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Cab encontró una vieja verja de acero al final de Juice Mill Lane, en el límite de la zona oeste del parque nacional, y la examinó en la oscuridad con el rayo de luz de una Mag-Lite. Dos señales maltrechas colgaban del borde superior, atadas con alambre oxidado. En una se leía «No pasar», y en la otra había un número grabado como en una matrícula con números blancos desvaídos: 11105.

Era el terreno de Peter Hoffman.

Examinó el camino que, más allá de la valla, se internaba en el bosque. El suelo era una mezcla embarrada de tierra y hojas. No vio huellas, de lo cual dedujo que nadie había ido allí en las lluviosas horas transcurridas desde la muerte de Hoffman. Buena señal. Si Hoffman tenía un secreto que había hecho que le mataran, Cab no quería esperar hasta la mañana siguiente y darle a otra persona la oportunidad de visitar la parcela por la noche.

La lluvia seguía cayendo como música china, con un rítmico pling-pling sobre las copas de los árboles. Rodeó la valla. La tierra olía a humedad y lombrices. Vio un gusano gordo a la luz de la linterna, estirado como un caramelo rosa entre las hojas caídas. Avanzó por el sendero, donde las señales de «Propiedad privada» con letras reflectoras brillaban entre los árboles mojados y relucientes. Lejos de la vieja valla, distinguió unas enredaderas sobre una estrecha pista, allí donde un fresno había caído y bloqueaba el camino con su tronco lleno de musgo. Pasó por encima del árbol y siguió el sendero, mientras barría el suelo con el haz de luz de su linterna. Unos cincuenta metros más adelante, distinguió un destello de cristal sobre el suelo. Al inclinarse vio que se trataba de una botella abierta y vacía de Jameson. El cristal estaba limpio; no llevaba allí mucho tiempo. Era la misma marca de whisky que había encontrado sobre la mesa de la cocina en casa de Peter Hoffman.

Hoffman había estado allí hacía poco.

Cab levantó la linterna y vio los restos de una cabaña frente a él.

La naturaleza estaba tomando posesión de la ruinosa estructura, que desaparecía debajo de ella. La lluvia y la nieve habían derrumbado partes del techo, dejando enormes huecos. Las paredes se abombaban hacia dentro, moteadas con restos de pintura roja. En las vigas había hileras de clavos salidos y oxidados, como dientes rotos. La puerta colgaba podrida de la bisagra superior, y las ventanas estaban rotas en fragmentos afilados. Unas cortinas amarillas hechas jirones ondeaban en la lluvia y las malas hierbas alcanzaban la altura del canalón.

Cab fue hacia la puerta, iluminó el interior de las ruinas con la linterna y distinguió los ojos rojos de algún ratón. Vio una vieja estufa de leña con la puerta abierta y una rejilla oxidada en el interior. Dos sillas de madera yacían hechas pedazos en el suelo, y los ladrillos de la chimenea se habían derrumbado y cubrían el suelo de escombros. La lluvia salpicaba en los charcos a través del techo abierto, y vio montoncitos de excrementos negros. Las telarañas colgaban como cintas de las ventanas. Aparte de la presencia animal, la cabaña llevaba muchas temporadas desocupada, abandonada hasta desplomarse por sí misma en una batalla perdida con los elementos.

Peter Hoffman planeaba enviar a Cab a aquel lugar con la sección del mapa en el bolsillo. Cab estaba seguro de eso.

Pero ¿por qué?

Avanzó junto a las paredes en ruinas. Una vez recorrido todo el perímetro, dio un paso cauteloso hacia el interior. Desde el agujero del techo cayeron algunos restos. Su pie se hundió entre dos vigas, dejando el tobillo atrapado entre clavos puntiagudos hasta que se arrodilló y apartó la madera astillada para liberarse. Dirigió el haz de luz hacia las vigas del techo y vio un nido de pájaro vacío y colmenas de avispas.

Cab salió de la cabaña y examinó detenidamente la pista, que se desvanecía en un denso pinar. A la luz de la linterna volvió a ver la botella de Jameson y se dirigió hacia allí para situarse en el mismo lugar que había elegido Hoffman. Cerca de la botella distinguió un pequeño cuadrado de tierra donde no crecía nada, casi invisible entre los altos hierbajos. Avanzó sobre la hierba hasta llegar allí y, al golpear el barro con el pie, descubrió que de hecho, el suelo era metálico. Se agachó y apartó la tierra hasta que sus dedos ahora ennegrecidos encontraron una trampilla de metal corrugado de medio metro por medio metro, encajada en la tierra dentro de un recuadro de cemento. Era un refugio para tornados.

Unas gruesas bisagras sujetaban la puerta a los cimientos. En el lado opuesto, vio un pesado candado que mantenía cerrado el pestillo de la trampilla de acero.

Hacía falta una llave para abrirlo.

Cab se metió la mano en el bolsillo, sacó la llave que le había cogido a Hoffman y se puso a cuatro patas. No le importaba que las rodillas del pantalón del traje se ensuciaran y se mojaran. Dirigió el haz de luz hacia abajo, cogió el candado y usó el pulgar para limpiar la cerradura cubierta de mugre. Al ver la abertura, insertó la llave y la hizo girar.

El candado se abrió.

—Que me aspen —dijo en voz alta.

Cab se quedó allí agachado, jadeando, sin atreverse a moverse. El pelo mojado se le pegaba a la frente. Giró el candado, lo sacó del pestillo y lo dejó sobre el suelo. Con la punta de los dedos trató de abrir el cierre, pero con los años el óxido lo había sellado. Cab hizo una mueca y tiró con más fuerza; al ver que se resistía, sacó sus propias llaves, metió una de ellas por debajo y volvió a hacer palanca. Esta vez el pestillo se abrió de golpe y le pilló los dedos, que empezaron a sangrar.

Introdujo las uñas por el borde de la puerta metálica y la levantó, pero pesaba más de lo que esperaba y volvió a cerrarse tras resbalarle de los dedos. Lo intentó de nuevo pero las bisagras, que no se habían movido en años, chirriaron y se negaron a girar. Metió la palma por el estrecho hueco y empujó hacia arriba, ganando unos centímetros. Esta vez usó ambas manos, abriéndose paso entre el óxido acumulado que mantenía pegado el acero y forzando la tapa hacia arriba. La trampilla se abrió hacia el otro lado de golpe, Cab dio un traspié y casi se cayó en el refugio.

Se irguió y miró hacia la oscuridad de la abertura cuadrada, por donde desaparecía una escalera metálica. Un olor acumulado a moho y decadencia emergía del agujero. Al dirigir el haz de luz hacia abajo, vio un suelo de cemento sucio a unos tres metros, allí donde el hueco se abría a un espacio más grande. No veía nada más allá del túnel que llevaba al sótano.

Cab dejó la linterna en el suelo, se agarró a la escalera de metal y comprobó si aguantaba su peso. Las abrazaderas que la sujetaban a la pared de cemento temblaron pero resistieron. Parecía segura. Apagó la linterna y se la metió en el bolsillo, así que al poner el pie en el siguiente escalón no veía nada. La oscuridad le envolvía por completo.

Descendió hacia el vientre donde Peter Hoffman guardaba sus secretos.

Suponía que todo el mundo tenía un lugar así, real o imaginario, una cueva oscura donde enterrabas las cosas que querías olvidar.

Sus pies alcanzaron el suelo de cemento del refugio para tornados. Las telas de arañas adherían sus pegajosos dedos por la piel y el pelo, y Cab escupió algunos filamentos que se le habían metido en la boca. Notó la humedad de la tierra en las paredes porosas y la lluvia que caía a través del agujero en un charco a sus pies. La abertura en lo alto del refugio se veía pequeña allí abajo.

Encendió la linterna.

El espacio era angosto; poco más de tres metros lo separaban de la pared opuesta. Mientras movía el haz de luz vio estanterías metálicas con latas de conserva cubiertas de una gruesa capa de polvo y envases de agua. También había botellas de cerveza, turbia y rancia. El moho cubría las paredes como huevos quemados. Vio docenas de lombrices, la mayoría muertas sobre el suelo. Había más telarañas que colgaban del techo y se cernían sobre los cuerpos de los bichos como si fueran un tesoro.

Una solitaria silla de madera se erguía en medio de la habitación, como si alguien fuera a venir sólo para sentarse y pensar en su vida. Trató de imaginarse lo que haría Peter Hoffman allí.

Cab desplazó el haz de la linterna e iluminó la última esquina oscura del refugio.

—Hijo de puta —exclamó.