35

La casa era un remanso de quietud, como siempre.

Peter Hoffman estaba sentado a la mesa de madera maciza de su cocina y bebía whisky directamente de la botella mientras escuchaba el silencio. Su necesidad de calma era un vestigio de sus días de guerra del que nunca había podido liberarse. Nunca ponía música, y raramente encendía el televisor. Quería oír con exactitud qué ocurría en el exterior, para detectar cualquier cosa fuera de lo normal. Sus oídos estaban acostumbrados a todos los ruidos de la casa, conocían el canto de cada pájaro, el rugido del viento, el siseo de la nieve y el sonido tamborileante de la lluvia. En algunas ocasiones, su mujer había insistido para que pusieran una sinfonía en el equipo de música, pero él había descubierto que era incapaz de quedarse en la habitación con aquel ruido. Desde que ella murió, él vivía en el silencio, escuchando y a la espera.

Habían pasado cuarenta años, hacía mucho que la guerra había terminado, y sin embargo él aún seguía esperando que el enemigo apareciera de la nada. Si lo hacía, él lo oiría.

Hoffman tenía un plano de Door County extendido frente a él. Al lado había una anilla metálica en la que guardaba su voluminoso juego de llaves. Seguía manteniéndolas mucho después de haber dejado de necesitarlas, pero era incapaz de sacarlas de la anilla y deshacerse de ellas. Aún sabía a qué cerradura correspondía cada una. Su Cutlass de 1982. La caja de seguridad donde guardaba su seguro de vida y los documentos de la hipoteca, cuando aún la pagaba. La casa de Nettie, el garaje de Nettie, antes del incendio.

Cogió la anilla y encontró la llave que buscaba. Era pequeña, plateada, como las de los candados pesados. Estaba en buenas condiciones, pero el cerrojo con el que encajaba estaba oxidado y lleno de mugre, pues había permanecido expuesto a la fuerza de los elementos. En los viejos tiempos iba cada pocos meses a comprobarlo, pero nunca lo había abierto. Tiraba de él para cerciorarse de que aguantaba bien y luego se iba. Al final se dio cuenta de que no había razón para seguir volviendo. Lo único que conseguía con ello era torturarse a sí mismo.

Hoffman separó la llave del resto, abrió el cierre, la sacó y dejó la anilla de nuevo sobre la mesa. La sujetó y la frotó hasta que la notó caliente entre los dedos. Resultaban escalofriantes los vividos recuerdos que podía despertar un pequeño trozo de metal brillante. Al final, incapaz de seguir mirándola, deslizó la llave en el bolsillo.

Estaba junto al móvil de Mark Bradley.

Se levantó de la silla y, al hacerlo, un pinchazo de dolor le bajó por la pierna izquierda como si fuera hielo. Su pierna mala, donde había recibido la bala dirigida a Felix Reich en una jungla fétida, se le había agarrotado desde la caída en el establecimiento, y ahora apenas podía moverla. Tenía un hematoma morado en la pantorrilla que le dolía al tacto y sospechaba que se había roto un hueso. Habían querido llamar a una ambulancia pero él se había negado, y ahora apenas podía caminar.

Sin embargo, a Hoffman no le importaba, tenía otras cosas que hacer.

Cab Bolton llegaría pronto.

Hoffman se aferró a la encimera de la cocina, cogió su bastón y se apoyó en él. Con la otra mano, agarró el mapa de la mesa y se lo metió debajo del brazo. Paso a paso, salió de la cocina hacia su habitación, donde tenía el escritorio y una impresora que también funcionaba como fotocopiadora. Desdobló con torpeza el mapa y lo colocó sobre el cristal. Pulsó el botón para hacer una copia, pero al ver la impresión se dio cuenta de que no lo había alineado. Lo movió, lo intentó de nuevo y decidió que la imagen era demasiado pequeña. Programó la máquina para que hiciera una ampliación.

Habría resultado más sencillo ir con Cab Bolton en coche y mostrarle el camino, pero Hoffman sabía que no podría llegar tan lejos con el frío y la lluvia. Además, no quería volver allí. Se había enfrentado a cosas malvadas en el pasado, pero había maldades imposibles de soportar.

Realizó varias copias antes de darse por satisfecho con el resultado. Arrugó las otras hojas y las lanzó a la papelera que había junto al escritorio, y dejó el mapa sobre el cristal de la impresora. Con la copia en la mano, regresó cojeando a la cocina, mordiéndose el labio por el dolor de la herida de bala que le recorría la pierna. Se acomodó en la silla con un gruñido, buscó un boli en la mesa y entornó los ojos para mirar la copia del mapa.

Entonces escuchó.

Fuera de la casa, por encima del temblor del viento, oyó un chasquido seco, como el disparo de una bala. Alguien había roto una rama al pisarla. Un visitante se acercaba a través de los árboles, alguien que intentaba que no lo oyeran.

A Hoffman no le sorprendió.

Dobló la copia del mapa y la deslizó en su bolsillo, junto con la llave y el teléfono. Se dio impulso apoyando ambas manos en la lustrosa superficie de la mesa. Esta vez no se preocupó del bastón, y el peso de su cuerpo sobre la pantorrilla casi le hizo derrumbarse al primer paso. Arrastró la pierna tras él, mientras avanzaba con pasos vacilantes hacia el armario que había junto a la puerta de entrada. La corta distancia le pareció interminable. Al llegar, buscó dentro su escopeta, que siempre estaba engrasada y a punto. Alzó la mano para coger una caja de cartuchos de la estantería del armario y las derramó como si fueran canicas mientras cargaba el arma.

Cerró la puerta y se inclinó sobre ella con la respiración entrecortada, mientras casi rompía a llorar por el dolor que sentía en la pierna, igual que si le estuvieran acuchillando. Apoyó los hombros contra la pared y, sin despegar los pies del suelo, se deslizó sobre los paneles de nogal hasta alcanzar la puerta principal. Hizo girar el pomo y le dio un golpecito para abrirla. Afuera, en el porche, distinguió el olor a hojas caídas. El bosque estaba vivo, y las ramas desnudas se torcían y se tocaban. El camino de tierra estaba cubierto de lodo. Buscó huellas recientes procedentes de la carretera, pero no vio ninguna.

¿Dónde se había metido?

Hoffman se agarró al marco de la puerta y esperó mientras sostenía la escopeta bajo su otro brazo. Escrutó el bosque con la mirada, del mismo modo en que lo había hecho años antes, a través de la desolación del aguacero y los insectos voraces. No hacía falta que viera a nadie, ni que le oyera o le oliera, para saber que no estaba solo.

—Sé que estás ahí —gritó hacia los árboles.

No hubo respuesta. El viento gimió, y él percibió la humedad de la bruma en los labios.

—Es hora de acabar con esto —chilló, pero nadie contestó.

Los árboles crujieron como si se rieran de él. «Sabemos qué es lo que te asusta, viejo». Debería haber escuchado sus advertencias.

Hoffman oyó un ruido dentro de la casa. Había olvidado la regla fundamental: cubrirse siempre las espaldas. Los pasos sobre el suelo de madera estaban tan cerca que esperaba sentir el aliento sobre la nuca en cualquier momento. Trató de darse la vuelta, de volver el arma, pero no tenía fuerza suficiente ni tiempo. Unas manos fuertes le agarraron del cuello de la camisa y tiraron de él hacia el recibidor. Sus piernas cedieron, y se desplomó. Mientras caía, la escopeta le resbaló de las manos. Hoffman golpeó el suelo con la cabeza y se retorció como un insecto boca arriba, incapaz de incorporarse.

En toda batalla había un vencedor y un vencido, y él había perdido.

—Cierra los ojos —dijo la voz masculina sobre él.

Hoffman no los cerró. Ni entonces ni nunca. Los cañones gemelos de su propia arma se hundieron en su frente, y permaneció con los ojos bien abiertos para contemplar el final cuando llegara.

El coche de Hilary olía a café recién molido. Se habían quedado sin existencias con la última cafetera de la mañana, y había decidido peregrinar a la pequeña tienda cerca del muelle antes de que Mark llegara. Mientras conducía de vuelta a casa, oyó sonar su teléfono. En lugar de responder a la llamada con el móvil pegado al hombro, salió de la carretera y aparcó.

—¿Es usted Hilary Bradley? —Era una voz de chica que no le resultaba familiar.

—Sí. ¿Quién es?

—Me llamo Katie Monroe. Creo que conoce a mi compañera de habitación, Amy Leigh.

Al oír el nombre de Amy, a Hilary le dio un vuelco el estómago.

—¿Ha pasado algo? ¿Está Amy bien? He intentado hablar con ella.

—¿Ah, sí?

—Sí. Me llamó ayer por la noche y fue todo muy extraño. Desde entonces la he llamado varias veces, pero no contesta el teléfono. Estoy preocupada.

Hilary oyó la respiración de la chica en la línea.

—Ayer por la noche no volvió a la habitación.

—¿No es propio de ella?

—Algunas chicas pasan la noche fuera, pero Ames no.

Hilary se sacó las gafas y cerró los ojos mientras pensaba en la llamada de Amy.

—Escucha, Katie, Amy mencionó el nombre de su entrenador, Gary Jensen. ¿Eso te dice algo?

La chica hizo una pausa antes de exclamar:

—¡Hijo de puta!

—¿Amy te contó algo sobre él?

—Me dijo que ayer por la noche iba a hablar con Gary; habían quedado en su casa. Desde entonces no he podido hablar con ella.

—¿Has llamado a la policía?

—Llamé a la seguridad del campus, pero no me hicieron caso. Todos conocen a Gary, y me dijeron que estaba loca. Para ellos, que una chica del campus no vuelva en toda la noche no es un problema del que preocuparse.

—Deberías ir a la policía —insistió Hilary.

—¿Para contarles qué? ¿Que mi compañera no ha dormido en la habitación esta noche? Me darán una palmadita en la espalda y me dirán que vuelva mañana. No puedo hacer esto sola. —Katie hizo una breve pausa y luego habló de nuevo, muy rápido—: Oiga, usted vive cerca de Door County, ¿verdad? Por eso la he llamado. Si viene hasta aquí con el coche, podremos hablar juntas con la policía.

Hilary miró el reloj y frunció el ceño.

—Estoy en Washington Island y sólo queda un ferry. No estoy segura de que me dé tiempo.

—Por favor —insistió Katie—. Si lo hacemos juntas, nos tomarán en serio. Si no, no empezarán a repartir carteles hasta dentro de un par de días, y creo que Amy está en problemas ahora mismo.

Hilary vaciló. Sabía que no tenían nada de peso que contar a la policía. Tal vez era cierto que Gary Jensen daba grima, pero eso no era un crimen. Aun así, compartía el temor de Katie: algo no iba bien. Si Amy estaba en casa de Jensen cuando realizó esa extraña llamada, era posible que se encontrara en peligro, sobre todo si Gary Jensen estaba relacionado de algún modo con Glory Fischer.

—De acuerdo —dijo Hilary—. Si consigo llegar al ferry, aún tardaré un par de horas más en llegar allí. No hagas nada mientras tanto, ¿de acuerdo? Sólo espérame.

—Llámeme cuando esté cerca —le pidió Katie.

Hilary colgó, contempló el cielo amenazador y se dio cuenta de que había estado conduciendo bajo un aguacero mientras se dirigía a Green Bay. Se acercaba una tormenta de órdago. Dio la vuelta con el coche y aceleró hacia el embarcadero del ferry; mientras, marcó el número de Mark. El teléfono ya había empezado a sonar cuando recordó el mensaje que él le había dejado en el contestador de casa.

Había perdido el móvil.

Estaba a punto de colgar cuando alguien contestó. Alguien que no era Mark.