Hilary vio la cara de Mark mientras éste bajaba del ferry con el coche y supo que algo terrible había ocurrido. Pasó junto a ella ajeno a todo lo que le rodeaba. Estaba pálido, con la mirada vacía y enajenada. Ella tocó el claxon para llamar su atención y él aparcó a un lado al ver el Taurus, bajó y se acercó. Se sentó en el asiento del acompañante, pero cuando ella lo abrazó permaneció inmóvil, sin reaccionar.
—¿Qué pasa? —preguntó Hilary—. ¿Algo va mal?
—Peter Hoffman está muerto —le contó Mark.
—Oh, Dios mío. ¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé, pero sí sé a quién le van a echar la culpa.
Hilary contempló el embarcadero del ferry. Iban con retraso, y sabía que se estarían apresurando para subir a bordo la media docena de coches.
—Un momento, un momento. ¿Qué demonios está ocurriendo?
Mark se pasó las manos por el pelo.
—Hoffman se enfrentó conmigo en el mercado y empezó a soltar tonterías de que yo había matado a Glory. Llegamos a las manos. Me dio un puñetazo que me alcanzó de lleno en la mandíbula.
Hilary cerró los ojos.
—¿Qué hiciste tú?
—Le empujé, y él se cayó. Todo el mundo lo vio.
—¿Quieres decir que se murió ahí mismo?
—No, no, pero todo el mundo sabe que hubo una pelea.
—Mark, lo que dices no tiene ningún sentido. ¿Qué pasó con tu teléfono?
—Cuando Hoffman me pegó, lo dejé caer al suelo. Al darme cuenta de que no lo llevaba, llamé a mi número y Hoffman me dijo que lo tenía él, así que cuando me dijeron que el ferry llegaba con retraso, cogí el coche y fui a su casa. Quería disculparme, recuperar mi móvil y salir pitando de allí. Pero estaba muerto; alguien le había volado la cabeza, y hacía tan poco tiempo que todavía podía olerlo. Debió de ocurrir en los quince minutos entre que hablamos y yo llegué allí.
—¿Qué hiciste?
—Me fui. Eché a correr. —Y añadió—: No lo maté, Hil. No fui yo.
Hilary se tapó la boca con las manos. La mente le iba a toda velocidad.
—Ya han encontrado tu teléfono —murmuró.
—¿Qué?
—Antes te he llamado; me había olvidado de tu mensaje. Me contestó Cab Bolton. Debía de estar en casa de Hoffman, lo que significa que ha encontrado el cuerpo y tu teléfono.
Mark meneó la cabeza.
—Van a crucificarme.
Hilary deseaba decirle que se equivocaba, pero no iba a engañar a ninguno de los dos con falsas esperanzas. Era el sospechoso más obvio. Las acusaciones, la pelea, las llamadas: todo jugaba en su contra, y todo podía ser probado con testigos y documentos. Ella misma se sentía intranquila, a pesar de lo mucho que se esforzaba en fingir que era inmune. Vacilaciones. Dudas. Cada vez que las acallaba, ocurría algo que volvía a empujarla hacia las sombras.
Él lo vio reflejado en su rostro.
—Hasta tú te preguntas si soy un asesino.
—No es cierto.
—Estás pensando: «Tiene mal genio. Hoffman le presionó demasiado y al final perdió los nervios y le mató».
—No hables así, Mark.
No quería que él conociera sus pensamientos. Sí, tenía mal genio, y sí, le habían presionado demasiado. Nada de eso importaba ya.
Mark estiró el brazo y le cubrió la mano.
—No estoy mintiendo. Yo no lo he hecho, nada de esto. Ni lo de Glory ni lo de Hoffman. —Se quedó mirándola y añadió—: Tampoco lo de Tresa.
—Cuéntame exactamente qué has hecho en casa de Hoffman.
—Apenas estuve un minuto allí, tal vez dos. Fui en coche desde el muelle, subí por el camino de entrada y vi que la puerta delantera estaba abierta. Llamé a Hoffman a gritos, pero no respondió y le encontré en el pasillo, tendido en el suelo.
—¿Qué hiciste luego?
—Me largué echando pestes. Cerré la puerta de golpe a mi espalda, corrí hacia el coche y regresé al embarcadero del ferry.
Hilary le miró las manos; Mark llevaba guantes de cuero.
—¿Tenías los guantes puestos cuando entraste en la casa?
—Sí.
—Entonces ¿no has dejado huellas dactilares?
—Supongo que no.
—¿Y huellas de los pies?
Mark asintió.
—Un montón.
—Deshazte de los zapatos —dijo ella.
—¿Qué?
—Conduce hasta una playa desierta antes de ir a casa. Lánzalos en el lago, tan lejos como puedas, y asegúrate de que nadie te ve.
—Eso es una locura. No voy a hacerlo.
—Mark, no podemos dejar que prueben que estuviste allí. Las huellas son lo único que te sitúa en la casa. Mete la ropa en la lavadora, también; a lo mejor hay sangre.
—Hil, olvídalo. Pedí prestado un teléfono en el muelle; llamé a mi número y salí de la fila del ferry. ¿Crees que la gente no lo va a recordar? Si trato de encubrirlo, sólo hará que parezca más culpable.
Tenía razón, pero Hilary no quería oírlo. Subió el tono mientras la ira y la desesperación se apoderaban de ella.
—No puedes darles una soga para que te la pongan al cuello. La verdad no les importa; lo único que quieren es meterte en la cárcel. Quieren apartarte de mí, y no voy a dejar que eso suceda.
Mark abrió los brazos y la abrazó. Ella tuvo la sensación de que se cogían sólo con la punta de los dedos y que perdían agarre. Para empeorarlo, ella estaba a punto de irse y dejarlo solo toda la noche.
—Llama a Gale —le dijo—, pero no menciones los zapatos. Un abogado no puede aconsejarte que destruyas pruebas. Sigo pensando que deberías deshacerte de ellos.
—Eso sería como admitir que lo he matado.
—¿Por qué discutes conmigo por esto?
—Porque esta vez creo que te equivocas, y si lo hago no habrá marcha atrás.
—¿Cuánto tardaste en volver a la cola del ferry después de ir a casa de Hoffman? —preguntó ella.
Mark se encogió de hombros.
—Diez minutos. Quince, a lo mejor.
—No es mucho tiempo.
—Dirán que el suficiente para llegar a su casa, discutir, pelear y matarlo.
—Por el amor de Dios, Mark, ¿de parte de quién estás?
—De la nuestra —respondió él—, pero no voy a fingir. Me he metido en un lío y no saldré de él mintiendo y escondiéndome.
Hilary vio que la tripulación del ferry le hacía gestos con la mano. El resto de coches ya se había alejado y embarcado. Miró la hora: faltaban dos minutos para las cuatro. El barco estaba desatracando.
—Tengo que irme —dijo.
—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Adónde vas?
—Amy Leigh ha desparecido; he recibido una llamada de su compañera de habitación en Green Bay. No ha visto a Amy desde ayer por la noche, y no responde al teléfono. Me voy a Green Bay; vamos a hablar con la policía.
Mark resopló, decepcionado.
—Precisamente esta noche, Hil. Te necesito a mi lado.
—Si le ocurre algo a Amy y yo no he hecho nada para evitarlo, nunca podré perdonármelo. Ella me llamó, me buscó a mí. Tengo que hacerlo.
—Déjame ir contigo.
—No con esos zapatos. No con esa ropa. Ve a casa y llama a Archie Gale.
—Hil, déjalo. Voy a ir contigo.
Ella negó con la cabeza.
—Mírate, Mark. En este momento no estás en condiciones para hacer esto. Además, si estás ahí la policía se centrará en ti y no en Amy.
Él abrió la puerta del coche, y una ráfaga de aire se coló por el hueco.
—Muy bien, vete.
—Podría ser nuestra oportunidad de descubrir lo que le ocurrió en realidad a Glory —señaló ella—. De demostrar que no fuiste tú. El entrenador del que me habló Amy, ese tal Gary Jensen… Llamé a una amiga mía de la escuela donde trabajaba antes. Sospechaban que había mantenido relaciones sexuales con adolescentes.
Mark salió del coche y se inclinó por la puerta esbozando una sonrisa triste.
—De mí también lo sospechan.
—Maldita sea, Mark, no hables así.
—Lo siento, no puedo evitarlo. —Acercó su cara a la de ella y la besó. Tenía los labios fríos—. Te quiero. No lo olvides.
—Yo también te quiero.
Él cerró la puerta y se alejó. Tras unos instantes de vacilación, ella puso la primera y condujo el Taurus hacia el ferry. Una vez lo hubo aparcado, salió y subió las escaleras hacia la cubierta de pasajeros. Se quedó en el exterior, apoyada en la barandilla mientras el barco se alejaba de la isla. Más allá de la protección del muelle, ya en aguas abiertas, el viento se intensificó y el ferry osciló bajo sus pies. Aún distinguía el coche de Mark en el aparcamiento de la orilla. Saludó con la mano y vio que las luces largas del Explorer se encendían y se apagaban. Mark estaba dentro, contemplando cómo se marchaba.
Dentro de la cabina del puente, en la cubierta superior del ferry, un chico de diecinueve años llamado Keith Whelan observó a Hilary apoyada en la barandilla. Era tan flaco como un poste de teléfono, con el pelo negro y despeinado, y llevaba dos años trabajando en el ferry. El práctico que manejaba el timón apartó la vista del agua y siguió la mirada de Keith hasta la mujer de cubierta.
—No hay nada más sexy que una mujer en medio del viento —dijo el práctico—. Sobre todo ésa.
Bajo ellos, Hilary dio media vuelta, desapareció dentro del compartimento para pasajeros y la cubierta se quedó vacía. Apenas se distinguía NorDoor, a ocho kilómetros de distancia.
—Veo a esa mujer yendo y viniendo cada día —continuó el práctico—, y nunca me canso de la vista.
—Lo que tú digas. —Keith se frotó la nariz y se tocó la entrepierna de los pantalones—. Tengo que mear.
—Claro, ve.
Keith abandonó el refugio del puente y bajó la escalera hasta la cubierta de debajo. El barco se balanceaba pero era una sensación que él ya no percibía, ni siquiera con el peor de los temporales. Asomó la cabeza por la puerta de la zona de pasajeros, donde media docena de conductores leían revistas y charlaban por el móvil mientras aún había cobertura. Hilary Bradley estaba de pie, sola, mirando por la ventana. Sus miradas no se cruzaron. Las gafas que llevaba la mujer le daban aspecto de estirada e inteligente; a Keith no le gustaban las mujeres que fingían ser más listas de lo que eran.
Se deslizó en el baño, del tamaño de una cabina de teléfono, sacó el móvil y marcó un número.
—Soy Keith —dijo—. Querías información, ¿no? Está en el ferry de las cuatro en dirección a la península. No hay manera de que coja el de las cinco para volver. Te lo digo, esta noche duerme en otra parte. Él estará solo en la casa. Si lo quieres, es tu oportunidad.