tresa se estremeció y miró en la dirección del disparo, pero siguió avanzando. Las ondas sonoras tardaron unos segundos en acallarse por completo, mucho después de que una bala hubiera atravesado el cerebro de Felix Reich y el sheriff se hubiera desplomado, cual viejo soldado caído en el bosque.