En el oscuro refugio, Mark sólo oía la respiración siseante de Tresa y el roce de su ropa cuando se movía. Ambos estaban mojados y congelados. Un dolor agudo le ascendía desde el tobillo hasta la pantorrilla cuanto más rato pasaba de pie, y cuando ya fue incapaz de seguir aguantándose en la pared, Tresa se levantó y le obligó a sentarse. Ella hizo lo propio, sobre sus rodillas, le rodeó el cuello con los brazos y enterró la cabeza en su pecho. Mark no la veía; resultaba invisible en la oscuridad. Sólo la notaba acurrucada contra él, con los dedos agarrados con fuerza a su piel, el pelo húmedo debajo de su barbilla.
—Lo siento —susurró ella—. Esto es culpa mía.
—No digas eso.
Mark no creía que nadie pudiera oír sus murmullos a través de las gruesas paredes. Estaban en una crisálida oscura, sólo ellos dos.
Tresa se quedó callada y luego dijo:
—Todavía pienso en ello, ¿sabes? Tú y yo. En la playa.
Mark sabía exactamente de qué hablaba. Semanas antes de que Delia Fischer encontrara el diario de su hija, antes de que su vida empezara a derrumbarse, había habido un beso. Ocurrió no lejos de allí. Estaban en la playa detrás de la casa, bajo la luz de luna, calentándose con las llamas de una hoguera. Hilary los había dejado allí al caer la noche y se había ido a dormir. Había confiado en él, como siempre hacía, más de lo que él confiaba en sí mismo. Tresa y él hablaron durante más de dos horas, hasta bien pasada la medianoche, aunque la que más habló fue ella. Le explicó sus sueños, sus fantasías, su vida, sus culpas, sus esperanzas y miedos, su soledad. Entonces, mientras se levantaban y él echaba arena sobre el fuego, ella se puso de puntillas y le besó, no un beso de niña, no un beso inocente, sino un beso con todo el erotismo que una adolescente podía ponerle.
Luego le había dicho lo que quería: «¿Me harás el amor?».
Ahora, mientras la sujetaba, volvía a sentir su excitación, el calor a través de la ropa. Para ella era una situación romántica, no un asunto de vida o muerte. Ella le rescataba, él la rescataba a ella. Notó como Tresa se elevaba en su regazo y, aunque no podía ver a un centímetro de su cara, supo que los fríos labios de la chica estaban a punto de encontrarse con los suyos con la misma urgencia, la misma pasión, con la que lo habían hecho un año antes. Quería que él la tocara, que la desnudara. Quería ser la heroína de la novela.
Él la detuvo con una gentil presión sobre la mejilla.
—No podemos.
Tresa se puso tensa y Mark percibió su decepción. Se separó de él y se levantó en el estrecho espacio.
—He intentado no quererte —murmuró—, pero no puedo evitarlo.
—Tresa, no lo hagas.
—No soy una niña, y esto no es un capricho. Sé que no puedo tenerte y sé que soy idiota, ¿vale? Nunca fue mi intención haceros daño a ti ni a Hilary; era lo último que quería, de verdad. Si no fuera porque aquí estoy otra vez, haciendo lo mismo.
Mark no dijo nada.
—Por lo menos dime que te sentiste tentado —continuó ella—. ¿Un poco?
—Tresa, de ningún modo habría dejado que algo sucediera entre nosotros. No es sólo que ame a mi mujer, y no es que tú no seas una chica dulce, guapa e increíble. Es porque me importas demasiado. Que una chica como tú se enamore de su profesor es absolutamente inocente. Un profesor que pervierte ese amor para sus propios fines es repugnante. Yo no te haría eso.
—Oh, mierda, crees que soy una niña —murmuró Tresa en un tono que delataba su decepción, como si fuera la peor cosa que le pudiera haber dicho.
—Eso no es lo que quiero decir.
—Te equivocas —le dijo ella—. No soy inocente. ¿Crees que no sé exactamente lo que quería en la playa contigo?
Alzó la voz y él se preocupó por si les oían desde fuera.
—Leíste lo que escribí en mi diario —continuó ella—. Conozco las posturas, ¿vale? Sé dónde se colocan las cosas. Sé que te estaba pidiendo que engañaras a tu mujer. Aún lo hago, y me odio por eso. No me importa, me desnudaré para ti ahora mismo y me pondré de rodillas. Así de inocente soy, Mark.
Él se dio cuenta de que estaba volviendo a cometer el mismo error con Tresa: tratarla como una niña con ropa de mujer, cuando en realidad era al revés. Podía ser ingenua y seductora al mismo tiempo. Igual que Glory.
—Muy bien, sí, claro que tuve tentaciones —le dijo Mark—. Soy humano, pero no iba a arruinar la vida de los dos, ¿vale?
—Di que sí ahora.
—Sabes que no puedo hacer eso.
—No tiene por qué ser nada más que ahora mismo. Una noche.
—Tresa, no.
Sintió la amargura y la desilusión que emanaban de la oscuridad. Cuando ella habló, lo hizo con una voz teñida de resentimiento.
—¿Fuiste humano con Glory?
—¿Qué?
—¿A ella le dijiste que sí?
Mark oyó el eco de las palabras que le había susurrado Glory en la playa. «Nadie lo sabrá nunca».
—No ocurrió nada entre ella y yo.
—Aun así, estabas ahí fuera con ella, ¿no? Como dijo todo el mundo. Glory y tú, juntos.
—No fue así.
—Sé sincero conmigo.
—Sí, la vi en la playa —admitió él—. Eso es todo.
—¿Habías quedado con ella?
—No, fue por casualidad. Salí a dar un paseo y la encontré allí.
—¿Trató de seducirte? —preguntó Tresa en voz baja.
Mark vaciló.
—Sí.
—Esa zorra. Lo sabía.
—Estaba borracha y disgustada. No fue deliberado.
—¿Qué te hizo?
—No importa.
—¿Te besó? ¿Te la chupó? ¿Qué?
—No, nada parecido.
Mark podía notar el temblor en la voz de Tresa mientras luchaba entre el enfado y las lágrimas.
—¿Sabes qué, Mark? ¿Sabes lo que pienso de verdad? Creo que te la follaste y no quieres reconocerlo.
—Eso es una locura.
—Estás mintiendo, ¿verdad? —preguntó ella sin aliento—. Glory conseguía todo lo que quería. Es verdad, ¿no es sí? Todo el mundo tiene razón: te acostaste con ella y luego la mataste para encubrirlo.
—No.
—No sé qué es peor, la idea de que mataras a mi hermana o la idea de que quisieras acostarte con ella y conmigo no.
—Tresa, escúchame. Detente y escúchame. Te equivocas; no me acosté con Glory, y no la maté.
—Entonces ¿qué le pasó?
—No lo sé.
—¿Crees que la maté yo? ¿Estás intentando protegerme?
—Tú no la mataste.
—Si os hubiera visto acostándoos, te juro que la habría estrangulado.
—Te conozco, Tresa —insistió Mark—. Sé que tú no lo hiciste.
Tresa sollozó en silencio, arrastró los pies, se puso de rodillas y le rodeó el torso con sus delgados brazos.
—Lo siento. Soy una completa idiota; estoy diciendo lo primero que se me pasa por la cabeza.
—Tresa, tienes que creerme. Yo no maté a Glory.
—Lo sé. Soy tan mala como el resto. Se supone que confío en ti, y estaba a punto de acusarte también.
—Me encontraba en el sitio equivocado en el momento inoportuno —explicó Mark—. Eso me convierte en el único sospechoso, al menos hasta que Hilary vuelva de Green Bay.
Tresa se puso rígida y se apartó. Era como si no le hubiera escuchado.
—¿Qué acabas de decir? ¿Por qué está Hilary en Green Bay?
—Hay un hombre allí que también se hallaba en Florida la semana pasada. Por lo visto tiene un historial de relaciones con adolescentes, y puede estar involucrado en la desaparición de una chica. Hilary cree que la policía debería investigarlo.
—¿Él está en Green Bay?
—Eso es.
Tresa bajó de su regazo y dio unos pasos de una pared a otra en el exiguo espacio.
—¿Qué pasa?
—No lo sé. Supongo que sólo es una coincidencia espeluznante.
—¿Cuál?
Tresa se detuvo, se puso en cuclillas frente a él y se cogió a sus rodillas. Él se dio cuenta de que le temblaba todo el cuerpo.
—¿Ha desaparecido una chica allí? ¿Cómo se llama? ¿Quién es?
—Amy Leigh. Hilary era su entrenadora en el instituto, en Chicago.
—Amy Leig —repitió Tresa, alargando el nombre como si rastreara en su memoria y no encontrara nada.
—¿La conoces?
—No, nunca he oído hablar de ella.
—Tresa, dime qué es lo que va mal.
—Nada. Es sólo que no puedo creer…
—¿Qué?
Tresa se echó atrás con tanto ímpetu que se golpeó contra la puerta metálica.
—Espera un momento, ¿has dicho que Hilary era su entrenadora? ¿La chica es bailarina?
—Así es.
—¿Estaba en Florida?
—Sí, pertenece al equipo de Green Bay.
Oyó como Tresa respiraba con la boca abierta.
—Oh, mierda —murmuró—. Tiene que ser ella.
—¿De qué estás hablando?
Tresa le ignoró.
—¿Cómo se mezcló Hilary en esto? Por favor, dime lo que ha pasado.
—Amy llamó a Hilary ayer; por lo visto pensaba que su entrenador podía tener algo que ver con la muerte de Glory. Ahora Amy ha desaparecido, así que Hilary ha bajado hasta allí en coche para hablar con la policía. Está preocupada por si ese tío se la ha llevado.
—Este tipo del que hablas, ¿es el entrenador del equipo de Green Bay?
—Creo que sí, ¿por qué?
—¿Cómo se llama? ¿Lo sabes? ¿Jerry algo?
—Gary Jensen.
—Oh, mierda, es él, es él. Se me había olvidado por completo. ¡Soy tan estúpida! Peter Hoffman me dijo que tenía que hablar con él, porque era bailarina. ¡Mierda!
—Tresa, no entiendo nada.
La voz de ella era apremiante.
—Mark, tenemos que salir de aquí. Por favor, tenemos que irnos. Hay que avisar a Hilary.
Mark sintió como se le disparaban la adrenalina y el miedo al oír el nombre de Hilary.
—¿Avisarla de qué?
—Tiene que mantenerse alejada de allí —gimió Tresa, y luego perdió el control y se derrumbó.
—Tresa, Hilary no va a acercarse a Gary Jensen.
—¡No! No, no; no lo entiendes. ¿Qué he hecho?
Tresa abrió la puerta metálica y salió disparada del retrete. Sus gimoteos de pánico resonaron entre las paredes de cemento mientras avanzaba a trompicones buscando la salida. Al encontrarla, abrió de par en par la puerta exterior y dejó que se cerrara tras ella. Mark la siguió a ciegas por el bosque, donde la lluvia y el viento ahogaban los ruidos.
—¡Tresa, detente! —siseó—. No es seguro.
Por un momento, en algún lugar cercano, oyó sus pasos corriendo y el jadeo entrecortado de sus llantos, pero no podía ver nada en la oscuridad y el ruido se apagó enseguida.
—Tresa —volvió a llamar, tan alto como se atrevió.
Se había ido.
Cuando Cab se despertó, la sangre le goteaba desde la cara hasta el suelo, donde se convertía en un charco alrededor de las yemas de sus dedos. El dolor le atravesaba la cabeza, como si un clavo le entrara por la parte de atrás del cráneo y le saliera entre los ojos. Al apoyarse en los antebrazos e impulsarse hacia arriba, una oleada de mareo y náuseas casi le hizo vomitar y desplomarse. Se quedó apoyado en las manos y las rodillas hasta que se le aclaró la mente, y luego se puso en pie lentamente, apoyándose en la pared del dormitorio. Se tocó con cuidado la parte de atrás de la cabeza e hizo una mueca al notar el chichón, que estaba mojado de sangre. No tenía ni idea de si llevaba inconsciente un minuto o una hora, pero su linterna seguía encendida, dibujando un túnel de luz hacia la cama. Se agachó con cuidado y la recuperó.
Al escuchar el silencio de la fría casa a su alrededor, concluyó que el asaltante se había marchado. Y su Glock también; había desaparecido.
Se tambaleó hacia el baño y abrió el grifo del lavamanos. Cogió una toalla del toallero, la mojó bajo el chorro de agua y se la pasó por el cráneo para lavarse la sangre. Abrió el armario de debajo de la pila y utilizó la linterna para encontrar una caja con gasas y esparadrapo. Se colocó una sobre la base del cráneo y añadió esparadrapo hasta que la tela se mantuvo en su sitio, bien adherida a la piel y el pelo. Era un trabajo chapucero, pero no tenía tiempo que perder.
Antes de salir del baño, abrió un bote de Advil y se tomó cinco comprimidos para combatir el monstruoso dolor de cabeza.
Cab salió de casa de Mark Bradley y recorrió el camino embarrado hasta su Explorer negro, que seguía aparcado donde lo había dejado. Se apoyó en el coche mientras dejaba que las oleadas de dolor de su cabeza remitieran. Quienquiera que le hubiera asaltado no podía estar lejos. Tampoco Mark Bradley y Tresa Fischer. Lo único que no sabía era dónde encontrarlos. Podían estar en cualquier parte, escondidos en la noche.
Abrió la puerta del coche.
Fue entonces cuando lo oyó. Un crujido seco crepitó entre el ruido de la lluvia. El eco resonó a su alrededor, pero el origen del sonido estaba en la playa.
Un disparo.
El mundo empezó a dar vueltas mientras Cab corría hacia el agua.