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Hilary conducía por la carretera 57, cerca de Green Bay, cuando Katie la llamó.

—Quería asegurarme de que al final venía —explicó la chica—. ¿Tardará mucho?

Hilary trató de leer las señales a través del parabrisas. La carretera estaba resbaladiza, y la visibilidad era escasa en medio de la lluvia. Casi había chocado con un arce que había cruzado la calzada.

—Estoy a unos ocho kilómetros de la universidad. ¿Dónde quedamos?

Hubo una larga pausa.

—De hecho, ahora mismo no estoy en el campus —confesó Katie.

—¿Dónde estás?

—Aparcada frente a la casa de Gary Jensen.

Hilary se puso tensa y casi dejó caer el teléfono.

—¿Qué demonios haces ahí?

—Lo siento. Tenía que hacer algo, así que le seguí. Se lo explicaré cuando la vea.

—Quédate ahí; ahora voy. ¿Dónde está la casa?

—Si le falta poco para la salida de la universidad, no puede estar lejos. Coja la salida hacia la derecha, en dirección al parque de Wequiock Falls. Allí es donde estoy, en diagonal a la casa de Jensen.

—Llegaré enseguida.

Vio una señal que indicaba la dirección al parque; faltaban tres kilómetros; frenó en seco y giró abruptamente a la derecha. A una manzana larga de la autopista, cinco carreteras se unían en una intersección como una supernova gigante. Los cables del teléfono se cruzaban por encima de su cabeza. Estaba en campo abierto, en la cima llana de una colina sobre la bahía. A su izquierda había un maizal, y un camino que moría en el parque a su derecha. En el lado opuesto del cruce, vio una casa de dos pisos de ladrillo rojo, rodeada de árboles gigantescos.

La casa de Jensen.

Hilary giró hacia el parque y distinguió un sedán rojo aparcado en la hierba, al abrigo de un robredal. Se detuvo detrás y, al salir, miró por la ventanilla del conductor surcada por la lluvia y no vio nada dentro. El corazón le dio un vuelco.

—Eh.

Hilary oyó que la llamaban con un susurro. Cerca del cruce, guarecida bajo uno de los árboles que lo bordeaban, vio a una chica que le hacía gestos con los brazos. Antes de que Hilary pudiera moverse, la joven echó a correr por la hierba mojada y se reunió con ella junto a los coches.

—¿Katie?

Ella asintió. Tenía el corto pelo moreno pegado a la cara y las gafas salpicadas de lluvia. Era de mediana estatura y delgada, con un tic nervioso en las piernas. Llevaba una chaqueta negra con la cremallera subida hasta el cuello y tejanos negros. Olía a tabaco.

—Estás empapada —dijo Hilary—. Entremos en el coche.

Se subieron al Taurus; dentro se estaba caliente. Hilary dio media vuelta en dirección a la carretera 57 y, al ver otro claro entre los árboles de la cuneta del camino del parque, se apartó a la izquierda y aparcó. El coche quedaba prácticamente oculto por los árboles, pero desde su posición podían ver en diagonal la casa de ladrillos al otro lado del cruce.

Junto a ella, la chica movía los dedos con un ritmo nervioso.

—¿Le importa si fumo? Estoy muy enganchada.

—Baja la ventanilla —le pidió Hilary.

Katie lo hizo; luego sacó un paquete de cigarrillos húmedo del bolsillo de su chaqueta, se encendió uno y expulsó el aire por la ventana. A medida que inhalaba se fue calmando, y cerró los ojos por un momento.

—Me alegro de que haya venido —dijo.

—¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué estás aquí?

Katie tiró la ceniza fuera del coche.

—No podía quedarme sentada en la residencia sin hacer nada. Ya sabe, soy reportera, así que decidí seguir la historia. Fui al departamento de deportes para ver si Gary había ido a trabajar hoy.

—¿Y?

La chica negó con la cabeza.

—Ha llamado para decir que se encontraba mal.

—¿Y tú aún no has sabido nada de Amy?

—No. La he llamado y le he mandado mensajes, pero nada. Creo que la tiene él, ese cabrón. Dios, qué estúpida fui.

—¿Cómo se metió Amy en esto?

—Estábamos en Florida con el equipo de baile. En el autobús, Amy se enteró de que habían matado a una chica y me dijo que había visto a Glory y a Gary juntos, y que él había vuelto muy tarde a su habitación la noche que la mataron. En el pueblo también corren muchos rumores sobre la muerte de su mujer. Murió en un accidente, pero hay personas que no creen que lo fuera. En cualquier caso, a Amy se le metió en la cabeza que Gary podía estar relacionado con la muerte de Glory.

Hilary asintió.

—¿Tú estabas en Florida con Amy?

—Sí; me apunté al viaje, pero no vi nada raro. Me mezclé con las bailarinas durante el torneo para escribir un artículo para el periódico.

Hilary observó la casa que se alzaba entre los árboles y no vio luces dentro.

—Has dicho que sabías que Gary estaba dentro —dijo—. ¿Le has visto?

—Sí, le he dicho que lo he comprobado en su departamento, ¿no? ¿Que se encontraba mal? Bueno, cuando regresaba a la residencia, le he visto salir por la puerta principal de Downham, nuestro edificio. Y no parecía enfermo.

—¿Has hablado con él?

—Claro. Me he hecho la tonta, porque no estoy segura de que sepa que soy la compañera de habitación de Amy. El caso es que yo le conozco a él y él me conoce a mí por el trabajo en el periódico, pero eso es todo. Al menos he sido capaz de preguntarle por qué estaba en la residencia.

—¿Y qué ha contestado?

—Tenía una buena excusa, como si se la hubiera preparado. Ha dicho que Amy fue a su casa para hablar de temas de danza, pero que había dicho que no se encontraba bien y se había ido justo después de llegar. Así que había venido para interesarse por su estado.

—Tal vez haya dicho la verdad —observó Hilary.

—Ya, o tal vez se estaba proporcionando una coartada.

—¿Has visto el coche de Amy?

—No. He dado una vuelta para comprobarlo y no está aquí. Él podría haberlo dejado en una cuneta, o tal vez está en su garaje.

Hilary frunció el ceño.

—Vamos a hablar con la policía, aunque no estoy segura de que vayan a hacer algo. No todavía.

—El tiempo corre en nuestra contra —le dijo Katie agarrándole del brazo mientras Hilary cogía el volante—. Si Amy está viva, tenemos que hacer algo ya.

—¿Qué quieres decir?

La chica lanzó el cigarrillo por la ventana al suelo mojado, inspiró hondo y enterró la boca en la manga para toser.

—Después de ver a Gary en la residencia, le he seguido. Hizo una parada, y luego vino aquí. Eso fue hace una hora. Si no hubiera llegado usted, habría entrado yo sola.

—No digas tonterías —dijo Hilary, que miró la cara de Katie y añadió—: ¿Dónde se paró? ¿Qué hizo?

—Fue a una ferretería —le contó la chica—. Compró un rollo grande de film de plástico y una pala.

Delia se puso nerviosa al ver que Tresa no volvía a casa.

Había llamado a su móvil, pero no lo cogía. También había llamado a la tienda de Egg Harbor adonde había mandado a Tresa a comprar comida, y el encargado le había dicho que hacía más de una hora que se había marchado. A estas alturas, hacía rato que debería haber regresado. No era propio de ella llegar tarde sin avisar.

De pie en el porche, Delia miraba el camino vacío que llevaba a su casa y la lluvia que caía sobre el patio descuidado. Se estremeció con una terrible sensación de angustia. Parte de ella se debía a su dolor por Glory, que era el detonante de un miedo irracional e inmediato cuando Tresa se retrasaba. Otra parte lo atribuía a la culpa, al preguntarse qué espantosa cadena de acontecimientos había puesto en marcha debido a Troy.

La venganza era tan seductora. Estaba harta de que todo el mundo hablara de ella y no le ofreciera nada a cambio. Mark Bradley no merecía compasión alguna, no después de lo que le había hecho a ella y a su familia. Si Troy le mataba, sería un modo de equilibrar la balanza. Por fin un hombre recibiría su merecido por todos los que habían escapado.

Parecía sencillo, y sin embargo Delia sabía que no lo era en absoluto. Le costaba respirar. Por su cabeza caían en cascada todas las cosas que podían ir mal antes de que aquello terminara. Troy era un lerdo. Le cogerían antes o después de que disparara su arma, e iría a la cárcel durante años. O si no, le matarían en el intento. No quería cargar con la vida del chico sobre su conciencia; ya había muerto demasiada gente.

Delia tomó una decisión y marcó el número de Troy. Dondequiera que estuviese, ya fuera en el bote o en la isla, tenía que comunicarle un mensaje: «Detente. No lo hagas». Debía acabar con esta locura antes de que empezara, pero su llamada no sirvió de nada. O bien Troy había apagado el móvil o bien no tenía cobertura. Era demasiado tarde; el engranaje había empezado a girar y ella no podía detenerlo. Además, ahora estaba metida de lleno, pues había dejado una huella electrónica que la ataba a Troy.

Su teléfono sonó.

—Gracias a Dios —murmuró Delia, dando por hecho que era Troy. O Tresa. En cualquier caso, la invadió un rayo de esperanza: quizá pudiera volver a meter los demonios en la caja.

—Sí, hola, ¿quién es?

—Oh, hola, ¿eres Delia? ¿Delia Fischer?

La voz le resultaba familiar, pero no la reconoció.

—Sí. Soy yo.

—Delia, hola, soy Bobby Larch. ¿Me sitúas, en Ellison Bay? Nuestras hijas iban juntas a la escuela.

Delia suspiró con impaciencia. La gente siempre estaba llamando para sus actividades comunitarias. Reuniones escolares. Eventos para recaudar fondos. En aquel momento, no quería tener nada que ver con nadie.

—No es muy buen momento, Bobby.

—Siento molestarte, pero no dejo de darle vueltas. Soy padre como tú, y supongo que si mi hija hiciera algo así me gustaría saberlo. No importa lo mayores que sean, ¿verdad? Siguen siendo nuestras niñas.

Delia estaba distraída y le costaba seguir su razonamiento, pero entonces una luz se encendió en su cerebro. Tresa.

—¿Qué ocurre, Bobby? ¿Qué estás diciendo?

—Trabajo en el muelle del ferry en Northport. El caso es que justo cuando el ferry de las cinco estaba a punto de irse, tu hija Tresa ha aparecido a toda velocidad, diciendo que era una emergencia y tenía que coger el barco. Supongo que si lo hubiera pensado bien le habría dicho que no, pero la dejé subir. A lo mejor no es nada importante, pero también sé que la mujer de Mark Bradley había abandonado la isla en el ferry anterior, así que cuanto más pensaba en ello más consciente era de que debía contártelo, después de todo lo que ocurrió el año pasado. Sé que quieres que esté a salvo.

Delia se esforzó por recuperar la voz.

—Sí. Sí, te agradezco mucho la llamada, Bobby. Gracias.

Colgó sin dejarle decir nada más. Sentía una opresión en el pecho, como si un puño le estrujara los pulmones. Debería haberlo adivinado antes: Tresa había visto la furgoneta de Troy; luego debía de haberse escurrido dentro de la casa, había oído su conversación y ahora estaba allí, en la isla. Con Mark Bradley. En la línea de fuego cuando Troy llegara a la casa. «Tresa, Tresa, ¿en qué estabas pensando?».

Delia se tiró del pelo presa del pánico. Se golpeó la frente con los puños mientras trataba de decidir qué hacer. Agarró el teléfono y volvió a llamar a Tresa, y luego a Troy, pero en ambas ocasiones lo único que obtuvo fue el exasperante bucle del buzón de voz. Estaba incomunicada, y se sintió impotente.

Igual que Harris, había prendido un fuego y ahora éste estaba fuera de control.

Sólo había una opción, un modo de detener aquello: tenía que conseguir ayuda. Delia marcó otro número y esta vez sintió un gran alivio cuando el sheriff contestó al instante.

—¿Felix? Oh, Dios, Felix, soy Delia. ¿Ya estás en la isla?

—Sí, acabo de llegar a casa. ¿Por qué?

—Tienes que ayudarme. He cometido un terrible error.