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En el muelle de Northport, Mark esperaba el ferry de las tres con destino a Washington Island. En medio de la niebla y la bruma, no podía ver el barco en el agua. Le dolía la mandíbula allí donde Peter Hoffman había conectado su gancho, y al tocársela con cuidado notó una muela suelta. Estaba que echaba humo, enfadado consigo mismo por haber perdido el control. No importaba que el viejo le hubiera agredido y provocado con sus amenazas. Deseó haber ignorado a Hoffman y haberse abierto paso para salir del establecimiento. En lugar de eso, la noticia de su altercado debía de estar ya volando por todo el condado.

Impaciente, Mark salió del todoterreno. Su Explorer era el segundo vehículo de la cola del ferry, y nadie había aparcado detrás de él. El trayecto de vuelta a la isla sería tranquilo. Caminó con las manos en los bolsillos hasta el final del muelle, donde contempló las rocas blancas del rompeolas y las aguas embravecidas del estrecho. La isla se hallaba a menos de ocho kilómetros, pero resultaba invisible en el horizonte envuelto en la neblina. El cielo vespertino estaba oscuro y amenazador, como su humor. El espíritu optimista con el que había comenzado el día, en brazos de Hilary, se había convertido en una tormenta depresiva.

Se dio cuenta de que aún no la había llamado para contarle el episodio con Peter Hoffman, aunque se preguntó si no lo sabría ya. Su amiga Terri, que vivía en Fish Creek, era un imán para los cotilleos, y si una palabra sobre la pelea había llegado a sus oídos, su primera llamada sería a Hilary. Por otra parte, si su mujer se había enterado le habría llamado, y su teléfono no había sonado en todo el día.

Las cosas iban de mal en peor. Sus vidas caían en barrena, fuera de control, y él no sabía cómo detenerlo.

Mark se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y descubrió que el móvil no estaba donde solía llevarlo. Tanteó los otros bolsillos, pero no lo encontró. Pensó que lo habría dejado en el asiento del acompañante, así que regresó a su Explorer desde la orilla. Comprobó el asiento delantero y la guantera, y miró también bajo los asientos, pero el teléfono había desaparecido.

Recordó que cuando Hoffman le había golpeado, lo había dejado caer y, en medio de la confusión, no lo recogió. Maldijo y sacudió la cabeza. No tenía tiempo de volver a Sister Bay. Si perdía el ferry de las tres, el último no salía hasta dos horas después. Tendría que olvidarse del móvil hasta el día siguiente.

Recorrió los veinte metros que le separaban de la taquilla del ferry. Tanto el personal del barco como el del muelle le conocían. En los viejos tiempos, compartían bromas y hablaban de deportes mientras esperaba, pero ya no. Ellos, como todo el mundo ahora, daban crédito a los rumores. El hombre gordo que vendía los billetes, Bobby Larch, abrió la ventanilla cuando Mark la golpeó. Estaba leyendo un ejemplar de Playboy mientras comía patatas fritas de una caja de poliestireno y bebía una botella de refresco de cereza Baumeister. Su hija Karen había asistido a la clase de Lengua inglesa de Mark durante el primer año que estuvo en Fish Creek, y por aquel entonces Bobby le había contado que Karen le ponía por las nubes. Era su profesor preferido.

Ahora nada de eso importaba. Desde lo de Tresa, todos los padres lo miraban como si fuera un depredador.

—Eh, Bobby —le saludó Mark.

El hombre apenas apartó la vista de la revista.

—¿Qué quieres?

—¿Me puedes dejar el teléfono?

—¿Por qué?

—He perdido el mío —le explicó Mark—. Vamos, Bobby. Quiero llamar a mi mujer.

Bobby se encogió de hombros, se metió la mano en el bolsillo de sus tejanos sucios y le tendió a Mark un móvil Samsung con tapa. Estaba caliente y grasiento.

—Gracias —dijo Mark, y añadió sin pensar—: ¿Cómo le va a Karen? ¿Está en la universidad?

Bobby no contestó y cerró la ventanilla con un golpe.

Mark marcó el número de casa. El teléfono sonó en la isla, pero tras cuatro tonos, se activó el contestador. Dejó un mensaje:

—Soy yo. Si has intentado llamarme, he perdido el móvil. Cojo el ferry de las tres. Te veo pronto.

Decidió marcar el número de su propio móvil para ver si alguien lo había encontrado y lo había entregado en el mercado. No se moría precisamente de ganas de asomar la cara por ahí después de lo ocurrido.

Pulsó las teclas.

Al segundo tono le contestó un hombre que le preguntó en tono grave:

—¿Quién es?

—Soy Mark Bradley. Creo que tiene mi móvil.

—Bradley —dijo el hombre—. Me preguntaba cuándo me llamaría.

Mark reconoció la voz y deseó no haber marcado. Era Peter Hoffman. El viejo debía de haberlo recogido y se lo había quedado. Instintivamente, el mal genio de Mark, que había intentado reprimir durante todo el día, volvió a aflorar. Se esforzó por mantener a raya sus emociones.

—Señor Hoffman, lamento lo que ha sucedido. De verdad. Espero que esté bien.

—No se preocupe por mí, Bradley. Sólo espero haberle roto esa mandíbula de cristal.

Mark no mordió el anzuelo.

—No he llamado para volver a empezar donde lo habíamos dejado. Sólo quiero recuperar el teléfono.

—Lo tengo justo aquí —respondió Hoffman.

—No sé por qué se lo ha llevado. Podría haberlo dejado en el mercado.

—Cierto, pero entonces usted no habría tenido que enfrentarse de nuevo a mí, ¿verdad? Si quiere recuperar su móvil, puede venir a buscarlo.

Mark comprobó el reloj. El ferry salía dentro de diez minutos. La casa de Hoffman no estaba lejos, pero dudaba que le diera tiempo de ir allí y volver al muelle. Tampoco creía que resultara sencillo que Hoffman le diera el teléfono; el hombre buscaba otro enfrentamiento.

—Tengo que coger el ferry.

—En otras palabras, no tiene huevos para mirarme a los ojos. Supongo que mañana enviará a su mujer a recogerlo.

Mark hizo una mueca, porque eso era exactamente lo que había planeado hacer. Hilary no le dejaría cruzar la puerta de casa de Hoffman, no después de lo sucedido.

—Buenas noches, señor Hoffman —se despidió.

—Eso es, cuelgue, señor Bradley —prosiguió el hombre—. Regrese por Death’s Door y pase una buena noche. Pero déjeme decirle algo: ya he hablado con ese detective de Florida y va a venir a verme.

—Me alegro por usted.

—Cuando sepa lo que yo sé, irá directo a detenerle, Bradley.

Mark cerró la tapa del móvil, interrumpiendo los improperios que salían de la boca de Hoffman, salió del coche y olió en el aire denso el inminente aguacero. Se estremeció y se dirigió a la taquilla, donde Bobby Larch abrió la ventanilla y cogió su teléfono.

—Gracias —dijo Mark.

—Ya.

—¿El ferry llegará puntual?

Bobby meneó la cabeza.

—No, va con diez o quince minutos de retraso.

Mark regresó a su Explorer, encendió la radio y sintonizó una canción de los Black Eyed Peas que sonaba en la emisora local de rock. No era su tipo de música, y normalmente habría cambiado de emisora, pero a medida que la escuchaba, el ritmo de la melodía empezó a retumbar en su cabeza. El estribillo, que se repetía una y otra vez, era el título de la canción, y se sorprendió repitiéndola.

«Empecemos de nuevo».

Eso era. No iba a arrugarse más ante nadie. Que pasara lo que tuviera que pasar.

Al mirar el reloj, se dio cuenta de que el retraso del ferry le daba tiempo para ir a casa de Hoffman y verle cara a cara. Salió de la cola del ferry, dio la vuelta con el coche y se lanzó por la lisa cinta de curvas en dirección a Port des Morts Drive.