42

La mayoría de las carreteras secundarias del extremo norte de la península morían en los bosques a la orilla del lago. Cab condujo arriba y abajo por caminos estrechos con nombres como Europe Bay, Lost Lane, Timberline, Juice Mill y Wilderness, y sus ojos siempre le ofrecían el mismo paisaje, invariable: granjas, verjas cerradas, rampas para barcas y pistas de senderismo, todas ellas desiertas. Nada de aquello tenía sentido para él, y mientras tanto la noche lo envolvía. Entre los árboles ya estaba oscuro. La lluvia incesante repiqueteaba sobre el coche.

Aparcó en el camino hacia el parque nacional y apagó el motor. Sabía que estaba perdiendo el tiempo y que no hacía sino dar vueltas en círculos mientras permanecía a ciegas.

Echó un vistazo al móvil y vio que sólo tenía una barra de cobertura. No sabía cuánto duraría; allí la cobertura iba y venía con el viento. Rápidamente, antes de que las corrientes de aire cambiaran de dirección, llamó a casa en Florida. Era extraño que su cerebro hubiera usado esa palabra. Casa.

—Lala, soy Cab —dijo cuando ella contestó.

—Bien, bien —respondió ella—. El desconocido alto y rubio.

Pudo imaginarse su cara al oír su voz. Su piel oscura. Sus ojos salvajes. El cabello de ébano. La última vez que habían hablado él estaba bebido, y en esta ocasión era ella la que parecía achispada, con una voz meliflua, suavemente sensual. Le hizo pensar en la única vez que habían hecho el amor y en lo extrañamente vulnerable que se había mostrado ella en la cama, en lugar de salvaje y desinhibida cómo él esperaba. Recordaba su cuerpo desnudo y los pequeñas defectos: las pecas, la cicatriz en la rodilla, el leve pliegue en el estómago, que la hacían imperfecta pero aún más hermosa. Habían bailado alrededor de esa noche desde entonces, mientras Cab hacía lo que mejor se le daba: el loco.

—¿Dónde estás? —preguntó él.

—Estoy en tu piso —le informó ella—. Espero que no te importe.

Cab se sorprendió agradablemente.

—Para nada. Fui yo quien te lo ofreció.

—Mi aire acondicionado sigue estropeado. Me sentía como si aún estuviera en La Habana; tenía que hacer algo.

—No hay problema.

—Me estoy bebiendo tu vino.

—Bien.

—Es un vino muy, muy bueno.

—Lo sé.

—He tomado mucho.

—Para eso está ahí.

—Supongo que quieres hablar sobre el «caso» —dijo ella, soltando la palabra con un resoplido.

Eso era lo que Cab quería, pero al mismo tiempo no. Necesitaba su ayuda, y no sabía en qué momento la cobertura se evaporaría en el cielo. Aun así, le gustaba oír su voz allí, en medio de la nada.

—¿De qué otra cosa quieres hablar? —preguntó.

—He hecho algo malo —le contó ella.

—Lo dudo.

—No, no, es verdad. He mirado el cajón de tu mesita de noche. Me he dicho a mí misma que buscaba una goma para el pelo, pero sólo estaba cotilleando.

—¿Qué has encontrado?

—Una foto.

Cab sabía a cuál se refería.

—Vale.

—Es guapa.

—Era.

—Era. Lo siento.

—Se llamaba Vivian —dijo él.

—¿Quieres hablarme de ella?

Cab se tomó un buen rato antes de contestar, y Lala lo liberó del anzuelo.

—No importa; no tienes por qué contarme la historia de tu vida. Me gusta la idea de que una mujer consiguiera acercarse a ti. Está claro que yo no fui capaz.

—No es cierto —replicó él.

Esta vez fue Lala la que se demoró en la respuesta.

—¿Acaso te rompió el corazón, Coge-un-Cab?

—Algo así.

—Y ahora el resto de nosotras tenemos que pagar por ello, ¿no?

—Algo así —repitió él.

—Eso es una putada.

—Ya.

—Estoy diciendo cosas que no debería —continuó ella—. Lo siento, es el vino. Será mejor que me calle.

—No lo hagas.

Lala vaciló de todos modos.

—Hay algo que nunca te he contado.

—¿Qué?

—Mierda, ¿qué estoy haciendo? —murmuró ella.

—Cuéntamelo.

—Yo no tengo rollos —dijo ella.

Cab se puso tenso.

—No te entiendo.

—No los tengo. Algunas mujeres sí, yo no.

—Sigo sin…

—¿No te diste cuenta? —le interrumpió ella—. He hecho el amor con tres hombres en diez años. Con uno estaba prometida. De otro pensaba que estaba enamorada. Y luego estás tú.

Ella tenía razón. Cab no estaba preparado para esto.

—Lala.

—No tienes que decir nada.

Eso era mentira; quería que dijera algo. Y él necesitaba decir algo. Seguía buscando una puerta, una llave. Resultaba irónico, porque tenía una en el bolsillo y necesitaba una cerradura que encajara con ella. «Di algo». Pero no lo hizo, y esperó demasiado.

—Voy a darle al botón del reset de esta conversación —dijo Lala, en un tono más serio y triste—. ¿Vale? Reset. Pip. Hola, aquí Mosqueda. ¿Es el detective Bolton? ¿Qué puedo hacer por usted, detective Bolton?

—Lala —repitió él sin convicción.

—¿Un informe? ¿Quiere un informe? Porque tengo novedades para usted.

Cab suspiró y le siguió el juego.

—¿Qué has descubierto?

—Lo suficiente para pensar que hay algo que no cuadra. Lo suficiente para pensar que tenemos un problema.

—Continúa. Explícamelo.

—Empecé a pensar en Glory el viernes por la noche —prosiguió Lala—, cuando topó con nuestro amigo el camarero, Ronnie Trask. Intenté determinar la hora exacta en que sucedió. Trask dijo que había hecho su pausa de descanso antes de ir al restaurante del hotel para abastecerse de vino para el bar. Después se dirigió directo a su casi-choque con Glory, en el bar de la piscina. Cree que sirvió una bebida al cabo de dos o tres minutos de volver. Tras comprobar las facturas, pude deducir la que estimo fue su primera venta. Basándome en eso, tengo una horquilla de unos cinco minutos en los que Glory se marchó corriendo del centro de eventos.

—Buen trabajo, pero no estoy seguro de adónde quieres llegar con esto.

—Espera un poco. Llamé a la mujer que coordinaba el torneo de danza y le pedí que comprobara la hora en los horarios de las actuaciones. Lo que descubrí fue que Tresa Fischer estaba en la alineación del equipo que actuó justo antes de esa horquilla.

Tiene sentido, ¿no? Glory habría estado mirando el número de su hermana.

—Claro. Mark Bradley también estaba allí, así que Glory podría haberse encontrado con él durante la pausa.

—Sí, pero la siguiente actuación programada después de la de Tresa era la del equipo de Green Bay, así que en el centro de eventos había mucha gente con vínculos en Wisconsin. Empecé a llamar a las personas de Green Bay que se habían alojado en el hotel para ver si alguien recordaba haber visto a Glory perder el control. Hablé con la madre de una de las bailarinas, y maldita sea si no me contó que recordaba a una chica que había perdido los nervios fuera del centro de eventos y había echado a correr.

—¿Sabía por qué?

—No. Dijo que Glory estaba de pie frente a una de las ventanas del pasillo y de repente soltó un grito y salió disparada.

—¿Qué hay al otro lado de la ventana?

—Un patio.

—Supongo que no tenemos ni idea de quién había en el patio.

—De hecho, sí. La hija de esta mujer estaba ahí, junto con todo el equipo de Green Bay. Estaban recibiendo una arenga de su entrenador, que no es otro que Gary Jensen. ¿Te suena de algo?

—Oh, mierda —dijo Cab—. ¿Nuestro testigo?

—El mismo. Llámame cínica, pero no me gusta la coincidencia.

A Cab tampoco le gustaba.

—¿Estás investigando el pasado de Jensen?

—Justo ahora.

—¿Podría haber alguna relación entre Jensen y Glory? —preguntó Cab.

—Ésa es la pregunta del millón de dólares.

—¿Podría ser Gary Jensen ese fugitivo desaparecido de Door County, Harris Bone?

—Eso fue lo primero que pensé yo también —dijo Lala—, pero no. A menos que Bone haya conseguido una suplantación de identidad sofisticada del carajo, la pista documental de Jensen puede seguirse hasta muchos años atrás. Por supuesto, podría haber otra relación entre Harris y él que aún no hayamos descubierto.

—Sigue con ello —dijo Cab—, y mantenme informado. Gran trabajo.

—Gracias.

—Te has ganado el vino.

—Eso he pensado.

—Oye, sobre lo que has dicho —empezó él—. Antes.

—Olvídalo.

—Lala, me has cogido por sorpresa. No es que yo no…

—Olvídalo —insistió ella, y añadió—: ¿Para qué llamabas, Cab? Está claro que querías algo.

«Quería hablar contigo. Quería oír tu voz». No le dijo eso; en su lugar, le explicó dónde se encontraba y lo que estaba haciendo. El mapa. La llave. Las carreteras que no llevaban a ninguna parte. Lo que no le contó era que estaba cansado y se sentía solo, y que se había quedado sin ideas.

—Está oscuro —dijo al final—. No tiene sentido hacer nada más esta noche; me vuelvo al apartamento. Te llamaré mañana por la mañana.

Lala no le dejó colgar. Él se preguntó si ella también quería oír su voz.

—¿Has comprobado los registros de propiedad de la zona?

Cab contempló las zonas verdes; no había casas a la vista. De hecho, apenas había viviendas en las carreteras por las que había pasado. No había pensado en los propietarios de las tierras, porque no parecía haber nada que poseer.

—No, no tengo el portátil aquí.

—Puedo hacer algunas búsquedas por ti. Dame un segundo. —Cab oyó el clin del cristal cuando Lala dejó la copa de vino y, unos segundos después, sus dedos sobre el teclado—. Vale, espera un segundo. Ahí vamos, registros de bienes raíces de Door County. Todo ordenado y en línea. ¿Me das el nombre de alguna calle?

—Europe Bay Road —dijo Cab.

—Suena rústico. Me salen una docena de parcelas y propietarios. ¿Quieres nombres? Dos parcelas de Waters, y luego Petschel, Clark, Moore, Barrick, Sawyer, Lenius, Haines, Mikel, Knoll, Heinz. ¿Alguno te dice algo?

—No.

—Otro nombre.

—Wilderness Lane.

—Estás de broma.

—No.

—Wilderness. Muchas parcelas, un solo propietario. Royston.

—Lost Lane.

—¿Dónde demonios estás, Cab?

—Perdido.

Lala se quedó callada y, al final, la oyó teclear.

—En ésa no hay parcelas.

—Juice Mill.

—La Asociación de Conservación de la Naturaleza es propietaria de una allí, y luego hay otros titulares individuales: Gunn, Kolberg, Dane y Hoffman.

Cab, que había cerrado los ojos, los abrió de par en par, se irguió en el asiento del coche y se golpeó la cabeza con el techo.

—¿Has dicho Hoffman?

—Sí.

—Peter Hoffman.

—Ése es. La parcela está en el número 11105 de Juice Mill Lane.

—¿Sale algo sobre la propiedad?

—Puedo decirte lo que paga de impuestos, el valor de la tierra y el de las reformas.

—¿Reformas? —repitió Cab—. ¿Hay una casa?

—Hay algo, pero el precio de las reformas no alcanza los diez mil dólares. La tierra que la rodea vale mucho más.

—Muy bien, veré qué puedo encontrar. Gracias, Lala.

—Llámame mañana y te diré qué más he averiguado sobre Gary Jensen.

—Bien —dijo él, y añadió—: Eh, ¿quieres saber algo?

Lala no respondió, y él se tomó el silencio como una invitación.

—Te echo de menos —declaró.

Ella siguió sin responder. No se oía nada en la línea. Cab se preguntó si se habría pasado o si, simplemente, ella no sabía si tomárselo en serio. Al ver que el silencio se prolongaba, miró el móvil y se dio cuenta de que el viento había cambiado y su cobertura se había desvanecido en el gélido aire. Lala ya no estaba.