Tras pasarse media hora en el agua negra y picada, las luces del muelle de Washington Island constituyeron una salvación. Cab estaba verde del mareo, pero Bobby Larch permanecía indiferente mientras apagaba el motor de su embarcación de pesca y navegaba a la deriva en la calma del abrigo del rompeolas. Cab vio el contorno de los ferris amarrados durante la noche. Al acercarse a la orilla, oyó algo extraño y fuera de lugar. Música de jazz. En algún restaurante del puerto, una banda levantó aplausos entre la multitud de lugareños.
Cab no recordaba haber sido más feliz que cuando el bote golpeó suavemente contra el muelle. Larch pudo verlo en su cara.
—Eh, le dije que le traería —señaló.
Cab salió de la embarcación y subió al muelle, con las rodillas temblorosas mientras el suelo ya había dejado de oscilar bajo sus pies. Tenía la piel helada y mojada, y el traje y el abrigo cubiertos de suciedad.
—Ya.
—¿Cómo es que cambió de opinión respecto a venir aquí esta noche?
—Es una larga historia —contestó Cab.
Una larga historia enterrada en un agujero.
Se trataba de una historia de venganza y justicia. Sabía por qué había muerto Peter Hoffman. Sabía que lo más probable era que Mark Bradley estuviera muerto por la mañana, si no hacía nada por evitarlo. Sabía cosas que desearía no haber sabido.
—Necesito un coche —dijo—. ¿Sabe dónde puedo conseguir uno?
—¿Tiene cien pavos?
—Sí.
—Entonces sí.
Cab se sacó un billete del bolsillo interior, Larch lo agarró con una sonrisa y se alejó por el muelle. Cab le siguió hasta el aparcamiento y le vio desaparecer en el restaurante del puerto, mientras la música aumentaba de volumen cuando se abrió la puerta. Larch estuvo dentro dos minutos y, al salir, le lanzó un juego de llaves por el aire. Cab lo cogió.
—Aquí lo tiene. Es un Nissan negro, está aparcado a la vuelta de la esquina, en la parte de atrás. Lo traerá aquí por la mañana, ¿verdad?
—Sí —confirmó Cab, y añadió—: ¿Cuánto le ha dado a su amigo?
—Cincuenta.
—Sabe usted hacer negocios, Bobby.
Larch le guiñó un ojo.
—Buena suerte, detective.
A Cab no le costó encontrar el Sentra. Era viejo, con barro incrustado, y olía a pino gracias a un ambientador con forma de árbol de Navidad que colgaba del retrovisor. Echó hacia atrás hasta el tope el asiento del conductor y enfiló la carretera del puerto, donde puso las largas para iluminar el estrecho camino entre los árboles.
No vio ni un alma en el pueblo. El puñado de residentes se encontraba abajo, en el puerto, escuchando jazz o trasegando cerveza en el Bitters Pub. Aceleró en dirección norte alejándose de las tiendas y adentrándose en la solitaria tierra. Casi se pasó el cementerio, donde giró hacia el agua y luego volvió a torcer en el camino de tierra que llevaba a casa de Mark Bradley. Redujo la velocidad y escrutó el bosque en busca del camino de entrada.
Al encontrarlo, aparcó de través bloqueando la salida.
Cab cogió la linterna y salió del coche. Mientras se acercaba a la casa, iluminó el Ford Explorer aparcado en diagonal al borde del claro y el suelo a su alrededor. La luz se reflejó en algo brillante, y vio un juego de llaves caído en el barro. Las recogió, sacudió la suciedad y se las metió en el bolsillo. También vio un enjambre de huellas que entraban y salían de la casa. Al volver el haz de luz hacia la puerta delantera, se dio cuenta de que estaba abierta.
—Mierda —murmuró Cab.
Había llegado tarde. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y deslizó la Glock en su mano.
Probó suerte con un grito.
—¡Bradley!
Luego, un momento después, llamó:
—¡Tresa!
Escuchó, pero nadie respondió. El agua goteaba entre los árboles y el viento silbaba entre las ramas. Barrió de nuevo con la linterna la superficie del bosque. Sabía lo que estaba buscando en la tierra empapada. Cuerpos. Se sintió aliviado al no encontrar ninguno.
—¡Bradley! —volvió a llamar.
Recorrió el perímetro de la casa y siguió unas huellas de pasos a lo largo del muro oriental. Llegó al porche con mosquitera de la parte trasera y, a través de la rejilla, en la otra pared, vio otra puerta abierta y las esquirlas dentadas donde habían arrancado la cerradura. Rodeó el porche y entró a través de la puerta rota. El aire de la noche soplaba por el espacio abierto, y la casa estaba fría. No detectó olor a sangre fresca. Comprobó la cocina y luego iluminó el pasillo con el cono de luz.
Vio la puerta abierta de un dormitorio y aferró su arma mientras entraba. Al abrir el armario encontró montones de ropa apilados en el suelo. La cama estaba hecha, pero el edredón se había arrugado. Junto a la pared, medio oculto bajo la cama, encontró un móvil y abrió la tapa para mirar dentro. El fondo de escritorio mostraba a una chica en medio de un vendaval, con la melena pelirroja sobre los ojos y una expresión triste y pensativa.
Tresa.
Tresa había estado allí. En el dormitorio. Casi esperaba percibir el olor dulzón a sexo en el aire, y se dio cuenta de que la relación entre ellos seguía siendo un misterio. No sabía si la aventura había sido real o producto de la imaginación erótica de una adolescente, todo cuanto sabía era que ella había ido a la isla tan pronto se había enterado de que Hilary iba a pasar la noche fuera.
Ahora Tresa y Mark Bradley habían desaparecido.
También se preguntó por primera vez dónde estaba Hilary. ¿Por qué no se encontraba allí?
Cab deslizó el teléfono en su bolsillo y se puso en pie.
Al darse la vuelta, el viento se arremolinó alrededor de su cabeza debido a un movimiento. Se encogió instintivamente; sabía lo que se avecinaba. Algo sólido como una roca le golpeó en la base del cráneo, donde el hueso se unía con el músculo. La oscuridad de la noche se volvió caliente y naranja tras sus ojos. Tuvo un momento de pánico y luego cayó, pero perdió la conciencia antes de que el peso de su cuerpo se derrumbara sobre el suelo.
Al cabo de diez minutos, Katie aún no había vuelto.
Hilary bajó del Taurus y echó a andar sobre la blanda hierba hacia los árboles que quedaban cerca de la carretera. Se escondió y observó la casa oscura al otro lado de la calle. No vio ni oyó nada. Se agitó, impaciente e indecisa. Al comprobar la hora, se dio cuenta de que el tiempo seguía consumiéndose.
Katie podía estar dentro, en peligro. O a lo mejor, como la chica lista y manipuladora que Hilary sospechaba que era, Katie nunca había entrado en la casa. Quizás estaba escondida en el exterior, esperando a que ella llamara a la policía.
Hilary cruzó la calle. La luz de la farola dibujaba un círculo amarillo en el asfalto que convirtió su sombra en un gigante negro. Pasó rápidamente junto a la luz y en la esquina, bajo los cables telefónicos colgantes, escudriñó la casa de ladrillos, que resultaba casi invisible tras los árboles. Se protegió debajo de las ramas más bajas. En la fachada principal, una tenue luz brillaba tras las cortinas de los dos pisos.
—Katie —susurró.
Si la chica estaba cerca, era silenciosa. Hilary tocó el móvil.
Avanzó sigilosamente hacia la parte de atrás. Detrás de los brazos frondosos de una enorme tuya, encontró un camino de grava y se metió en él, a unos pasos de las ventanas inferiores. Aquí las cortinas también estaban corridas, y no pudo ver el interior. Distinguió el garaje un poco más allá, con la puerta cerrada. El camino de entrada estaba iluminado por un débil fluorescente, y Hilary se sentía expuesta allí de pie. Si alguien miraba hacia fuera, la vería.
Se deslizó por la pared lateral del garaje. En la pared de ladrillos había una sola ventana, alta y estrecha; acercó la cara al cristal y miró dentro. Mientras permanecía allí, enmarcada por la ventana, el garaje se inundó de luz.
Con un grito ahogado, se lanzó al suelo, desde donde oyó el chirrido de la puerta del garaje y el ruido de la puerta de un coche al abrirse y cerrarse. Luego se encendió un motor. Mantuvo el pecho apretado contra el suelo mojado y vio un Honda Civic salir marcha atrás del garaje hacia la calle. Sus brillantes faros pasaron por encima de su cabeza. El coche giró y mientras se dirigía hacia el este en dirección a la carretera 57, oyó el ruido de la puerta del garaje al cerrarse.
Actuó por instinto, antes de que su cerebro pudiera detenerla. Se levantó de un salto y corrió hacia la esquina de la casa. Sólo dos metros separaban la parte baja de la puerta y el suelo de cemento. Se puso de rodillas y rodó por debajo, rascándose las manos con las piedras sueltas. La vieja puerta no tenía mecanismo de seguridad. Al cerrarse casi le pilló la pierna, que consiguió meter bajo el borde metálico en el último momento.
Hilary estaba sola en el garaje vacío.
Se apresuró hacia la puerta que daba al interior de la casa y giró el picaporte sin hacer ruido. Al empujarla, notó el aire cálido y vio la cocina a oscuras. Escuchó; no sabía si la casa estaba vacía. No oyó voces ni el sonido de un televisor; sólo el zumbido de los electrodomésticos. La cocina olía a salsa de tomate quemada.
Hilary se deslizó en el interior mientras una voz martilleaba en su cabeza: «¿Qué demonios estás haciendo?».
Se tragó el miedo. Se había dado una oportunidad para ver si Amy estaba en la casa. Katie tenía razón: eso era algo que la policía no podía hacer.
¿Dónde estaba Katie?
A Hilary se le revolvió el estómago al considerar la posibilidad de que Katie estuviera en el maletero del Civic que acababa de marcharse. Atada. O muerta. Había sido una imbécil al no detenerla. Cuando caía una ficha de dominó, el resto caía en cadena, y no podías hacer nada para evitar que se derrumbaran.
Salió de la cocina por las puertas batientes y siguió el pasillo hasta el salón. La chimenea olía a un fuego reciente. El televisor estaba encendido, lo que la dejó paralizada, pero el sonido estaba silenciado y la habitación, vacía. Se le ocurrió que Jensen no iba a tardar mucho.
Comprobó a toda prisa las habitaciones de la planta baja. El comedor. El baño. La biblioteca. La despensa. Era una casa grande con rincones extraños y espacios Victorianos. Estaba llena de huecos y recovecos donde esconder cosas. Allí donde iba, las cortinas estaban corridas. La casa parecía gótica. Encantada. Aun así, las habitaciones estaban vacías en su inocencia, como si Hilary hubiera cometido un error.
Encontró la puerta del sótano y bajó las escaleras de madera con el corazón en un puño. Allí, bajo tierra, se sintió lo bastante segura para encender la luz. El extenso espacio era un revoltijo, con paredes de bloques de cemento, cañerías y conductos enclavados sobre el aislamiento rosa, y esquinas y giros con el mismo diseño de la planta de la casa. Prácticamente se echó a correr, consciente del tiempo que avanzaba inexorablemente, de los minutos que se consumían antes de que Jensen regresara. El sótano era como un laberinto y tuvo que abrir puertas de acero y mirar detrás de montones de cajas y en espacios muy pequeños para asegurarse de que no había construido un zulo en medio del frío y la humedad.
Nada.
Hilary regresó con cautela a la planta baja y jadeó mientras subía corriendo la escalera de caracol hacia el primer piso. Había un pasillo que se curvaba en Z en distintas direcciones, y las puertas estaban todas cerradas. Demasiadas puertas. Lo único que podía hacer era comprobarlas una por una. Empezó por la derecha y las fue abriendo y cerrando. Baño. Armario para la ropa blanca. Habitación de los niños. Dormitorio principal.
Empezó a pensar que aquello era una misión imposible. Un malentendido. Tenía que salir de allí.
Deshizo el camino y examinó rápidamente la otra parte de la casa. Habitación. Baño. Habitación. Todos ellos vacíos y sin utilizar. Encontró un zaguán que llevaba a una habitación que daba a la parte de atrás de la casa, y mientras se dirigía hacia la puerta cerrada, escuchó un sonido escalofriante.
El chirrido de la puerta del garaje. Gary Jensen había vuelto.
—Oh, no —murmuró al tiempo que se quedaba paralizada.
En aquel momento, casi abandonó. Casi no abrió la puerta, para poder correr escaleras abajo y salir por la puerta delantera antes de que Jensen entrara en la cocina. En lugar de eso, hizo girar el pomo y se metió en la última habitación, y enseguida se dio cuenta de que era diferente.
Olía a una mezcla penetrante de sudor, orina y perfume. A lo que cabía añadir el miedo. Había alguien allí, en la oscuridad.
Hilary encendió la luz y se llevó las manos a la boca. Ella estaba allí. Con las piernas abiertas y atada a la cama. Amordazada. Con los ojos abiertos. Suplicantes. Despierta. Viva.
Amy.