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Hilary se apresuró hacia la cama donde estaba Amy.

Entonces su teléfono empezó a sonar, y la música se elevó estridentemente en el silencio de la casa de Gary Jensen. Se peleó con las teclas para contestar la llamada antes de que el entrenador le oyera desde abajo.

—Soy Katie —susurró la compañera de habitación de Amy mientras Hilary se apretaba el teléfono contra la oreja—. ¡Gary ha vuelto! ¿Dónde está? ¿Ha entrado?

—Llama a emergencias —siseó Hilary—. He encontrado a Amy. Haz que venga la policía enseguida.

Cerró la tapa del teléfono antes de que Katie dijera una palabra más. No tenía tiempo que perder.

Al llegar a la cama, le acarició la mejilla y luego metió las uñas por el borde de la cinta que ataba las muñecas de Amy. Había varias capas de adhesivo, muy prietas, y a Hilary le costó despegar la cinta de su piel mientras escarbaba y estiraba. Detrás de la mordaza, Amy gimoteó, en parte por el dolor y en parte de alivio, pero Hilary la acalló colocándole con suavidad una mano sobre la boca.

—Shhhh.

Hilary consiguió liberar la muñeca derecha, y la chica le rodeó el cuello con el brazo y la acercó a ella. La emoción la superaba. Hilary se desasió del abrazo y se puso a trabajar de inmediato en la otra muñeca. Esta vez procedió con mayor rapidez, y en menos de un minuto Amy tenía ambos brazos sueltos. De inmediato, la chica se sacó la cinta de la boca con un sonido ahogado, así como el trapo que tenía metido dentro y que la asfixiaba. Tenía la cara enrojecida y llena de ampollas.

Amy se sentó y volvió a abrazar a Hilary con tanta fuerza que casi le cortó la respiración.

—Gracias a Dios, gracias a Dios, oh, Hilary, gracias —murmuró en un torrente de palabras.

Hilary apartó con firmeza los brazos de la chica.

—Lo sé, mi niña, pero baja la voz; él está abajo. Tenemos que darnos prisa. La ayuda está en camino.

Hilary agarró las llaves del coche del bolsillo y serró la cinta aislante de la pierna izquierda de Amy con el borde de una. Los filamentos se rompieron y Hilary la despegó de un tirón, haciendo sangrar la piel de la chica. Amy se estremeció y flexionó la pierna para activar a circulación.

Hilary liberó rápidamente la otra.

—Vámonos —susurró—. Larguémonos de aquí.

Amy dejó colgar las piernas por el borde de la cama, pero al ponerse en pie sus rodillas cedieron y se derrumbó entre los brazos de Hilary.

—Estoy mareada —dijo.

—Lo sé. Inténtalo de nuevo.

Hilary deslizó un brazo alrededor de la cintura de Amy, y ella rodeó los hombros de Hilary con su brazo izquierdo. Amy se tambaleó cuando ambas dieron un paso juntas, pero no se cayó.

—No hagas ruido —susurró Hilary—. La puerta delantera está justo al final de las escaleras. Bajaremos y saldremos, ¿de acuerdo?

—Demonios, sí.

La chica iba recuperando la fuerza con cada paso. Su joven cuerpo ignoraba los efectos de la droga y del largo tiempo que había permanecido tendida en la cama. Se soltó de Hilary y apoyó una mano en la pared del pasillo. Ambas llegaron a las escaleras que conducían a la planta baja y Hilary bajó delante, con Amy siguiéndoles los talones. Sentía la libertad muy cerca; casi podía oler la lluvia y los pinos del exterior. La escalera se enrollaba como un sacacorchos, y mientras seguían el pasamanos curvado de acero, la puerta de entrada se ofreció ante ellas sobre el suelo embaldosado en mármol del recibidor.

Hilary sintió deseos de correr; en diez segundos habrían cruzado la puerta y estarían a salvo. Estiró el brazo hacia atrás y cogió a Amy de la mano.

Luego volvió la cabeza y sus ojos se encontraron. Le dedicó a Amy una sonrisa alentadora, y la cara de la chica brilló con confianza al devolvérsela. Entonces, mientras Hilary la miraba, la sonrisa se desvaneció y fue sustituida por una expresión de terror. Hilary bajó la vista y entendió por qué.

Gary Jensen estaba al pie de las escaleras, esperándolas. Los ojos de Hilary recorrieron su brazo desde el hombro hasta la mano, donde sujetaba una pistola.

Amy chilló presa del pánico, tiró de Hilary y las arrastró a ambas escaleras arriba. La velocidad de reacción de la chica tomó a Jensen por sorpresa, pero sólo estaban a un puñado de escalones de él cuando se lanzó en su persecución. En lo alto de la escalera, Amy voló hacia la izquierda a través de la puerta abierta del dormitorio principal, Hilary despejó el umbral tras ella, cerró de un portazo y pasó el pestillo en el preciso instante en que el hombro de Jensen colisionaba con la pesada puerta.

Hilary esperaba el sonido de las sirenas, pero no oyó nada en el exterior. Sacó el teléfono y marcó el número de emergencias en el teclado. Al otro lado de la puerta, Jensen la emprendía a puñetazos y patadas. El pestillo vibraba bajo los impactos, y los tornillos se iban aflojando. El tono de llamada sonó una, dos, tres veces, con una lentitud exasperante.

Jensen dio otra patada.

—Emergencias —contestó al fin la operadora.

—¡Envíe a la policía. Un hombre intenta matarnos!

Su pánico no alteró a la operadora.

—Está llamando desde un teléfono móvil, señora, registrado en una dirección de Washington Island, Wisconsin. ¿Cuál es su ubicación actual?

Jensen dio una patada más, y esta vez el pestillo salió despedido de la puerta, que giró sobre sus goznes y golpeó contra la pared. Apareció por el marco con el arma extendida y el dedo sobre el gatillo. El cañón apuntaba a la cabeza de Hilary.

—¿Señora, cuál es su ubicación? —repitió la operadora.

—Cuelga —susurró Jensen.

Hilary vaciló, mientras oía la voz apremiante de la operadora en su oído.

—¿Señora? ¿Está bien? ¿Sigue ahí? Señora, ¿cuál es su ubicación?

Jensen movió la pistola y apuntó a la cabeza de Amy, a menos de medio metro.

—¡Cuelga!

Hilary cerró el teléfono y lo dejó caer al suelo.

—No seas estúpido —le dijo a Jensen—. La policía está en camino. Será mejor que nos dejes marchar.

Observó sus ojos, que alternaban su mirada de una a otra, mientras se agarraba a la pistola que le resbalaba entre los dedos sudados. Se dio cuenta de que estaba paralizado. No sabía qué hacer.

—Ríndete —le instó ella—. Si nos haces daño, sólo conseguirás empeorarlo todo.

El móvil de Hilary empezó a sonar a sus pies.

—¿Lo ves? —dijo—. Saben que estamos aquí. Ya están rastreando la llamada. No tardarán mucho.

Jensen se agachó y cogió el móvil. Abrió la tapa sin apartar los ojos de ellas dos y lo apagó.

—Poneos de rodillas —ordenó—. Las dos.

Amy miró a Hilary, que asintió. Ambas se arrodillaron sobre el suelo de la habitación, muy juntas. Jensen se alzaba sobre ellas, moviendo el arma de la cara de una a la de la otra.

—Tú mataste a Glory, ¿verdad? —preguntó Hilary para ganar tiempo, mientras rezaba por que la policía se diera prisa—. De eso va todo este asunto.

Jensen se rió, pero fue una risa maníaca y estrangulada, como la de un hombre que se ríe de cosas que no puede ver en la oscuridad. Cosas que le asustan. Apuntó con el arma a la cabeza de Hilary.

—Por favor, no lo hagas —suplicó ella.

La pistola tembló en la mano de Jensen. Su dedo se movió hacia el gatillo, y ella supo que tenía que lanzarse sobre el arma. Si saltaba, si se tiraba sobre su cara, le daría a Amy una oportunidad de sobrevivir.

Hilary pensó en Mark. Vio su cara y sintió su contacto, tan real como si estuviera allí con ella. Pensó en las caras de los hijos que nunca tendrían. Pensó en cómo se puede pasar de la vida a la muerte en un instante.

Se preparó para saltar, pero antes de que lo hiciera vislumbró un destello de movimiento en el pasillo, detrás de Gary Jensen. No se atrevió a apartar los ojos de él, pero a la tenue luz del pasillo se dio cuenta de que alguien se acercaba por el pasillo hacia ellos. Una chica se colocó a la espalda de Jensen con un dedo sobre los labios en señal de silencio.

Era Katie.