39

El gato atigrado se cruzó por delante de Delia mientras ella se sentaba en la mecedora del porche frontal. El animal se posó sobre las ancas junto a ella y la miró con sus serios ojos grises. Delia estiró las piernas y acarició el pelo corto del lomo del gato, que se puso de lado y le ofreció su estómago rechoncho en busca de atención. Se retorció y ronroneó cuando el pie descalzo de Delia le frotó el pelaje, y la mujer sólo se detuvo al darse cuenta de que las lágrimas surcaban sus mejillas. Una parte de ella quería al gato, porque no podía verlo sin pensar en Glory. Otra parte de ella lo odiaba por el mismo motivo.

Glory había decidido llamarlo Smokey, según aseguraba ella por los remolinos negros del pelaje del animal. Pero Delia sabía la verdad: el cachorro había olido a humo durante días después del incendio. Ahora, Smokey se había quedado huérfano y siempre rondaba cerca de Delia, en busca de mimos. El gato había dormido cada noche en brazos de Glory, y no entendía por qué se había ido la niña. Seguía mirando por ventanas y puertas con un anhelo confuso, como si esperase que ella volviera.

Delia se enjugó las lágrimas y continuó con su labor. Tenía una bandeja de madera sobre el regazo, donde elaboraba sus abalorios a mano. Había cortado latas de Dr. Pepper y Orange Crush en tiras finas, y tenía unos alicates en la bandeja para doblarlas y retorcerlas juntas y conseguir un pendiente de espiral bicolor. Llevaba una lupa acoplada a una diadema, para cubrirse el ojo con el trabajo más minucioso. Lo había hecho tantas veces que el proceso se había vuelto mecánico: hacer espirales de metal y limar los bordes con lana de acero. En eBay podía vender un par por diez dólares. Las tiendas de regalos del lugar cobraban más, pero Delia tenía que dar una parte a los propietarios del negocio. El año anterior había acumulado casi dos mil dólares, lo cual constituía una ayuda muy bienvenida para un presupuesto que nunca parecía alcanzar. Siempre había una factura de más.

Incluso con sus ingresos extra, nunca habría suficiente para la matrícula de Tresa; aunque fuera a una universidad pública, no podía permitírselo. Dios bendijera a Pete Hoffman. Él lo había pagado todo: matrícula, pensión completa en la residencia, libros, dinero para gastos… Le había dicho a Delia que haría lo mismo con Glory cuando le llegara el turno, pero ella nunca había creído que Glory fuera carne de universidad. Tresa era la seria, la introvertida, con la inteligencia suficiente para hacer algo con su vida. Glory no tenía paciencia para los estudios. De joven, Delia era igual. Tal vez por eso Glory había sido siempre su favorita, no sólo por lo que había sufrido, sino porque le recordaba a sí misma de un modo que Tresa nunca lo haría.

Tresa le recordaba otras cosas. Cosas malas.

Cuando la veía, aún pensaba en Harris Bone y se hacía preguntas. Le daba vueltas al tema. Dudaba. Nunca había indagado la verdad, pues no quería saberla fuera cual fuese. Algunas cosas era mejor dejarlas como preguntas sin respuesta. Aun así, recordaba las veces que había observado a Tresa y Jen Bone juntas de adolescentes. Eran las mejores amigas, inseparables, casi como hermanas. Delia había intentado descubrir el parecido en sus rasgos.

Había intentado descifrar si Harris era el padre de las dos.

La aventura con Harris se había alargado durante años en encuentros intermitentes, pero cuando Delia se quedó embarazada de Tresa se acostaba con él con regularidad. Para Delia, el sexo con Harris nunca había constituido un engaño hacia su marido. Tras su propia violación, había disociado el sexo de las emociones. Nunca había amado a su marido de un modo realmente romántico; él resultaba conveniente, el sostén de la familia, dulce y de fiar. Cuando hacían el amor, era para satisfacer las necesidades de él, no las de ella. Harris era distinto. Ella le entendía como hombre, o así lo había creído hasta el incendio. Harris había pasado toda su vida bajo el yugo de una mujer, primero su madre, Katherine, y luego una esposa igual de controladora. Delia era la única persona a la que había confiado sus frustraciones y ella había disfrutado siendo su confidente, sin darse cuenta de que sus secretos escondían hilos emocionales. Su relación se había desbordado —de compartir secretos a compartir cama— en muy poco tiempo, y durante años ambos se habían utilizado en las malas épocas para hallar mutuo consuelo físico y espiritual.

La gente se preguntaba cómo había sido capaz de perdonar a Harris por el accidente en el que había muerto su marido. La verdad era que su muerte había constituido una pérdida más económica que emocional. Había sentido pena, pero no desolación. Después de aquello, se había apoyado aún más en Harris para cubrir todas sus necesidades, y las niñas también. Glory y Tresa le querían, y él a ellas. Delia sabía de los sacrificios que él hacía a diario, obligado a pasarse el día en la carretera en un trabajo que odiaba, para luego regresar a casa para encontrarse con una mujer y unos hijos que lo despreciaban. Lo hacía sin quejarse, y acaso fue eso lo que hizo que el final resultara tan sorprendente. En todo el tiempo que habían pasado juntos, compartiendo secretos y haciendo el amor, él nunca le había dado una pista de lo que planeaba. Ella no se había dado cuenta de lo cerca que estaba de romperse.

Ahora odiaba a Harris, no sólo por lo que había hecho, sino por haberla dejado sola por el camino. Y también a Tresa y a Glory. Las había abandonado, igual que había abandonado a su propia hija. Lo único que Delia deseaba era olvidarlo. Nunca había dicho una palabra a nadie sobre su relación, nunca le había dado a Tresa una razón para preguntarse quién era en realidad su padre o temer que por sus venas corriera mala sangre.

Nadie tenía que saberlo, sobre todo Peter Hoffman. Si él se hubiera enterado, jamás habría sido tan generoso con ella y las niñas. Habría culpado a Delia y habría sentido resentimiento hacia ella, en lugar de utilizarla para aliviar su culpa y su dolor.

Ahora, incluso esa fuente de seguridad le había sido arrebatada: Peter estaba muerto; le había firmado el último cheque. Se preguntó cómo le anunciaría a Tresa que ya no tenía dinero para que regresara a la universidad. Era un golpe más en toda una vida de decepciones y traiciones.

Delia se apartó la lupa del ojo al ver un viejo Grand Am girar por la curva hacia el camino lleno de baches de su casa. Troy Geier salió del interior como un payaso rechoncho y echó a correr hacia la casa. Los escalones de madera, que necesitaban alguna reparación, gimieron bajo su peso, y él resolló mientras intentaba tomar aire. Sólo con mirarlo, Delia dedujo que estaba asustado.

—¿Qué quieres? —le preguntó con impaciencia. No estaba de humor para lidiar con su ingenua cortesía.

Troy miró al interior de la casa a través de la mosquitera de la puerta.

—¿Está Tresa?

—No, ha ido a comprar comida. ¿Por qué?

—No quiero que nos oiga. Ya sabe cómo es con Bradley.

Delia entornó los ojos.

—¿Qué está pasando aquí?

El chico hizo un gesto hacia la casa.

—Será mejor que vayamos dentro.

Delia suspiró, tendió la bandeja con las joyas a Troy y se levantó de la mecedora. Smokey se enrolló entre sus piernas y se metió en la casa por la gatera.

—Quítate los zapatos —le dijo ella con brusquedad—. No quiero que dejes tierra en la alfombra.

Troy obedeció, se sacó los zapatos sobre el felpudo y siguió a Delia, que le llevó a la cocina. Tenía que empezar a preparar la cena. Abrió la nevera, cogió un huevo y una bandeja de carne picada que echó en un cuenco metálico, donde separó la carne con las manos. Luego cascó el huevo en el cuenco y añadió pan rallado.

—Y bien, ¿qué quieres? —volvió a preguntarle a Troy.

Él se sentó a la mesa, inquieto.

—¿Se ha enterado de lo de Peter Hoffman?

—Claro.

—Dicen que lo ha hecho Bradley.

—He oído lo de la pelea. ¿Y?

—Tenemos que hacer algo —dijo Troy.

Delia le dedicó una mirada de desdén. No estaba para falsas esperanzas.

—Troy, ¿de verdad te crees que eres un héroe o algo así? ¿Tú? Deja que los hombres se ocupen de esto.

—Puedo hacerlo —insistió Troy—. Alguien tiene que parar a Bradley.

—¿Y vas a ser tú?

—Sí.

—Vale, deja de hacerte ilusiones y vete a casa —dijo Delia.

Troy negó con la cabeza.

—Voy a hacerlo, y tiene que ser esta noche.

Delia dejó de amasar la carne.

—¿Qué has dicho?

—Mi amigo Keith me ha llamado. Ha visto a la mujer de Bradley marchándose de la isla en el ferry de las cuatro. Él estará solo.

Delia advirtió algo distinto en Troy. Se le veía más mayor. Decidido. Había dado por hecho que el chico se estaba haciendo el gallito con sus amenazas, pero ahora había pasado de las palabras a los hechos.

—Troy, no sabes lo que estás diciendo —vaciló Delia—. Esto no es un juego; se trata de algo muy serio.

Troy se metió la mano en el abrigo y dejó su pistola sobre la mesa. Era la misma que le había enseñado en el lago, un revólver plateado con una gruesa culata negra que debía de tener treinta años.

—Hablo en serio —dijo.

—Lo único que vas a conseguir es que te maten. Por el aspecto de esa pistola, es muy probable que te explote en la cara cuando aprietes el gatillo.

—Es vieja, pero funciona. Mire, sé dónde puedo robar un bote de una casa de veraneo para llegar a la isla. Pasaré la noche en casa de Keith y volveré por la mañana.

—¿Por qué me estás contando esto? ¿Quieres que te convenza de que no lo hagas?

—No, quiero que aleje a Tresa de aquí. Envíela a casa de una amiga durante unas horas, lo que sea; así podrá decir que yo estaba aquí con usted. Que estuvimos hablando de Glory, mirando fotos. Si alguien me señala con el dedo, usted me respaldará.

Delia tenía los dedos llenos de carne picada. Los sacó del cuenco y los puso debajo del chorro de agua caliente del fregadero. Una vez limpias las manos, se las secó con un trapo. Examinó a Troy con detenimiento, y éste a su vez la miraba fijamente con una expresión de hambre y maldad. Aún era un niño, pero también era lo bastante grande y fuerte para enfrentarse a un hombre. Le conocía desde que era un bebé, y sabía que su padre nunca había dejado de tratarle como si fuera un niño con pañales. Él siempre había buscado aprobación de forma desesperada, así que iba a hacerlo aunque ella dijera que no.

Vio a Smokey en su camita, sobre el suelo. Estaba hecho un ovillo, pero tenía los ojos abiertos, observándolos como si fuera su cómplice. Como si supiera y entendiera lo que ocurría. Se traba de hacerle justicia a Glory; era lo que todos querían.

—De acuerdo, Troy —le dijo Delia en voz baja—. Si crees que puedes hacerlo, ve y hazlo. Atrapa a ese hijo de puta.

Tresa retrocedió por el pasillo en silencio y horrorizada. Sus ojos azules estaban abiertos como platos. Caminó procurando no hacer ruido, de modo que Troy y su madre no se percataran de su presencia, salió por la puerta mosquitera y la cerró silenciosamente tras ella. Luego se puso la capucha de la sudadera y bajó deprisa los escalones. El coche de su madre estaba junto al Grand Am de Troy, donde ella lo había aparcado hacía un momento. Se metió dentro, lanzó las bolsas de comida sobre el asiento del acompañante y dio media vuelta en dirección a la carretera.

Su corazón no dudaba: tenía que ir a ver a Mark ahora mismo. Tenía que prevenirle.

Aceleró por la carretera E, allí donde el puente cruzaba sobre Kangaroo Lane, y luego cogió la 57 en dirección al noroeste, a la zona superior del condado. El último ferry en dirección a la isla partía en menos de una hora, y no sabía si le daría tiempo a atravesar los pueblos norteños de NorDoor.

Agarró con fuerza el volante; tenía la sensación de que los neumáticos iban a salir volando.

—Estúpida, estúpida, estúpida —murmuró para sí misma.

No podía creer lo que Troy y su madre intentaban hacer. «Quieren matarle». No dejaría que se salieran con la suya; ella estaría allí para detenerles.

Las tierras de cultivo desoladas pasaban a toda velocidad por detrás de la ventanilla, iluminadas por la luz de la última hora de la tarde. Apenas había tráfico, pero Tresa comprobaba una y otra vez el reloj del salpicadero con nerviosa impaciencia a medida que los minutos pasaban y se acercaban las cinco. Al llegar a Sister Bay pasó junto al muelle, que quedaba a mano izquierda y donde un puñado de barcos de pesca madrugadores cabeceaban en el oleaje, y luego aceleró por la carretera vacía en dirección norte. Pasó junto a graneros en ruinas que se alzaban en medio de campos llenos de maleza, donde bandadas de pájaros echaban a volar al oír el ruido del coche. A su izquierda, vio las hileras de árboles que, como soldados, custodiaban los riscos sobre la bahía.

Aún le quedaban quince minutos de trayecto, y faltaban menos de diez para que el ferry abandonara el muelle.

Tresa continuó adentrándose en el campo, en el enorme zigzag que señalaba los últimos kilómetros que llevaban hacia el embarcadero. Vio brillar unos faros frente a ella y encogió el hombro derecho cuando un coche pasó junto a ella en dirección sur. Casi de inmediato apareció otro, y luego otro, y otro. Conocía el significado de ver tantos vehículos en rápida sucesión: el ferry había atracado y los coches habían bajado a tierra. Ahora estarían cargando para realizar la última travesía del día. El tiempo corría en su contra.

Vio el último coche del desfile. Sus ojos atisbaron a ver de refilón al conductor por encima del brillo de los faros. Era Hilary. Frenó y tocó la bocina para llamar su atención, pero al mirar por el retrovisor vio que el coche había desaparecido en las sombras. Hilary se había ido. Redujo la velocidad mientras se preguntaba si debía dar media vuelta, pero si dedicaba el tiempo a perseguirla, perdería la oportunidad de llegar a la isla y Mark estaría solo.

Un kilómetro y medio más adelante, Tresa cogió el tramo de curvas que llevaba al muelle del ferry. Sus neumáticos chirriaban a medida que ella giraba el volante de un lado a otro, pero al final vio las aguas abiertas y el embarcadero frente a ella. El ferry seguía en el puerto, pero vio como la rampa del puente se retiraba una vez había entrado el último vehículo. Tocó el claxon una y otra vez, e hizo señas con las largas. Su coche derrapó hasta detenerse a cinco metros de la plataforma del ferry, mientras la parte trasera oscilaba sobre el cemento. Puso el freno, salió y empezó a hacer gestos con las manos.

Cerca del barco vio a Bobby Larch. Tresa había ido a la escuela con su hija Karen. El hombre fornido se acercó corriendo al coche con la cara enrojecida por el enfado; no estaba contento con ella.

—Tresa, ¿qué demonios crees que haces? —gritó Bobby—. ¿Te has vuelto loca? Vas a matar a alguien conduciendo así.

—Lo siento, señor Larch, lo siento mucho; por favor, tengo que subir a ese ferry. —Metió la mano en el bolso y sacó varios billetes arrugados—. Aquí tengo el dinero para el billete, pero esto no puede esperar, es una emergencia.

—Tresa, ya hemos cerrado. Coge el primero de la mañana.

—Lo sé, pero el barco está justo aquí, por favor. Sólo han subido dos coches, va casi vacío. Por favor.

Larch dejó escapar un exagerado suspiro a través de sus mejillas redondas, mientras hacía señas al puente moviendo el brazo hacia abajo. Tresa respiró aliviada al ver que la rampa descendía de nuevo, franqueándole el paso. Larch cogió su dinero y señaló un sitio para que aparcara en la zona de babor.

—La próxima vez, Tresa, no tendrás tanta suerte —le dijo—. Recuérdalo.

—Es usted el mejor, señor Larch. ¡Gracias!

Tresa metió el coche en el ferry con un sonoro ruido metálico. Luego salió y se tambaleó en la cubierta abierta del barco. Se abrazó en medio del frío, sintiéndose asustada, mareada y sola. Tenía el estómago revuelto. El barco se deslizó y luego hundió la proa en el agua mientras se agitaba más allá del rompeolas rumbo a Death’s Door. Al comprobar el móvil, vio que ya no tenía cobertura. Ni siquiera podía llamar a Mark para avisarle, así que esperó llevarle una buena ventaja a Troy.

Sintió que el agua le salpicaba en las mejillas, alzó la vista y vio caer la lluvia en hilos de plata desde el cielo oscuro.

La tormenta que había estado amenazando todo el día estallaba al fin. A partir de ahora, sólo empeoraría.