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—Tenemos que hacer algo ahora —insistió Katie.

Al respirar, el aliento le apestaba a nicotina. Su ventanilla estaba medio bajada, y la lluvia le caía sobre el brazo.

—Hay alguien a quien puedo llamar —dijo Hilary.

—¿Quién?

—Se llama Cab Bolton. Es un policía de Florida que investiga la muerte de Glory. La policía local le escuchará. Enviarán un coche aquí, y podremos hablar con ellos.

Katie secó el vapor del cristal con el codo.

—Cuando llamen a la puerta de Gary él les soltará un rollo, como ha hecho conmigo en la residencia. Amy nos necesita ahora. Ha dicho que me ayudaría.

—No podemos hacerlo solas. Cab es listo; se dará cuenta de que esto es importante.

Hilary sacó el teléfono y buscó en su bolso la tarjeta con el número de Cab Bolton. Antes de que pudiera marcarlo, Katie cubrió el móvil con la mano y la detuvo.

—Tengo una idea mejor.

—¿Cuál?

—Démosle a la policía una razón para entrar en la casa.

—No lo entiendo —dijo Hilary.

Katie abrió la puerta del Taurus y se metió bajo la lluvia. Hilary se estiró por encima del asiento y la agarró del brazo.

—¿Qué crees que estás haciendo?

—Voy a casa de Gary.

—Ni hablar. Vuelve dentro.

Katie se desasió. El agua le goteaba por la cara y el pelo.

—Si la policía llama ahora a la puerta de Gary, él puede cerrársela en las narices y ellos no podrán hacer nada. Pero a mí me dejará entrar. No tiene razón para pensar que yo sé algo.

—¿Qué esperas conseguir? —preguntó Hilary.

—Voy a forzar su reacción.

—¿Cómo?

—Le contaré la verdad, que Amy creía que es un asesino. Le diré que voy a ir a la policía.

—No vas a hacer eso —insistió Hilary—. Si de verdad tiene a Amy, lo único que lograrás será ponerte en peligro.

Katie ladeó la cabeza y las gafas le resbalaron por la nariz.

—Si me coge, perfecto. No sabe que usted está aquí fuera. Si en diez minutos no he vuelto, llame a emergencias, y ya tendrá una excusa para que la policía entre en la casa. De otro modo no tienen nada y las dos lo sabemos.

—Mientras tanto podría matarte.

—No me hará nada tan rápido.

—No puedes arriesgarte.

—Demasiado tarde —dijo Katie—. Deme diez minutos.

La chica cerró la portezuela y echó a correr sobre la hierba mojada del parque. Hilary salió del Taurus para seguirla, pero Katie ya estaba demasiado lejos, corriendo bajo el aguacero. Sintió deseos de gritarle, pero se mordió el labio y se abstuvo de hacerlo. Mientras se agarraba a la puerta y la miraba, la chica cruzó la intersección vacía bajo el brillo de las farolas y desapareció tras los imponentes arces que custodiaban la parte delantera de la casa de Gary Jensen.

Mark oyó el sonido ahogado de la madera al partirse cuando alguien forzó la puerta del porche trasero, y le tapó la boca con la mano a Tresa para evitar que gritara.

—Está en la parte de atrás —le susurró al oído—. Vamos a salir por delante. No hagas ni un solo ruido.

Tiró de Tresa hacia el pasillo y, cubriendo el cuerpo de ella con el suyo, avanzaron hacia la puerta delantera, que se hallaba a cinco metros. La distancia parecía muy larga, y él constituía un blanco perfecto si alguien se arriesgaba a dispararle por detrás. Mantuvo sus manos agarradas con firmeza a los hombros de Tresa, que estaba temblando. Mark esperaba que no le entrara el pánico y echara a correr, revelando así su ubicación.

La puerta estaba entreabierta. Cuando el viento soplaba, Mark notaba la lluvia en la boca. Hizo una mueca cuando la puerta se movió un centímetro y las bisagras emitieron un agudo chirrido. Delante de él, Tresa se quedó paralizada y contuvo el aliento. Él se agachó un poco, y rozó con la cara su pelo pelirrojo.

—Sigue avanzando.

Se escurrieron por el estrecho hueco. Seguían sin ver nada, pero el aire de la noche sabía a libertad. Mark los guió hacia su coche, recorriendo de memoria el camino hasta el final de la pared de la sala, que estaba justo al otro lado de la puerta delantera. Al llegar al camino de entrada, soltó la mano de Tresa y se detuvo para coger las llaves del bolsillo con el puño cerrado. Luego extendió de nuevo la mano para cogerla del brazo.

Tresa no estaba allí.

Extendió ambos brazos. La chica había desaparecido.

—¿Tresa? —siseó tan alto como se atrevió.

Mark escuchó el sonido de sus pasos corriendo sobre el barro, se dio la vuelta y ambos chocaron con fuerza. Ella rebotó contra su pecho, trastabilló y se cayó hacia atrás. Él se agachó para ayudarla, pero ella saltó al mismo tiempo y esta vez se colgó de su brazo. Las llaves se escurrieron entre los dedos de Mark, así como el martillo.

A unos seis metros, la alarma del Explorer se disparó y las luces empezaron a encenderse y apagarse como una sirena, y la bocina soltó un aviso estridente. El resplandor de la luz los cegó y los dejó expuestos y vulnerables. Mark escudriñó el suelo en busca de las llaves y no las vio, pero no tenía tiempo de buscar entre la tierra. Agarró a Tresa y tiró de ella hacia el extremo más alejado de la casa.

—Ven, iremos hacia la playa.

Más allá de la fachada, protegida por la casa, la noche volvía a ser oscura como boca de lobo. La alarma seguía sonando tras ellos, pero a Mark no le preocupaba el ruido que pudieran hacer. Se lanzó a través de los árboles, avanzando a trompicones sobre las rocas y las raíces, y protegiéndose la cara con una mano extendida mientras las ramas se le clavaban en la piel. Tenía a Tresa cogida de la mano y la arrastraba tras de sí. Delante de ellos, podía distinguir la palidez allí donde el bosque terminaba en la playa de piedras, cerca de la bahía en forma de media luna. Aceleró entre los árboles mientras Tresa le pisaba los talones. Al final se encontraron con la lluvia y el viento. El agua salpicaba en la orilla.

Correr sobre las rocas era arduo y difícil. Mark giró hacia el oeste y ambos avanzaron por la playa siguiendo el borde de los árboles, y utilizando las frondosas ramas de las coníferas para esconderse. Él se torció el tobillo al colocar mal el pie izquierdo, pero no redujo el ritmo. Latigazos de dolor le subían por la pierna mientras corrían, y al final alcanzaron el camino de tierra que llevaba desde la playa hasta la zona de acampada y luego al cementerio.

—Sé dónde escondernos —le explicó Mark.

Siguió el camino y se metió en la zona de acampada. En aquella planicie, los árboles eran altos, sus troncos estrechos y rectos bloqueaban el paso como soldados. Los guiaron a través de la oscuridad y él casi chocó con el muro de bloques de hormigón antes de verlo. Era una de las casetas para cambiarse construidas para los bañistas veraniegos, como una pequeña casita incrustada entre los árboles y los bancos de picnic. Palpó la puerta de madera y rezó para que no estuviera cerrada con llave. Al girar el pomo mojado, se abrió silenciosamente. Tresa y él se arrastraron al interior y él cerró la puerta tras ellos. Incluso en invierno, el frío y húmedo lugar olía a aguas residuales. Se agachó en el suelo de cemento y tanteó hasta tocar con los dedos la pared de metal de un lavabo cerrado. Metió a Tresa dentro y no pasó el pestillo de la puerta.

El interior estaba frío y húmedo, y la chica temblaba de manera incesante. Mark se quitó el abrigo y se lo puso sobre los hombros. Oía el agua gotear tanto dentro como fuera.

—¿Y ahora qué? —preguntó Tresa.

—Ahora esperaremos —contestó Mark.