El ferry había recorrido un buen tramo de canal cuando Cab llegó al muelle de Northport. Contempló cómo el barco desaparecía en la lechosa neblina y se quedó sentado en el puerto desierto. El motor al ralentí del Corvette sonaba como un gato enjaulado. Extrajo del bolsillo la sección del mapa de Door County, pero no sacó nada en claro. El papel mostraba una franja vacía de tierras septentrionales, poblada por un puñado de caminos sin salida con nombres variopintos. Lost Lane. Juice Mill Lane. Wilderness Lane. Timberline Road. En la hoja no había nada escrito que le diera una pista para desentrañar qué significado tenía esta parte del condado para Peter Hoffman.
Le pareció ver movimiento a través del retrovisor lateral. Un hombre gordo cuyo estómago asomaba de una sudadera de los Packers dio unos golpecitos en la puerta del Corvette. Cab bajó la ventana y la lluvia se coló en el coche. El hombre llevaba una tabilla con sujetapapeles y una chapa con el nombre y el logo del ferry de Washington Island. En la chapa se leía «Robert Larch».
—Bonito coche —comentó el hombre. El agua goteaba de la visera de su gorra de béisbol.
—Gracias.
—¿Necesita ayuda? —preguntó.
Cab negó con la cabeza.
—No. He venido por si el ferry salía con retraso, pero lo he perdido.
—Sí; el próximo es mañana a las ocho.
—Gracias.
En realidad, a Cab no le importaba haber perdido el ferry; sólo había querido ver a Mark Bradley esa noche para escudriñar su rostro cuando le enseñara la llave que había encontrado en el bolsillo de Hoffman. Para ver si mostraba alguna reacción o una señal de reconocimiento que no fuera capaz de disimular.
Alguien de Door County sabía qué abría esa llave y qué significaba.
—Es usted el poli de Florida, ¿verdad?
—Así es.
—Sí, ya he hablado con el sheriff. Mark Bradley estuvo aquí hace un par de horas. Me pidió prestado el teléfono.
—Eso he oído. ¿Le gustaría resguardarse un momento de la lluvia, señor Larch? Tengo un par de preguntas para usted.
—Le mojaré el asiento.
—El coche es de alquiler.
—Muy bien, vale.
Larch rodeó el Corvette y se metió dentro, trayendo consigo un olor a humedad a moho, como un perro mojado. Pasó su mano con gesto de admiración por el salpicadero y la suave piel de los asientos.
—¿Cuánto cuesta uno de éstos?
—Mucho.
—Apuesto a que sí.
—¿Así que Mark Bradley usó su teléfono esta tarde? —preguntó Cab.
—Sí, por lo que parece tendré que dárselo a la poli. Ahora es una prueba, ¿no? Como en CSI. Supongo que me comprarán uno nuevo; han sido muy amables.
—¿Bradley abandonó la cola del ferry y luego regresó?
—Sí. Después de llamar con mi móvil se largó como si tuviera mucha prisa.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
Larch se rascó la barbilla.
—¿Diez minutos? A lo mejor menos, a lo mejor más. Pero bueno, Pete vive al final de la calle.
—Así que se ha enterado del asesinato de Peter Hoffman.
—Oh, claro. Aquí las noticias corren como la pólvora.
—¿Le conocía bien? —quiso saber Cab.
—¿A quién, a Pete? Bastante. Ha vivido aquí toda la vida. Un viejo duro. Es una mierda lo que le ha pasado a su familia.
—¿Alguna vez le vio con Bradley?
—¿Pete y Mark? No lo creo.
—Sólo me preguntó por qué lo mataría Bradley.
—Dicen que se pelearon.
—¿Por qué?
Larch se encogió de hombros.
—El poli es usted.
—¿Tiene alguna teoría?
—No logro entenderlo. No sé, crees que conoces a la gente y resulta que no. Creía que Mark era un tío legal. Era profe de mi hija Karen, y a ella le gustaba. Y entonces, el año pasado, estalló toda esa mierda de Tresa Fischer. Como le he dicho, la gente es sorprendente.
—Peter Hoffman debió de enfadarse bastante con las acusaciones a Bradley sobre Tresa. Estaba muy unido a Delia Fischer, ¿no?
—Oh, sí —convino Larch mientras asentía—. Pete era como un ángel de la guarda para Delia y las chicas. Va a ser duro para ella ahora que él ya no está. Espero que le dejara algo en el testamento…
—¿Qué hay de Glory? —preguntó Cab—. ¿Qué se decía sobre ella?
La frente de Larch se frunció en profundas arrugas.
—No estoy seguro de adónde quiere llegar.
—He oído que le gustaba traspasar los límites.
—Sí, Glory podía ser difícil. Costaba creer que Tresa y ella fueran hermanas, ¿sabe? Tresa es un ratón de biblioteca, y a Glory sólo le gustaba la fiesta. Eso no significa que buscara problemas.
—Claro que no —convino Cab, y añadió—: ¿Había algún rumor sobre Glory y Mark Bradley?
—¿Cree que estaba liado con las dos? Eso es nuevo para mí. Todo es posible, pero no lo había oído.
—¿Qué me dice de Peter Hoffman? ¿Es posible que él supiera si había algo entre ellos dos?
Larch negó con la cabeza.
—Si Pete se hubiera enterado de algo así, le habría cortado la cabeza a Bradley, y también se lo habría dicho a Delia y al sheriff. Todo el condado se habría enterado.
Cab asintió. Larch tenía razón.
—Le agradezco que haya hablado conmigo.
—Ningún problema. —Larch abrió la puerta del Corvette, y ambos oyeron el estruendo de la lluvia. Luego salió del coche y se inclinó para asomar la cabeza—: Oiga, ¿de veras necesita ir a la isla esta noche?
—¿Por qué, puede llevarme?
—Claro, me paso la vida haciendo excursiones de pesca privadas. Pero no le saldrá barato.
—¿Cuánto?
—Doscientos pavos. Puedo esperar para traerlo de vuelta, o dejarlo en la isla si quiere pasar la noche allí —le ofreció, y añadió—: O si lo prefiere, me deja dar una vuelta con el Corvette y no le cobraré nada.
Cab sonrió.
—En realidad no tengo que ir esta noche. Puedo esperar.
Larch se sacó del bolsillo un folleto del ferry y cogió un boli del sujetapapeles; luego garabateó algo y se lo tendió a Cab.
—Ése es mi número de teléfono; llámeme si cambia de opinión. Vivo en Gills Rock. Puedo llevarle en menos de una hora.
Cab miró el cielo.
—Pronto oscurecerá.
—La noche no me preocupa. Es cuando se pescan las mejores percas. —Larch le guiñó el ojo—. Mark Bradley se sorprendería bastante al verle en su casa esta noche.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, ahora ella es mayor de edad, o sea que la poli tampoco puede hacer nada. Aun así, te deja bien claro la clase de cabrón que es.
Cab entornó los ojos.
—Todavía no le sigo.
—Digamos que es probable que Mark tenga compañía en su cama esta noche —le explicó Larch—. Su mujer ha venido en el ferry de las cuatro; pasará la noche fuera. Así que, ¿quién llega conduciendo por el muelle como si fuera un piloto de la NAS CAR para coger el último ferry? Tresa Fischer.
—¿Me está diciendo que Tresa ha ido a la isla esta noche?
Larch asintió.
—Así es. Curioso, ¿no?
El agua aporreó a Troy. Estaba por todas partes.
La embarcación, de seis metros de eslora, se agarraba a las olas, pero más allá de la punta de la península se agitó como un juguete en el océano. El viento en contra golpeó la piel expuesta del chico, mientras el cielo descargaba agua como una cascada. Se mantuvo rumbo este, alejado de las peores corrientes del paso, pero incluso en la calma de Green Bay el oleaje golpeaba el bote con tanta fuerza, que la mandíbula se le cerró con un doloroso golpe cuando la proa chocó con el agua. Avanzaba a un ritmo exasperantemente lento. Al cabo de diez minutos, le parecía que llevaba una hora en la bahía.
Tenía el frío metido en los huesos. Llevaba ropa interior larga debajo de los tejanos y un grueso jersey de lana encima de otro más fino, e iba cubierto de pies a cabeza con un equipo de camuflaje impermeable que había cogido del armario de su padre. Nada de eso le ayudaba a entrar en calor. Los dedos de los pies se le habían quedado entumecidos dentro de las botas, y se agarraba al timón con tanta fuerza que no notaba los dedos de las manos. Las gotas de lluvia se colaban por el hueco del cuello y le bajaban por la espalda como dedos helados.
El cielo negro parecía tan opaco como la noche. Tenía que entrecerrar los ojos para ver la tierra que emergía en el horizonte frente a él, y que parecía tan lejana como cuando había zarpado. Hacia el nordeste, la luz del faro de Plum Island brilló en la oscuridad. A cada minuto que pasaba pensaba en dar media vuelta, pero si lo hacía, sólo demostraría lo que su padre siempre había dicho sobre él. Que era un inútil. Un cobarde. Si Glory le estaba mirando, allí en medio del agua, no quería que pensara que la había abandonado.
Troy avanzó entre las aguas revueltas del estrecho. Se esforzó por mantener la proa enfocada hacia la mole de la isla mientras la corriente la hacía rodar casi en círculos. Los golpes del bote al alzarse y caer producían un martilleo incesante que hacía vibrar su cuerpo. Le costaba incluso respirar, con la lluvia metiéndosele en la boca y la nariz. Tuvo que cubrirse la cara y respirar por la boca para no atragantarse. A pesar de lo terrible de la situación, apenas se dio cuenta cuando las aguas al fin se calmaron. El bote cogió velocidad y, al mirar hacia el este, se dio cuenta de que había dejado atrás Plum Island. La masa de tierra de Detroit Island, que se extendía como un dedo por debajo de Washington Island, actuaba como un escollo que interrumpía la acometida del agua del lago.
Su flujo de adrenalina se estabilizó. Había sobrevivido a lo peor de la travesía. La isla iba aumentando de tamaño, a menos de tres kilómetros de él.
Al acercarse a tierra, Troy permaneció al este del embarcadero principal, allí donde los ferrys llegaban y partían. No quería que le vieran. Siguió hacia el norte la línea de la costa, que sobresalía de la isla como un dedo índice, y distinguió árboles, la pintura blanca de las casas construidas junto al agua y playas desiertas. Más adelante, cerca de la punta redondeada del índice, los verdes árboles llegaban casi hasta el borde del agua y la inmensa bahía ocupaba su lugar, a lo largo de cuarenta kilómetros hasta la costa de la península superior de Michigan.
Siguió avanzando junto a la costa, rodeó la punta y giró hacia el sur hasta llegar a una ensenada profunda conocida como Washington Harbor. Una larga playa blanca se extendía junto a la orilla. La parte inferior de la ensenada se conocía como Schoolhouse Beach, y la arena estaba formada de millones de piedras de marfil erosionadas y pulidas por las corrientes. Troy había ido allí muchas veces con Glory, en verano. Si se esforzaba lo suficiente podía imaginársela allí, con el biquini, tumbada sobre una toalla roja o bañándose desnuda en el agua fría una tarde cualquiera entre semana. Ahora, ya nada de eso importaba. Lo que importaba era que Mark Bradley vivía en la parte este de la playa, en una casa oculta entre los árboles.
Troy buscó un trozo de costa arbolado, fuera de la vista de las casas de primera línea de mar. De todos modos, la mayoría estaban desocupadas. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que las aguas eran muy poco profundas, así que apagó el motor y navegó a la deriva. Al acercarse a la playa, pasó por encima de la borda y saltó al agua, que le llegaba a las rodillas y le atravesó como un cuchillo de tan fría que estaba. Avanzó hacia las rocas arrastrando el bote tras él, hasta que lo alejó lo suficiente del agua para que quedara embarrancado. No estaba seguro de si volvería a por él o si se colaría en el primer ferry de la mañana con ayuda de Keith.
Con suerte, para entonces nadie habría descubierto el cuerpo de Mark Bradley y él sería libre de escapar a la península.
Troy subió por la playa hasta el borde del bosque y siguió la curva de la costa hacia el este. La pesada lluvia seguía golpeando el agua de la bahía en forma de media luna, dibujando círculos concéntricos. Las rocas mojadas se le clavaban en los pies. Estaba empapado y helado, pero también decidido. Tocó el revólver plateado, que llevaba debajo de la chaqueta. Le pesaba en la mano. Lo había encontrado un año antes en uno de los graneros abandonados que Keith y él exploraban durante la temporada baja. Había algo en el hecho de llevar un arma que le hacía sentirse fuerte. Había limpiado el revólver lo mejor que había podido, lo había engrasado y probado. Alguna vez, Glory y él se habían colado en terrenos abandonados y habían disparado a latas alineadas sobre una valla. A ella también le gustaba el poder de las armas; decía que le ponía.
Troy alcanzó el camino de la playa, que llevaba desde la arena hasta el cementerio. Allí había un parque, siempre abarrotado de excursionistas durante el verano. Ahora, en medio de la lluvia y mientras caía la noche, estaba desierto. Escogió un banco y se sentó a esperar. Estaba a sólo unos cientos de metros de casa de Mark Bradley, y podía seguir la playa y llegar a través de los árboles. Nadie le vería. Se acercaría a la casa sin hacer ruido, buscaría un lugar desde donde tener un buen ángulo de tiro y apretaría el gatillo. No se necesitaba nada más. Una fracción de segundo para hacer justicia.
Más allá de los árboles, en la playa, la lluvia caía y caía. En unos minutos anochecería. Una vez al abrigo de la noche, se movería.