Mark siguió la luz de sus faros por el camino de entrada y enseguida se dio cuenta de que algo iba mal. Antes de salir de casa había encendido una lámpara en el salón, pero ahora no brillaba ninguna luz detrás de las cortinas. La casa estaba a oscuras.
Salió del Explorer y esperó junto al vehículo. No veía nada. La lluvia se escurría entre las ramas de los árboles, salpicando la tierra y ahogando el resto de ruidos del bosque. Pasó la mano por el metal mojado del chasis buscando la manecilla de la puerta trasera y, al encontrarla, la abrió, se inclinó dentro y tanteó el suelo. Sus dedos se cerraron sobre la cabeza bífida de un martillo. Agarró la herramienta por el mango de madera y cerró la puerta sin hacer ruido.
Se sentía como si tuviera una venda en los ojos. Bajo el manto de árboles, la noche era oscura en la isla, y las densas nubes habían dejado el cielo huérfano de luna y estrellas. Avanzó a tientas en dirección a la casa, mientras notaba bajo los pies las baldosas que señalaban el camino. Al tocar la puerta con los dedos estirados, giró el pomo, que cedió con facilidad. La puerta estaba abierta. La empujó hacia dentro, agarró el martillo con firmeza y entró agachado en el recibidor de su casa.
Dejó las luces apagadas, ya que la luz lo habría convertido en un blanco fácil. Forzó la vista por la pared que llevaba a la sala y distinguió el contorno de los muebles. Las paredes aún olían a pintura fresca. La habitación estaba vacía. Avanzó de lado por el pasillo, con las rodillas flexionadas, y pasó junto a la puerta abierta de su dormitorio, a la izquierda. Se quedó un momento quieto, mirando y escuchando, antes de seguir avanzando hacia la cocina y luego hasta el estudio. Se metió en el porche y comprobó la puerta que daba al exterior, pero estaba cerrada con llave y pestillo. Empezó a relajarse, pero entonces un ruido lo sobresaltó. Sonaba como si las ruedas de su cama rascaran el suelo de madera, del modo en que lo hacían cuando él golpeaba la estructura con la rodilla.
Mark retrocedió hacia la habitación, pero permaneció en el pasillo. Al resplandor del reloj de su mesita de noche, vio que la puerta de su armario estaba entreabierta, y él no la había dejado así. Aferró el martillo, tomó impulso con las rodillas y cargó. Se lanzó a través del corto espacio y de la puerta del diminuto armario. Se dio un golpe en el hombro contra la pared, amortiguado por los vestidos de Hilary.
Oyó unos pasos que corrían y se dio la vuelta a tiempo de ver a alguien que rodaba sobre la cama, huyendo del baño en dirección a la puerta del dormitorio. Dio un salto y ambos chocaron y aterrizaron juntos en el suelo. Un objeto metálico se deslizó por el suelo hasta la pared. Mark esperaba una pelea, pero no hubo ninguna. La persona que estaba entre sus brazos era delgada y frágil, y olía a perfume femenino. La sujetó contra el suelo por los hombros, y ella gimoteó aplastada por su peso.
—No me hagas daño, no me hagas daño. Jesús, Troy, soy yo, Tresa.
Mark no podía ver su rostro, pero reconoció la forma de su cuerpo y su familiar melena larga.
—¿Tresa? ¿Qué demonios haces aquí?
Ella pareció contener la respiración y tardó un momento en hablar.
—¿Mark? ¿Eres tú?
—Claro que soy yo.
Tresa le lanzó los brazos al cuello.
—Oh, gracias a Dios que estás bien. Llevo una eternidad esperando. ¿Dónde estabas?
—He salido a cenar —respondió él—. Tresa, ¿qué está ocurriendo?
Ella respiró entrecortadamente, todavía abrazada a él. Cuando Mark le apartó los brazos, ella le tocó la cara en la oscuridad con las yemas de los dedos. Su perfume inundó su nariz cuando ella se inclinó y puso sus labios sobre los de él.
—Tresa, para —le pidió Mark.
Ella se apartó.
—Lo siento. Es sólo que me alegro tanto de que seas tú…
—Voy a encender una luz.
Tresa le agarró del hombro.
—No. No lo hagas. Déjalo a oscuras.
—¿Por qué?
—Podría estar ahí fuera. No debemos dejar que nos vea.
—¿Quién? —Mark pensó en lo que había dicho cuando él aterrizó sobre ella—. ¿Por qué creías que era Troy?
Tresa se apoyó en la cama con la mano de él entre las suyas, que estaban húmedas.
—He oído a Troy hablando con mi madre. Ese estúpido capullo tiene un arma. Sabía que Hilary no estaba esta noche y ha dicho que iba a navegar hasta aquí para matarte.
Mark masculló mentalmente.
—¿Has visto el arma? ¿Estás segura de que tiene una?
—La he visto.
—¿Sabes cuándo planeaba venir aquí?
—No, pero a estas alturas ya debe de haber llegado. Debe de andar cerca. Si te ha visto venir a casa…
—Tranquilízate, Tresa —le dijo Mark—. No estoy seguro de que Troy tenga lo que hace falta para llevar esto adelante. Una cosa es creer que puedes disparar a alguien, pero apretar el gatillo es otra muy distinta.
—Lo hará, Mark. Deberías haber visto su cara.
—Lo entiendo, pero no tendrías que haber venido aquí. Tendrías que haberme llamado para contármelo.
—Lo sé, pero he pensado… quería… no sé, me imaginaba que a lo mejor Troy me escucharía.
Mark percibió la culpa y la vergüenza en su voz. No era sólo que tuviera miedo de lo que Troy hiciese, o que creyera que podía convencerle de que desistiera en su intento: Mark se dio cuenta de que quería ser ella la que le salvase. Quería rescatarlo. Eso es lo que uno hacía por alguien a quien amaba.
—¿Cómo has llegado aquí? —quiso saber.
—Con el coche de mi madre: lo he aparcado en la carretera. He pensado que no te gustaría que nadie lo viera en el camino de entrada a tu casa… ya sabes, por el qué dirá la gente. Quiero decir que Hilary no está en casa, y aquí estoy yo.
Él sabía que ella lo creía de verdad. «¿Ves? Estoy intentando protegerte». Aun así, el timbre de su voz era jadeante, y Mark era muy consciente de la calidez de su cuerpo apretado contra el suyo.
—¿Conoces a alguien más en la isla? —preguntó.
—No.
—Te llevaré a uno de los moteles. Puedes pasar la noche allí, estarás a salvo.
Tresa se agarró a él con fiereza.
—Ni hablar. No voy a dejarte solo.
—Estaré bien.
—No, Mark. Me quedaré aquí.
Su determinación era infantil. Una parte de él se preguntaba si la historia sobre Troy era realmente cierta o si se la había inventado para que estuvieran juntos. No sabía lo lejos que podía llegar Tresa. Había cogido el ferry para estar ahí la noche que Hilary se había ido, y la había encontrado escondida en su dormitorio. No pudo evitar preguntarse si se trataba de una fantasía, como los encuentros sexuales que detallaba en su diario. Un cuento de hadas. Empezaba con él en peligro, y acaba con ella seduciéndolo.
¿O a lo mejor le estaba contando la verdad?
—¿Has llamado a la policía? —preguntó.
—No podía hacerlo. No quiero que mi madre se meta en problemas.
No había llamado a la policía. Mark se preguntó si realmente quería proteger a Delia, o si pretendía protegerse a sí misma de otra mentira. Esta chica y sus deseos ya le habían engañado antes. Le gustaba, le daba lástima, pero debía seguir recordando que casi había destruido su vida para siempre.
—Vámonos, Tresa —decidió.
—¡Espera! ¿Has oído eso?
Mark escuchó y sólo oyó el sonido de la lluvia golpeando contra el tejado.
—No hay nadie fuera —le aseguró, pero tenía la misma sensación de antes. Algo no iba bien.
Paseó la mirada por la habitación mientras trataba de descubrir la causa de su inquietud, y se dio cuenta de que el despertador de la mesita estaba en negro. Un momento antes, brillaba con número blancos.
—Quédate aquí —le ordenó a Tresa.
Se levantó del suelo pero, a pesar de su advertencia, ella se puso en pie con él y se colgó a su costado, con el brazo alrededor de la cintura. Mark percibió su respiración acelerada en el torso, que subía y bajaba como si fuera un animal asustado. No estaba actuando; aquello era real.
Mark buscó a tientas el interruptor de la luz en la pared y, al encontrarlo, lo subió y lo bajó varias veces. No pasó nada.
—No hay corriente.
—Oh, mierda —murmuró Tresa—. Está aquí.