—¡Troy, idiota! —gritó Reich—. ¿Qué coño crees que estás haciendo?
Troy se encogió como una flor marchita frente al sheriff, abrió la mano, y el arma cayó en el suelo empapado del cementerio. Por lo que a él respectaba, podría haber estado en llamas.
—Yo sólo… Creí que podría compensar a Glory, ¿entiende?
—¿Tú?
—Sí, pensé que si nadie más podía parar a Bradley, lo haría yo.
El sheriff se acercó tanto al chico que prácticamente quedaron cara a cara.
—Entonces hazlo ya —le dijo Reich.
Troy ladeó la cabeza, confundido.
—¿Qué?
—Dispara a este cabrón.
Mark no estaba seguro de haber oído las palabras que habían salido de la boca de Reich. No estaba bromeando; hablaba muy en serio. Troy se quedó paralizado por la incredulidad, así que Reich se agachó, recuperó la pistola y se la metió en la mano al chico. Como si fuera un robot que obedecía órdenes, Troy se volvió hacia Mark, pero apenas podía mantener firme la culata del arma. Todo su cuerpo temblaba a causa del pánico y el miedo.
—Hazlo —le ordenó Reich—. Haz una cosa bien por una vez en tu vida, gallina. Nos desharemos del bote, luego puedes esconderte en mi sótano y ya decidiremos qué hacer contigo. Vas a tener que desaparecer de la faz de la tierra.
—Sheriff, ¿qué hace? —preguntó Mark.
—Cállese, Bradley. Estoy esperando, Troy. Aprieta el gatillo. Ahora.
—Creo que… creo que no puedo —murmuró Troy con la voz rota.
Reich dio un paso impaciente hacia él y le arrebató el arma de las manos.
—Ya me imaginaba que no tendrías pelotas. Dios, menudo inútil.
—Lo siento.
—Lárgate cagando leches —le ordenó Reich.
—¿Adónde voy? —preguntó Troy en tono lastimero.
—Mi furgoneta está aparcada en la cuneta de la carretera, a unos cien metros hacia el este. Métete dentro y procura que nadie te vea, y quédate allí hasta que yo vuelva. ¿Lo has entendido? No te muevas.
Troy obedeció, echó a correr y atravesó el cementerio trastabillando como un payaso, sin darse la vuelta. Reich le siguió con la mirada hasta que el chico desapareció de su vista, y luego apuntó al pecho de Bradley con el arma de Troy. Al contrario que éste, agarraba el revólver con fuerza y seguridad, y con el brazo rígido.
—Ahora estamos solos tú y yo, Bradley —dijo Reich.
—Sheriff, ¿se ha vuelto loco?
—¿Dónde está Tresa? —preguntó Reich.
—No lo sé, echó a correr. Sheriff, si se trata de una broma, no tiene gracia.
—No es ninguna broma.
Mark sabía que era cierto. Las intenciones de Reich eran mortíferas.
—¿Por qué está haciendo esto? —quiso saber Mark.
—Porque mientras estés vivo, la gente va a seguir desenterrando fantasmas. Una vez que desaparezcas, podremos echarte la culpa de todo. Si hubieras muerto en ese accidente de coche como estaba planeado, el caso ya estaría cerrado.
—No puedo creer que haya matado a un hombre inocente —dijo Mark.
—He matado a montones. Ellos eran inocentes; tú no. No te molestes en suplicar por tu vida. No me queda compasión.
—Yo no maté a Glory.
—Ahora estás haciendo que me enfade —gruñó Reich.
—No me importa. Yo no lo hice.
—Pete sabía que eras un mentiroso.
—Tampoco maté a Peter Hoffman.
Reich asintió con gravedad.
—Ésa es la primera verdad que has dicho, Bradley, pero tanto da. Yo maté a Pete. No me dejaste otra opción.
Mark se quedó sin aire. Ahora veía con terrible claridad que no había ninguna esperanza, ninguna posibilidad de que aquello acabara bien, de que saliera de allí vivo y en libertad. Reich no era un chaval inmaduro como Troy, al que todo aquello le quedaba grande. Cuando el sheriff hubiera escupido toda su bilis, el arma que sujetaba en la mano dispararía una bala al corazón de Mark.
—Era su mejor amigo —observó Mark.
—Así es; he matado a mi mejor amigo por ti.
—¿Por mí?
—Porque eres un mentiroso. Porque tuviste que esconderte detrás de un fantasma para encubrir tu propio crimen. Pete estaba dispuesto a renunciar a todo para asegurarse de que pagabas por ello. No podía dejar que lo hiciera, pero voy a asegurarme de que recibas tu merecido; es lo que querría Pete. Por eso puedo vivir con lo que he hecho.
Mark meneó la cabeza y levantó poco a poco las manos.
—Sheriff, le juro que no sé de qué demonios está hablando.
—Está hablando de Harris Bone —dijo Cab Bolton.
Reich desvió su linterna hacia la voz procedente de las tumbas del cementerio, aunque no apartó los ojos de Mark ni bajó el arma un solo milímetro. Mark vio a Bolton a tres metros de distancia, junto a la torre gris de una lápida en forma de campana. Tresa estaba arrimada a su lado, su cara enrojecida por la rabia y el llanto.
—Bolton —siseó Reich.
—¿Y ahora qué, sheriff? —preguntó Cab—. ¿Va a matarme a mí también? ¿Primero a Hoffman, luego a Bradley y ahora a mí?
Reich clavó una mirada de furia en Cab y luego en Mark. Era un hombre en busca de una salida y no encontraba ninguna.
—¿Y a la chica también? —continuó Cab—. ¿Podría dispararle? ¿A cuánta gente está dispuesto a matar para guardar el secreto?
—Lárguese de aquí —le ordenó Reich—, y llévese a Tresa. No tiene ni idea de qué va esto.
—Harris Bone —repitió Cab—. De eso va todo esto. Peter Hoffman ya no podía soportar la culpa, ¿verdad? Pensó que Bradley se escondía detrás de Harris para salir inmune de su asesinato, y decidió contar la verdad. No iba a permitir que no se le hiciera justicia a Delia Fischer, ni que un abogado defensor usara a Harris para conseguir la absolución. Sabía que Glory no había visto a Harris Bone en Florida, que era mentira. Eso es lo que quería contarme.
—Maldito sea, Bolton —exclamó Reich—. No podía dejarlo correr, ¿no? ¿Qué coño ha hecho?
—Le he encontrado, sheriff —replicó Mark—. Le he encontrado en ese agujero en el que los dos lo dejaron para que se pudriera. Harris Bone no escapó nunca. No huyó. Usted y Peter Hoffman le mataron.
En los kilómetros recorridos desde que habían abandonado los juzgados del condado en Sturgeon Bay, Harris Bone no había dicho una sola palabra. Permanecía sentado en silencio en el asiento de atrás del coche patrulla, con la cabeza gacha y las manos y los tobillos esposados. El uniforme de la cárcel le quedaba holgado. Harris nunca había sido un tipo muy fornido, pero en los meses transcurridos desde el incendio se había encogido dentro de su piel hasta quedarse en los huesos.
Reich contempló la luz de sus faros, que atravesaba la noche. Se encontraban al sur de Kewanee, en medio de tierras de cultivo llanas y estériles. Estaban en enero, en una de las épocas más gélidas del invierno, con temperaturas que descendían a los diez bajo cero en cuanto el sol se ponía. Casi no había nevado durante la estación y el suelo estaba yermo y duro, barrido por el frío viento.
Observó por el retrovisor con una mirada dura.
—Deberías mirar por la ventana, Harris. No volverás a ver el campo abierto en toda tu vida. Sólo veinticinco metros cuadrados de cemento, veinticuatro horas al día.
Harris no le hizo caso.
—Si yo fuera tú, me guardaría las espaldas —continuó Reich—. A los asesinos de las bandas no les gustan los tipos que queman a su mujer y su familia.
Harris alzó finalmente la vista, con los ojos hundidos.
—Cierra la boca, Felix.
—Oh, no empieces a hacerte el gallito. No es una buena idea. Si te pones chulo allí dentro, es probable que te pasen cosas malas.
—Gracias por el consejo.
Reich percibió el sarcasmo y no le importó.
—Mucha gente cree que te has librado con mucha facilidad. Vas a pasarte los próximos cuarenta años ahí sentado a costa de los impuestos de los contribuyentes. No parece muy justo.
—¿Ah, no? ¿Tú qué crees, Felix?
—Si estuviera en mis manos, reuniríamos voluntarios y te lapidaríamos.
—Qué pena que no esté en tus manos.
Reich asintió y estudió la carretera vacía.
—Sí. Es una pena.
Detrás de él, Harris cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
—Siempre sentí lástima por ti, Harris —le dijo Reich—. Nettie era una zorra, aunque es un juicio que nunca he compartido con Pete. Pero hay algunas líneas que un hombre no debe cruzar, por mucho que odie a su mujer. Hay algunas cosas que si las haces, dejas de ser humano.
Harris se inclinó hacia delante y apretó el rostro sobre la rejilla metálica.
—¿En qué te convierte eso, Felix? ¿Cuántos bebés mataste durante la guerra?
Reich agarró el volante con fiereza y su gesto se torció.
—¿Estás sugiriendo que soy como tú? ¿De verdad estás diciendo eso?
—Estoy diciendo que puedes ahorrarte el rollo moral. No me hace ninguna falta.
Harris volvió a hundirse en el asiento y fingió que dormía. Reich observó el rostro del hombre y vio que las lágrimas surcaban sus mejillas. No importaba; no sentía nada por él. Era lo que había dicho: había líneas que un hombre no debía cruzar. También había cosas que un hombre tenía que hacer cuando la justicia así lo pedía.
Estaba cerca del punto de encuentro. A la luz de los faros distinguió el cruce de la carretera del condado y comprobó el cuentakilómetros para calcular 2,7 kilómetros. Felix y él habían inspeccionado el terreno semanas antes, mientras lo planeaban todo.
Dónde encontrarse. Dónde representar la huida.
Reich divisó el camino que llevaba a la granja, a kilómetros de distancia de cualquier otra cosa, redujo la velocidad con brusquedad y giró. En el asiento de atrás, Harris abrió los ojos al notar el cambio de dirección.
—¿Qué pasa?
Reich no dijo nada. Se metió entre los surcos del campo de maíz que bordeaba la casa y avanzó por la parte trasera del garaje aislado, donde aparcó el coche patrulla con la puerta derecha hacia la pared. Desde la carretera, resultaba invisible. Pasarían días antes de que alguien lo encontrara.
—¿Qué demonios haces, Felix?
Reich pudo detectarlo en la voz de Harris. Los primeros temblores de miedo. El primer atisbo de horror de lo que estaba a punto de ocurrirle.
Justicia.
Reich salió del coche. Soplaba un vendaval, y el frío atravesó su abrigo como un caníbal. Abrió la puerta trasera y arrastró a Harris Bone fuera del coche por el cuello de la camisa. Harris, vestido únicamente con el mono de la cárcel, chilló cuando el viento gélido le rasgó la piel como un cuchillo y se encorvó, esposado. Reich se sacó la porra del cinturón y le cruzó el cráneo. Harris se derrumbó de rodillas. Reich le puso una bota sobre la espalda y le aplastó sobre la tierra dura como la roca, donde Harris se retorció por el frío y el dolor. Trató de arrastrarse, pero Reich se lo impidió.
—Hola, Felix —saludó Peter Hoffman, que les esperaba junto al garaje.
—Esta noche no hay piedad —respondió Felix.
—Ninguna.
La casa y el terreno pertenecían a una pareja jubilada que estaba disfrutando del sol de Mesa y no volvería a Wisconsin hasta después de Pascua. Reich había inspeccionado la vivienda y el garaje tres semanas antes, y había encontrado el Accord de la pareja aparcado en el garaje y las llaves colgadas en un tablero junto a la puerta. Le encantaban los habitantes del Medio Oeste.
—Acabemos con esto —dijo Pete.
Reich se dirigió a la puerta lateral del garaje. No notaba el frío, aparte de unos pinchazos como de cristales de hielo en la nariz al respirar. Flexionó la pierna y la rompió con una patada de la bota, expeditivo. Una vez dentro, apartó las telarañas y oyó corretear las ratas en las vigas. Volvió a buscar a Harris, que seguía en el suelo hecho un ovillo, lo levantó por la fuerza con ambas manos y lo lanzó hacia la puerta del garaje. Harris trastabilló con los grilletes y cayó emitiendo un gemido. Pete pasó por encima de él, se metió en el garaje, encendió el motor del Accord y abrió el maletero. Reich agarró a Harris, lo puso en pie y lo metió dentro.
Luego cerró el maletero.
—Vamos —dijo Reich.
Se sacó del bolsillo las llaves del coche patrulla y las tiró al suelo. Luego le tendió las de las esposas y los grilletes a Pete, que permanecía de pie junto a la puerta del conductor con las manos en los bolsillos.
—¿Te lo has pensado mejor? —preguntó Reich.
—Me conoces demasiado para decir eso, Felix —respondió Pete, y cogió las llaves.
Reich miró la cara de su amigo entre las sombras durante un buen rato.
—Muy bien. Entonces, vamos.
Pete condujo. Se dirigieron al norte a través de carreteras vacías, de vuelta a Door County. A quince kilómetros de la granja, pasaron junto a un bar con un puñado de furgonetas estacionadas en el exterior. Pete avanzó medio kilómetro más, allí donde nadie que se aventurara en el aire invernal pudiera verlos, y aparcó en la cuneta. Ambos hombres salieron del coche.
El viento golpeó sus cuerpos con una furia implacable. Pete hundió la barbilla en el cuello y se caló el gorro de lana. Reich se limitó a bajar por la cuneta y adentrarse en el campo. Ni siquiera llevaba un gorro para cubrirse la mata de pelo. Tenía la piel entumecida y blanca, pero no le importaba.
Pete le siguió.
—¿Estás seguro de esto, Felix?
—Hagámoslo y ya está.
Reich se agachó y encontró un montón de tierra del tamaño de un puño que se había congelado y tenía los bordes serrados.
—Aquí.
—Ojalá hubiera otra manera —dijo Pete.
—Golpéame. Con fuerza. Sólo tienes una oportunidad.
Pete cogió la roca, echó hacia atrás la mano enguantada y golpeó a su amigo en la frente. Las puntas congeladas penetraron en la piel de Reich y la sangre empezó a brotar. Reich se tambaleó hacia atrás por la fuerza del impacto y casi se cayó. Mientras trataba de recuperar el equilibrio, Pete lanzó la piedra y se acercó a su amigo, que le apartó.
—Lárgate ahora mismo.
—¿Podrás llegar al bar?
Reich se tocó la mejilla, donde la sangre caliente ya se estaba congelando. Se dio cuenta de que balbuceaba al intentar hablar, y notó el sabor a cobre en los labios.
—Vete. Me reuniré contigo en cuanto pueda y acabaremos con esto. Es por Nettie y los chicos, ¿recuerdas?
Reich se quedó donde estaba, sangrando en el campo, mientras Pete subía por la cuneta y se alejaba con el coche. Al final éste desapareció, sus luces traseras se desvanecieron y Reich se quedó solo. Perdía mucha sangre. Dio dos pasos vacilantes hacia el bar, que parecía demasiado lejano. Por un momento se preguntó si sería mejor tenderse entre los tallos de maíz partidos y entregarse al invierno. Podía ver su futuro y no era agradable. Esa noche había sido él quien había cruzado la línea, y no había marcha atrás.
Aun así, acalló sus dudas y fue a buscar ayuda como un soldado herido.
—He visto lo que quedaba de él, sheriff —dijo Cab—. No le mataron: le torturaron.
—Morir quemado es una tortura —replicó Reich—. He visto cómo le ocurría a gente que consideraba mis enemigos, y ni siquiera a ellos se lo deseé.
—He visto los huesos rotos. Los agujeros de bala.
Reich se encogió de hombros.
—No me arrepiento de lo que hice. A veces tienes que tomarte la justicia por tu mano.
—Pero Peter Hoffman sí se arrepentía, ¿verdad?
—Pete se ablandó —dijo Reich—. Se hizo viejo y se dio a la bebida.
—O quizás al final se dio cuenta de que los dos se habían convertido en los monstruos que trataban de destruir.
—Hicimos lo que teníamos que hacer —replicó Reich.
—Si está seguro de eso, ¿por qué matar a Hoffman para encubrirlo? ¿Por qué no lo grita a los cuatro vientos?
—La gente como usted no lo entiende —le espetó—. No aprecian las difíciles decisiones que otros toman por ellos.
Tresa se apartó de Cab y echó a andar hacia Reich sobre el suelo mojado, mientras se apartaba el pelo de la cara.
—Hijo de puta —siseó.
—Tresa, no te metas en esto —la advirtió Reich.
—Todo este tiempo he pensado que Harris estaba vivo, y me parecía bien. Y ahora descubro que lo matasteis. ¡Pedazo de cabrón!
—Esto no tiene nada que ver contigo.
—¿Quién más lo sabía? —preguntó ella—. ¿Mi madre?
—Nadie lo sabía. Mira, Tresa, tú eras una niña. Tu padre había muerto y Harris estuvo allí para ti. Eso no cambia lo que hizo.
Tresa se acercó lo suficiente para escupir a Reich en la cara.
—Siempre tiene razón, ¿verdad? Usted lo sabe todo. Tampoco me creyó con lo de Mark, no me escuchó cuando le dije que no había pasado nada entre nosotros. En lugar de eso, tenía que dedicarse a destrozar su vida.
Reich se enjugó la cara con la mano libre.
—Siento que te hayas enterado de lo de Harris, pero si algo bueno puede salir de todo esto, al menos sabrás la clase de hombre que es Mark Bradley en realidad. —Le señaló con el dedo a través del oscuro espacio entre las tumbas—. Quería que pensaras que Harris Bone había matado a tu hermana, ¿a que sí? Ahora ya sabes que es mentira. Era él quien estaba en la playa con ella. Fue él quien mató a Glory.
Tresa meneó la cabeza.
—Malditos estúpidos machotes. Todos. Usted. Troy. Peter Hoffman. Todo el mundo.
Tresa se dirigió hacia Mark. Reich le gritó que se parara y Mark levantó las manos para detenerla, pero ella se colocó justo entre ambos, en la trayectoria del arma, y abrió los brazos de par en par.
—Si quiere matarlo, tendrá que matarme antes a mí.
A Reich le latió la cara de ira y frustración.
—Es tan malvado como Harris, Tresa. No te engañes.
—Usted es el malvado —replicó ella—. Fue usted quien asesinó a un hombre inocente.
—¿De qué demonios hablas? —gruñó Reich.
—¿No lo pilla? —le chilló Tresa—. Harris Bone no mató a su familia. No fue él. Él no prendió el fuego.